De: Diario de la gata
Hubo un tiempo en que la astenia profesional pudo conmigo y la idea de un año sabático se fue abriendo camino entre otras menos apetecibles hasta que llegó a serme más necesaria que el beneficio económico que dejaría de percibir. Cuando me decidí, mi mayor ambición después de tantos años de trabajo incesante, era disfrutar una buena temporada actuando de florero, aunque tuviera que hacer un curso acelerado de mujer objeto por correspondencia, que siempre sería preferible a seguir actuando como hermafrodita funcional, sin ver las ventajas por ningún lado. Todavía me asombro de lo que se considera en nuestra sociedad, una mujer realizada.
Internet se abrió ante mí como el cofre del tesoro que todo pirata sueña y, aunque posteriormente el cofre mutó en caja de Pandora, su atracción sigue en pie.
Me costó caro llegar a puerto.
Pagué un precio desmesurado a nivel personal por ser libre de palabra y obra en un lugar sin vasallajes ni estereotipos y comprobé que no es cierto que por tener derecho a la libertad ésta sea gratuita.
Yo me gané la mía en una lucha que todavía continúa y me temo que no termine nunca aunque sé que valdrá la pena porque puedo ofrecérsela a los demás como me hubiera gustado recibirla a mí, cuando la necesité para poder expresarme.
La mayoría de los sometidos en ciberlandia, lo son por decisión propia. Se pueden seguir quejando eternamente de su infortunio, victimizándose en busca de la piedad del prójimo de quien chupan energía como vampiros, porque, en definitiva, es mucho más cómodo que te lo den todo masticado. A pesar de mis sueños de florero minimalista, aún no he aprendido a ser cómoda.
La lectura pasó de ser un vicio solitario a un diálogo con otros lectores y otras inquietudes, por lo que desemboqué en la poesía sin ser realmente consciente de lo que se me venía encima.
Escribir era algo que de no ser por Internet, no me hubiera planteado jamás.
Me gusta abrir la puerta del cielo o del infierno alternativamente y sentarme concentrada como una médium esperando una posesión espiritual que siempre llega en forma de palabras. Santas o diabólicas, palabras finalmente sagradas.
Aprendí a darme desde la hondura y a recibir, gozosa, de otros la misma profundidad y me hubiera encantado reírme a carcajadas en la cara de Saramago cuando afirmó que es imposible llorar sobre un teclado, como si la emoción o el sufrimiento sólo pudieran manifestarse en lugares predeterminados por convencionalismos emocionales absurdos.
—Está claro que los sabios tienen también sus momentos idiotas y los considerados grandes son, a menudo, patéticos en su enanismo—.
El pensamiento del hombre avanza a lomos de un caballo interactivo al que nadie puede embridar. Hoy soy consciente del milagro y tengo un ente vivo entre los dedos, tan exigente y satisfactorio como un amante en celo.
Somos muchos y hambrientos.
Algunos crearon la leyenda que acabé asumiendo como propia.
Nunca he sido «la gata» pero esa, es otra historia que alguien contará por mí.
Guardar.
Breves
Quedarán los poemas cuando todo se acabe.
Poemas en el aire como cartas absurdas que no esperan respuesta.
O no, porque si tengo un resto de lucidez cuando llegue el momento, voy a quemarlo todo, hasta el recuerdo de la sangre con que le di la espalda a la que pude haber sido, de no empecinarme en la palabra.
Nadie me va a heredar las noches de penumbra y párpados cosidos, la boca sin mordaza.
Sólo el silencio es realmente mío y es humo inútil en el cristal del tiempo.
Nadie va a pelear por él.
Se me echó la palabra encima.
Me cortó su ambigüedad con un filo mellado y corrosivo.
Me aplastó el sueño contra la cama.
Pocas veces he tenido menos ganas de levantarme y mirar.
Por puta inercia me levanté y miré.
Ella, desnuda en verso blanco, como si fuera yo, me levantó el alma.
Nunca lo hubiera dicho mejor.
Será porque ha pasado por demasiadas pérdidas, que no pasa por mí como algo inefable, como algo líquido y fluyente que arrastra la miseria de la memoria y alguna que otra brizna de esperanza.
Se ha vuelto consistente y necesario como un desayuno cotidiano para un estómago repleto de vacío.
Podría prescindir de él hasta el almuerzo con sólo una molestia controlable, mas a la hora de la cena ya tendría un motivo imperioso para llevármelo a la boca de la desmotivación.
Qué belleza letal la de su desnudez devolviéndole el ansia a mis papilas, desperezándose en blanco y negro sobre mi lengua.
Qué extraño estar tan cerca con tan sólo el asombro de por medio para paliar el hambre.
No hay en la muerte magia.
Su sombra no proyecta más que abulia porque uno se aburre de sentirla rondar, semidesnuda, y termina tratándola de tú, con la confianza de un amante astragado.
No hay en las penas magia ni metálicos peces de escamas fluorescentes que inciten a inmersiones deslenguadas y encandilen los marítimos ojos del silencio.
La magia no está cerca ni se apoya en el hombro del miedo.
He oído decir que cuando surge, se desdibujan todas las fronteras y caen estrellas rubias desde el cosmos, bellas desamparadas que exigen pleitesía, aunque nunca se mueran por un hombre.
¿Qué es lo que hacía yo en las trincheras de un agosto siniestro, que no sentí su rayo atravesar mi médula? Seguramente me sobremoría, con las letras heladas y la magia perdida en casa ajena, mientras el sol jugaba al escondite.
Mi voz es solamente mía aunque yo la regale a borbotones.
Mi voz de salamandra en la pared del tiempo.
Mi voz de ventanales sin cortinas, de herida abierta en el muro de las lamentaciones.
Qué desierto mi voz, soñando lluvia, mientras sangra arenales.