Un poema
Isla sitiada
El poema se da lejos del aire,
como una intromisión desde la ausencia
piel abstinente de viejos maleficios,
hiedra final y quemazón de higuera
que un agua sin vigor ha abandonado
sobre las rocas, en la playa isleña.
Un leño inútil que llorando arde
la voz final de su madera intrépida;
un mascarón de proa sin navío
que con manos de sal zurce las velas
y martilla a remaches sobre el casco
las alas de su última quimera.
Llega un momento donde no hay sextante
que acierte con el rumbo y con la estrella
y en el mapa sin dios de lo divino,
se vuelve circular hasta la pena
y tropiezan sangrando viejos pasos
una vez y otra vez contra la piedra.
Ya ves que hasta he perdido los alardes,
y el tesón es un náufrago de niebla.
Me recluyo a mi sangre en mi conmigo
y allí me quedo inmóvil, en alerta.
Siempre llegará un Judas a besarnos
con su beso de víbora en la lengua.
Me recluyo en mi sangre, en mi conmigo,
muralla adentro y en mi propia guerra.