Editorial

Por Gerardo Campani

En tiempos de cuarentena, el erotismo toma una significación un tanto diferente a la de tiempos normales. El ismo de Eros se sobrepone al ismo de Tánatos y este le quita nitidez a aquel.

El sujeto, sin poder ver claramente el campo del erotismo, se acerca a la pantalla y es absorbido por otro campo: el de la pornografía. Pornografía, literalmente: “dibujos o escritos acerca de las actividades de las prostitutas”. Aunque el término es de acuñación bastante reciente (s.XIX), la pornografía, en su sentido de sexualidad explícita, es antiquísima, muy anterior al concepto de erotismo, tal como lo interpretamos hoy.

Creo que el devenir histórico ha revertido la valoración de estos dos campos, poniendo al erotismo por sobre la pornografía en cuanto a posibilidades expresivas en el arte y también en la propia vida de hombres y mujeres. El acto sexual es simple, más allá de algunas posturas y de unas pocas perversiones. El erotismo es infinito, porque la seducción no puede estandarizarse, y cada cual erotiza y es erotizado de manera diferente.

¿Y qué haremos en estos tiempos de aislamiento con nuestro erotismo, si nos negamos a refugiarnos en esas repetidas imágenes de triple equis, que sólo cumplimentan una expeditiva resolución de nuestras pulsiones, sin pena ni gloria?

Créase o no, el erotismo no tiene límites ni fronteras. Menos aún en el arte. Tampoco en la vida.

Erotismo, sensualidad, sugerencia, seducción. Términos que nos llevan a un cierto ejercicio existencial, a la apropiación de un sentido de la vida menos bestial, menos mercantil, más humano, más satisfactorio.

Que el ismo de Tánatos espere, ya tendrá su tiempo. Hoy, aún con las restricciones impuestas por el maldito virus, podemos ejercer el erotismo y disfrutarlo. Ya lo dije: es infinito.

En este número presentamos algunos textos de ultraversales que se niegan a renunciar al erotismo. Recuerdos, reflexiones, sentencias, humoradas, todo vale.

Editorial

Por Gavrí Akhenazi

Tapitas de plástico

Originalmente había escrito otro editorial. No estaba mal, porque es exactamente lo que pienso del asunto, pero estoy cansado de divagar sobre el mismo punto: «qué es ser escritor».

Es imposible explicarle a alguien qué es ser escritor y aunque todos los escritores divaguemos hasta encontrarnos con las mismas conclusiones en el mismo camino y luego terminemos repitiendo una y otra vez las conclusiones a las que todos arribamos, es como en la crianza: el consejo del padre está pero la experiencia es lo que termina por hacerlo cierto en el hijo.

¿Para qué seguir renegando en la realidad de los molinos de viento?¿Hasta dónde el otro está dispuesto a entender, si es que escucha, aquello que se le dice y podría servirle de provecho en su propio camino?

La literatura está concebida como un arte fácil: se juntan unas cuantas letras, se ordenan en unas cuantas palabras que a su vez, con suerte, se ordenan en frases coherentes y se terminó. Cualquiera que esté alfabetizado puede producir esta secuencia sin mayores altibajos y expresar «sus sentimientos».

Esto ha vuelto a la literatura un arte reduccionista, jibarizada por un simplismo que la demuele en sus componentes más básicos. Ha terminado el tiempo de las catedrales y estamos en el tiempo de los barrios en serie, todos cuadraditos y sin otra aspiración que ser todos iguales de cuadraditos, con todas las habitaciones exactamente en el mismo lugar y pintados uniformemente, porque parece ser que eso es lo que da resultado.

La creatividad ha perdido territorio frente al poder tecnológico de la fotocopiadora.

¿Para qué construir una catedral si al público le sobra con un monoambiente?¿Para qué la orfebrería del detalle creativo si las paredes están pintadas y eso alcanza?

