Morgana de Palacios, poemas

Malditas

Sé que podría hacerlo.

Podría porque es fácil
meter sexta y huir de lo que me repele cuando miro
por el ojo violeta de mi última amatista,
y entrar en la tertulia de lo etéreo.

Podría unirme al coro de malditas
con mis obras completas
y la desilusión como estandarte.

El cómo es lo de menos
-siempre hay formas-
pero el porqué no es nunca suficiente,
salvo que el egoísmo de ser tú
-en exclusiva tú-
rompiera cualquier lazo con la tierra,
que allá se las apañe con sus contradicciones
y sus poetas únicos
y con su paradoja de dolor sublimado
y con sus ideales opiáceos.

Podría cualquier tarde

en la que Plath o Sexton o Pizarnik o Teasdale o Storni

-mientras hago un sprint bajo la ducha-
me hablan del vacío existencial
con un frufrú de seda en la palabra
y la mirada vacua y el sarcófago
flotando inercialmente sobre el tiempo,
y casi me convencen
de que el mayor error es seguir viva
matándote por otros.

Ninguna derrotó al Arcángel del Tedio
ni sedujo a sus dioses de papel
ni mató sus demonios interiores.
Yo tampoco.

Estar cuerda no siempre resulta ventajoso
porque duele el espíritu y acaba resentido,
pero soy algo más que el aura negra
de mi farsa poética.

Yo soy mi rebeldía.


Detener el tiempo

Vas a heredar mi boca cualquier día,
esa naranja amarga de adulterio,
mi lengua de tormenta que incisiva
hace crujir las gavias de tu aliento.

Heredarás mi voz de jarcha y sable,
mi cetro de cristal, mi amor sin dedos,
mi astucia de tarántula perdida
en la vasta inquietud de los espejos.

Mi látigo de seda, la distancia
que va del corazón hasta los huesos,
la hondura roja y gualda de mi idioma
bajo el azul y blanco de tu verbo.

El pulso de la luz con que destella
el nombre que le puse a tu misterio,
los confines del Norte que limitan
con mi fatalidad de oscuro enebro.

Vas a heredar las cartas del ayuno,
las horas de vigilia en el trapecio
donde colgué tu sol dilapidado
en el calor de mis poemas muertos.

Cuando te lleguen a los ojos, cava
una fosa en la tierra de tu pecho
y olvídate de mí en el instante
en que me entierres cerca de tus miedos.

Cuando sientas que el aire huele a rosas
será que han florecido los silencios.


Lengua de sol

Qué cerca estás de mí, vida, qué cerca,
qué hondo me penetra tu palabra,
con qué fuerza tu fuerza me esclaviza
y con qué levedad me pone alas.

Nadie espera de mí, vida, que amarte
sea como saltar las alambradas
de la calamidad, nadie supone
que tu hombría asesine su algarada.

En qué cenote oscuro me verán
nadar contra corriente turbias aguas,
que no imaginan, vida, que estoy viva
sobre la curvatura de tu espalda.

Duele la claridad aparatosa
de tu lengua de sol en mi ventana.

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