Introducción al género «culebrón»
El género «culebrón» es también un tipo de novela muy interesante. Como ejemplo de «escritor de culebrones» tenemos el del brasilero Jorge Amado quien lo utilizó (cuando ya no pudo escribir como su idea política le hacía escribir) para plasmar las realidades más crudas del Brasil.
Denostado por los que se la dan de no sé qué culturosa reserva, el culebrón permite contar una realidad como si fuera un cuento de piratas, plasmar costumbres sin acomodarlas a la rigurosa norma de la crítica social y permitirle al autor que los buenos sean extraordinariamente buenos y los villanos denodadamente villanos, sin que por ello se tilde al que escribe de parcialidad.
El culebrón, en general, siempre es una epopeya, una gran epopeya de las pasiones humanas bajas y altas, en las que el bien y el mal pueden combatir a gusto sin que se asombre nadie, relatando como cuestión pintoresca hechos y costumbres sin necesidad de moderarlos.
En un culebrón, todo es simpático, porque el género así lo permite, ya que todo en él es grande: el amor, el odio, la nobleza, la furia, el egoísmo.
Así que he aquí el culebrón. El que yo quise escribir alguna vez y que Gavrí Akhenazi gentilmente se ofreció a compartir.
Capítulo 1
De mi abuela
Mi abuela tenía un don.
Mi abuela predecía la tristeza. La adivinaba. La averiguaba detrás de las sonrisas, de la buena disposición y de las bromas. La desenmascaraba tras la carcajada y le decía a mi madre, como un sutil consejo y si se trataba de alguna de sus amigas “hazle una visita a…” Y me decía a mí: Es que está triste de esa tristeza que ya no se va.
A veces transcurría mucho tiempo antes de que aquella aseveración se confirmara pero siempre era cierta. Nosotras nos preguntábamos como había hecho mi abuela para descubrirla en el mismo momento de su origen. “Es bruja” decía mi padre.
En vano oteaba yo resquicios e intersticios en risas y palabras, en bromas y silencios. No conseguía la misma exactitud de mi abuela, que condescendía accediendo a que sí, del que le hablaba yo estaba triste “pero es un mal pasajero”. Ella era experta en la otra tristeza. La que se lleva con uno para siempre.
En Villarrica, las cosas no pueden ocultarse mucho tiempo, así que siempre se confirmaba lo que ya sabíamos como presunción.
La pregunta de ¿cómo hace la abuela? recibía una respuesta más o menos uniforme por parte de mi madre: El diablo sabe por diablo, pero más sabe por viejo.
No fue sino hasta que conocí a Daniel Irala, que tuve la explicación.
Él reunía todas las características de un triste. Y además, era el primer triste desconocido que se cruzaba en mi camino. Alguien que yo no había visto antes. Alguien que no pertenecía a mi pueblo, que no estaba asociado a ningún recuerdo de la infancia ni a ninguna vivencia posterior. Alguien nuevo, sin historias compartidas, sin parientes ni amigos compartidos, sin nada compartido más que aquella primer mirada, una tarde, en el camino polvoriento, al paso de las vacas y que sostuvimos ambos, alambrado por medio, descubriéndonos.
Él, apenas se rozó el borde del sombrero que lo protegía del sol de la intemperie.
Yo, incliné la cabeza.
Ambos decidimos un saludo, a pesar de que no habíamos sido presentados formalmente y en un acto sin premeditación, nos fijamos los ojos en una mezcla de curiosidad y falta de recato.
“Mirar así a un hombre no es de señorita decente” dirían las viejas de mi pueblo.
“Mirar así a una señorita encierra intenciones inconfesables” agregarían después, antes de enviarme al confesionario.
Una opinión similar tuvo mi hermana Josefina cuando le comenté el encuentro, ya que Daniel Irala rozaba en mi pueblo, casi la imaginería.
Había llegado una tarde.
No era un ser social.
Vivía encerrado en la gran casa de sus campos, que se extendían desde donde acaba Villarrica, a donde acaba la mirada.
Lo que se sabía de él, era lo que se inventaba.
