Capitulo 8
Espejos y espejismos
Por Eva Lucía Armas
Mi madre me envió a buscar su coronilla de novia al baúl grande del cuarto de las cosas guardadas.
De niña me gustaba encerrarme allí a jugar con los recuerdos de otros. Estaban las colecciones de pipas de mi abuelo, los primeros zapatitos de Josefina, un sillón de mi abuela paterna con el apoyabrazos roto, las muñecas de porcelana de mi madre, mi cuna, los abanicos, las telarañas y algunos rayos de sol que arañaban el suelo polvoriento.
Mi madre y mis hermanas, en el salón de costura, luchaban por adecentar el vestido de novia de Josefina para la que no había frunce que luciera bien. «Que me hace gorda… que me hace flaca… que me ajusta… que me sobra… que me aumenta… que me achata…»
—Yo voy a casarme en pantalones de montar —anuncié a las pobres conflictuadas costureras, encabezadas por la tía Felicitas que con tanto movimiento de la modelo, llevaba picaduras de aguja en todos los dedos, y subí a buscar la corona que sostendría el velo.
Amaba el aroma particular de aquella habitación y su luz de monedas amarillas dibujadas sobre la madera del piso.
El baúl estaba en un rincón, bajo antiguos cortinados damasquinos devorados por la polilla, junto a un maniquí ya destripado y unas sillas desfondadas.
Me arrodillé como en un cuento.
La tapa chirrió mientras la levantaba.
Y empecé a revolver.
Estaban los cuadernos de escuela de mi madre, algunas tonterías que guardaba vaya a saber por qué, un caballito de paño descosido al que le faltaba la cola, libros rotos con hojas amarillas que se rompían al contacto de mis manos, poemas manuscritos ( no sabía que a mi madre le gustara escribir también) atados con una cinta negra. «Qué mal gusto», pensé por el color de la cinta.
La coronilla estaba tan en el fondo, que prácticamente vacié el baúl para hallarla, trabada con otra cosa. Al tironear, la coronilla salió con uno de sus extremos enganchado en un portarretratos.
—Por Dios… —gruñí, pensando si podría volver a meter en sitio todo lo que había extraído del baúl aquel— Sólo a mi madre se le puede ocurrir guardar esto aquí…
Para desenganchar la coronilla que había pescado al portarretratos tuve que salir al pasillo.
Con buena luz, vi lo que tenía entre las manos.
Desde el principio, pese al parecido asombroso, me negué a creer que mi madre guardara en el fondo de su baúl, una foto de Daniel Irala. Por lo tanto inferí que podría ser Francisco, su padre. Y de inmediato me imaginé la historia que mi abuela no había contado. Un romance oculto, las familias enfrentadas como Montescos y Capuletos, lo que no pudo ser. Y todas esas cosas que una se imagina cuando descubre secreto ajeno. Lo que no podía imaginar, era a mi madre enredada en situaciones clandestinas que pusieran en riesgo su tranquilidad. Mi madre no daba el tipo de alguien que busca amores fuera de las formas sociales prefijadas.
Pero el retrato estaba allí, bien oculto.
Me produjo una rara sensación pensar a mi madre en alguna situación como las que yo había protagonizado con Daniel, viéndome por allí a escondidas del mundo, entre los árboles y los pedregales, a donde no llegaran más pisadas que las nuestras, en un estado de libertad que permitía otras libertades que el salón familiar de recibir pretendientes, jamás permitiría. Y sin embargo, Daniel Irala y yo ni siquiera nos habíamos rozado. Ni qué decir que se acercaran nuestras bocas a menos distancia que un metro. Y no porque yo no tuviera curiosidad por saber como se sentirían sus labios encima de los míos. La curiosidad me mataba pero no era cosa de hacérselo notar al caballero, aunque más de una vez sentí la tentación de prenderme con mi boca de su sonrisa burlona, como de una naranja muy jugosa y mordérsela. A veces, en las noches, recordando nuestros encuentros ahora interrumpidos por la aparición de Genara, me entraba una especie de ansiedad, de necesidad física, de desasosiego inexplicable y me imaginaba que Daniel me estrechaba con fuerza entre sus brazos, contra su piel caliente y podía percibir el aroma que desprendía ese calor de alientos y caricias.
