El perverso arte del mal competidor
por Gavrí Akhenazi
Las competencias entre ciertos movimientos «literarios» y sus protagonistas, que buscan su expresión a través de internet, no son novedosos, porque eso ha ocurrido en todos los tiempos.
Lo nefasto de ciertos planteos de competencia se da cuando los protagonistas de esos movimientos que surgen entre aparatosos autobombos y extensísimas exposiciones de sus atributos –como si poseer algún titulillo universitario (propio o inventado), asegurara la potencia de un escritor– se cimentan en destruir a la oferta contraria, sibilinamente y escupiendo sapos sobre los demás que puedan ser competidores.
Sinceramente, uno trata de mantenerse moderado, cuasi haciendo un voto a la indiferencia más ecuánime. Es más, uno intenta reflexionar y ser fiel con su ideas y siempre manejarse poniendo en el contexto adecuado los conocimientos que ha adquirido.
Más de una vez, siguiendo esta metodología, he intentado –diría que infructuosamente y eso que se trata de palabras, cosa que deberían entender todos los que se dicen escritores– llegar al diálogo de forma serena, educada, trabajada en base a la lógica, cosa que desde ya dota a una argumentación del equilibrio necesario, pero digamos que hay veces en que uno se topa con gente que le pone las cosas difíciles, porque albergan una ponzoña disfrazada de interés y un interés hipócrita que disfraza aviesamente el deseo de hacer daño, solo con el fin de no tener competidores de fuste. Los otros, no les interesan.
La literatura, como todas las artes, carece de la generosidad necesaria para remontar vuelo asistida por sus artistas o sea, los escritores. Por el contrario, cuando en realidad se ve algo así, esos que nombro anteriormente buscan de manera despiadada crear una pelea en el barro y lo que no son capaces de decir de frente, lo murmuran en todas esas orejas incautas o ávidas de saborear la sangre ajena.
O bailan el agua, doran la píldora y, literalmente, chupan el culo –permítaseme aquí la falta de temor a la expresión– solamente para ser recompensados por la babosería ajena a la que, posteriormente, ofrecerán un lugarcito primoroso en el proyecto que llevan a cabo, sin importar en realidad la calidad literaria de lo expuesto.
Se leen cada cosas por ahí que hablan más de sus editores que de los propios convocados a participar.
Pruebas… como para hacer dulce. Pruebas de ambas cosas, también.
Lo mal nacido no prospera. La literatura lo olvida y mucho más aún en estos tiempos pasatistas y apócrifos, en que se han perdido los lectores de fuste que puedan opinar objetivamente.
Lo que avala la calidad es la trayectoria y el sostén en el tiempo. No exponer, a guisa de panegírico refrendatorio de solvencia, una innumerable cantidad de ítems que llevan a pensar a quien los lee: «sacaron a pasear el trapo de lustrar bronce de la abuela».