Pocos lo habían visto personalmente así que podía yo contarme como afortunada. Se había expuesto a mi mirada más de lo necesario y quizás más de lo que se había expuesto desde su llegada a la mirada de los pocos que lo habían visto: el Jefe de Estación del Ferrocarril, el turquito Abú de la proveeduría y don Fausto Mirándola, dueño del Banco, por cuyas hijas había trascendido la comidilla de su fortuna.
De cualquier modo, un hombre rico no se comporta como un anacoreta. “Los hombres ricos tienen comportamientos liberales”, decía mi tía Felicitas y agregaba, “les gustan las fiestas, las mujeres, las reuniones donde puedan exponer el poder que les otorga el dinero y de seguro no estarán encerrados en un retiro conventual donde su única compañía sean un perro y una momia”.
Tal la descripción de Daniel Irala.
Un monje recluido en compañía de un perro y una sirvienta vieja que solita había mantenido la casa en pie durante medio siglo, hasta que apareció el heredero de tanta vastedad, de modo que podía considerársela parte del mobiliario.
De ahí en más, el misterio.
—Veo que más allá de lo mítico… causó en ti otra impresión…
Fueron las palabras de mi abuela, cuando le comenté el encuentro. Muchas veces, se habla mejor con mi abuela que con cualquiera de mis hermanas.
—Creo que sí… Es un hombre triste. —aseveré con una convicción que me asombró a mí misma. Me descubrí, estupefacta, ese extraño poder que se le atribuía a mi abuela.
Ella sonrió.
—¿Ah… sí?¿Es triste? Y.. ¿Cómo sabes eso?
—Tiene… un gesto en los ojos… diferente…
—¿Un gesto en los ojos?¿Qué clase de gesto?
No supe explicarle. Siquiera estaba segura de que fuera un gesto, porque no solamente se había rozado el sombrero, también me ha-bía sonreído con una sonrisa espléndida y gentil, que, extraída del contexto de su rostro, no podría catalogarse de “sonrisa de hombre triste”. Siquiera su rostro era el de alguien triste, con la boca hacia abajo y esa actitud de cordero a degollar que caracteriza a esas personas.
Era un rostro sereno, de rasgos firmes, enérgico, huesudo, más cercano a la crueldad que a la tristeza. Agradable sin belleza. Un rostro personal.
—No es un gesto en los ojos, Luisina —me dijo entonces mi abuela, concediéndome ser partícipe de su sabiduría fabulosa.
—¿Pero, usted lo conoce, abuela? —pregunté, ya que no sabía que alguna vez ella hubiese sido de los pocos que alcanzaron a verlo.
—Sí… por supuesto. Su abuela y yo fuimos grandes amigas, aunque nuestras familias se enemistaran hace mucho… El muchacho vino a saludarme… Su abuela le había hablado de mí… Fue una gran alegría que Oriana me recordara con tanto afecto. Yo también la recuerdo en forma sumamente afectuosa y así se lo dije a Daniel. Y le agradecí que hubiera logrado independizarse del odio familiar para transmitirme un cariño tan caro a mi corazón… ¿Sabes… me preguntaba cuando ibas a descubrir el secreto?.. —y repitió— No es un gesto…
—¿Y qué es, abuela?
Entonces, ella levantó sus dos manos y acarició mi cabello entre sus dedos.
—Es un brillo en la mirada, Luisina. Es “el brillo en la mirada”. Las personas tenemos luz en los ojos, una luz que viene desde el alma. Y no es que los ojos están tristes… sino que se apagó el brillo en la mirada.
Fue como si descubriera algo que íntimamente ya sabía. Aún así le dije a mi abuela que Daniel Irala no era ningún muchacho.
—A mi edad ya todos lo son. —respondió ella, sonriendo.
Capítulo 2
Cosas pendientes
Alfonsina, que durante un buen rato estuvo mirando por la ventana el atardecer sobre el pueblo y el camino que llevaba desde su lugar al horizonte, comenzó a encender los candiles.