Después, mirando el retrato me puse a sacar cuentas. Daniel era séptimo hijo, había nacido dieciséis años antes que yo y era el último de su lista. El señor del retrato, tendría la edad que Daniel ahora tenía. Cuando Daniel cumplió los dieciséis, los Irala ya no estaban en el pueblo. Cuando yo nací, mi madre tenía veinticuatro años por lo tanto, cuando Daniel nació mi madre tendría ocho años.
—No creo que sea Francisco Irala… porque el señor sería muy mayor para entonces —me dije al cabo— Tendría sin duda más de cuarenta.
Daniel estaba segura que no era. La ropa no era la de moda y además éste tenía al cuello una medalla, quizás de alguna Virgen, que Daniel no tenía. Eso lo sabía yo bien porque me la pasaba mirándole los vellos que le surgían por las desabotonaduras de la camisa con el ánimo de tironeárselos a la primera oportunidad.
De la planta inferior me gritaron que si me faltaba aún mucho para concretar mi misión de encontrar la coronilla.
«Algún hermano mayor de Daniel», pensé, sacando el retrato del portarretratos y guardándomelo debajo de las ropas.
Bajé con la coronita, se la dejé a la tía Felicitas que clamaba «Era hora niña» y me fui a los patios, para imaginar cosas bonitas sobre el señor del retrato.
Por el envés, escrito con caligrafía varonil, había un poema y estaba la firma: Juan Luis.
-¡El de la misa!- exclamé en voz alta.
Era tan triste lo que el señor había escrito detrás del retrato que subieron lágrimas a mis ojos. Me las enjugué con la manga del abrigo. Le decía «amor mío» a mi madre. Alguna vez soñé que alguien me diría amor mío. Hasta había fabulado con que Daniel Irala lo hiciera. Recordaba las palabras de mi abuela: «Ya había perdido el brillo… por eso se casó en silencio…»
—Tenía que ser un Irala —me dije.
Entré nuevamente en la casa. Busqué mis guantes de montar y le pedí al mozo de cuadra que trajese mi caballo.
Hacía tiempo que no salía a cabalgar, por temor a que Irala me pillara al descubierto y tuviera que darle una explicación sobre mi desaparición repentina. Me molestaba que él advirtiera mi enojo por los coqueteos que Genara había dicho que tanto se traía con ella. Después de todo, no podía yo irle con reclamos, si nada lo obligaba a mí.
Guardé el retrato en uno de los bolsillos del abrigo.
A Daniel lo encontré enseguida, porque fui directamente a buscarlo sin excusa previa. No inventé ninguna. Nos conocíamos perfectamente como para intentar darle una fabulosa explicación sobre por qué había estado casi dos semanas sin verlo, cuando antes no podía estar lejos de él dos horas seguidas. No podía mentirle a Daniel porque sabía todo por mis ojos, sin que yo le hablara. Como yo sabía las cosas por los ojos de él.
Estaba con sus peones finalizando la faena. Desde donde detuve mi caballo, a la vera de sus campos sobre el camino, podía distinguirlo entre los otros que ya se despedían llevándose la tropilla de vacas a mejores pastos.
Podía ver el sudor empapando en una mancha oscura la espalda de su camisa, la suciedad del barrial del pisoteo trepando por sus botas hacia casi sus muslos, su cabello mojado goteando por su rostro. Y sus ojos, que se fijaron en los míos un instante. Desvió la mirada, bajó la cabeza y siguió haciendo lo que estaba haciendo.
«Así que ahora… la juegas de disgustado» gruñí entre dientes y eché pie a tierra. Avancé sobre el pasto, sobre el duro cascotal del potrero, mirando los pájaros de la tarde sostenerse en las corrientes de aire y pendular. Ya no quedaban peones a la vista.
Daniel había sumergido en un tacho con agua los brazos que la camisa arremangada desnudaba y se lavaba despacio el barro pegajoso y el olor a animal.
Me detuve junto a él, que se escurría el rostro mojado. Echó hacia atrás su cabello con ambas manos y me volvió a mirar.
—Hola —me saludó, tranquilamente— Vete para allá… te vas a ensuciar toda si resbalas —me indicó después un terreno más seco que aquel en el que estábamos parados.
