Palabra intencionada
La palabra es un arma. La palabra es una institución de la metáfora y tiene un peso específico dentro de cualquier desarrollo textual, inclusive atendiendo a sus diversos pesos semánticos de acuerdo a la ubicación intencional que demos a un mismo vocablo.
La palabra es una dirección de la voluntad expresiva. Mediante ella, se marca el sentido de circulación de las ideas y una misma palabra, adecuada a una determinada intención, sirve tanto para el amor como para el odio, porque la palabra en sí misma es metafórica, simbólica, es un elemento propio de un código que debe ser interpretado a partir del lecto y las condiciones en que se emplee.
Rodeada de otros símbolos que generan lo denotativo, una palabra siempre resulta connotativa en sí, porque depende de sus intérpretes que son los considerados receptores del mensaje final que la palabra representa y son los que deben aplicar interpretativamente la intención que tiene el símbolo colocado en tal o cuál posición dentro de lo oracional.
En nombre de la misma palabra, pongamos por caso Dios, se mata o se salva. Esto ocurre por la interpretación que se le otorga y el valor semántico que tiene para cada receptor, de acuerdo a su ámbito: “Dios lo manda” (como ejemplo de lo anterior).
Desde los simbolismos, las culturas trabajan sobre sus diseños comunicacionales y modifican el valor aséptico de los semas para reconvertirlos en una resemantización necesaria por el valor electivo que le da la cultura que los emplea.
La pérdida de la palabra es la pérdida del código completo y de sus variables, como aquello de que un kilo de plumas pesa igual que un kilo de plomo, ambos serán kilos, pero de diferente material y por lo tanto, pese a ser kilos, no son equiparables en una misma función.
En la actualidad hay una batalla de códigos que desarraigan las palabras para desarrollar mutaciones que se apartan de los valores simbólicos. Es el caso de la palabra “bizarro”. Según algún aberrante traductor perdido en los anales de la semántica contemporánea, la insólita traducción de un adjetivo inglés en su traspolación al castellano (ignorancia de ambos idiomas pura y dura y sin apelativo) ha vuelto del revés el significado y el símbolo que el español le otorga a esa palabra, justamente mutándola en su símbolo opuesto.
Y lo más trágico es que no se produce la corrección desde ningún lugar y aplicar la tergiversación pasa a ser de uso común. Alabar a alguien con la palabra bizarro se ha convertido en insultar a alguien con ella.
Sucede que los escritores no están exentos de estas peculiaridades, ya que hasta la misma palabra “escritor”, con el advenimiento de las redes sociales, ha dejado su valor semántico por el camino imitando a la palabra bizarro.
Me pregunto ¿qué querrá decir dentro de un tiempo lo que hoy escribimos aún con los símbolos dentro de sus expresiones semánticas?¿Dirá lo mismo que quisimos decir o justamente lo opuesto?
Verdaderamente trágico sería que no dijera nada, porque la Humanidad haya regresado a entenderse con gruñidos.
La palabra es una dirección de la voluntad expresiva. Mediante ella, se marca el sentido de circulación de las ideas y una misma palabra, adecuada a una determinada intención, sirve tanto para el amor como para el odio, porque la palabra en sí misma es metafórica, simbólica, es un elemento propio de un código que debe ser interpretado a partir del lecto y las condiciones en que se emplee.
Rodeada de otros símbolos que generan lo denotativo, una palabra siempre resulta connotativa en sí, porque depende de sus intérpretes que son los considerados receptores del mensaje final que la palabra representa y son los que deben aplicar interpretativamente la intención que tiene el símbolo colocado en tal o cuál posición dentro de lo oracional.
En nombre de la misma palabra, pongamos por caso Dios, se mata o se salva. Esto ocurre por la interpretación que se le otorga y el valor semántico que tiene para cada receptor, de acuerdo a su ámbito: “Dios lo manda” (como ejemplo de lo anterior).
Desde los simbolismos, las culturas trabajan sobre sus diseños comunicacionales y modifican el valor aséptico de los semas para reconvertirlos en una resemantización necesaria por el valor electivo que le da la cultura que los emplea.
La pérdida de la palabra es la pérdida del código completo y de sus variables, como aquello de que un kilo de plumas pesa igual que un kilo de plomo, ambos serán kilos, pero de diferente material y por lo tanto, pese a ser kilos, no son equiparables en una misma función.
En la actualidad hay una batalla de códigos que desarraigan las palabras para desarrollar mutaciones que se apartan de los valores simbólicos. Es el caso de la palabra “bizarro”. Según algún aberrante traductor perdido en los anales de la semántica contemporánea, la insólita traducción de un adjetivo inglés en su traspolación al castellano (ignorancia de ambos idiomas pura y dura y sin apelativo) ha vuelto del revés el significado y el símbolo que el español le otorga a esa palabra, justamente mutándola en su símbolo opuesto.
Y lo más trágico es que no se produce la corrección desde ningún lugar y aplicar la tergiversación pasa a ser de uso común. Alabar a alguien con la palabra bizarro se ha convertido en insultar a alguien con ella.
Sucede que los escritores no están exentos de estas peculiaridades, ya que hasta la misma palabra “escritor”, con el advenimiento de las redes sociales, ha dejado su valor semántico por el camino imitando a la palabra bizarro.
Me pregunto ¿qué querrá decir dentro de un tiempo lo que hoy escribimos aún con los símbolos dentro de sus expresiones semánticas?¿Dirá lo mismo que quisimos decir o justamente lo opuesto?
Verdaderamente trágico sería que no dijera nada, porque la Humanidad haya regresado a entenderse con gruñidos.