—Pedro, he estado hablando con mamá y escucha todo lo que me ha contado al preguntarle cómo ha sido su vida.
«Mis hijos siempre me han llevado loca. Cuando eran pequeños, de amor; cuando adolescentes, de preocupación; cuando se casaron, de alegría.
Pedrito era un maníaco de las motos. Su padre lo enseñó a pilotar el Vespino que tenía para ir al trabajo y llevarme de compras. Doce años tenía el niño, y el padre lo veía bien… A mi no me hacía gracia que se fuera con la moto él sólo por los descampados y para solucionarlo se juntó con una pandilla de amigos motorizados. Ya no iba sólo, según él. ¿Has visto qué solución?
Patricia me preocupaba de otra manera. No salía de casa más que para ir al colegio y hacer los recados que le mandaba. Hasta que cumplió los trece años me pareció normal, sí, hasta esa edad ni siquiera le echaba cuenta a que la niña no saliera en pandilla ni quedara con las amigas, que las tenía, a dar un paseo. Ya tendrá tiempo, decía yo. Pero claro, cuando llegaron los 14, 15, 16 años y esa actitud era constante ya me empezó a preocupar. Yo la animaba a que saliera, a que aprovechara el tiempo y su maravillosa juventud para hacer cosas nuevas -¿sabes?, tenía la carita de porcelana- La animaba a que hiciera algún curso de pintura, de fotografía, hasta le propuse que participara como voluntaria en un albergue de animales, que tanto le gustaban. Y la niña que no, solo estudiar y estudiar y estar en casa.
Pero como todo, con el tiempo cambiaron. Solitos».
Pedro escucha y sé que se conmueve igual que yo.
—Nos recuerda, Pedrito, nos recuerda.
Mamá nos mira, sentada, balanceándose en el asiento de su mecedora. No nos sonríe, no dice nada. Nos mira extrañada.
Pedro le coge las manos y ella lo rechaza pero Pedro insiste dulcemente hasta que al fin las doma. Yo también me acerco a ella, y frunce el ceño. Reclina su espalda y se aleja un poquito pero hoy nos deja que la toquemos, que le acariciemos las manos y el cabello. Ella nos pregunta dónde están sus hijos.
Mi hermano me mira y me dice: «No llores Patricia, nuestra madre es la misma, quien nos está hablando ahora es solo la ausencia».