Sueño invernal
Escucho esta canción y veo a la Pávlova bailando en la Plaza Roja, en una noche invernal.
El cielo es un lamento ruso lleno de estrellas.
Anna estira su mano para acariciar el canto de los pájaros nocturnos y sus ojos alcanzan el fondo de Dios. No hay público pero es la dueña del mundo porque allí están todas las almas. Cuánta belleza hay en la extrema fragilidad, en el movimiento lento de un cuerpo borracho de música y de nostalgia. El viento silba en re mayor.
Recuerdos
Hace unos años trabajé en un quiosco de revistas y periódicos, muy bien situado y que tenía mucha clientela. Lo conocía porque desde niña compraba golosinas antes de subir al autobús que me llevaba al colegio.
Lo regentaba un matrimonio desde hacía más de veinte años. Acababan de separarse de forma traumática y la mujer se había quedado con lo puesto, con cinco hijos muy problemáticos y el quiosco, que era de alquiler.
Ella, totalmente desbordada por los acontecimientos, era incapaz de atenderlo por lo que me ofrecí a llevarle la contabilidad y ocuparme de la venta al público.
El hijo mayor se llamaba Miguel y era esquizofrénico. Vivía con otros enfermos en un piso tutelado por Asistencia Social donde les cubrían las necesidades básicas y les medicaban.
Disponían de mucho tiempo libre porque allí sólo estaban a la hora de las comidas y para dormir. El resto de la jornada eran carne de calle, al no tener dinero para comprar el ocio que les gustaba.
De unos cuarenta años, por aquel entonces, Miguel era alto y fuerte y, a mí, me daba miedo. No me atrevía a mirarle a los ojos porque estaban perdidos en una negritud que me asustaba. Él tampoco me miraba y cuando me quería decir algo hablaba muy deprisa, con sus ojos clavados en cualquier sitio, en mi mano, en mi blusa o en el mostrador.
En las horas que yo atendía, podía aparecer hasta en seis ocasiones. A veces se sentaba en el quiosco conmigo y ojeaba alguna revista. Le apasionaban las de misterio o ciencias ocultas.
Nunca estaba mucho tiempo, quizás porque percibía mi inquietud en su presencia.
En su visita de todos los mediodías me pedía dinero para un café y yo se lo daba sin rechistar. Se iba a la cafetería de enfrente y lo echaba a las máquinas tragaperras. Yo le vigilaba a través de las cristaleras del bar. Nunca estaba allí más de cinco minutos y salía, desapareciendo por la acera, sin despedirse.
Cuando se lo dije a su madre me dijo que no le diera un duro, que ya le daba ella para café y más cosas y que lo mismo que me pedía a mí les pedía a sus hermanos.
«Dame doscientas pesetas», era su soniquete.
Daba igual que yo me negara porque se quedaba allí delante, dos, tres, diez minutos hasta que conseguía las monedas.
Llegó un momento en que tenía el dinero preparado para quitármelo de encima cuanto antes.
Un viernes le di trescientas pesetas. Cruzó presuroso la carretera y entró en el bar. Estuvo trasteando con la máquina y luego se sentó a tomar un café.
«Menos mal», me dije, «hoy al menos toma algo y estará un ratito entretenido».
Pero cuando salió vino directo hacia mí. Se me plantó delante del mostrador y empezó a sacar monedas de los bolsillos.
—Toma, me han tocado diez mil en la máquina. Cuéntalas y guárdalas para mi madre.
Fue la única vez que vi algo parecido a una sonrisa en su mirada de fría amargura.
En la mía, lágrimas. No faltaba ni una sola moneda.