Una pantera
a mitad de salto, me mira
desde el último vapor que sudan
los espejos de la tarde.
Alta,
sin peso,
en la mirada el enigma de lo que está por ocurrir.
De tristeza gemela,
sus ojos son charcos de música intuida.
Alguna vez fue suya una vocal de agua.
A veces la escucho
en los incendios del sándalo
como una canción muda que brota en silencio,
entre las voces que llaman sin cesar
en la tibia erudición de mi sangre.
La sigo en tanto se desvanece
su ágil simetría,
y me hiere la primera sombra de la noche.
Por las negras cascadas del tiempo
se desploman los axiomas del crepúsculo.
La lentitud del agua
Las horas perdidas
Porque lo único que no se nos quita es la memoria
hubiera querido ser otro,
el primer o el último hombre,
los que fueron,
son,
los que están por venir,
no este andar prendido en sombras
que deshuesan los buitres del ocaso.
Pude haber sido
la palabra precisa, el silencio justo,
el beso que se da
una tarde de oro molido y girasoles,
la bondad de una ventana abierta hacia la sed del aire,
y allá van mis años, pesarosos,
como hojas que arden en la respiración del viento.
(Soñaba una flor abriendo hacia el mañana;
ofrendas, claridades,
y un simple concurso de acasos
llenó mis puños con las horas perdidas).
Libélula fatale
Y vienes y te quedas
blanca, casi de mármol,
como un escalón puro para subir a Dios.
Carlos Sahagún –Cuerpo desnudo
Me sorprende la velocidad de la noche
en que viajas
al límite del olvido.
Llevo tiempo sin oír de ti,
de tus quejas habituales
que, al final, no importan mucho,
si termino besando
las monedas
que te alumbran la sonrisa.
Eres siempre otra
cuando vienes y exhibes
tus dotes
de libélula fatale.
Si el humor te alcanza llegas reluciente,
el brillo de mil lunas en los ojos;
otras veces decaída,
como si fueran tuyos los pesares del mundo;
rubia o morena
dorada de sol,
la danza del viento en tus cabellos,
generalmente opaca,
igual que esos pájaros que solo vuelan en la bruma.
Si supieras
que, por acariciarte,
se me han hecho las manos relámpagos de hielo.