Dentro de la actualidad on-line de las piezas literarias en danza dentro de las grandes cadenas de comercialización del rubro, no son los escritores los que se han terminado. Se han perdido los lectores, porque mantener la vigencia de la buena literatura es patrimonio exclusivo de los lectores ya que ellos bajan o suben el pulgar frente a la obra.

Los críticos han pasado a la inexistencia. Ya no importan a la hora de elegir qué leer. Sus opiniones son todavía menos leídas que las obras que intentan destacar o terminar de sepultar –como otrora fuera la costumbre–. Incluso, hasta para los autores «con peso», los críticos se han transformado en un mal menor que ya no se tiene en cuenta porque el avance de la pacmánica (neologismo de Pac-man) literatura on-line es lo que realmente sepulta en la mediocridad cualquier obra digna de ser destacada.

Algún que otro idealista repite en los reportajes sus divagues y sus «consejos para escritores noveles», basado, como mencionaba al principio, en la propia experiencia: Talento, herramientas, búsqueda interior de la voz propia, trabajo, trabajo, trabajo.

Intercambiando opiniones con otro colega, me observó que hasta el talento parece haber pasado de moda y que la literatura es como una playa llena de turistas veraniegos. Cuando se van, queda todo tipo de residuos sobre la arena y la arena parece muy pero muy sucia. No deja de ser arena. Es arena sucia. «Hay que buscar con buen ojo para encontrar otra vez las caracolas».

Entonces, concluyo diciendo: Lo que ha perdido el lector es el ojo para encontrar las caracolas y tiene sus frascos de guardar, repletos de tapitas de plástico.

EDITORIAL

por Gavrí Akhenazi

Ahora no queda nadie para hablar por mí

First they came for the comunists, and I did not speak out—
Because I was not a comunist.
Then they came for the trade unionists, and I did not speak out—
Because I was not a trade unionist.
Then they came for the Jews, and I did not speak out—
Because I was not a Jew.
Then they came for me—and there was no one left to speak for me.

Martin Niemöller

Digamos que nunca fui propenso a escribir distopías.

Cuando uno se acostumbra a vivir dentro de una, la describe como su realidad. En absoluto esa realidad le resulta distópica. Sabe que hay otro mundo, otro escenario que es de los otros, pero el suyo, el diario, es esa distopía en la que vive, ese lugar al que nadie entiende de verdad y al que nadie llega como a una realidad ocurrente, sino como algo que está «en otro país, en otro espacio, hasta en otro mundo» y que provoca en los que se anotician de que existe, comentarios conmiserativos y tristones, comentarios de alarma, de «¡cómo puede ser que no tengan agua, que los niños mueran de enfermedades ridículas o que mueran de hambre; que en los campos de refugiados se pudran los cadáveres junto a las tiendas hasta que llega el extenuado personal a llevárselos y quemarlos por ahí para que no se propaguen más pestes de las que ya hay!» Comentarios hechos desde el confort del sillón en el living; desde la comodidad alimentaria de una cocina nutrida; desde el mullido colchón en que se descansa frente al televisor.

Puedo seguir enumerando estas cosas de la irrealidad en la que media humanidad está sumida, pero no es la cuestión de estas palabras.

Los que vivimos en las distopías no observamos con horror las películas catástrofe ni nos hace preguntarnos nada The walking death. Somos «the walking death».

No nos asombra la muerte porque camina con nosotros a todas partes y chocamos con ella cada diez pasos, mientras imaginamos a cuántos podremos salvar de todos los que están destinados a morir y a cuántos deberemos resignar, porque los suministros no alcanzan y el orden de prioridades a veces debe estar incluído en el protocolo de nuestra conciencia.

Veía, desde esta cuarentena de hoy y aquí, las imágenes de monos, jabalíes, cabras, coyotes y ciervos invadiendo ciudades desiertas y aterrorizadas. Un oso famélico paseando por una avenida. Veía «un mundo sin humanos».

