Capítulo 9
Histeria colectiva
Por Gavrí Akhenazi
La nombraban «Oculta».
Porque no tenía alma, según se decía, le resultaba fácil comunicarse con los espíritus de todo tipo, buenos y malos, sin correr peligro de fallar en sus trabajos. No cedía a ninguna de las dos tentaciones y por eso sus conjuros eran los más efectivos de la zona.
Hasta el cura había ido a consultarla una vez, tantísimos años antes, para que lo asesorara sobre como combatir al Demonio, porque sus artes sacras no le daban el resultado esperado en la batalla. Y el Demonio aquel se le estaba empezando a transformar en ángel, con la ayuda de la superchería de la gente. Y lo demonizaba a él, quitándole los menesteres de Dios, como eso de la ayuda, el amor al prójimo, el pronto consuelo y algún que otro milagro inoportuno.
La Oculta lo había mirado con sus raros ojos de lechuza y le había contestado simplemente : «Porque Juan Luis Irala no es un diablo, Monseñor».
Con este nuevo Irala, la bruja no estaba tan segura . Así que miró a Monseñor, de nuevo ahí con la misma cantinela, con un gesto que develaba su estado de duda.
-—¿O sea que es un demonio? —preguntó el cura.
—No lo aseguraría —replicó La Oculta— Le tiene a Monseñor muy alborotada la grey… —se burló después, acariciando el aire— Y todo lo que vendrá, que Monseñor ni espera.
—¿Algo que me puedas decir?
Ella arrojó sus runas sobre el polvo, dentro del círculo mágico y cantó un canto de esos del Demonio. Mientras lo hacía, observó que el cura no se persignaba ni aferraba el crucifijo, así que pensó que entre demonios todos se entienden y Dios sobra en estas cuestiones tan prácticas.
—Uno por uno…ninguno —murmuró La Oculta, más alegre que tétrica, mientras su boca mostraba la lengua filante, recorriendo los labios como si se saboreara con la agorería.
Por el pueblo, los rumores corrían hacia abajo y hacia arriba como un reguero de pólvora, que iba quemando cosas sin detenerse.
De Irala, entre lo que se inventaba y lo que él mismo impedía que se inventara porque lo hacía explícitamente, cualquier cura en su sano oficio habría dicho que le tocaba el Diablo por vecino. Más aún, con las cosas que tenía que escuchar en el confesionario, de las atribuladas damas a las que «el íncubo» les ponía sus ojos.
Pero eso no lo preocupaba tanto. Con alguna cosa tenía que matizar tanta confesión meliflua. Lo que verdaderamente le preocupaba eran las astucias negociadoras de Irala, cuya influencia sobre Fausto Mirándola se hacía cada vez más perjudicialmente notable.
—Por supuesto que si pone en mi mesa un pago en efectivo que ninguno de ustedes es capaz de epatar, voy a venderle a él hasta mi alma —se había excusado, cuando le reclamaron en el cónclave de los poderosos, la liviandad con que había soltado la hipoteca de Huberto de León.
Enseguida se defendió diciendo que todos le habían dado vueltas para comprarla, y que como Huberto no la pagaba en término y siempre venía con temas de prórroga, él no tuvo más remedio que ejecutarla si quería resarcirse. Entonces, oportunamente, llegó Irala y le acomodó el precio completo, comprándola para sí, porque según le dijo, los campos eran colindantes y él tenía toda la intención de agrandar su propiedad hacia los ojos de agua que Huberto poseía.
Le pareció a don Fausto por demás de razonable la actitud de Irala y ya que, veladamente, le había ofrecido la venta, no rechazó la compra que el otro le esparcía encima de su escritorio.
También veía con buenos ojos el poder acomodar a la mayor de sus hijas a la masculina tentación de Irala, porque se le estaba pasando la edad del compromiso y estaba entrando en la de los santos.
El tipo demostraba aunque no demasiado interés, casi el necesario como para llevarse el premio, porque al fin y al cabo, tendría una mujer para atenderlo y llevarle la casa adelante, que Eleuteria no le iba a durar para siempre con lo vieja que era ya. Entonces, qué mejor que asegurarse una mujer con un apellido y un futuro pecuniario de considerables proporciones. Tanto como el que don Fausto Mirándola se aseguraba, consiguiéndose al Irala como yerno.
