UNIDAD EN LA DIVERSIDAD

Particularidades de pronunciación en el verso hispano

Por Antonio Alcoholado

Se distinguen tres tipos de variantes del habla, a grandes rasgos: diatópica (geográfica, esos “acentos” de lugares que podemos diferenciar), diafásica (relacionada con el contexto social en el que se habla) y diacrónica (diferencias por época). Todos notamos rápidamente las diferencias de pronunciación y entonación de otros hablantes, con respecto a las nuestras, por su acento de una región concreta; también notamos diferencias entre hablantes de un mismo acento pero con distinto aprendizaje de la lengua, o distinto uso según las convenciones sociales de los ambientes en que se desenvuelve como hablante. El lingüista Juan Manuel Lope Blanch estudió que hay mayor distancia entre hablantes de distintas variantes diafásicas, dentro de una misma ciudad, que entre hablantes de distintos países pero con un grado alto de instrucción lingüística.

Es natural que, al leer versos, cada uno los oiga con su pronunciación propia, según la variante diatópica, y la diafásica que se le suponga a la voz poética.

Esto lleva a inevitables “choques” de pronunciación cuando, especialmente en las rimas, reconocemos rasgos de pronunciación de otras variedades, como comúnmente sucede a los apenas cuarenta millones de hispanohablantes que en nuestra habla cotidiana distinguimos dos sonidos diferenciados para las letras ese /s/, por un lado, y ce y zeta /θ/ por otro, que no encontramos rima consonante entre palabras como fresa y cereza, que sí riman en consonancia para la inmensa mayoría de los hispanohablantes.

La riqueza de variantes (no solo geográficas, sino también sociales e históricas) de la lengua que compartimos se refleja en la enorme producción poética a la que tenemos acceso.

Sin embargo, existe en nuestros días una batalla en torno a las particularidades de pronunciación, por parte de dos perspectivas diferentes: el panhispanismo, y frente a este, la idea de un español internacional o neutro que todos los hispanohablantes deberíamos adoptar para comunicarnos entre usuarios de variantes distintas.

La postura panhispánica, adoptada por la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE, compuesta por Real Academia Española y las veintidós establecidas en los distintos estados hispanohablantes), en este siglo XXI, es integradora: en la variedad está la fuerza. No es una postura nueva en el caso de España, pese a la visión purista y anquilosada que popularmente se atribuye a la Academia: a lo largo de su historia se esforzó por tener académicos americanos, y de hecho trató, en el siglo XIX, de adoptar la reforma ortográfica de Bello que funcionó durante algún tiempo en Chile; no pudieron porque desde las instituciones del Estado se interpretó como una traición (las independencias americanas estaban recientes y dolían), y cabe imaginar que el pueblo se les hubiera lanzado a la yugular (recuerdo las innumerables peroratas de conocidos y allegados que no dan una en el clavo en lo que a tildes respecta, en redes sociales allá en 2010 y 2011, renegando con incontables faltas de la decisión de quitar la tilde del adverbio solo, de guion, y de los pronombres demostrativos, cuando solamente se trataba de una simplificación ortográfica en su propio beneficio).

Por otro lado, y aprovechando la simpatía de los muchos hablantes que conciben a las Academias como instituciones retrógradas, hay manipulaciones ideológicas como la del español internacional que habría de imponerse sobre las variantes, a cuyo defensor académico, Raúl Ávila, he tenido la oportunidad de escuchar en dos congresos y debatir con él directamente en el segundo de ellos.

Según este profesor e investigador adscrito al Colegio de México, hay una variante que denomina «español alfa» y es esa entonación y pronunciación que se utiliza en los doblajes mexicanos de películas extranjeras y en los medios de comunicación mexicanos.

Los locutores y actores de doblaje no hablan así en realidad; se trata de unas normas de estilo que deben aplicar al discurso público.

Reconoce una variante “alfa 2”, correspondiente con el habla de los medios de comunicación colombianos; sin embargo, alega que, dado que México con al menos 120 millones de hablantes de español es el estado mayoritario en número de hispanohablantes nativos, el “español alfa” de los medios de comunicación mexicanos es el más representativo de los dos.

Después admite tres españoles denominados «beta 1, 2 y 3», uno de las cuales agruparía a Venezuela y el Caribe (pese a las diferencias notables), otro al Río de la Plata y el resto de Argentina hacia el sur (pese a lo mismo), y el último a Chile. Por último, habría un español «gamma» que es el europeo (como si no tuviéramos dialectos, y tan diferenciados, en España) y que desdeña por su escaso número de hablantes, en comparación con los de los españoles alfa y beta. Por criterio numérico, el “alfa” de los medios de comunicación mexicanos habría de ser reglamentario para todos los hispanohablantes en nuestra comunicación internacional.

Esto ha dado lugar al doblaje de series de televisión chilenas al supuesto español neutro o “alfa” para su emisión en otros países: doblar de un español real, hablado cotidianamente en una región concreta por sus hablantes, a un formato de estilo oral televisivo de otro país, en el que los televidentes hablan el mismo idioma, solo que con un acento diferente al original de la serie (y diferente también, en la realidad diaria, de ese formato de estilo que emplean en sus canales de televisión).

Creo sinceramente que se trata de un aparatoso acto de exclusión que empobrece nuestro entendimiento de la lengua y el respeto a su diversidad.

Dejando aparte el disparate de asumir que como se habla en los medios de comunicación anula la realidad de las incontables variantes regionales y sociales, la verdad es que Raúl Ávila está acertado en lo referente a porcentajes. No porque 120 millones de mexicanos hablen igual, que es imposible según de qué parte de México procedan y qué instrucción hayan recibido y cómo hayan decidido o no asimilarla, pero sí porque el número de hispanohablantes que diferenciamos /s/ y /θ/ es ridículo. Pero no desdeñable, dado que forma parte de nuestra habla, y por tanto de nuestro espíritu vivo.

El rehilamiento yeísta asociado a las letras ye y al dígrafo ‘ll’, pronunciando el sonido [ʃ], se da en un área extensa, y tampoco de manera uniforme (se da una variante [ʒ]), por un número de hablantes determinado. No es desdeñable en absoluto, por las mismas razones.

La diferencia entre ye /ʝ/ y el dígrafo ‘ll’ como /ʎ/ está restringida a un número ínfimo de hablantes con respecto del total, pero no es para nada desdeñable, por las mismas exactas razones.

Centrándome ahora de nuevo en la lectura de versos, y desde una posición panhispánica, si leo a poetas rimar «paso» con «trazo», tengo que hacer el esfuerzo consciente de que para la grandísima mayoría de hispanohablantes se trata de una rima consonante. Yo ahí soy la minoría, y tengo que aceptarlo, del mismo modo que tengo que aceptar que Garcilaso pronunciaba una consonante en sustitución de ‘f’ inicial latina que lleva a escandir como octosílabos «… que hablar a todos diste, / que un milagro que heciste…», aunque otros poetas en su tiempo ya no lo hicieran.

Lo que no puedo hacer es como algunos colegas en la enseñanza de español, que alegando que en su región de procedencia no se usa el pretérito perfecto, se niegan a enseñarlo. O difundir prejuicios sobre qué español es bueno o no, cuando el estudio de la lengua presenta tanta riqueza y variedad dentro de cada país. En materia de lengua, creo que nuestra diversidad nos hace fuertes.

Conversa con nosotros