El lugar de la codicia
Te miro tan desde lejos
pero te miro tan cerca…
bajo los húmedos párpados,
como una niña traviesa
mira en el escaparate
un gran helado de menta
y se relame en silencio
con su boquita entreabierta.
Te miro cuando no miras
en el trasluz de las puertas
bajo el cristal del asombro,
aunque me pongas mil rejas
te miro. No hay más lugares
donde me lleven mis velas,
si tú te mueves, mi norte
contigo se mueve. Trepan
las ganas sobre mi cuerpo,
voraces enredaderas,
y me envenenan los labios
en arrebato y ausencia.
Te observo, pez taciturno
sin agua y sin sed. Me apremia
el deseo de estrujarte
hasta que sangren las piedras.
Te miro cuando sonríes
con ese rictus de niebla,
y cuando cierras los ojos
al borde de las estrellas.
Con ese gesto tan tuyo
de levantar una ceja
en ese segundo mágico
que se rompe la tristeza.
Te miro tan en silencio
como una estatua muy vieja
y espero, como tan solo
el mármol forja la espera.
Te codicia mi saliva
sobre el pensamiento, mientras
la carne se vuelve roca,
la roca se vuelve arena
y se la lleva la brisa
devolviéndola a la tierra.
De bermellón y de luna
sobre tu espalda de absenta
he pintado con mis ojos
veinte pinturas de guerra
y con la lengua he borrado
toda la sed de la tregua.
He cincelado de espuma
la verde sal de tus huellas,
y se ha varado en tu orilla
hasta mi última madera.
Te miro hasta lo profundo
de esta profunda quimera.
Somnium ex machina
Hay un lugar azul, como de lirios
y de temblor, una pequeña isla
de naranjal en flor donde la luna
se asoma al tragaluz de los deseos.
El tiempo allí transcurre
en una espera larga hecha de azogue
y puentes levadizos. Un silencio
que apenas hace ruido llena todo.
Extiendo el brazo. En él
se prolonga mi mano hasta los dedos
y más aún hasta la arena tibia.
No soy yo quien la toca, es esa luz
que sale de estos dedos que casi no son míos,
dejando un aleteo de ternura.
Un perro escuálido
me mira desde lejos. Adivina
mi corazón con vistas al presente,
mis trenzas a estrenar. Sé que sonríe.
Una cabaña cierra el horizonte.
Allí entre sus paredes
hay un aguardentero de piel extinta y seca,
de junco y piedra clara
que licua las palabras en frascos transparentes
y los regala siempre al por menor.
Allí bebo feliz hasta el derrumbe.
Luego cruje la calle
y frena el autobús con su sonido triste.
Amanece Madrid por las esquinas
con su beso de Judas fluorescente.