—Divide y reinarás —murmuró el cura, mientras La Oculta sonreía.
—No Monseñor. El mensaje no es ese —murmuró la voz húmeda de la bruja, mientras ella se mojaba los labios otra vez con la lengua.
—Tendremos que repetir lo de Juan Luis. Malditos todos estos malditos Iralas. No se cansan nunca. A éste no me lo esperaba. Pensé que Francisco había dado buena cuenta de él, tal como le aconsejé.
La bruja echó de nuevo las runas sobre el suelo dentro del círculo.
—Yo no lo intentaría de ser usted, Monseñor —murmuró, señalando las piedras con los dedos.
Capítulo 10
Historia sobre historias cruzadas
Por Eva Lucía Armas
Cuando llegó la noticia de la muerte de don Ferdinando Ibarguren y de su esposa, la beata Matricia, no pude menos que recordar la muerte de Eustaquio Ocaña. Y me corrió un escalofrío.
En mi casa estaban alarmados por lo sucedido y hablaban en voz baja sobre qué cosa pudo llevar a don Ferdinando a vaciar una pistola en su mujer y luego «volarse la tapa de los sesos» según decía mi padre.
A la tía Felicitas, que seguía cosiendo el vestido de Josefina, la preocupaba el hecho de que el párroco no iba a querer enterrar al muerto en el campo santo, por haberse quitado la vida, cosa que solamente puede hacer Dios y «habrá que cavarle una tumba por ahí».
Una tumba por ahí, como la que le cavó Irala a Eustaquio.
Ahora, don Ferdinando estaba tan muerto como Eustaquio y doña Matricia como la mujer de Eustaquio.
Mi madre dijo enseguida que ella no iba a ir al velorio, porque ni velorio se merecía don Ferdinando. «Era muy mala gente» agregó, pese a la mirada de reconvención de mi padre, antes de irse del salón.
La tía Felicitas, que había dejado el vestido de Josefina, volvió a decir lo de «la tumba por ahí» y agregó, cuando se fue mi padre a vestirse los negros «Y si el cura supiera… tampoco la haría enterrar a ella…»
La exclamación de «¡¿supiera qué?!» , acorraló a la tía contra un sillón, mientras mis hermanas y yo avanzábamos sobre ella que siempre sabía algo más que nadie más sabía.
Habrá sido que doña Matricia se lo contó entre jaculatorias, porque le pareció más confiable confesarse con Felicitas que con el cura mismo o porque mi tía en realidad tenía el don de la adivinación. Se excusó diciendo que no eran cosas que niñas decentes debieran saber. Pero contar chismes era su eterna debilidad, así que con un poco de presión por parte de Bernardina, cuyo único interés fue siempre agregar más capítulos a novelas de amor complicadísimas, soltó la lengua.
Nos acomodamos veloces a su alrededor en los sillones.
—Además… lo sabe todo el pueblo —dijo la tía, como si aquello sirviera de excusa a la infidencia que estaba por cometer y que, al ser voz popular los sucesos, era lo mismo que fueran la voz de Dios— Matricia… tan discreta, tan severa y tan santa como se la veía… tenía un amante… —aseguró, en voz baja, mientras todas arrimábamos la cabeza como confabulando.
Hubo exclamaciones sofocadas. Y la tía se despachó con tantos detalles, que no pareció la tía. Se olvidó, en su afán por relatarnos todos los pormenores que la misma Matricia le había relatado, de que ella era la custodia del recato y nosotras, sus sobrinas.
La relación de la señora Matricia, fue de una fogosidad descomunal y de una desvergüenza inapelable y en el relato de la tía, pareció aún más arrebatada y loca.
Conocía tantos detalles de la intimidad de doña Matricia y su amante, que nos asombró que no supiera el nombre de él. Fue un secreto que la beata no le reveló. El único que estaba ajeno a la cuestión era don Ferdinando, porque la relación era cosa pública para los criados de la casa que no dudaron en desparramarla entre otros criados, de modo que todas las orejas, menos la del marido, escucharon un poco de las cosas que le hacía el amante a la beata y que según mi tía «sólo se les pueden contar a las casadas, aunque ni los casados hacen todas esas porquerías…» ¡Cómo si la tía Felicitas supiera!
