por Gavrí Akhenazi
Si vamos a hablar de la diferencia entre lo que podríamos considerar arte y su émulo mediocre analizaríamos, en primera instancia, cuál se considera el objetivo del arte y hacia dónde se dirigen los valores de un texto.
La literatura constituye, sin lugar a dudas, una forma de pensamiento que, a su vez, crea pensamiento. Es a través de ella, en muchas ocasiones, que tomamos conciencia de lo desconocido.
La buena literatura dona siempre algo al lector. Le permite un nutrimento, la adquisición de un nuevo bagaje y, en cierto modo, le ofrece un nuevo grado de completud.
Sucede que el arte y en especial el arte literario, al ser una experiencia cognoscitiva que necesita de la participación activa del lector más allá de un mero impacto estético, es capaz de penetrar en la oscuridad y en la niebla de los hechos humanos. Describe y echa luz sobre la complejidad en la que el alma humana despliega sus riquezas y sus miserias.
Al menos, creo yo, ese debería ser el fin último del ejercicio literario: la comprensión de un mundo complejo a partir de la complejidad que la literatura devela de nuestra propia idiosincrasia.
Sé que las tendencias actuales no marchan por ese carril sino, mayoritariamente, por el contrario.
Crear una literatura vacua y pasatista, llena de clichés repetitivos, alejada lo más posible de buceos complejos y limitada, apenas, a ofrecer cuestiones idiotas, tratadas también de manera idiota por lo manida, va sumiendo al lector en un terraplanismo insospechado para autores de otras épocas, en que la complejidad de emocionalidad y trama constituían la realidad del juego entre interior y exterior de los protagonistas recreados.
Para un autor, el nutrimento de su riqueza se basa en las experiencias vitales ya que es a partir de ellas que se desarrolla la potencialidad profunda de la obra. Por ende, resulta casi imprescindible un crecimiento personal nacido del conocimiento de nosotros mismos y su posterior proyección en la observación meticulosa del entorno.
La buena literatura se abstrae de ser considerada como una experiencia fugaz, simplista, relativizada a una anécdota en la que no se perciban ni luces ni sombras a diferencia de tantísima hojarasca que anda dando vueltas y que solamente es posible catalogar como un momento literario (si es que le cabe el término) al que tarde o temprano olvidaremos, ya que nos atraviesa (si es que lo consigue) sin pena ni gloria.
Aunque cada época precise de su propio pensamiento, no es óbice para admitir la superpoblación de un criterio plano, emborronado, que asume el papel de un placebo momentáneo e insustancial con que llenar espacios carentes de pensamiento y destinados a una olvidable inmediatez.
Como elemento movilizador, la literatura de peso nos sumerge en la indagación de los porqués; nos habilita el movimiento de ideas ya sea desde el consenso o desde el disenso; revela las curiosidades de nuestras zonas sombrías como seres y como humanidad y, por lo tanto, requiere de un trabajo comprometido y esmerado hacia el lector, ya que «hacer literatura» debe redundar en su beneficio.
Lamentablemente, el jibarismo que ofrece la formulación literaria actual, sólo crea lectores minúsculos destinados a la fabricación de escritores cada vez más empequeñecidos creativamente, como si de un deplorable y calamitoso feedback negativo se tratase.
Habiendo, sin embargo, honrosas excepciones con las que poco y nada se colabora, resulta prácticamente imposible, al día de hoy, separar el trigo de la paja, ya que la segunda, por superabundancia, impide germinar lo alimenticio.