1ª parte
Kalani escuchó risas y conversaciones subiendo por las escaleras. No tenía tiempo para pensar. No tenía tiempo… ¿Qué estaba bien, qué estaba mal? Pegó un tiro. Luego salió al sol. No sabía muy bien qué acababa de pasar. Sabía que las piernas le ardían mientras corría sobre el cemento de los tejados, y que sus hombros le dolían indeciblemente cuando trepaba hasta las escaleras de incendios después de atravesar de un salto un espacio vacío entre los edificios. Oía muchos pasos corriendo tras ella. Y entonces las piernas volvían a quemar. Corría, se escabullía, saltaba, trepaba, corría…
Apenas le llegaba el aire a los pulmones.
Se había dado un golpe en la carrera contra algo y notaba un moratón en el brazo. Aunque dejó de oírles, no paró de correr. ¿Había salvado algo? El pellejo, claro, ¿pero aparte? Creía… creía que no se había equivocado. Seguía siendo Kalani cuando, exhausta, trataba de recuperar el aliento, y el ritmo de su respiración se asentaba con una tos, muy lejos de allí y muy aliviada. Seguía siendo Kalani, no había ninguna duda. Entonces… ¿podía caminar como antes?
Las moscas zumbaban alrededor de los muertos. Una figura menuda con una mochila a cuestas rebuscaba entre la pila de cadáveres. Se cubría la cara con un casco y unas gafas de piloto. Casi se había acostumbrado al hedor de la descomposición y de la sangre reseca. Llevaba una camisa de tirantes manchada, un brazalete de cuero y otro hecho con hilo de cobre trenzado que le arrancaba destellos rojizos al sol. Tenía una enorme cicatriz en el hombro izquierdo, de una época en la cual aún caminaba junto a gente que se había preocupado por ella. Sus pantalones vaqueros estaban desgarrados a la altura de las rodillas y sus deportivas, como sus calcetines, desparejadas. Su piel morena, al igual que sus ropas, estaba salpicada por la mugre y los restos de suciedad tras semanas en la meseta.
Arrojó a su espalda un destornillador, luego bajó corriendo a por él, levantando una nube de polvo al llegar al suelo, riendo a carcajadas. Volvió a trepar a la pila de cadáveres y metió el destornillador en su mochila. Tiró un pintalabios, cogió un reproductor de música estropeado, empujó con esfuerzo un par de cuerpos, los cuales apenas rodaron medio metro hacia abajo, y trató de espantar a las moscas sin éxito dando manotazos al aire y gritándoles cosas.
Lanzó por ahí un par de botas destrozadas, una dentadura postiza, la funda vacía de unas gafas, una venda muy usada y ennegrecida, algo parecido a pan duro enmohecido mientras ponía cara de asco, billetes, tarjetas, carnés. Cogió unas aspirinas y la hebilla manchada y oxidada de un cinturón, la forma del metal rezaba Kiss con letras angulosas. Era una hebilla antigua, probablemente tenía algún significado especial y seguro que alguien pagaría por eso.
Cuando acabó se quitó el casco de piloto, se pasó el dorso de la mano por la frente retirándose el sudor de sus cabellos y respiró hondo. Su pelo, corto y cortado caprichosamente, era rubio bajo la suciedad que lo cubría. Hacía mucho calor.
La pequeña Kalani, esa figura menuda, miró alrededor: hacía una buena mañana pese al bochorno y la vegetación que había tomado la ciudad a unos kilómetros de allí respiraba verde e intensa. Junto a la pila de cadáveres sobre la que se encontraba había un huerto arrasado y dos chozas construidas mayormente a base de planchas de uralita y madera adheridas de mala manera a los restos de una pared. No podía ser que todos los cadáveres correspondieran a los residentes del lugar dado el número de cuerpos muertos y, aunque había registrado las casas sin hallar nada útil, sabía que debía andarse con ojo: había habido una lucha y numerosas bajas.
Se dirigía a la ciudad. Era una decisión suicida, sin duda, pero no todo eran inconvenientes. Para empezar allí sería más fácil buscar comida y esconderse después de encontrarla. Pero habría adultos y estarían mejor organizados que los bandidos, tal vez no fuera tan fácil escapar de ellos si la veían aunque –pensándolo bien– seguramente le iba a resultar más sencillo pasar desapercibida.
Ella se sentía más cómoda en bosques o en ciudades que vagando por praderas y montañas donde no era difícil toparse con indeseables si éstos se lo proponían. Y para ella todos eran indeseables. Prefería trepar a correr. Adultos… La última vez que se encontró a una de ellos diciéndole que no le pasaría nada, resultó que sí le iba a pasar algo. Aquella adulta iba con su hija en busca de algún poblado en el que establecerse y Kalani se unió a ellos por una cuestión de elemental seguridad: a veces parecía que el mundo era un sitio demasiado grande para haber pasado tan sólo doce veranos en él. Pero en cualquier caso Kalani sorprendió a aquella adulta dándole a su hija una brutal paliza en la noche. Cogió el revólver que llevaba siempre en la mochila, apuntó, tomó aire y decidió largarse sin pegar un solo tiro. Y sin dejar de apuntar.