Mientras la tía hablaba, yo pensaba en como Daniel separaba los labios para besarme, como inclinaba sus ojos, como sus manos se afirmaban gravitando sobre mis senos, como se pegaba su cadera a la mía y su pecho a mi pecho y su aliento a mi aliento.
No quería buscarlo. No quería andarle detrás ni hacer que no había dicho lo de Genara, aunque la tía Felicitas se había encargado de confirmarme que no era cierto que Irala estuviera pretendiendo a la hija de don Fausto y de dónde había sacado yo semejante cuento. «Todavía dijeras de las demás, pero no con Genara», había agregado, para ponerme contenta.
De cualquier manera, me martillaba en el tímpano eso de «mis hembras» y no me dejaba en paz. Martillaba más eso que lo mucho que yo le importaba. Cuestión de inexperiencia, supongo, para manejar sentimientos tan contundentes.
Bernardina quería saber cómo era el hombre en cuestión. No fuera que se le hubiera pasado el príncipe azul para enredarse con Matricia. O quizás, para comparar como eran los príncipes azules de otras y no ser tan exigente con el suyo.
La tía Felicitas le hizo un buen retrato. Podría haber sido cualquier mozo de cuadra de los tantos que había. La cuestión es que éste tenía dotes particulares que habían arrastrado a la beata a la perdición y ahora estaba bien muerta.
Nos fuimos al velorio, por esa cuestión de los compadres. Mi madre, por obediente o cediendo a la rogativa de mi padre para el que los velorios son un tedio infernal en el que no le gusta estar solo, vino con nosotros.
De Matricia y su amante, era de lo único que se hablaba en el corrillo.
—Ves, Milagros, por qué es mejor vivir lejos del pueblo —dijo mi padre a mi madre. Todos intentaban contarle los mil y un detalles.
Genara estaba también entre el tumulto del último adiós. Era la última persona que yo deseaba ver, pero era una de las que más detalles sabían sobre lo sucedido. No en vano viven jardín por medio y ella se la pasa con la nariz en la ventana, ya que no tiene otra cosa para ocuparse.
Salimos al patio, donde no hubiera ese olor a flores descompuestas y donde no se oyera el coro de las viejas de negro que lloriqueaban junto a los dos ataúdes de lujo y sus mortajas de seda y puntilla.
Ni Eustaquio ni su mujer habían tenido lágrimas por ellos. A Paula, Eustaquio la enterró solo. Para Daniel, enterrar a Eustaquio fue una diligencia. Sí, lo puso mal enterrar al niño.
Estuvo callado mucho tiempo junto a la tumba, con los ojos fijos en la cruz que Eleuteria le había hecho con dos maderitas. Le habían puesto de nombre Nazario pero no alcanzaron ni a nombrarlo. Tampoco tuvo lágrimas. Daniel no llora. Y Eleuteria llora mucho, así que lágrimas particulares para Nazario, no sé si hubo.
En cambio, alrededor de los féretros de los Ibarguren, todos vertían sus lagrimones de cocodrilo y ponderaban su paso por la vida, como si nadie supiera cual era la calaña de don Ferdinando y ahora, hubiera salido a la luz también la de su mujer.
Genara se sentó en el borde de la fuente que estaba en medio de los patios. Yo quedé de pie, con el viento del otoño en el cabello.
Me dijo que don Ferdinando estuvo espiando todo el tiempo lo que hacían doña Matricia y el amante. Que los gritos de placer de ella se escuchaban «hasta mi casa». Que a veces lo hacían «aquí mismo, en los patios, a la vista de todos… aquí, sobre la fuente… desnudos ¡te imaginas!…como si fueran gatos…»
Yo no me lo imaginaba.
-—¿Tú los viste? —pregunté al fin, suponiendo que eso la autorizaba a ella a contarme más cosas y no abandonar todo a que me lo imaginara. Me dijo que por culpa de las tapias no se puede ver, porque están las enredaderas grandes «y si me trepaba, me enganchaba el vestido», pero se podía oír.