Y veía, también, todos esos microcosmos de los primeros y segundos mundos que tanto se compadecían desde su zona de confort de este último mundo de las distopías humanas donde el agua, el pan y la salud está negado, tomando conciencia de que el hombre es tan lábil como su destino y que frente a algunos enemigos de material genético invencible, con la capacidad de mutar en un abrir y cerrar de ojos y alzarse en su bolsa de espanto con la Humanidad en su conjunto, no hay nada que hacer.

Y este es un virus sereno, no es el Ébola de las distopías, por nombrar uno de «alfombra roja». Es un virus mortalmente sereno, cuya ferocidad consiste no en las muertes que causa sino en la velocidad con la que contagia de forma exponencial y sí, cuando abre la caja de Pandora de su letalidad, la muerte también es terrible, porque de los serenos todos dicen: «cuídate de la ira de los mansos».

Es un virus destinado a enseñarle algo al hombre que el hombre olvidó en cada ocasión en que se le intentó enseñar algo, sea mediante una epidemia o una guerra. Olvidó que la humana es una especie frágil, olvidadiza, innecesaria y dañina per sè.

Alguna vez debería aprender que la verdadera distopía no consiste en vivir donde yo he vivido, sino en la zona de confort en la que viven los demás. Esa es la verdadera distopía, la que crea la inopia: olvidarse de todos los prójimos y por sobre todo, olvidarse de que a pesar de ser muy vasto, el barco es uno solo y que, tarde o temprano, el aleteo de la mariposa en la popa, provocará el tsunami que hundirá la nave por la proa.

EDITORIAL

Por Morgana de Palacios

Fantasía by Susan Cipriano

La tribu enjaulada

No hay tiempo de pensar, pese a que el tiempo se estira como un anélido en la tierra y no se acaba nunca.No hay tiempo de reír ni de llorar ni de dejar que la angustia nos supere.

Se ha colado este tiempo de indecisos y de engañifas gubernamentales, por los barrotes férreos de la jaula en que todos nos hemos convertido. Cada uno la suya y Dios en la de nadie, porque la Iglesia como tal, ha desaparecido del paisaje.

No se cuentan las horas que pasan aleladas, sino los infectados que van marcando el día con su borrón de luto.Todo el tiempo es espera y un inclemente gotear de muertos.

Respirar es el gran objetivo a conseguir, porque en eso consiste la vida. Respirar sin ahogos, sin toses, sin febrículas. Respirar y seguir poniendo buena cara al tiempo de tragedia. Respirar y resistir.

Resistir los embates del miedo que envenena, como torpes soldados maniatados, como héroes anónimos que controlan su rabia.Resistir la tortura de enclaustrar a los padres, a los hijos, a los nietos.

Resistir y amarnos de jaula a jaula, mientras cantan los pájaros del pensamiento invicto, todavía.

Editorial

La educación es un arma de guerra

Por Gavrí Akhenazi

Como estamos todos encerrados, con esa frase que empleo como título para esta editorial, comencé la clínica virtual para mis alumnos de la Universidad. La docencia me vuelve un tanto verborrágico…

«Si hay algo que jamás debe detenerse frente a nada es la educación de un pueblo, porque la educación es creadora de pensamiento y el crear pensamiento es el reaseguro que tiene la libertad.

Un pueblo que piensa es un pueblo que se plantea interrogantes, que tiene búsquedas, que analiza, sopesa, reflexiona. Es un pueblo al que no se puede llevar de la nariz, que siempre hará una pregunta incómoda frente a una duda turbia, que desafiará con su afán por las respuestas, a todas las respuestas.

