Los misterios de la virtualidad
Para muchos de nosotros es fácil hablar de internet como simplemente un lugar más, con unas reglas concretas, como tantos otros espacios. Si vas a una biblioteca, no debes hablar alto. Si vas a Twitter, no puedes profundizar. Si vas a Instagram, prima la imagen. Si estás en una cena de empresa, debe cuidar de aunar el respeto y la etiqueta profesional con una apariencia casual y más relajada. Si estás en una videollamada con tus jefes, procura que todo el mundo en tu casa esté vestido.
Soy profesora de español online, de modo que desempeño mi trabajo a través de un ordenador. Hablo con mis amigos de toda la vida, que viven en España, a través de Hangouts, hablo con mis amigos de otras partes del mundo usando Whatsapp, no conozco a mi editor en persona pero nos escribimos por GMail, las editoriales que publican mis libros son Amazon y Hulu. A mi primera novia la conocí a través del Messenger. En Facebook debato, discuto, y hago bromas con personas muy interesantes con las que me cruzo de cuando en cuando en esa burbuja que he creado a través de mi sesgo cognitivo. Estoy en un mundo de ideas parecidas a las mías, y si salgo a la calle observo un planeta distinto. Pero una vez más, es como ir a una discoteca de salsa: no será ninguna sorpresa que a casi todos los asistentes les gusta bailar salsa. En internet elegimos ir a nuestro bar, eso es todo, al fin y al cabo tiene los sofás más cómodos y la comida es buena.
Aún recuerdo aquella infancia de otro siglo, cuando salíamos a jugar al parque. También jugábamos con los arcaicos videojuegos de entonces, pero no existía internet y nuestra vida la hacíamos en la calle, no había ningún otro sitio. Ahora resulta casi imposible pensarnos sin las redes de información que surcan nuestro planeta.
En su día se hacía una clase de distinción entre lo virtual y lo real, como si todo aquello que pasase en la red no tuviera incidencia en nuestras vidas. Ahora descubrimos nuevos ideas a través de internet, nuevas amistades, nuevas formas de pensar. Yo soy autista, transexual, demisexual… y es posible que jamás hubiera sabido señalarme sin el conocimiento que se libera y crece al otro lado de nuestras pantallas, con ayuda de esa red neuronal que nos hace fuertes. No es que me gusten las etiquetas en el sentido de que nos pueden limitar y encerrar en categorías rígidas, pero me encantan cuando nos liberan de nuestras dudas y temores, cuando lo que significan no es sólo aceptación sino que, en alguna parte del mundo, hay millones de personas como nosotros que han encontrado su camino de regreso a casa. El nivel de autoconocimiento que podemos adquirir las personas a día de hoy habría sido inimaginable hace tan sólo treinta años.
Pero esto tiene un precio: la exposición y el anonimato que puede servir para protegernos del odio de otros o para odiar. Porque ahora sabemos que todo lo virtual es real, que es un escaparate que nos muestra nuestras vergüenzas, que nos escupe la esencia humana a la cara. Existe el acoso en la red, los insultos, el bullying… existe