—¿Cómo estás? —le pregunté por decirle alguna cosa que rompiera la rigidez del encuentro.
Verlo tan desprolijo, me producía sensaciones extrañas. Algo salvaje, casi animal, emanaba de él y lo volvía extrañamente bello. Me pareció mucho más atractivo en esas trazas que en cualquier otra. Quizás, porque estaba absolutamente natural, a la intemperie, como un dios rural, primitivo e infinito.
—Cansado —respondió, alegremente.
Yo no podía con mis palpitaciones.
—Tú estás muy bonita —murmuró.
Nunca antes me había dicho algo así.
—Tú también —me apresuré a responderle, porque era la verdad.
—Tienes un gusto extraño —ironizó él, señalándose el entrace y se puso a reír. Salió del barro y se dirigió a su caballo. Tuve que correr para alcanzarlo.
Ajustó la cincha y arregló la embocadura, teniéndome allí de pie a su lado sin saber qué agregar a lo que ya le había dicho. El silencio nunca había sido incómodo entre nosotros. Es más, creo que habíamos llegado a disfrutar acompañarnos sin hablar.
—Estás más delgado —dije, al cabo de estar allí viéndole los aprontes del ensillado.
Me miró fijamente y acomodó un rizo de mi cabello que escapaba de la atadura de la cinta. Lo colocó detrás de mi oreja y pude percibir el aroma a pasto verde y cuero que tenía su mano, tan cerca de mi rostro, que acabó rozándolo con el dorso de los dedos.
Las mejillas me ardieron como tomates. Bajé los ojos, avergonzada por semejante flaqueza pero no me eché hacia atrás para evitar su caricia. La mano corrió por el contorno de mi rostro y se asentó en mi nuca, por debajo de mi cabello. Apenas gravitaba un movimiento de exigencia en su gesto. Firme, la mano quedó detenida. Y sin que mediara nada más, la boca de Daniel se prendió de la mía con la voracidad de una piraña. El otro brazo me ciñó con violencia, como si fuera yo un atadito de mies y me pegó contra su cuerpo.
Al principio no supe que hacer con tanta vehemencia. Por la nariz me entraban sus olores cerriles, por la piel, su piel, caliente y agitada y mi boca se perdía en el laberinto de las lenguas, dentro de la suya que mordía y besaba en una conjunción de hambre atrasado. Todo me latía debajo de las manos de Daniel que habían abandonado la sujeción primera para explorar intrépidas debajo de mis abrigos y mi blusa, debajo de mi falda, entremetiéndose entre sostenes, gruesas medias de lana, calzones y enaguas de puntilla.
Le respondí los besos como si no fueran los primeros que daba. Tanto había imaginado esa secuencia en nuestra vida que, de ensayarla y ensayarla noche tras noche, la conocía perfectamente. Me di el gusto de jalar los vellos de su pecho y morder sus orejas y con mis manos apretar por sobre el pantalón sus nalgas que resultaron tan duras como mi imaginación las predecía.
Éramos iguales, ilimitados y transgresores, con una disposición particular a romper con lo que la sociedad ha establecido. Yo quería saber lo que no se decía, lo que no se enseñaba, lo que no se contaba. Quería saber los secretos profundos de la especie, lo primario y prohibido, sobre lo que nadie se animaba a hablar. Quería saber lo que no se le podía preguntar a nadie y por ende, yo debía descubrir según me pareciera. Y como recatada lo que se dice nunca fui y hallaba en Irala un alma gemela, como si él en hombre y yo en mujer fuéramos el haz y el envés de la moneda, con una zancadilla lo tiré por tierra. Daniel trastabilló hasta que dio de espaldas sobre el suelo, entre las patas de su caballo que se hizo de costado para no molestar y yo pude extenderme encima de su cuerpo tumbado y meter mis piernas entre las suyas y sentarme sobre él y arañarle a través de la camisa desabotonada con las efusividades, el fuerte pecho moreno y morderle la barbilla y el vientre junto al ombligo hasta la barrera del cinturón de cuero.
Me quedé quieta, con mi mano apoyada sobre el bulto.
