Abro los ojos.
Con cierta pesadez se vuelven a cerrar mientras hago el esfuerzo de enderezar la habitación que se ladea hacia mi derecha. Veo caer el sillón en que reposa mi madre.
La distingo y se vuelve a borrar como si resbalara.
De pronto, su imagen triste aparece frente a mi cama y en mi sopor siento más tristeza aún por darle ese pesar. Pero está y la necesito justo ahí sin importar mi edad, para decirle: «mamá, estoy viva».
Veo su sonrisa casi a través de una esfera líquida, como si fuesen ondas, haciéndome olvidar el dolor del pecho y las ataduras de mis piernas y cada vía de mis brazos.
Quizás, como me dijeron meses después mi hermano Paulo y José, la borrachera anestésica me hacía «excesivamente cariñosa» porque no dejaba de repetir sonriente «los quiero mucho, no me morí», como si el corazón zurcido no tuviese bastante ya para remendarse con más limitaciones.
Yo solo quería abrir los ojos y no volverlos a cerrar. Aun si dormía, quería ver a mi madre a mi lado, porque el dolor de la sangre ajena entrando por mi mano derecho, el hierro por la otra o los antibióticos en la vía del cuello, me hacían cómplice de sus propios sacrificios de años de diálisis. Entonces, me pregunté por qué no estuve sentada al lado de su sillón durante tantos años en que tres veces por semana debía oxigenarse para seguir. No podría pensar en una forma más heroica de cuidado que la suya.
Por esos días, solo sus palabras en tono de reto evitaban el vacío y eran el deseo de continuar sin demasiadas preguntas por la utilidad o el sentido. Era suficiente verla con su dificultad para caminar o sus propias cicatrices o la grieta que dejó la pérdida del primer hijo para siquiera dudar en darme por vencida.
Con ella aparecían todas las respuestas, aunque su silencio fingiera tranquilidad. Bastaba oírla repetir su rosario como un mantra de nombres a los que cuidar, para sentir que en esas cuentas nos sostenía con un nudo a algo superior.
No necesitaba otro cuidado más que su presencia, su respiración tranquila.
**
Sé que pasaron 16 horas de pabellón. Todo me duele, pero me siento fuerte como ella.
–Nos quedan muchos viajes por cumplir, así que cuídate tú, que a mí después de ésta, no me vuelven a amarrar–.le digo entonces.
–Cuídate, hija. Con el corazón no se juega,
–Bahhh si ya está muy parchado. Habérselo dicho a los ‘giles’ que jugaron con él– le respondo haciéndome la indiferente– pero ya está bueno, ahora solo a disfrutar la vida.
–Yo le he pedido a todos los de arriba que te cuiden. ¿Pero no sé en qué andan?
– Ahh y te parece poco!! Mírame con todos estos cables y pensar que vine por un resfrío. ¡Qué mal agradecida! Y además, de urgencia… así que no voy a pagar ni uno!
–Eso sí, ¡qué bueno! Estaba preocupada por cómo ibas a pagar la clínica.
–¿Viste? Mejor les das las gracias. Por ahora tengo claro que no les hizo chiste que se llenara tan pronto el sitio en el parque y me mandaron de vuelta.
–No, pues ya está bueno. ¿Y supiste que a Javier le salió el departamento en La Serena? Y me llamó tu tía Alicia…
Escucho a mi madre con atención. Vuelvo a sentir que me cuida.
Es sabia cuando cambia de tema.
Me pone al día de las señoras del barrio, de sus compañeros de diálisis. Repasa en lo que está cada nieto, mis hermanos y siento que la vida sigue como debe seguir, así es como funciona bien, con su mirada y sus opiniones tamizando con total claridad lo que es bueno de lo que necesita enfrentarse o de las tristezas que solo queda poner en manos de alguno de sus Santos y que no se nos olvide que «la vida da muchas vueltas» así que no desesperar.
No sé qué día es. Pero calculo que van casi dos meses en tratamiento intensivo, las horas de visitas se hacen tan breves que las he encapsulado en la memoria y parecen apenas un día con numerosas figuritas de personas girando alrededor, brillantes. Diría que son colores flotando alrededor de mi madre.
Sí, pienso que soy fuerte como ella, aunque tenga el esternón fracturado. Ya estoy en pie. Firme, en sentido más allá de lo literal, porque no hay dolor o trizaduras que puedan quebrar esta fe. Como si se tratara de eso la vida: ser felices por el solo hecho de sentir, sea con los ojos abiertos o cerrados, que hay presencias conectando el corazón para latir a un ritmo único.
La «Ana», como me gustaba llamar a mi madre, es esa vibración capaz de ordenar los puntos como si fueran la nieve en esas bolas de agua, que una vez agitadas, se asientan lentamente y otra vez hay calma. Y en el centro de ese paisaje que es tu vida, lo primero que ves, es su rostro.