Regreso a Albi como una turista más y aunque conozco de sobra el arte que se prodiga aquí, me gusta volver porque así me permito recordar las emociones de mi pasado que se quedaron vinculadas sólo a esta tierra. Podría pensar en Pierre desde cualquier otra parte del mundo, pero no lo hago. No consiento que mi memoria pasee libremente por los cementerios del amor. Cuando mi mente necesita vengarse de esa tortura silenciosa que le impongo, se me ablanda el corazón, me subo al coche y conduzco de un tirón hasta llegar a mi plaza favorita en Albi. Una vez ahí, le doy rienda suelta a todos esos recuerdos agolpados durante años. Me permito emborracharme de ellos, y pienso que el dolor y la memoria hacen muy buena pareja. Se beben los vientos mutuamente ese par de locos, pero jamás dejé que vivieran su idilio tranquilamente en mi casa, del mismo modo que ellos tampoco me permitieron gozar del mío.
Cuando me encuentro ubicada en mi pasado, quiero decir, lo bastante ebria como para resistir y lo suficientemente sobria como para caminar, me acerco paseando hasta la que me gusta llamar, irónicamente, “La rue de l’amour”, en la que está mi viejo apartamento de alquiler. Conserva todavía las mismas ventanas por fuera y los mismos deseos intactos por dentro.
Recuerdo que Pierre vivía en Toulouse y sólo venía a verme los martes porque ése era mi único día festivo, además de algún domingo. Me llamaba por teléfono justo antes de salir de su casa y llegaba a la mía una hora después, cosa que normalmente sucedía a las siete de la tarde. No salíamos del apartamento en toda la noche. Cenábamos desnudos y hacíamos el amor durante horas. No había tiempo ni ganas de hacer ninguna otra cosa. Nos despedíamos a las ocho de la mañana del día siguiente. Dejaba que él se fuese primero porque a mí me gustaba verle marchar en su coche desde esta misma ventana que observo ahora.
Durante seis meses continuamos nuestra relación de esa forma. Pierre viajaba mucho, unas veces por causas familiares (para atender a su padre, afectado por una paraplejía debida a un accidente de tráfico) y otras por motivos de trabajo. También nos vimos algún domingo en su casa de Toulouse.
Un martes ya no volvió. Tuvimos una breve conversación telefónica en la que me dijo que no podríamos vernos como de costumbre, porque su trabajo atravesaba un momento muy crítico que requería todo su tiempo y su atención.
Tres semanas después las campanas de la catedral del pueblo tocaron a boda. Se casaba una vecina de la villa con el hijo del dueño de la antigua fábrica de chocolate. Al parecer, el padre del novio era un señor que iba en silla de ruedas. Su empresa había quebrado después del fallecimiento de la esposa, en el mismo accidente que le causó la lesión medular.
Por comentarios de los vecinos, me di cuenta de que se casaba Pierre. En ningún momento tuve deseos de entrar en la iglesia para interrumpir el evento, así como suele suceder en algunas películas. Me mantuve en silencio durante meses, humillada por mis propios sentimientos autodestructivos. Inmersa en mi supuesta incapacidad para dejarme querer o sentirme querida. Analfabeta para decir y escuchar las emociones. Inmóvil en mi ventana. Abandonada por los otros y por mí en esa angustia de acontecimientos que supuestamente le pueden pasar a cualquiera. No supe nada más de Pierre hasta que un año después volvió a sonar el teléfono.
─Allô? ─pregunté, pero sólo hubo silencio─. Allô? ─repetí─. Dis-moi! Qui est-ce? Papá, ¿eres tú? ─pasé a preguntar en castellano por si era alguien de mi familia.
─¡Ione, no cuelgues! ─oí por fin del otro lado─. Soy Pierre.
Intuí que el amor no tiene nada de ciego y siempre detecta cuando no es correspondido. Lo supe, y viví sin hacer preguntas ni pedir explicaciones. Cuando el amor es un viaje sólo de ida, se limita a esperar los acontecimientos hasta que finalmente muere de soledad. Mientras pensaba en ello Pierre continuaba hablando solo, hasta que escuché.
─¿Me comprendes, Ione?
─No tengo nada que comprender. Te voy a colgar ─le dije.
Y después colgué. ◣