La luminosidad impregnó el ámbito de un amarillento tembloroso en el que el humo de las frituras de cocina tomó el aspecto de un velo impalpable suelto por el aire sobre todas las cosas.
Algunos parroquianos bebían tragos de bebidas fuertes en la penumbra de candiles y humo. Había olor a tabacos, sudores y perfumes. Había algunas voces.
Alfonsina había envejecido muchos más años en el alma que en el cuerpo.
Ya casi no recordaba la risa explosiva de su juventud y su andar cadencioso sobre el que caían todas las miradas.
No era el mismo su cabello negrísimo resbalando como una cascada por su espalda, ni el retintín de sus pulseras que había ido empeñando de a una en una, frente a la codicia infinita de don Fausto hasta que sus brazos perdieron la musicalidad característica.
Pero no se quejaba.
Su padre le había enseñado a no quejarse, mientras iban empobreciendo.
Quizás, había sido tan rápido el proceso que no dio tiempo a la queja y ya consumado, solamente quedó la resignación, porque vuelta atrás no existiría.
Se limitaron a salvar las ruinas que por ruinas no le interesaron a nadie en la rapiña.
Así le había dicho ella alguna vez a Juan Luis Irala y él, que estaba tan golpeado o más que ella le había respondido “La dignidad, niña, no te la puede quitar ningún verdugo así que si te vas a morir, muere de pie sin pedir clemencia y con los ojos bien fijos en los ojos de tu asesino”.
Esas palabras, las únicas de alguien que se acercó cuando todos se alejaron, le signaron la vida.
Recordaba a Juan Luis el día de su muerte.
Lloró junto al féretro como si se tratara de alguno de su propia familia.
Ella, Eleuteria la criada y algún que otro peón que se había quedado junto a él, fueron los únicos.
De los del pueblo, solamente la señora Clarisa y su hija María de los Milagros que se había puesto de luto. Ni su hermanastro Francisco se presentó a acompañar el cortejo al campo santo.
Mejor, porque a ella en especial no le hubiera gustado encontrarse a Francisco.
Le hubiera dicho unas cuantas cosas sobre traiciones y falacias.
La señora Clarisa se ocupó de todos los menesteres del entierro sin cansarse de protestar: “Muchacho… muchacho… tan valiente y tan frágil…” María de los Milagros lloró todo el tiempo y anduvo de negro durante varios meses hasta que se casó.
A los pocos días del entierro de Juan Luis, Francisco enterró también a su mujer.
Alfonsina recordaba como ensoñaciones las fiestas del pueblo en su juventud. Recordaba a todos los actores de su vida.
Aún a veces se soñaba bailando en el gran salón de su casa, cuando cumplió los quince años y sus padres la presentaron en sociedad.
Luego, cuando llegó el desastre, todos se olvidaron de ellos y les dieron la espalda. La echaron a un lado sus antiguas amigas. Sólo María de los Milagros y Felicitas De León continuaron visitándola, viéndola empobrecerse y envejecer día por día. La sostuvieron y apoyaron hasta donde les fue permitido hacerlo.
Juan Luis Irala compró la casa donde ahora vivía porque ni casa les habían dejado. Llegó un día y le puso el acta del notario en las manos a su padre. Pero el padre de Alfonsina había quedado enfermo de tristeza y se moría un poquito todas las mañanas. Ella, que tenía diecisiete años, miró al hombre moreno allí frente al viejo extendiéndole los papeles.
Aquella actitud le valió a él la vindicta pública. Fue un acto de osadía oponerse al despojo consumado.
Ella nunca había comprendido con claridad que cosa había pasado. Nadie se lo había explicado tampoco. Sólo sabía de escuchar conversaciones entre su madre y su padre, en voz baja, de algunos negocios que habían salido mal.
Francisco y Juan Luis no se parecían en nada el uno al otro.
El menor había cargado toda la vida con el mote de “arrimado” porque a pesar de ostentar el apellido y vivir en la casa de los Irala, nadie le perdonaba su origen clandestino. Quizás por eso tenía tanta vocación por arreglar las injusticias de los poderosos.
La voz de Margarita, su ayudante, diciéndole “Doña Alfonsina, un señor pregunta por usted” interrumpió los recuerdos.
