Prosas escogidas
Mutuo
Lo detesto y es mutuo, me detesta.
Nos cruzamos todos los días.
Él es cliente y vecino. Yo soy hijo y heredero del almacén, del cuál él es cliente, un cliente de esos que encarnan el ritual –que en su caso– lo fuerza a ir al mismo almacén, a treinta metros de su casa, día tras día, cada ocho horas como un «tratamiento» que uno burla, automedicándose, haciendo de las ocho horas, seis, cuatro…
Lo detesto porque es un hombre ruin, miserable, chupaculos.
Me detesta porque lo irrito, porque le molesta quién sabe qué de todo lo que soy o de lo que imagina que soy.
Hoy eso no importa.
Él llora por su mujer: le han informado que su cáncer es terminal.
Me lo cuenta porque soy el único que está a esta hora a «su disposición».
¿Con quién hablar a las 5 am?
¿o a las 6, a las 11?
¿Cómo comenzar a hablar cuando lo que querés pedir es que alguien que te detesta y al que detestás esté ahí para vos, siquiera dos minutos?
Lucha ferozmente para adentro.
Con un ojo lucha y con el otro llora.
Habla primero de un conflicto cotidiano.
Le di mal un vuelto o lo dejé pagando. No acierta a explicarse pero ya no es necesario.
La violencia que lo estruja, el temblor furioso de su cuerpo y de su voz, es lo único que escucho.
Al fin, me lo cuenta.
Habla y en el fondo se siente asqueado.
En el fondo no puede creer que tenga la necesidad de hablar justo de eso tan íntimo, tan desgarrador, conmigo.
Pero habla y quiere detenerse pero ya no puede.
La metástasis en su boca lo desborda y empuja las palabras muy desde adentro forzándolo a decir todo, incluso lo indecible.
Le invito un cigarrillo.
Lo chupa con una fruición de lactante.
No tiene más tiempo.
En cinco minutos tiene que estar ahí pues ella despierta.
Y no quiere perder un segundo de ella.
Quiere excusarse.
No sabe si por irse o por hablar conmigo o por culpas del pasado con su Ella.
Pero no le salen palabras.
Lo abrazo.
Mañana volveremos a odiarnos. Pero eso ya no importa:
hoy es mi hermano.
Ser
El recuerdo que me nubla no es éste cigarrillo ni la densa espiral de palabras humeantes que escala, peldaño a peldaño, el aire y mis ansias. Al menos, no debería serlo.
En mis ojos caben demasiadas cosas: cientos de universos pequeñitos y algunos versos estrábicos que como gotas amenazan con abrirse paso…
Debe tratarse de otra cosa.
Tal vez sea un fragmento de historia de alguno de esos «yoes» que ya he vivido lo suficiente como para reconocerlos pasado pero no lo suficiente como para entregarlos a la burocracia de mis relatos o dejarlos caer en una pila informe de ropa vieja.
El cigarrillo se extingue lento, acortando el camino entre su fuego y mis dedos pero, sobre todo, negándose a darme una pista válida o alguna excusa útil.
A pesar de la distancia -y de lo insalvable de la distancia- los autos recorren la calle afectando la misma indiferencia y cayendo en unos baches equidistantes y equiparables a mis pensamientos.
Me miraría en el espejo -a pesar de lo perfectamente incapaces que se revelan los espejos en éstas situaciones- de tener alguno y en particular, si tuviera, al menos, alguna intuición sobre a qué espejo acudir.
De chico me gustaba ir a dar caza a todo espejo salvaje… sin perder tiempo me lanzaba de cabeza, como un reflejo más, de una mirada a otra, de una esquina a unas sombras, desde las sombras al relieve de alguna figura a medio parir (descartando con todo respeto a los figurones circunspectos y sus barbillas cuadradas) para dar caza sí, y también casa, hogar, pues, siempre he preferido darles hospedaje a mantenerlos en cautiverio.
El recuerdo que me nubla se disipa unos instantes y luego acomete condensándose tan caprichosamente como las letras ensalivadas de los sueños.
Por momentos, cobra un relieve reconocible tal como si quisiera figurarse y encarnar pero algo lo privara aún de textura, de contexto.
Me levanto y paro el oído y el ojo mientras las pestañas se erizan risueñas…
Protesto airado.
Y se ríen, todos ellos y mis venas y mis otros recuerdos, las bocinas de los autos y las ventanas y acaso también mis yoes herrumbrados conspirando junto a mis yoes a medio decir y mis yoes inconfesables.
Vuelvo a protestar pero ésta vez no hay un solo sonido, como si no hubiera autos en la calle, ni bocinas en los autos ni palabras en mi boca ni risas en mis yoes ni yoes en mi mismo…
Hasta que al fin, lo comprendo.
No es un recuerdo esa huella abriéndose paso entre el humo y mis desvaríos.
Es tan solo una lágrima, solidaria y obstinada, que insiste en ser el último bastión de una despedida, resistiéndose a entregar el mando
desde lo que fui
hasta lo que he de ser.
Se lee con ansiedad y se queda una sensación de querer más. Pero todo tiene que acabarse.
A veces no se necesita atender un almacén para escuchar el cáncer tan lleno de amargura que algunos tiene necesidad de expulsar por un instante.
Daniel, siempre disfruto tus relatos.
Abrazos..
Me parece todo un canto a la empatía, escrito magistralmente. Me gusta muchísimo.
Ohh, Leone.. conozco esa sensación. Fui por años hija de almacenero de barrio. Es la prosa de la vida, pero hay una cualidad en este texto y es tu corazón. Tu alma de psicólogo y la lealtad del hijo. Sé que he traspasado el escrito y fui al autor, pero eso ahora no importa, porque basta leer para desprender la honestidad. del que habla. Un abrazo, guapo!!
👍