John Madison

Marine Paradise

Eva emerge desnuda del corazón del mar en una fuga roja de romances.

Eva descarga su decálogo de vida en mis ojos

y sobrevuela libre mi piel de soledad azul.

La selva de serpientes marinas de su pelo se enreda

en la sed coustoniana de mis dedos de oceanógrafo.

Bancos de peces blancos milagrosos migran

desde su garganta hacia el atlántico ciego de mi boca.

Eva me entrega en un temblor biosónico sus agallas maduras de mujer-pez

para que explore sin bombona de oxígeno

sus abismos oceánicos ocultos al resto de los hombres,

la frágil oscuridad de su pozo-imaginarium de los deseos,

la humedad necesaria en sus jardines del delirio,

su edén,

el paraíso.


La soldado de Dios

Pido a Dios que te mate.
Te lleve por delante. Te silencie.

Algunos días,
esos días benévolos,
le pido solamente: haz que me olvide,
llévatela, señor.

Ve y tráele a otro tipo que la quiera
y que la haga sentir en las mañanas
hasta que el reino
de los hombres colapse
y tus ángeles quieran ser muy hombres
para gozar también.

Y entonces llegas, Dios,
tan de mañana,
y la traes tan húmeda a mis manos
y la montas desnuda sobre mí.

Me traes a esa «muerta» y yo permito
cabalgue mi violencia,
me sueñe y me imagine
orgasmo tras orgasmo,
a grito limpio
tu nombre entre sus dientes,
el cuarto y los vecinos, mi minúsculo
reino colapsado,
vencido en mi ataúd.

Conversa con nosotros