Se acercó al salón en el que la luz amarilla y el humo formaban una niebla fantasmal ahora.
Y el Jesús se le murió en los labios, porque se le subió el corazón a la garganta.
“Jesús, María y José” se persignó unas cuantas veces, detenida detrás del mostrador y con los ojos fijos en la figura de pie casi a la entrada.
“Ahí está mi patrona” le indicaba Margarita al hombre de camisa blanca, que avanzó por fin.
—¿Juan Luis? —preguntó Alfonsina entrecortadamente, sin detener la mano que la persignaba una y otra vez automáticamente y agregó como si sollozara— Dios mío… no puede ser usted…
Daniel Irala se apoyó en el mostrador.
—¿Perdón? —preguntó, viendo el efecto que causaba en la mujer.
—No puede ser usted… —le repitió Alfonsina, alargando sus manos para rozar el rostro frente a ella.
Daniel Irala se echó hacia atrás, sorprendido.
—¿Señora Alfonsina Reguera? —insistió.
—Juan Luis Irala… usted está muerto… ¿qué está haciendo aquí, en la tierra de los vivos? —musitaba Alfonsina, luchando por rozar la figura del hombre frente a ella que la miraba azorado.
—Yo soy Daniel… Daniel Irala —replicó él y por si faltara algún dato el dueño de “Las Sombras”.
Alfonsina salió del trance por un instante.
Miró bien al hombre frente a ella y aún se cubrió la boca con ambas manos.
Demoró un largo rato en reponerse y en poder hablar con normalidad.
El corazón era un tumulto asfixiante en su garganta y las lágrimas le caían por las mejillas, incontenibles. Aún así, tomó a Daniel por una mano y lo condujo a la más apartada de las mesas. Pidió para ellos un buen vino “Brindaremos… ¿tiene usted hambre? Hay buena comida hoy, una buena caldereta. Debe hacer frío allí donde está. Siempre me imaginé que hacía frío allí…”
Daniel la acompañó pensando que la pobre no estaba muy en su juicio. Le dijo que sí te-nía un poco de frío porque había caído el rocío de la tarde mientras venía a visitarla.
—Milagros no le ha visto aún ¿verdad? — preguntó Alfonsina de repente, con sobresalto.
— No vaya a darle el susto que me ha dado a mí… Esas cosas no se hacen… de aparecerse así… Y sabe usted, la casaron con Huberto De León así que no le vaya a dar esa serenata que le daba. Aún la recuerdo… Dios mío ¡¿por qué cantaba usted cosas tan tristes?! Allí donde está no se envejece… Mírese, tiene todavía treinta y cuatro años.
—Creo que me está confundiendo con otro Irala, señora. —acabó Daniel con la disquisición de Alfonsina— Yo soy Daniel Irala. Daniel, el último hijo de Francisco.
Se hizo un silencio profundo.
—Beba —murmuró Alfonsina al fin y le ordenó a Margarita un buen plato de la caldereta de cerdo “y trae pan, bastante pan ¿No decía que no había buena caldereta sin bastante pan?.. Le extrañé durante treinta y cuatro años… Y si se ha cambiado el nombre, pues da igual. Este le sienta mejor para lo que le gusta hacer.”
Daniel se echó hacia atrás en la silla.
Miró alrededor. Algunos indiscretos los observaban de soslayo.
Había pensado explicarle a la mujer el motivo de su visita, pero bien se veía que la pobre estaba más anciana de lo que en realidad aparentaba y venirle con esos asuntos que hasta a él le habían resultado siempre confusos de explicar, hubiera empeorado la situación.
En una de esas, la doña se le moría por recibir otra emoción encima de la primera, que aún no se le pasaba del todo, ya que continuaba persignándose de vez en cuando.
