Siempre al borde
Hoy, aquí, siempre al borde
de lo que espero y de lo que quieren
de eso que consigo y de aquello que tensa
la mirada que proyecto –limpiándome de furias–
sobre el lomo de las aves que prescinden, por perfectas
de imaginar cosas raras
de vivir extremos
de pensar iniciar el día sin saludarme
me pregunto cuánto puede durar una estrofa
cómo se mide el ritmo de un imbécil
cuánto vale el silencio de un amigo
de qué manera se calcula el peso
emocional
que tiene la mirada con el rabillo del ojo
para
cada cual.
Nunca he sabido esconderme,
aun habiéndome doctorado en jamás
darle importancia a lo inservible,
con la espalda llena, pletórica,
de olvidos de gente que siente,
de chicas que no rasguñan el detrás de sus ojos
buscando el por qué de sus puentes,
de chicos que meten las manos en sus bolsillos
asumiendo que el miedo es buen consejero.
Me miro y admiro
en el amor
que irreverente cuando lo recibes
irreverente lo impones
es
así.
Tan breve y sin embargo
Siempre era debajo de los puentes
desde donde miraba los eclipses,
aunque si tocaba lluvia, y los gatos se le arrimaban a los tobillos
cerraba los ojos y con el pulgar y el índice de la mano derecha
se tocaba los párpados pensando en Saint-Exupéry
cuando pensó, con-en su amada soledad por qué tenía que morir.
Si ocurría el día, y era el torneo o la kermés
se guardaba lo mejor para el final,
cuidando de que el sudor le marque la camiseta
el hambre la mirada
y todas las hormonas el aliento de chita nómada,
sintiendo en las caderas el reclamo de Gaia
exigiéndole aparearse.
En un mismo cubo mágico nos miramos,
sin sabernos del todo, en altos riesgos pasados y futuros
coincidimos en un calendario espiral
de ojos verdes y pelos largos y rubios,
en un frenesí vital que por amar la vida y temer a la muerte
necesita
componer catedrales inauditas en donde someterse
pisando con los pies desnudos
antes que brasas de carbones cristianos o paganos,
trizas de vidrios sobre un asfalto nocturno, de callejón.
Se dijo que habité en el borde de su boca
cuando el hijo de María conoció a su primo,
que me acarició las espaldas, cargadas de sombras,
cuando Ceres se abstuvo de ser puta;
hubieron niños que cantaron, solemnes, un réquiem
cuando una misma tarde nuestras rodillas se rompieron.
A veces llora
con la frente apoyada en un muro de 200 kilómetros de altura;
sabiéndole,
en silencio le arrimo palabras a las manos,
como si le sirviera
por si le fuera útil
sentir que existo, de algún modo.
En otros momentos soy el que ríe,
el que cruza las nubes más gordas,
como un titán entrenando sus piernas en un lodazal infinito;
entonces me alienta
me escribe libros en idiomas que no conozco,
me arroja piedras a la cara
y un espejo para que vea que sangro
todavía.
Todo esto es muy breve
y edad es lo que nos sobra.