A esta altura de mi vida –y ya pueden ver el estado en qué he quedado así que mi propio estado da fe de que lo que digo es verdad– he visto toda clase de catástrofes y he presenciado todo tipo de epidemias, desde el Ébola hasta el cólera y algunas que ni nombre tenían. Estoy viejo, así que pocas películas de pandemias me impresionan porque las he conocido en primera persona. Solamente puedo decir que «esto es muy raro», porque todos esos interrogantes de los que les hablaba en un comienzo y que nacen a partir de la educación creadora de pensamiento, no me permiten aceptar lo que los medios masivos de comunicación están imponiendo a nivel planetario. Hay virus de tantísima más letalidad que andan sueltos por el mundo sin que nadie les haga sombra ni los encumbre al podio de «gran virus». Virus comunes, que nos encontramos todos los días, como otro tipo de patógenos comunes de alta contagiosidad que andan haciendo estragos en poblaciones vulnerables (el sarampión en el Congo, sin ir más lejos) y nadie cierra sus fronteras por ellos ni se decretan cuarentenas ni se asaltan los shuks ni te aplican multas. Nadie les aplica el rigor de la ley a los «antivacunas» con el riesgo que conlleva a esta altura de la Humanidad, un tipo de conducta semejante.

La sumisión por el miedo es más antigua que el mundo. Si un pueblo tiene miedo, busca un referente, un pater que lo guíe y le diga qué hacer y cómo comportarse. Elige el mesianismo a la razón. No discute, no opina, no se interroga. Olvida otro tipo de cuestiones importantes, porque nada hay más importante para un ser vivo que seguir vivo. El miedo, entonces, produce una parálisis de las ideas reflexivas y aparece el cerebro primario de los animales de sangre caliente, que obedece al alfa de la manada social casi de manera ciega o responde al instinto de conservación y destruye a lo diferente –o civilizadamente asalta el shuk y termina a puñetazos con otro asaltante de shuks por un rollo de papel higiénico–.

Al miedo caliente se opone la reflexión que otorga la educación. Al miedo infundido y fogoneado por el bombardeo de información catastrófica, se opone el orden en las ideas que otorga la educación. El miedo es el opositor primario de la coherencia y de la razonabilidad y en esta clase de situaciones, juega en contra y no a favor de los hombres.

En estas excepcionales condiciones, este miedo que parece ya inyectado a presión por los profetas de la catástrofe, es el arma de alguna guerra que no es epidemiológica aunque la epidemiológica sea su excusa. Tampoco vamos a restarle importancia, que no va por ahí el discurso, sino tratar de darle la que realmente tiene, comparándola con otra serie de cosas iguales o peores y analizando esa particularidad.

El arma que se opone al miedo y con la que contamos para encontrar o al menos intentar encontrar la verdad es la educación, el conocimiento, el pensamiento lógico y sus interrogantes, sus búsquedas, sus cuestionamientos a la obviedad.

Dos armas para la misma incógnita. El hombre, en el medio».

Ahora, hablemos con Nietzsche y con Chomsky.

Editorial

La edición, una tarea titánica

Por Gavrí Akhenazi

Todo buen texto requiere que se invierta en él una cantidad de tiempo determinada. Esto puede hacerlo tanto el autor como el corrector de estilo y por supuesto, el corrector gramatical.

Un autor que trabaja bien sus textos y los revisa concienzudamente antes de exponerlos a la luz del sol, ahorra tiempo de edición y por lo tanto, acorta también el tiempo para la publicación definitiva.

Un autor que, por el contrario, entrega manuscritos mal ensamblados y mal entrazados, es un quebradero de cabeza para cualquier editor (gramatical o de estilo) ya que no solamente deberán encarar el adecentamiento del manuscrito sino, además, deberán pertrecharse para la inminente batalla con las posiciones del autor, si es que se opta por publicar el material.

La entrega en condiciones de un manuscrito de obra habla mucho del autor detrás de él.

Habla del interés que tiene por sus trabajos; de la dedicación que imprime a sus correcciones; de su manejo de las herramientas y los recursos a su disposición y, por sobre todas las cosas, del respeto que siente por su profesión.