—Milagros también ha envejecido. No se la vaya a confundir a usted con Luisina, su cuarta hija. —le dijo de repente Alfonsina, llevándose la copa de vino a los labios— Es muy parecida a ella, así que… yo sólo le digo… porque a veces el tiempo hace que no recordemos con claridad y han pasado treinta y cuatro años. Así que bien puede habérsele desdibujado a usted Milagros y cuando vea a Luisina… pensará…
—Conozco a Luisina —la interrumpió Daniel mientras Margarita situaba frente a su nariz el plato de guisado humeante.
Alfonsina lo miró devorar la caldereta.
—¡No ha perdido usted ese buen apetito! —exclamó, satisfecha, reconociendo los detalles de su memoria uno por uno— Mírese qué bonito está… aunque el pelito un poquitín más largo le sentaba a usted mejor… pero bueno… si allá le piden de pelito corto, tendrán sus reglas…
Daniel sonrió entre los bocados.
“Le hubiera mandado los papeles en vez de traerlos yo” pensó entre dientes aunque en el fondo, la situación lo divertía.
Sin duda que se lo había confundido con el otro.
Ya le había pasado antes con el banquero, que se quedó pasmado allí mirándolo como si hubiese visto alguna aparición poco afortunada, hasta que Daniel consiguió presentarse y estrecharle la mano.
El pobre hombre tenía las palmas empapadas de sudor frío y le temblaba tanto el cuerpo que le contagió a él el movimiento por todo el brazo.
Pero como don Fausto Mirándola era hombre práctico, superada la primera emoción, aceptó que Daniel fuera quién era y no el que él se había imaginado.
Tiempo después, terminaron haciendo negocio.
Don Fausto le dijo en confianza que “la primera vez que lo vi a usted, pensé que era el difunto que me venía con reclamos».
Daniel Irala no opinó sobre los decires de don Fausto. Tampoco opinó sobre “el difunto” que acabó muerto de varias puñaladas “aunque realmente se estaba transformando en un problema, porque le había entrado vocación por defender cosas indefendibles y enfrentarse a nosotros…” le había aclarado don Fausto.
Durante días Eleuteria lo miró revolverse como si se hubiera quedado enjaulado.
Daniel conocía bien los síntomas. Sabía cómo empezaban a aparecer despacio pero inexorablemente y se iban acomodando uno por uno encima de sus días hasta que la fuerza se le soltaba adentro y empezaba la lucha de quién gobernaba a quién.
En el colegio religioso, donde su padre lo internó, seguramente con el afán oculto de salvarlo de aquel mal pernicioso y devorador, enseguida empezaron las curas, porque había llegado con el mote de “endemoniado”, así que cada cual podía probar en él el exorcismo que le viniera en ganas, además de los que ya había probado todo el mundo.
Pero ni todas las fórmulas de la Inquisición pudieron contra la fuerza poderosa de su naturaleza.
Sí, en cambio, lo obligaron, para poder sobrevivir, a manejarla. A que no se estuviera saliendo a cada rato. A controlarla segundo por segundo. A saber sus secretos. A conocerla detallada e íntimamente.
Aún así, pese al esmero furioso que ponía en ocultarla, los curas la descubrían.
Hasta que un día, el padre Benedicto, harto de tanta penitencia y exorcismo y convencido de que tanta agresión era más perjudicial que beneficiosa, lo llamó al Refectorio.
Daniel ya esperaba alguna nueva forma de quitarle el demonio, más sofisticada quizás que las burdas torturas y los interminables rezos. No dijo, en consecuencia, ninguna palabra, porque cada vez que hablaba, lo que decía se le venía en contra.
“Quedan muy pocos de tu especie… Pero el Señor sabe que a cada cual su afán y por eso, todas las criaturas de su Creación tienen un propósito. Si me prometes manejar tus fuerzas yo prometo educarte sin castigos. Y te aseguro que puedo hacer que te parezcas a los demás hasta que el Señor disponga lo contrario.”
El padre Benedicto había cumplido y por eso él había podido regresar a Villarrica.
Mirando a Alfonsina, Daniel acabó la comida y luego de beber un largo sorbo de vino, se puso de pie.
Sobre la mesa le dejó algunos papeles con un apenas murmurado: “Para usted, señora…”
Y esa noche, luego de varias sin hacerlo, durmió como un bendito.