Lo cierto era que los niños tampoco eran mucho mejores, alguna vez había encontrado bandas de ellos saqueando y degollando al abrigo de la oscuridad. Bah, adultos pequeñitos. Y los pueblos… en fin, sólo había estado en dos y los dos en el desierto –un lugar al que se había jurado no volver–. Uno de los pueblos estaba gobernado por un cretino que tenía armas de fuego para proteger a su gente, sí, pero podía emplearlas contra ellos indistintamente, todo dependía de si los demás se doblegaban o no a sus razonables deseos, probablemente ya estaría muerto; el otro poblado estaba tomado por una familia gigantesca que la había invitado amablemente a que no se acercara a más de trescientos metros del cercado que habían levantado alrededor de los pocos edificios que por allí había so pena de volarle la tapa de los sesos.
Más adultos, y encima armados con pólvora –cada vez más difícil de encontrar–. Por si no era bastante insoportable ya la sola escasez de agua. Únicamente en un puñado de ocasiones había podido hacer trueques en el camino. Adultos raros, tres o cuatro hasta fueron amables. Y Kalani se decía “eres ingenua, Kalani” porque creía en la justicia. No en la que había, sino en la que podría haber, “y además robas”. Pero ella sabía que había algo especial en la justicia, en el hecho de que no había matado a nadie… algo puro que se mantenía intacto y cálido en su corazón. Porque, ¿debía ella haber matado a aquella madre? Por un lado estaba bastante segura de que hubiera tenido que acabar también con la vida de una hija que ya estaba acostumbrada a esa clase de relación con los demás a juzgar por cómo había estado mirando a la propia Kalani aquella tarde. Y por el otro, ¿cómo podía ella ponderar primero y ejecutar después algo así? Le daba la sensación de que algo profundo fallaba en todo eso. Sabía que, tal y como era
vida, casi nadie hubiera perdido el tiempo con consideraciones como ésas y habría disparado, que así se ganaba en tranquilidad. Pero ella era Kalani, y no tenía ganas de dejar de serlo. Además… no todos eran indeseables, aunque de entrada siempre fuese mejor considerarlos de ese modo. Hacía poco, mucho después de que le hicieran y le curaran la cicatriz, había tenido un compañero. Y en realidad iba a la ciudad con la secreta esperanza –velada incluso para sí misma– de encontrar a alguien, porque su cuerpo o sus tripas o lo que fuera que hubiese dentro de ella sabía que necesitaba contacto humano.
Abrió su mochila y sacó su botella de agua de río. Abrió el tapón y le dio un sorbo, se secó los labios con la lengua, volvió a guardar la botella, se echó la mochila al hombro. Se puso la mano sobre la frente a modo de visera y calculó la distancia que la separaba de su destino. Luego se echó a andar sonriendo, a fin de cuentas hacía un día fenomenal. Cuando ella andaba también bailaba un poquito mientras se imaginaba canciones llenas de ritmo.
Tenía que vivir un poco, ¿no? Se pasaba el día sobreviviendo…
2ª parte
Un par de horas más tarde, al mediodía, paseaba por las calles de la ciudad.
Siempre que caminaba entre los edificios de una ciudad tan grande pensaba más o menos las mismas cosas: “¿quién habrá sido tan idiota como para construir algo así?” o “¿cómo será la cara del primer gilipollas que pensó en hacer un edificio de diez plantas?”, porque todo era inserviblemente descomunal y también bastante absurdo tal cual estaba: cubierto de hiedras y musgo.
Aunque a decir verdad ella prefería con mucho esa alternativa verde a contemplar aceras grises y paredes sucias. Las plantas salvaban todo, quebraban el asfalto y las paredes y brotaban entre las grietas que se abrían en el orgullo del hombre antiguo.
Kalani había oído que antes no había plantas en la ciudad. Qué asco.
Tenía que buscar comida, así que rodeó un bloque de pisos que tenía buena pinta, por si acaso. Había una ruta de huída en el tercer piso hacia los tejados colindantes saliendo por una ventana. Entró en ese edificio de cuyas puertas hacía mucho que sólo quedaban los goznes y con el sonido de sus pasos unos pájaros alzaron el vuelo saliendo en desbandada por un enorme agujero en una de las paredes. Si había suerte, aún quedarían latas en conserva y si había gente, probablemente tendrían huertos en las azoteas y las plantas altas. Tenía que echar un vistazo.