Vemos, a menudo, verdaderos esperpentos a los que sus autores consideran «obra» y ni siquiera podrían catalogarse como «redacción de escuela primaria». Que una editorial presente en su catálogo –aunque sea una edición pagada por el autor– libros en estas condiciones, no beneficia al sello editorial sino que lo transforma en una entidad comercial que «publica cualquier cosa» o sea, un sello que no reviste una mínima calidad literaria. Un «cambalache».

La batalla entre el editor y el autor es directamente proporcional a lo competente que sea el escritor.

Más incompetente es un autor, más batalla presenta frente a la edición, sencillamente porque su incompetencia en el arte le impide visualizar lo que el editor propone para dejarle decente el manuscrito, ya que ese autor no entiende que para que sea potable, un manuscrito mal trabajado debe ser editado convenientemente de modo que «diga algo».

Este tipo de autores se aferran con uñas y dientes a su obra (en el fondo todos lo hacemos) y por lo tanto sostienen que lo que está hórridamente escrito es justamente lo que quisieron decir, así que la edición para ellos es inconducente y el editor, un inútil.

Aunque nos aferremos todos con uñas y dientes a lo que hemos escrito, el buen escritor está consciente de la necesidad de un editor que opine sobre la obra y acepta sugerencias o por lo menos, es permeable a ellas y las discute con el editor para mejora del trabajo.

Un mal escritor no acepta que nadie intervenga y se amuralla en sus excusas y explicaciones, variopintas, exaltadas y la mayoría de las veces, tan incoherentes como la obra en sí o tan planas y recalcitrantes como ella.

Este tipo de escritores rara vez duran en los catálogos, pero en el interludio le arruinan al editor varios fines de semana y unas cuantas digestiones.

Escribir es un arte pero editar un texto ya escrito por otro, trabajar sobre él para otorgarle una mejora constructiva, un aporte necesario, también lo es.

Es indiscutible que buenos editores han salvado a malos escritores más de una vez, porque los segundos han atendido las explicaciones de los primeros mostrándose permeables a las mejoras.

Es extraño que una mala edición (que también las hay) haya perjudicado a una buena escritura, ya que la buena escritura lo es por sí misma y precisa de muy poco trabajo editor si es que lo precisa.

La buena escritura es una realidad y el editor es el primero que da cuenta de ello. Ve el trabajo que el escritor ha dedicado a su manuscrito; el esfuerzo que ha puesto en que la obra luzca acabada; el arte que ha empleado al construirla. El buen editor, frente al buen escritor, se transforma, más que nada, en un lector. Disfruta de lo que lee y opina en consecuencia.

Escritor y editor conocen el oficio. Reconocen al artista cuando lo ven y por eso se complementan cuando ambos son buenos.

Editorial

Digresión contrafáctica

Por Gavrí Akhenazi

Los análisis sobre qué es cultura, cómo se representa, qué objetivos persigue, creo que son el sustrato fundamental de las discusiones que intentan ser, además de intelectuales, primordialmente artísticas, en el caso de que consideremos el arte una expresión de la cultura y le demos a la cultura el sentido completamente abstracto de un bien intangible que solamente alcanza una representación adecuada en el acervo de cada sociedad y por supuesto, si consideramos, además, lo discontinuas que son todas las sociedades que conforman el basamento natural de la especie humana, quizás lo que preconizamos como cultura sea su evolución si esta es cierta o su involución. Todo va de acuerdo a la óptica con que se observe eso llamado «cultura».

Soy muy poco amigo de las abstracciones. No camino por los planos teóricos. Como soy militar, tengo una mentalidad práctica, quizás hasta positivista hacia el sentido de la realidad y de sus expresiones. La cultura, como bien abstracto de las sociedades, no es, para mí, otra cosa que una expresión del desarrollo no conjunto de la especie humana. El desarrollo puede ir en cualquier sentido, ya sea evolutivo o involutivo, porque el fin último de cada cosa no es una verdad revelada sino, más bien, una convención obligatoriamente asumible.

Todo es cultura. Desde la expresión de una tribu urbana hasta la expresión tribal de una aldea en medio de la República Democrática del Congo. Todas y cada una de las expresiones humanas, representan el bien abstracto que las edifica.

