Prosas escogidas
Decido soltar
Es tiempo de olvidar los guantes de modales.
Mi cuerpo ya no tiene miedo y se ofrece desnudo al barro viejo que se acumula en todas las puertas que voy abriendo porque fue testigo de la incapacidad de la lluvia, de todas las lluvias que me han caído, para lavar las miserias que escondí bajo la alfombra o que saqué del rincón de mis rincones. Es increíble cómo los años enseñan a caminar sobre cualquier pantano.
Ya no respeto a quien exige silencio para mostrarse respetable, no me importa dónde vomito ni a quién salpico con mi vómito porque confío en mi lengua que se acciona con un interruptor de sentimientos sinceros; un interruptor que estimula la caricia a unos o quita el suelo a otros.
Me cansaron los zurcidos sobre los zurcidos porque nunca pudieron con el potencial del río que llevo adentro, porque pese a la insistencia de curarme seguí sangrando muy seguido. Ahora, ofrendo al viento mis verdades porque después de sus golpes viene siempre un tiempo que seca, cicatriza y libera.
Aprendí a considerar mi tiempo como infinito porque concibo la vida como una cadena de proyectos. No le permito a mi mirada que se distraiga con el tablero que indica la autonomía de viaje, sino que la invito a disfrutar del paisaje ahora que entendí que las cortinas pueden enemistarse con las ventanas, los espejos revelar secretos y que no me importa qué dirá y cuándo se escribirá, la última página de mi agenda.
En el trayecto de mi historia armé y desaté varios nudos como pude, lo hice metódicamente, considerando lo conveniente y oportuno; hoy solté las riendas y me puse a merced del piloto automático para que me sorprenda donde me lleve, no importa si es sin equipaje.
Quiero que en este tramo de la vida cierre los ojos por las noches sin hambre de sonrisas, dejar atrás lo precindible como dejo atrás los postes ante la ventana de mi viaje.
Necesito mis pies rozando tierra
porque todo mi adentro
-toda yo-
quiere ser aire.
En los pasillos de mi espejo
La soledad nunca pudo con sus horcas. Ni siquiera pudo causarme aburrimiento porque fue en su compañía cuando cultivé mi veta de soñadora y descubrí que la imaginación creaba un mundo más rico que el de afuera.
Nunca dejé de lado a la niña que fui porque ella me enseñó mucho de lo que esta mujer a veces olvida. Fue ella la que me enseñó a montar sobre una rama con un mantel blanco atado al cuello para que en el galope de ese corcel extendiera magia en cualquier rincón de mi infancia.
Fue ella la perseverante y hasta fue ella la caprichosa que aunque perdiera el tren seguía detrás de él corriendo sobre sus rieles.
La que se permitía mojar con la lluvia de cualquier sabor para cicatrizar.
Es incluso hoy, la que me sorprende por las noches para pedirme que no me deje engañar por el tiempo porque no es más que un disfraz para inventar excusas que atan. Todas las noches me roba un poco de sus prendas para que termine desnudándome de él.
Es ella la que comenzó a dialogar con su melliza frente a los espejos para pelear por lo mismo en todas las ocasiones porque ninguna aprendió a callar cuando la otra hablaba. A veces esta mujer que soy quisiera volver a jugar con su reflejo pero no le resulta tan fácil como entonces porque el espejo es ahora la boca de un pasillo donde me meto para encontrarme.
Es justamente allí, en medio de esa oscuridad desconocida que no me atemoriza, donde cientos de pájaros tiran de mis cabellos para remontarme a un lugar sin agendas, donde ya no hace falta darme cuerda porque ellos hacen todo por mí. Y mientras planeo sintiéndome otra, me veo desde arriba, en el mismo frasco de siempre que conserva mis modales de señora discreta y responsable a resguardo de vientos locos. Me veo ajustándome el cabello, sonriendo al reloj, escuchando a todo el mundo, pero nunca a mi melliza.
Cuando regreso del viaje siempre algún pájaro se queda encerrado en mi pecho.
La próxima vez que vuelva al pasillo de mi espejo iré tan solo con mi capa.