«El aljibe», «Sermón de la meseta», relatos de Silvio Rodríguez Carrillo

Imagen by Phuong Nuyeng

El aljibe

Ató un extremo de la soga a su cintura, y el otro al tronco del arbolito de naranjo que estaba a unos dos metros del aljibe. El albino, de unos doce años, siguió la operación sin decir ni una palabra. Comprenderás, le dijo Li al albino, que estas son cosas que hacen los poetas, y que alguna vez harás si te dedicas a escribir. Seguidamente, Li comenzó a deslizarse por dentro del aljibe como una araña, extendiendo brazos y piernas hasta cubrir el reducido diámetro de ese túnel vertical que pareció tragarlo. La soga resultó una precaución algo más que molesta.

Al llegar al fondo, Li confirmó lo que los últimos meses habían predicho, una total y absoluta sequedad. No había llovido desde el último verano y el fondo del aljibe estaba completamente seco. Desanudó de su cintura la soga y se sentó sobre la loza, asumiendo en su respiración la tranquila oscuridad de ese fondo con el que convergía en frialdad y falta de luminosidad, y se entregó al desasosiego. Él había construido el aljibe y la aldea lo relacionaba con él, si en el aljibe no había agua era su culpa, no importaba que hubiese llovido o no. Era simple.

Li comprendía la locura y la culpa, y por eso sabía que su realidad no tenía salida. En la aldea pensaban que el aljibe se tragaba el agua de las lluvias antes de que caigan, y que él era el culpable de la situación, de ahí que le dieron plazo hasta esa noche para que llueva, de lo contrario lo torturarían. En su momento Li pensó en razonar, pero se dio cuenta de que esa gente era irrazonable, lo intuyó cuando celebraron que el aljibe podía contener el agua por semanas, y lo confirmó cuando lo nombraron ciudadano azul sin consultarle.

Ahorcarse le ahorraría la tortura, pensó Li, pero ahorcarse era una de esas cosas para las que no tenía práctica, y que exigía una cuota de valor que entonces puso en duda. Entre el terror a la tortura, y la falta de valor para el suicidio, memoró los infelices poemas que le escribiera a Sue Yang, que le valieron sus favores y cierta fama de poeta que le ganó un adepto incondicional, el albino, que más arriba hacia de custodio y cuya tarea era dar la voz de alerta si acaso decidía escapar. De eso se trataba, ¡del silencio del albino!

Volvió a anudarse la soga a la cintura y comenzó a trepar por las paredes cuesta arriba, convencido de que tendría éxito en lo que se habría propuesto, esto es, darse a la fuga y que el albino no diga nada hasta que se haya perdido en el horizonte. No pensó que toda la aldea estaría esperándolo arriba, ni que el albino había abandonado su puesto de vigilancia ni bien descendió, ni que la misma Sue Yang encabezaría a la muchedumbre, y menos aún, ahora que sentía el frío de las primeras gotas de lluvia, que comprendería lo que es salvarse.


El sermón de la meseta

Entrenas por curiosidad, por ver de qué va la cosa, hasta que le sientes el ritmo y algo te impulsa a ir a por más. Entrenas hasta cansarte, hasta el absurdo de llegar al agotamiento y lesionar lo que siempre debiste cuidar, pero que nunca te lo advirtió nadie. Entrenas hasta odiar imponerte cualquier entrenamiento mientras continuas entrenando. Entrenas hasta sentirte dueño de cada uno de tus movimientos, de cada pulsación y cada respiración, siempre a mitad de camino a ese equilibrio que no llegará jamás. Entrenas hasta que el único rival es tu reflejo cuando avanzas de espaldas al sol.

Viajas por oficio, y aprendes a ser el extraño que fue enviado porque sabe lo que ignoran los nativos. Viajas porque confían en que podrás hacerte similar a los lugareños y desde ahí establecer lo que no estaba previsto. Viajas porque en donde estabas no había sitio sino para lo de siempre todos los días, porque hay algo en el ticket que con cariño y desprecio sujetan tus dedos. Viajas porque puedes mirar a los ojos del que te pide el pasaporte y leer su vida entera, aunque te doble en edad, sin que él tenga posibilidades de hacer lo mismo.

Escuchas por impulso, midiendo la emoción alegre o rencorosa de quien cierra la puerta de un auto, la rabia el desgano o la fe en el roce del cuchillo con el tenedor cuando alguien cercena las verduras de su ensalada. Escuchas, veinte años después, el silencio de tu maestra de escuela antes de dormir, el griterío en el patio de recreo, y tu propio llanto desde la alta lejanía del castigado. Escuchas la mudez del que no habla porque se acostumbró a no tener con quién hablar. Escuchas el crepitar de los carbones relajando los modos del asador que nunca finge.

Transcurres la noche por estigma entre maldito y bendito, como si nada te faltara y nada te bastase, como si sin nadie estuviesen todos, o tan sólo los escogidos por tu querencia a prueba de juicios. Transcurres la noche como buscando llegar a la madrugada para decirle con los ojos abiertos cómo se soporta el día con los ojos entrecerrados, en una suerte de batalla que te tensa las espaldas no decirla, y que sabes es el precio de compartirla. Transcurres la noche con las manos abiertas a lo que no llega, por si ocurra la siembra, ese gesto genial, desconocido.

Y persistes, es así que persistes, con la altanería de un faro que ni busca ni se expone, tan sólo estando ahí, recibiendo la bravura del oleaje de silencios por abajo y la luminosa sordidez por arriba. Persistes en tu musculatura emocional, flexible e inquebrantable en su propio código de espiral que escupe como engulle. Persistes en tu condición de incondicional porque cuando ya nada queda levantas un nombre y lo vuelves tu aliento. Persistes porque siempre te queda otra, pero la que quieres es la que tendrás. Porque el vacío como el lleno no te acaban de poblar el pulso.

Conversa con nosotros