Cuando miro el papel en blanco, veo correr a lo lejos un hombre espantado. ¿Espantado de qué? No lo sé, y también el rito ridículo de hombres que dan vueltas sobre sí mismos.
La página en blanco – Henri Michaux
Creo que pertenezco al grupo de aquellos a los que el blanco del papel no los asusta y por ende, tampoco consiguen entender con claridad ese espanto que acontece en los otros, ese desasosiego frente a lo «no escrito», como si los que lo padecen sufrieran de una extraña agorafobia papelística, mensurada por veleidosos ataques de pánico escénico y la página sobre la que desean escribir no fuera su mejor herramienta sino lo contrario: un enemigo.
Tantas veces he escuchado repetir esa idea folklórica del terror a la página en blanco, que también me he llegado a preguntar si los que lo padecen con semejante desmesura (porque hay que ver la cantidad de despropósitos que uno llega a leer describiendo tal padecimiento), son escritores o alguna especie híbrida obstinada en mimetizarse con los que sí lo son y que, por eso de ser un híbrido, no gozan de los mismos beneficios que otorga la placentera página en blanco, esa mirada del abismo que mira dentro de ti, que refería Nietzsche y la única llave capaz de liberar a todos los monstruos de tu propio abismo para ser donados al otro.
Sentarse frente a la página a esperar que por ciencia infusa penetren pensamientos creativos que si no existen ya de por sí en nuestra impronta es muy difícil que se nos ocurran, imagino que debe causar una profunda frustración, porque un escritor siempre encuentra qué escribir, aunque sea la lista de la compra, de manera creativa.
Lo creativo nos habita y nos empuja, más allá de lo ficcional, porque hay que hacer la distinción exacta entre creación y ficción.
La creación es un hecho natural con el que se puede transmitir la anécdota más simple y no necesita de la ficción para su riqueza, sino solamente de sí misma.
La ficción es una especie de artificio adosado a la creación pero que no tiene, per sé, componentes propios si el que ficciona no tiene una imaginación creativa que no repita modelos de éxito ya demasiado explorados y demasiado vistos.
Creo que es en esta diferencia, entre el creador nato y el copista, donde se produce ese espacio terrorífico frente al mismo elemento: la página en blanco.
El creador ansía el blanco de la página porque siempre tiene algo que poner ahí y el esfuerzo radica no en hacerlo, sino en hacerlo bien. Y si no tiene nada que decir, se queda callado, porque sabe ya que la página siempre estará allí, esperándolo, sin que él se fuerce y sin forzarla, porque un escritor y su página en blanco son complementarios, no opuestos.
Así que cuando escucho –o leo– esas manifestaciones sobre la desesperación que provoca una página en blanco, cuando en realidad verla debería ser un gozo casi como el más inefable de los orgasmos –ya que si uno se planta frente a ella es porque tiene algo que escribir–, me sale naturalmente preguntarme si esa persona angustiada y asfixiada por el silencio de su página, no sería tanto más feliz podando arbolitos de bonsái o tejiendo chales al crochet.
Yo creo que sí y alguna vez se lo he dicho a alguno que acabó por acusarme de cruel.
La cosa es que si no se sabe para qué le sirve una página en blanco a un escritor, respondí, deberías trabajar con herramientas de las que sí sepas para qué se emplean. Y si en realidad lo que te pasa como escritor es que estás en estación seca, esperá la estación de las lluvias. Probablemente, lo que termines produciendo en estación seca, será solamente paja para la hoguera.
Luego, hay otros que tampoco han sido bendecidos por la creatividad pero a los que los fascina la página en blanco, aunque tampoco sepan para qué sirve en realidad y así es como vemos lo que vemos en esta pobre literatura de hoy y aquí: otro tipo de horror vacui.