Por Silvio Rodríguez Carrillo
Aprender a escribir poesía es como aprender a ejecutar un instrumento, al menos si la cosa va en serio. Así, lo primero que hay que considerar es el hacerse de un horario, de un tiempo para dedicarse a estudiar y practicar. Sin una rutina fija, muy difícilmente un novato llegará a nivel de experto, salvo, claro, que posea un don y un talento innatos para la escritura.
Por otra parte, al tener una rutina fija, uno puede medir los propios tiempos, cosa fundamental. Es decir, uno va tomando conciencia respecto de cuánto conocimiento teórico es capaz de internalizar en una unidad de tiempo personal. Así, uno va aprendiendo a medir cuánto tiempo le lleva escribir un soneto o un romance.
Luego, al ir probando los diferentes metros y estilos, décimas, gaitas, alejandrinos, uno va descubriendo cuál es el estilo en el que se mueve mejor, el que con más comodidad y celeridad le sirve para expresarse.
Hasta aquí, lo que estoy marcando es que no sólo se trata de estudiar, practicar y corregir, sino también de medir los propios tiempos, dado que escribir es un estilo de vida y no un simple entretenimiento.
Aunque en lo normal el arrebato poético conlleva un gran toque pasional, y por esto deviene en frustración el no conseguir de buenas a primeras un poema correcto en fondo y forma, es preciso aprender a desapasionarse al momento de recibir críticas y asumir la tarea de corrección. Es muy común el deseo de abandono, o por lo menos el dudar de si servimos para este oficio. Estos son los momentos en donde uno da o no da la talla. Es preciso recordar que así como somos tolerantes con los demás, también debemos serlo con nosotros mismos para poder avanzar.
Una vez que hemos adquirido los conocimientos necesarios para poder escribir en cualquier metro y estilo, y una vez que aprendimos a manejar el proceso de frustración/satisfacción, de crisis/crecimiento, es que llegamos al momento en que se desarrolla la propia voz, el personalísimo estilo que cada escritor tiene como marca de fábrica.
Alcanzada la propia voz, con Whitman uno comprende que «la obra no tiene fin» y cada curva y cada recta de cada circuito no son más que pruebas en donde, al menos en parte, uno se realiza.
Como anécdota, dado que esto está dirigido a los que recién comienzan a escribir, dejo constancia de que mi primer soneto me llevó unas 14 horas. Hoy día, escribir un soneto, sea alejandrino, gaita, tridecasílabo u otros metros, me lleva entre 14 y 18 minutos. Pero esto no es nada, he visto escribir sonetos en 7 minutos y justo antes de haber aprendido a escribir ese primero.
Finalmente, como me enseñara Morgana de Palacios, la cosa está en aprender a disfrutar tanto del proceso como del resultado, cosa que yo aprendí a hacerlo conociendo mis propios tiempos. Este es el consejo que puedo dar desde la vivencia.