Silvio Rodríguez Carrillo – Paraguay

Introducción tardía a él

La violencia es para él, en primer término, un lenguaje, un modo de expresarse, una manera de cuestionar, responder o afirmar. Una pelea a trompadas entre niños por la defensa o el intento de conquista de un juguete —ajeno para ambos contendores—, o por la defensa o conquista de un pedazo de patio de recreo —del que nuevamente ninguno es propietario— es solamente hablar con otros medios. Ya en una segunda interpretación, la violencia le significaba energía puesta en movimiento, intensidad manifestada a través de un grito que putea, carajea y busca ofender cuando no humillar al receptor de turno. Manifestación que, como en la primera instancia, normalmente lo que busca es defender o conquistar. Así, cuando el gerente le dice burra a su asistente porque ésta ha redactado una carta con errores gramaticales, cuando el maestro trata de animal al alumno que yerra por falta de atención o incluso por incapacidad congénita, hay detrás el deseo de conquistar lo correcto. Y cuando la asistente le responde al gerente que hay que ser imbécil para tratar a una persona de burra, cuando el alumno le dice al maestro que sólo un idiota se pone a enseñar a un animal, es cuando se da la defensa del territorio intelectual que dominan, que conocen, y entonces hay que ver cómo sacarlos de ahí.

Ahora bien, ¿y cómo explica él el tiempo de los gladiadores? Para él, aquello de la violencia por satisfacer a tal o cual grupo es simple y tristemente una degeneración de la concepción original. Esto es, gente que conquistó o que salvó un territorio —cualquiera sea este— por medio de la violencia puede llegar a confundir la satisfacción de lo conquistado o defendido con éxito, con el medio en sí. Extrapolando, gente que es feliz comprando una casa, antes que teniendo una casa. Pero claro, todo esto siempre dentro de los planos de la tercera dimensión, dicho sea.

Por otra parte están los que por a o b han desarrollado la capacidad de accionar violentamente y sin errores, en un principio quizás obligados a la defensa, luego quizás obligados al ataque. Una vez que las destrezas han sido adquiridas —y aquí los no violentos deben saber que el adquirir estas destrezas es un proceso muy doloroso a nivel físico como mental y emocional— el poseedor de las mismas puede comerciar con esta habilidad. Y así tenemos a los guardaespaldas y a los que buscan liquidar a quien protegen los guardaespaldas, a los policías y a los ladrones, a los ejércitos y a los mercenarios, a los que raptan y a los que rescatan, e incluso a los ángeles y a los demonios, ya que estamos. Aquí también hay que considerar que hay un trasfondo metálico, como ocurre en la final por el cinturón mundial de pesos pesados de boxeo.

Y como se ha mencionado la frase «ya que estamos», partamos de la redundancia de ella para indicar la existencia de la magia blanca y la magia negra. Y aquí tenemos al hechicero que con siete fumadas poderosas te recupera la pareja en seis horas, como también al brujo que con un sapo le causa la muerte a un pobre tipo, o que consigue exactamente lo contrario del hechicero anterior, separar a una pareja en seis horas. Por supuesto que ya en este nivel, que roza salirse del plano de la tercera dimensión, ya muchos apartarán la vista aún cuando la lógica anteriormente expuesta carezca de ningún tipo de error —y que es lo que molesta, en demasiados casos—, sencillamente porque aun cuando les sea sencillo asumir que dos o doscientos tipos se maten en un circo para alegría de un millar de fanáticos, no son capaces de asumir con la misma gracia que puedan hacer lo mismo —o incluso cosas mejores y/o peores— unos tipos que sólo usan velas, plumas y rezos.

Nudo

La chichería era de muy mala muerte, gente pobre en apariencia y en gustos, claro está, pero cargada de monedas. Un local lleno de luces desordenadas que parecían buscar generar un caos antes que una mínima decencia al momento de iluminar. De pronto un foco azul, y a los dos metros un foco rojo, y luego otro verde, y otro más allá pero amarillo. Mesas redondas, con lo incómodas que son, y con lo feo de los manteles agujereados, blancos de blancura escondiendo la suciedad de grasa y cenizas de cigarrillos y trago derramado por virtud de todos los focos mintiendo estúpidamente una suma de luces enalteciendo la superioridad del cálculo diferencial por sobre el cálculo integral.