Se me formula la pregunta: ¿por qué no escribir como Góngora?

Mi mente simple responde a esa pregunta con un «porque ya hubo un Góngora» e imitarlo no aporta algo nuevo aunque una imitación intente ser algo «diferente» dentro de un contexto de diversas diferencias. Puede ser la expresión con la que alguien concibe un eje diferencial, pero no novedoso, de algo que, en sí, como Góngora, sí fue un desborde de talento. O no lo fue. Quizás habría que escuchar la opinión de Quevedo al respecto.

No está ni bien ni mal escribir como Góngora. Pero como digo, la cultura es una suma de estratos, tal como la Tierra. Imitar en la superficie de la corteza un estrato de su profundidad, creado por sedimentos de eras geológicas ¿qué aporta a la superficie? Imitar algo ¿qué aporta si ya ese algo estuvo representado por un genio de la estatura de Góngora?

Me respondo que quizás es un desafio personalísimo que el autor se propone: superar a Góngora.
En el campo de los supuestos, la suposición de cualquier meta es posible, dado lo intextricable del alma humana.

La cultura, según entiende mi mente de baja complejidad, no es imitación sino movimiento, creacionismo diario, poder de reformulación y búsqueda, pese a que en mi profesión no puedo resolver el intríngulis de por qué, en cuestiones bélicas, con los más de diez mil años que tiene el hombre sobre la tierra, no ha aprendido a manejar ese componente de su naturaleza.

¿Podríamos llamarle «cultura de la guerra» o «instinto destructor»? Probablemente. Recurrencia en el error. Imitación de conductas que habitan en el reptil colectivo como una larva que impide que la contracultura de la sociabilización humana pueda afirmarse en los preceptos que han intentado meterle desde que el hombre es hombre.

¿Cómo definiríamos cultura en una aleya del Corán que invita al marido a castigar a su mujer, literalmente molerla a palos, si le desagrada alguna actitud que ella haya tenido para con él? Lo definiríamos como cultura. Eso es cultura. Una cultura que ha dado, también, un autor como Omar Khayyam o un matemático como Al-Juarismi.

¿Qué opinaríamos sobre lo que planteo?¿Podríamos sugerir que la cultura del Islam no avanzó a pesar de que en Emiratos se haya construido un hotel de siete estrellas y Dubai sea un sitio fabricado por la teconología que otorga el poder dinerario? ¿Están «atrasados» en sus ópticas culturales por seguir golpeando a sus mujeres o por no permitirles salir a la calle sin un varón que las acompañe?

Si llegara tal inciativa al pensamiento de occidente ¿sería qué? Y si se practicara con libertad y sin penas, sino con la anuencia social ¿cómo llamaríamos a eso?¿Un bien cultural, un nuevo paradigma contracultural que apoya el regreso a los estratos básicos de la corteza social o un retroceso a épocas oscuras, en las que las brujas ardian en la hoguera y se sangraba a los enfermos para quitarles del cuerpo los malos humores?

¿Es cultura la homosexualidad, tan practicada y venturosa entre los griegos y tan cuestionada por el ¿antiguo? pensamiento occidental y sucedáneos o lo que es cultura es avanzar en su «tolerancia» (¿qué sería la tolerancia en este caso?) legal en ciertos países, cuando en otros, el mismo acto merece tortura y horca, como en Irán o cárcel, como en Kenya o repudio declarado desde las altas esferas del Estado por un presidente como Putin, que, pese a eso, es un gran estadista?¿Pese a eso, con eso, incluyendo a eso? ¿Y si lo dice Francisco, el Papa, invitando a que los padres envíen al psiquiatra a sus hijos «raros» para regresar a la buena senda de la corrección cultural?¿Sería cultural, contracultural, evolucionismo darwiniano inverso, repoblación de las cavernas?

Como siempre digo, la filosofía no es mi fuerte.