«Fue para los fines del verano que empezaron…» Y agregó que el amante no era del pueblo, que debe ser un empleado de alguno «de ustedes« o sea de los campos, porque no era fino de hablar, sino que tenía modismos bruscos, como los cerriles. Luego dijo que estaban todavía juntos cuando entró don Ferdinando y que él se alcanzó a escapar, saltando por los techos hacia lo de don Fausto. “Todavía hay gotas de sangre en el pasto de los jardines de atrás» me dijo Genara, con lo que inferí que había recibido un balazo el amante también y que si no habían hallado al muerto tirado por ahí, no demorarían en hacerlo.
«Luego de los disparos… yo escuché el caballo que salía al galope» terminó de narrar Genara.
Le pregunté como andaba su asunto con Irala.
Evidentemente no quería hablar mucho de eso, porque se levantó de la fuente y se puso a caminar hacia el final del patio, donde estaba el tronco de la enredadera. «¡Mira… Luisi… hay sangre aquí!» me llamó.
Yo me acerqué a donde Genara señalaba. Efectivamente, había sangre seca sobre las lozas, en el tronco y patinando la tapia. La herida del amante era una buena herida también por la cantidad de sangre derramada en la huída.
—Supongo que se lo tiene merecido —dijo Cayetana, por detrás de nosotras, que mirábamos los restos del romance.
—El que se lo tiene merecido es don Ferdinando —dije yo a mi vez.
—A eso me refiero… —corroboró Cayetana y luego hizo un gesto de asco señalando la sangre— Le tocó en carne propia todo lo que le hizo a otros. Lo peor para él debe haber sido la humillación pública de ser el último en enterarse. No lo soportó, por eso se disparó.
—¿Tú crees? —pregunté.
—A él lo ponía poderoso el temor que nos metía a todos. Por una cosa o por otra, todos sabían que no había que enfrentarse a don Ferdinando, si no querías acabar muy mal. Una persona con tanto poder, burlada en su propia cama, en su propio dormitorio, por su propia mujer… con un mozo de cuadra… No hay orgullo que resista —comentó Genara.
—¡Qué arriesgado el amante, también! —exclamé yo— Si lo llegaba a pescar vivo… acabaría hecho carne molida ¿no creen? Yo hubiera esperado para pillarlo y luego sí, cuando los tuviera a los dos, cobrarme la trastada muy bien cobrada. Ya vería si me suicido o sí quedo en la historia como más terrorífico que antes, porque…
—Ya sé… Colgarías las cabezas de los traidores a la entrada de tu casa…—me interrumpió Cayetana.
Genara dijo ¡puajjjjj! Y como su madre la llamaba, regresó a la capilla ardiente con las flores, las velas y las lloronas.
Cayetana la siguió, argumentando que hacía mucho frío en los patios y que le daba impresión ver la sangre manchando todo.
—Estás malherido, muchacho valiente… —murmuré, porque requería de valor elegir a la esposa del ogro, vulnerar sus severos muros morales, (porque doña Matricia digan ahora lo que digan, podría haber sido monja de clausura), meterse en la madriguera y ganar la presa en el territorio del enemigo, considerando quién era el dueño de la presa.
Don Ferdinando no tenía piedad. Era de una perversidad malsana que lo llevaba a destruir a sus enemigos de una forma despiadada y brutal. Y éste, lo había destruido a él con una simplicidad aterradora.
—O eres un verdadero idiota —agregué.
El brillo en la rama baja de la enredadera, destelló un instante. Lo busqué con los ojos. Estuve un rato rondando, hasta que el viento volvió a mover lo que brillaba. Era una cadena cortada, seguramente arrancada en la huída, de la que pendía una especie de relicario.
Me trepé a la planta y alcancé a tomarla estirando los dedos cuanto más pude. La sentí, deslizando sobre mi palma y la encerré en ella, mientras me bajaba.
Josefina, al pie de la enredadera, me miraba con su eterna cara de «siempre serás la vergüenza de la familia».
—¡Puedes comportarte con normalidad!.. Estamos en un velorio y tus andas subiéndote a los árboles para espiar el patio de los vecinos —me retó, enfurecida, mientras yo metía el relicario en uno de los bolsillos del abrigo y bajaba la cabeza para seguirla al interior de la casa.