—Bájate… ya está bien —me dijo él, mirándome con una sonrisa— Aún eres una señorita decente. No lo olvides.
Me echó de lado y se sentó en el suelo.
—Quiero que me enseñes —le dije a mi vez— Además… fuiste tú quién empezó.Tú metiste tu lengua en mi boca.
—¿Así? —me preguntó sonriendo y volvió a besarme, pero esta vez con menos furia y mucha más ternura. Recostada en el suelo, sus manos acariciaron otra vez mi cuerpo, mientras me besaba. El roce de sus dedos entre mis piernas, por debajo de la falda, era una sensación absolutamente nueva y urgente. Siempre me dijeron que era indecente andar tocándose por allí abajo. Con razón. La sensación podía conseguir hacerle perder el buen juicio a una.
Daniel tomó una de mis manos y la acomodó en el rinconcito prohibido. Me enseñó, con su mano sobre la mía, un movimiento «como si fueras una guitarra muda… arráncale sonido» me susurró al oído, guiando el movimiento. Sentí sus dedos dentro de mí, mientras me arqueaba. Cerré los ojos. Y toqué el infinito.
Luego, cuando regresábamos y él me llevaba abrazada le pregunté si así se hacían los niños.
—No exactamente —respondió, burlón— ¿Qué no les enseñan ninguna cosa a ustedes las mujeres?.. Ni lo único que deben saber.
—No creo que sea lo único que debamos saber —lo corregí.
—Los hombres no parimos, no quedamos preñados… Si hubiera estado otro en mi lugar dentro de nueve meses me estarías dando la razón de que eso, por lo menos, sí lo debes saber —me reprendió.
—¿Por qué?.. ¿Hay algo más que no hicimos? —le pregunté, asombrada de haber tocado el infinito y que aún quedara más espacio.
—Mira… lo haré sencillo… Los hombres no son diferentes de los caballos — gruñó y que me imaginara lo que quisiera.
—Y… ¿por qué no hiciste lo que tenías que hacer… ? —le pregunté— ¿Lo haces con otras mujeres?… eso de montarlas como hacen los caballos ¿lo haces con otras?¿o tu lo haces así… como conmigo?
Me miró como si acabara de insultarlo.
—¡Te estoy cuidando, niña! —me gritó, enojadísimo.
—Y… ¿ por qué me cuidas? Me hubiera gustado que lo hicieras como se hace. Te pedí que me enseñaras y creo que tú también deseabas enseñarme… ¿o no? Tú te me viniste como los caballos sobre las yeguas y luego te quedaste a mitad de las aguas.
Pensé que me abofetearía, por el negro relampaguear de su mirada y lo nublado feroz de su entrecejo. Osciló un instante entre su masculinidad herida y mi ignorancia.
—Te cuido porque me importas, niña… y porque me importas te respeto — aclaró luego, con serena dulzura— Tú no eres las otras… Tú eres tú… la que me importa.
-¿Con Genara… lo hiciste como los caballos?
Conseguí exasperarlo.
—¿Quién es Genara? —casi me gritó y agregó para que acabara de fastidiarlo— Seguramente sí. No acostumbro cuidar a mis hembras si ellas no saben hacerlo solas. Y ahora… termina con esto.
—¿Tus hembras? —le grité a mi vez, rabiosa por la confirmación sobre Genara y todas las que, según él mismo acababa de decirme, también había en la lista, tal y como comentaban las secretas voces del pueblo— ¿También me metes en tu manada, señor hombre lobo? Pues te diré algo, Daniel Irala. Quédate con la rubia estúpida de la que ni siquiera recuerdas el nombre y cásate con ella cuando le empiece a crecer la barriga.Te llevarás muy bien con tu suegro el banquero que le ha puesto cuernos de todos los colores a la mujer. Pero de mí ¡te olvidas!
Salté al lomo de mi caballo, deshaciéndome de las manos de Daniel que intentaron sujetarme.
—¡Luisina!.. ¡No sé quién es Genara! —me persiguió su voz detrás del viento.
Al rato me alcanzó su caballo. Lo puso de través al galope del mío, obligándome a detener la escapatoria. No quise que me viera con las mejillas empapadas de lágrimas, así que di un rodeo por su izquierda, para seguir la marcha, pero Daniel alcanzó las riendas junto al bocado. Su caballo escarceaba nerviosamente, obstaculizándole la sujeción del mío.