Seis metros al frente de la puerta de entrada, sentado y dando la espalda a la pared, Chichimali bebía su chicha. Dos negritas lo flanqueaban y, enfrente, acompañándolo duro y parejo en el arte de beber porquerías —que alguna vez fueron néctar de sacerdotes— uno de sus fanáticos, uno de esos paralíticos almáticos que por gracia y altísima sabiduría bondadosa —of course— del mago/brujo, de paralítico pasó a cojo, luego de una serie de ceremonias con las que Chichimali logró eliminar el trabajo que otro mago/brujo hiciera sobre la existencia del ahora juramentado devoto del gran Chichimali, humilde hacedor de milagros.

A la derecha de la mesa de Chichimali, también con la pared detrás, él luce el brillo innegable de unas pulseras de oro de grueso calibre triunfando sobre la sorda lucha de los focos coloridos. Por dentro de la v que delinea su camisa blanca desabotonada, un juego de tres collares también de oro, cada uno con un crucifijo, parecen señalar su fe, como también el desprecio hacia la cruz, a la que se llega por fe y no por dinero, claro está. Él bebe cerveza, aunque no le gusta, bebe cerveza, porque eso es lo que tiene que hacer. Y aunque le molestan las seis botellas sobre su mesa, aunque la mesera intentó llevar la primera una vez acabada, están ahí, porque él quiere que se sepa cuánto sabe beber a solas. Se lo dijo con un «no quiero que me engañen en la cuenta aunque esté borracho». Cada botella es de litro.

Le sirvieron la segunda botella de cerveza cuando Chichimali llegó, la tercera cuando llegaron sus negritas y la cuarta cuando llegó el devoto fiel. En la quinta botella, él notó que a Chichimali se le encendía el indio, que comenzó a manosear a las negritas pese a la presencia del devoto, para quien todo lo que hacía el mago/brujo era sacro como el orín de un papa. Ahora que él andaba en la sexta botella, las negritas reían felices con los pezones al aire, y Chichimali los lamía o los chupaba, alternadamente, felizmente borracho. Él cabeceaba al ritmo de la música, como mucho más borracho, eternamente más borracho que Chichimali, pues hasta los párpados se le caían haciendo brotar la risa lastimera y al tiempo altanera de las negritas, y el comentario del devoto que se permitió un «está quemado el amigo, don Chichi», a lo que Chichimali respondió «dejalo, es un pendejo».

Como un cisne estúpido y con la idiota precisión de la manecilla de un reloj ingresó al local el Sebas. Puso su mano izquierda sobre el hombro del devoto, y cuando éste se volvió con la boca abierta y sonriendo, atravesó en ella el largo puñal. Narcisa, a la izquierda de Chichimali, no pudo ni gritar antes de que el mismo puñal le corte de un tajo la garganta. Carmen era todo gritos cuando se levantó de su silla pensando confusamente en refugiarse detrás del borracho enjoyado, pero al cruzar al lado del Sebas este le enterró el puñal también en la garganta.»Ahora te toca a vos, maricón», dijo el Sebas, mientras que a él le costaba fingir lo que disfrutaba de ver al mago/brujo estar en la situación en la que se encontraba.

Sólo él, enjoyado y pletórico de cerveza, escuchó el estruendo torpe de la mesa que separaba al Sebas del brujo/mago, porque los demás, a excepción de los tres cuerpos encharcados en su propia sangre, habían salido disparados de la chichería, algunos buscando tan solamente escapar, otros pocos buscando también ayuda. Sólo él pudo ver el pánico sereno en total posesión del brujo/mago, y el gesto de su boca dibujando en ese pedacito asfixiante de noche un «no, no, por favor, no, no, por favor», al tiempo que el Sebas demoraba como un cocodrilo en la orilla de un río el momento preciso de hincar su colmillo de acero.