Vio un par de ascensores atascados entre los pisos, inaccesibles. Los observó recelosa, ella nunca le confiaría su vida a nada que funcionara con una batería o mecanismo alguno. Bastante le disgustaba ya llevar ese revólver… tenía pocas balas y no quería usar ni una. Kalani llevaba cinco cargadas –y no seis, lo cual podía resultar peligroso si se disparaba el percutor, que era bastante sensible– y unas cuantas más en un bolsillo interior.
Cogió su arma e intentó hacer el menor ruido posible mientras evitaba pisar los cascotes y piedras que había diseminados aquí y allí.
Subió por las escaleras previendo que la tercera planta estaría tan desierta como parecía. Entre el tercer y el cuarto piso había un boquete infranqueable en lugar de escalones: cemento abierto y vacío. Pero la ruta de escape en principio era viable y, siempre y cuando tuviera un plan b, estaría más que dispuesta a continuar.
Se internó por un pasillo entre luces y sombras y restos de escombros meticulosamente apartados contra las paredes –el sitio parecía habitado, desde luego–. Había una ventana al final, llevaba a los tejados. Miró al techo, en algunos puntos podía ver el cielo abierto a través de los pisos superiores. En el corredor había un horrible papel descolorido en algunos tramos de las paredes –desgarradas y desnudas por lo demás– y marcos de puertas. Sólo una de ellas tenía hoja: la penúltima a la derecha.
Aguzó el oído. Creyó reconocer el sonido de un murmullo que procedía de la habitación cerrada. Nunca estaba de más saber a dónde no ir. Se metió en la primera puerta a la izquierda para encontrar una estancia vacía, moviéndose en silencio. No hubo buena suerte pero tampoco mala así que en su conjunto –y tal y como Kalani entendía las cosas– salía ganando.
Comprobó que las habitaciones laterales estaban conectadas paralelamente al pasillo principal: de nuevo veía marcos de puertas, y a veces ni eso, sólo manchas blancas de pegamento rodeando los vanos. Cruzó el pasillo un momento para echar una ojeada en la habitación de la derecha: vacía. A juzgar por la primera, éstas no estaban conectadas entre sí. Atravesó de nuevo el pasillo y volvió a las de la izquierda. En el segundo cuartucho a la izquierda había armarios.
Sigilosamente se deslizó hasta ellos y los abrió con mucha calma, evitando que las puertas chirriasen. Una considerable cantidad de latas de conserva apiladas fue lo que encontraron las dilatadas pupilas de Kalani que, emocionada y conteniendo una risotada que quería escapársele entre los dedos, dejó después correr la cremallera de su mochila cuidadosamente, sin bajar la guardia por un momento. Ya tenía una ceja arqueada y la lengua sobresaliéndole sobre el labio superior –su habitual expresión de concentración– mientras comenzaba a extender los brazos lentamente, cuando de repente su cuerpo reaccionó tensándose, alerta, sin espacio para un solo pensamiento, sin abismos en su mente por los que cayeran las dudas, más allá del silencio para que ni solo ruido pudiera escapar en él.
Estaba oculta y muy erguida junto al marco de la puerta. Porque había escuchado algo. Miró de reojo hacia el pasillo y también hacia el resto de las habitaciones que se extendían hasta el fondo. Y allí pudo ver la figura de un hombre sin camiseta que cogía algo que había encima de lo que parecía ser un colchón tirado en el suelo, una comodidad casi desconocida para la pequeña Kalani. El hombre, con toda seguridad un adulto indeseable, se marchó por donde había venido. Kalani escuchó un portazo, fenomenal, ¿sólo un adulto?, fenomenal. Pero no pensaba confiarse demasiado. Ellos no solían estar solos.
Volvió a sus quehaceres entre los armarios y cogió siete latas. Cuando se trataba de comida nunca tomaba más de un cuarto de lo que se encontraba, quizás era arbitrario, pero
obrar de otro modo no le parecía bien.
Se disponía a marcharse cuando escuchó unos gritos… ¿eran de hombre? Sí, eran de hombre. Eran gritos de dolor cortos, constantes, continuados. No era la primera vez que Kalani los oía, y siempre que los oía acababa metiéndose en líos.
“Eres ingenua, Kalani”, se recordó, “pero… no está mal, no está mal”. Una vez un viejo dispuesto a intercambiar bienes le dijo “la curiosidad mató al gato” y ella pensó que menudo viejo. No recordaba de qué hablaban, pero seguro que el anciano no lo dijo al tuntún. Empezaba a entender eso del gato muerto cada vez más.
