La vida en blues
Las lágrimas que esperan ser lloradas
no han de saciar jamás la sed del diablo.
Es más
que una penosa anécdota,
que una tribulación común y cotidiana.
Cuando la piel es dolor,
cuando la carne es dolor,
cuando la sangre es dolor
sin tregua.
Cuando es dolor esa amena polilla
que carcome tus vísceras,
que amedrenta tus huesos
y se vuelve presencia omnipresente
que modula,
tu existencia y su grito.
Cuando no quedan ojos que ofrecer
a los cuervos ansiosos,
cuando no quedan pies
que aplaquen el fervor de las ortigas,
cuando si quedan manos que se agarren,
ya no hay clavos ardiendo.
Cuando ya son todas más una las vueltas de las tuercas
que te atenazan.
Entonces, lo sé,
ha llegado la hora
de mirar a otro lado y simular
que, ya que en lo esencial me desconozco,
me soy desconocida.
¿Veis?
Soy aquella de allí,
la figura imprecisa
que en la acuarela triste de la lluvia
se funde con las sombras de la noche,
y se va diluyendo.
Mientras silba despacio
entre dientes un blues.
Ceguera del agnóstico
Quizás me vio venir.
Una vez más.
Miraba hacia lo lejos
negándose a esperar todo lo que no fuese
señales de sirocos,
rugidores vendavales.
Prohibiendo a su ilusión
a su fe,
a su retina
creer en espejismos de neón que anunciasen
horizontes festivos.
Él
quizás me vio llegar envuelta en humo
y en alucinaciones
por el campo agostado,
yo llevaba
la falda alborotada por la brisa,
en la boca un revuelo
de pájaros rapsodas.
Y en las manos
toda la compasión con que tejerles
sudarios a las flores.
Quizás me vio llegar
como quien ve en el aire
la primera cigüeña
y sigue estando triste pues no escucha
latir su corazón
y no descifra
que aquella primavera inevitable
incluso a los agnósticos concierne.
Quizás quiso decir una palabra
y no encontró en su boca los acentos,
para pedir la lluvia.
Yo pasé,
tenía que pasar,
sin detenerme
como pasan las nubes,
embarazadas de agua sin saberlo
con rumbo a su destino de diluvio.
Tras de mí
solo dejé un rumor de cañas secas
tañidas por el viento poco antes de quebrarse,
una especie de música sumisa,
inusitadamente melancólica.
Y una mirada oscura
dibujando en silencio la silueta
que hacia el Sur se alejaba pisando la hojarasca.
En soledad de nuevo.
Ha pasado un ángel
Está la casa fría.
Los cristales
atrapan el aliento y lo transforman
en caprichos de escarcha.
Sobre el aire transita un silencio que existe
de espaldas a la música.
Un turbador silencio sin latido
como aquel que se instala sobre el mundo
cuando la nieve cae
con lentitud agónica y suaviza,
copo
a
copo,
nimbado en mansedumbres,
pluma
a
pluma,
el rigor del destierro.
Está la casa fría
y yo he tomado, y es inamovible,
la decisión heroica
de quedarme en la cama un rato más.
Hasta que se disipe el aleteo
del ángel sin sonrisa
que pasa en nuestra vida sembrando glaciaciones.