—Sólo tú me importas… —me dijo Irala— Sólo tú me importas —repitió.
Pero yo no deseaba escucharlo. Ya es sabido que los hombres rompen el corazón de las mujeres. Ya otro Irala parecido a éste le había roto sin duda el corazón a mi madre. Y sin duda eran ciertas todas las historias que se contaban sobre ellos ¿Acaso no había admitido con un desparpajo monumental su asunto con Genara?
Me enfurecía estar en la misma lista que ella. Me hacía sentir aún más estúpida a mí, de lo que yo pensaba que ella era. Me avergonzaban los besos de Daniel. Me avergonzaba haber gemido en sus brazos. Me avergonzaba su olor pegado sobre mí y la ruda sensación de sus manos arrasando mi cuerpo. Me avergonzaba haber disfrutado de sus caricias íntimas y haberle permitido penetrar en mis intimidades.
Le arranqué las riendas de la mano y me dejó pasar.
Llegué a mi casa sin poder quitarme todos los regustos, así que le dije a Magnolia que me preparara un buen baño, para limpiarme de tanta quemadura como sentía en la piel y lavarme todas las sensaciones que me perduraban en donde no debían.
Mi madre supo que yo había llorado y eso en mí era un acontecimiento que sin duda merecía toda su atención.
Llegó a donde yo me estaba arrancando las ropas y arrojándolas tan lejos, que se pasó un buen rato recogiéndolas. Yo me hundí hasta el cuello en la tina de agua caliente y cerré los ojos. Todavía se me caían las lágrimas mientras me repetía «Tonta… tonta… tonta…»
Del abrigo, el retrato del baúl se había caído, así que mi madre lo levantó en silencio y se me acercó.
—No es Daniel Irala. Es Juan Luis Irala —me dijo, enseñándomelo.
—Sé quién es- le respondí yo— ¿Se enamoró usted de ese señor?
—Yo tenía tu edad, quizás un poco menos. No conocía a tu padre aún… si por eso estás llorando —me respondió mi madre y untó la esponja con jabón para pasarla por mi espalda.
—No… no estoy llorando por eso… ¿Quisiera usted contarme?
Quizás, su historia de amor le hiciera bien a la mía. Jamás pensé que Daniel me importara tanto como para hacerme perder el juicio. Me sentía ridícula. Primero, ardiéndome por él y luego, llorando con unos celos rabiosos a pesar de escuchar de sus propios labios que yo era la única que le importaba al señor y vérselo en sus profundos ojos negros.
—Juan Luis Irala era un hombre diferente… No se llevaba bien con la sociedad, porque él pensaba un mundo más justo de lo que en realidad es este. A veces, yo creía que él era un ángel. Un día aprendí que era solamente un hombre bueno y que los hombres buenos también hacen cosas humanas. Se equivocan, aciertan, lastiman, curan… Debí valorar que era un hombre bueno que se había equivocado.
Miré a mi madre.
La emocionaba hablar de sus secretos, quizás, porque nadie antes la había escuchado. Y porque ella intuía que yo podía entenderla más allá de las formas de sus silencios.
—Él rompió su corazón, mamá —afirmé.
—No fue él. Yo rompí mi corazón… porque sabes hija ¡qué terrible que es la muerte cuando no se dice adiós!… Yo era muy joven. Creí lo que me dijeron. Dios sabe cuánto quisiera escuchar ahora lo que Juan Luis tenía para decirme y que no quise oír cuando lo dijo… Pero ya nunca jamás sucederá eso y el dolor en mí persistirá por siempre.
—¿La traicionó con otra mujer, mamá?
—Eso me dijeron… y eso fue lo que creí… Daría mi vida entera por volver atrás el tiempo y escucharlo, solamente escucharlo… aunque no le creyera luego, pero permitirle y permitirme la otra realidad. Y oír también a mi madre, atenderla cuando me dijo: Sólo míralo a los ojos y sabrás si te miente… No hice nada de eso.
—Por favor… abráceme mamá… —le pedí y lloré contra su pecho.