Avanzó silenciosa por el pasillo, cuidando de dejar los vanos laterales a una distancia prudencial por si la puerta que de verdad era una puerta se abría de repente y tenía ella que esconderse en alguna de las habitaciones. Estaba rompiendo sus propias reglas: aparte de la entrada, su ruta de huída estaba al fondo del pasillo y no era muy sensato intentar escapar en la dirección de la que uno presumiblemente tendría que huir.
Deslizó el tambor de su revólver abriéndolo con cautela. Colocó la primera bala sobre el percutor, despacito. Se quitó las gafas de piloto, sus ojos de color azul oscuro brillaban al sol que se colaba por el tejado. Esas gafas dejaban un surco de suciedad, mugre y sudor alrededor pero al menos sus ojos estaban siempre limpios. Giró el picaporte, le dio un empujón a la puerta y apuntó. El hombre que viera hacía unos segundos estaba mirándola de frente, sobre otro colchón enmohecido, dándole por culo a un tipo que habría estado atado de pies y manos si no fuera porque tenía los codos seccionados, ahora muñones surcados por puntos de sutura.
Había una mesita de noche sobre la que descansaba un revólver y nada más que mereciera la pena. Paredes sucias, suelo agrietado, vómito, heces y agujeros en el techo, no eran detalles en los que en aquellos momentos ella fuera a reparar. Sin embargo la mano del hombre aproximándose lentamente a la pistola no le pasó desapercibida, aunque a la distancia que estaba le iba a costar mucho a aquel imbécil alcanzarla.
–Aléjate del arma antes de que te mate –le advirtió Kalani arrugando la nariz, parapetada tras el cañón de la suya.
–No quieres hacerlo, niña –observó el hombre, quizás leyendo algo en su rostro.
–Eso no significa que sea idiota –aseveró ella dando un paso adelante, frunciendo el ceño, concentrada y convencida.
Kalani se acercó poco a poco al revólver de la mesita, vigilante, lo cogió sin dejar de apuntar a aquel tipo, volvió a la puerta lentamente y allí contó las balas que tenía, se las quedó y guardó la pistola en su mochila. Tenía que rescatar a ese hombre sometido, no podía dejarle allí, para eso se la estaba jugando, ¿no?
Podía decir simplemente “dámelo”, quizás una frase más efectista como “ahora ese hombre me pertenece”, que molaba bastante, o algo así…
–Mátame –dijo no obstante el hombre mutilado en un hilo de voz quebrada.
–¿Q-qué? –se le escapó a Kalani, como si se le hubiera atragantado la realidad.
“No ha dicho mátale, ha dicho mátame…”, se aseguraba a sí misma.
–Mátame, por favor –repitió aquel hombre roncamente, sollozando, con una expresión de extrema angustia y perdición cincelada en el rostro, implorando una salvación de plomo.
Kalani escuchó risas y conversaciones subiendo por las escaleras. No podía permanecer allí ni un segundo más. Tenía que volar. No tenía tiempo para pensar. ¿Qué estaba bien, qué estaba mal? Sujetó con fuerza la culata del arma. Apuntó. Pegó un tiro. El retroceso tomó la forma de un tirón en sus brazos, dio un par de pasos hacia atrás por el impulso. La sangre manchó la pared y el cuerpo se desplomó inerte contra el colchón.
El indeseable –el que estaba violando al de los brazos amputados– aún tenía su miembro introducido en lo que ya era un cadáver. La sangre tibia también le había salpicado a él, que miraba inexpresivo, con los ojos muy abiertos, como si intentara dilucidar si aún seguía vivo o no, sin lograr conectar con la realidad. Pero a ella se le acababa el tiempo: como a través de una sordina oía el sonido de pasos que aligeraban y distinguía voces de alarma que se acercaban al pasillo, alertadas por el ensordecedor estruendo del disparo.
Mientras tanto su consciencia trataba sin éxito de salir de una nube de incomprensible y nítida comprensión, pero Kalani, dándose cuenta, se escabulló de sí misma. Y su mente y su cuerpo reaccionaron por ella y salió disparada de allí.
Corrió y trepó y saltó ágilmente entre tejados, vallas y escaleras que se precipitaban al vacío del asfalto. Era rápida huyendo y ellos terminaron por dejar de perseguirla. Aunque dejó de oírles, no paró de correr.
Después de un buen rato, apoyada sobre una valla, exhausta y tratando de recuperar el aliento, se puso a pensar entre bocanadas ahogadas y toses de agotamiento… Y lloró, porque cada lágrima tenía que liberar un pensamiento triste. Cada lágrima era el mundo muriendo una y otra vez. Tenía que rendirse cuentas a sí misma.
Reflexionó y descansó, y reflexionó. Cada lágrima era el mundo naciendo una y otra vez. Creía… creía que no se había equivocado. Así que, aunque vaciló unos instantes antes de hacerlo, empezó a bailar mientras caminaba. Primero con timidez, luego como siempre.