El imperio de Octavia
Te extraño tanto, Octavia,
ni te imaginas, cielo.
Tendrás que desearme
con esta unción de fuego,
que entero me arrebata
como un tornado enfermo
para entender mis ganas
de transmutarme en hielo;
una escultura helada
que no padezca el eco
de esta hambre tan brava,
perra como el infierno,
montaraz que me vuelve
un amante esperpéntico.
A ratos, cara Octavia,
quiero tornarme invierno
para no hacerte daño,
no desvelarte a un tiempo
mis cerrojos, mi mundo
de Pandora, mis tientos
de Lovecraft que envían
tu canción a un convento
y alejan de mi puerta
tu boca de desierto.
De veras, regia Octavia;
solo pienso en ser hielo
y que algún escultor
piadoso de un certero
golpe de gracia rompa
en pedazos mi cuerpo.
Maldita sea la gracia,
lejana Octavia, tengo
que exigir a mis dioses
romanos ser de hielo.
*****
Ya quisieran las sílfides, Octavia,
que las amara como a ti te amo.
Yo te traje a vivir aquí, a mi pecho.
En las noches te llevo yo del brazo,
a visitar los nidos de corales
que cultivo en mi templo de verano.
Y tú me llamas Juan, no Marco Antonio
y un triunvirato acústico de astros
me fulmina de dicha por entero
y me vuelvo tan hombre en tu reinado
que de mi mismo, Octavia, siento miedo;
miedo de la pasión de este hombre bárbaro.
Ya quisieran las sílfides, Octavia,
que yo las quiera como a ti te amo.
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Ya fui el marido niño de una china
y el amante truan de una Danesa.
Soy el marido cruel de cierta inglesa
a quien saqué del fondo de su ruina.
Ya he sido por desgracia tantos Juanes
que temo me dispares del cabreo
que provoca en tu paz de jubileo
la fiebre de mi sexo y sus desmanes.
Nunca pedí quererte, pero vino
no sé cuándo ni cómo ni en qué parte
de mi cuarto y mi noche tu estandarte
de bailarina cósmica a mi signo,
y perdí los papeles por tu boca
por tus siete puñales, por tu loca
costumbre de cantar la vida en verso.
Estoy loco por ti, loco de veras,
porque el cielo cantóme que tú eras
esa Octavia de Luz que tuve un día:
un planeta de Luz, la Luz María
que orbita mi galaxia de silencio.
Y me domino, a ratos me domino
en ejercicio exacto de cordura
por no correr al norte de tu hondura:
Ayúdame señor, no sirve el vino.
No me sirve quemar Alejandría
ni apelar al concepto de la hombría
para aguantar incólume estas ganas
de correr a Argentina. Ay, qué ganas
de amar a esa mujer, zunzún glorioso
que trina solitario en su alta rama
para el bárbaro triste que la llama
su primera mujer: Eva y Lucía.
Me ha encantado leerte, Madison, tan apasionado.
Preciosos poemas.