El disparo no lo vio nadie, y menos él, que fue quien disparó. El Sebas cayó desplomado, con lo que le quedó de cara, a los pies de Chichimali e irónicamente, hay que decirlo, sobre los orines del disfrutador de negritas. Él cruzó los charcos granates —disfrazados de colores indecibles a causa de los focos— y pasó por encima de los cuerpos hasta darle su mano izquierda a Chichimali diciéndole «mejor nos vamos, antes que lleguen los pacos». Chichimali, sobrio de toda sobriedad, se dejó llevar, como un nene al que llevan a la dirección de la escuela y que se deja hacer porque no tiene ni a la madre ni al padre al lado. Ya en la calle, él guardó el arma y —feliz coincidencia— justo en el momento en el que pasaba un taxi, el cual abordaron. «Hay cada loco», dijo él, luego de beber un trago de whisky que llevaba en una petaca, petaca que Chichimali aceptó semiinconsciente cuando él se la ofreció, casi sonriente.

Desenlace

Una semana después él entró a la consulta del brujo/mago, que lo recibió entre feliz y azorado, porque odiaba sentirse en deuda después de tantas décadas viviendo de acreedor, y porque así es que no sabía cómo conducirse ante quien le había salvado la vida sin tener motivos para hacerlo.

—Tengo un enemigo —dijo él—. Y quiero que muera.

—Eso es muy grave, hermanito —le respondió Chichimali. Lamentando entrever por dónde iría a pagar la deuda.

—Tengo un enemigo y quiero que muera ahora —dijo él, sacando un arma y posándola sobre su vientre como se coloca un halcón enjaulado sobre una mesa.
—Pero todo se puede hacer, aun cuando sea difícil —se apresuró a decir Chichimali, recordando de pronto la explosión del balazo en la chichería, los charcos de sangre, la cara de la Narcisa y la de la Carmen, y la que él tendría, recordando el futuro, si no le complacía a él.— Pero necesitaré una prenda, o un cabello, una fotografía también puede ser.

—Tiene su saliva —dijo él, extendiendo un ínfimo pedacito de metal.

—Sirve —dijo Chichimali, sintiéndose feliz por tan buen elemento.

—Necesito que muera ahora —dijo él, blandiendo el arma y apuntando al brujo mago.

—Pero esto lleva su tiempo, hermanito —balbuceó Chichimali, casi tan acobardado como la noche aquella en la chichería.

—Tan cansado —dijo él, suspirando y engatillando el arma, cansinamente decidido a presionar el dedo índice, a que de nuevo todo estalle contra una pared como mandan los tan aburridos manuales.

—Ya, ya, ahora lo hacemos, hermanito —dijo Chichimali, resignado.

El brujo/mago fumó tabacos muy negros, rezó oraciones aymaras, quechuas y guara-níes, escupió, gritó, danzó en contorsiones horriblemente absurdas, se laceró los muslos, y hasta convulsionó por unos segundos con los ojos puestos en blanco y la espalda contra el suelo. Luego, lentamente, volvió en sí, con los ojos brillantes y una sonrisa vanidosa desacomodándole un poco el rostro. Se sienta detrás de su mesa y suspira satisfecho.

—Está hecho —dijo Chichimali. — En unos veinte minutos estará muerto, sea quien sea.

—¿Y cómo sabré si fuiste vos y no otro? —le cuestionó él.

—Su boca estará llena de baba —contestó Chichimali, orgulloso y despreciativo.

—Bien, esperemos —dijo él.

Él sacude sus brazos, como si estuviesen llenos de mosquitos o polvo, saca de un bolsillo su móvil, lo pone en función cronómetro y lo coloca sobre la mesa. «Mi gente está en su casa», le dice a Chichimali. Chichimali asiente, tranquilo. Luego, él toma el arma y la acomoda con sus dos manos apuntando a la boca de Chichimali, sonriendo por dentro su capacidad de saber estar por horas sosteniendo lo que ahora sostiene. Sabiendo, sintiendo, conociendo lo que Chichimali siente, esa seguridad del acierto.

Faltan 60 segundos y, a diferencia de Chichimali, él no confía. Quiere que funcione, y quiere que no, aunque no le importa. La 21C es una con él, y sus 13 tiros anhelan decir su voz, él las escucha antes que sean dichas.

Cumplidos los plazos la expresión de Chichimali cambia. Un estertor inútil y la baba cayéndole por entre los labios. Un temblequeo, sí. Y luego su mirada pegada al techo.

Él toma su móvil, presiona un botón y dice «Yónas».

Del otro lado escucha decir «¿funciona?».

Y responde «Sí. Ahora nos quedan seis».

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