La producción de sentido vs la producción de significado

Por Daniel Adrián Leone

Imagen by Enrique López Garre

Es interesante poder pensar en la diferencia vital que existe entre la producción de sentido y la producción de significado, ya que ambas producciones pertenecen a dos dimensiones diversas y por lo tanto implican diversos registros, por más que ambas producciones, sean el efecto y el resultado de una articulación entre significantes.

La producción de significado básicamente consiste en instaurar un nuevo expediente (modo de uso) en el código del lenguaje. Es decir, producir una articulación nueva entre palabras o algunas unidades más pequeñas, (significantes) que sea pasible de ser tomada por referencia como parte del acervo de articulaciones posibles dentro del uso del lenguaje (código del lenguaje).

La producción de sentido, es efecto de una articulación entre significantes que no alcanzan el estatus suficiente para insertarse como “modo de uso” del lenguaje y por tanto, no está destinado a formar parte del código del lenguaje.

Por ejemplo, los dichos o fórmulas populares (refranes, sentencias, etc.) son expresiones que pertenecen al registro del significado inaugurado por las formas de uso del lenguaje que instauran un modo referencial de “uso del lenguaje”, ganándose un lugar en el código del lenguaje.

Así, la primera persona que dijo “dos por tres llueve” inauguró, sin saberlo, ni poder pronosticarlo, una expresión de referencia propia del registro de la producción de significado. Cada vez que nosotros pronunciamos esa frase, estamos a nivel de la evocación del registro de la producción de significado, expresándonos en su registro por medio de una expresión típica (de valor más o menos universal para una determinada comunidad).

En cambio, si decimos por primera vez, por ejemplo, “calor en serio es el de las polillas” quedamos reducido al registro de la producción de sentido. ¿Por qué?, porque es algo legíble e interpretable pero que no pertenece a una fórmula expresiva tomada por referencia, esto es, no pertenece al registro propio del código del lenguaje como modo de uso del lenguaje en virtud de la comunicación.

Alguien atento podrá objetarnos con justa razón: ¿pero, en qué reside esta diferencia? ¿Acaso, cuando se dijo por primera vez, “dos por tres llueve” no se estaba produciendo un mismo tipo de frase, es decir, no se estaba a nivel de la producción de sentido?

Penetremos en su inteligencia.

La primera hipotética persona que forjó la frase “dos por tres llueve” al concebirla y pronunciarla, se encontraba a nivel de la producción de sentido, de la misma manera que la persona que diga por primera vez, “calor en serio es el de las polillas”. Si “dos por tres llueve” es algo que hoy por hoy, pertenece al registro del significado y por tanto al registro propio del código del lenguaje, no es por casualidad.

La producción de significado es una producción que siempre involucra la aceptación de un tercero.

Sin la aprobación de un tercero, que en su lugar de receptor, legitima lo que le he dicho, no podría jamás producir un significado.

La producción de sentido, en cambio, no precisa de tal legitimación por parte de un tercero.

Mientras el lenguaje porte alguna referencia que me permita expresar el sentido de lo que quiero decir, la producción de sentido se hace posible.

Esta diferenciación es sumamente útil para todos los que nos abocamos a escribir, y de hecho, no por un mero interés teórico, sino por una aplicación directa que podemos y debemos hacer muchas veces a raíz de nuestro oficio.

Retengamos por ahora, los rasgos esenciales que hemos descubierto como descriptores para diferenciar una producción de la otra y definamos mejor estas diferencias.

1. Respecto de la comunicación

La producción de significado es efecto de un acto comunicativo más allá del interés o no de comunicar por parte de la persona que la concibe o pronuncia.

De hecho, la intencionalidad es superflua en este punto, puesto que, aunque no tenga intención de comunicar nada con lo que digo, si otro lo toma como expresión significativa, legitimándolo como tal, se transforma en un acto de comunicación.

La producción de sentido, es un acto expresivo no necesariamente comunicativo, puesto que no es preciso de algún otro receptor que legitime lo que digo, puesto que basta la legitimidad del uso del lenguaje.

El lenguaje me permite hablar de los “elefantes rosados a pintitas azules” por ejemplo, por más que no exista ninguna realidad concreta por referencia. También el lenguaje me autoriza a decir, “yo miento” frase que a nivel del significado es contradictoria y difusa, puesto que si afirmo que miento, digo la verdad, pero, no digo la verdad porque afirmo que miento.

2. Respecto de la forma expresiva.

La forma expresiva de la producción de significado está sujeta a la sanción del uso del lenguaje en una determinada comunidad lingüística. Puesto que la producción de significado depende de un acto de comunicación y la comunicación solo se da en el seno de una comunidad y en tanto, tiene valor alguno, como manifestación de esa comunidad y para esa comunidad.

La forma expresiva de la producción de sentido, es mucho menos restringida, puesto que no depende de lazo social alguno. Basta para ello, las posibilidades y articulaciones propias del lenguaje. Puedo decir por ejemplo:

“Ver con los oídos las palabras rotas
por el silencio acuoso de un iris olvidado”.

En este punto estoy en pleno registro del sentido, y no del significado. De hecho, una persona cualquiera podría pescar un significado en lo que digo, pero, debería someter la frase a una re-producción del sentido, puesto que no encontraría, significado alguno que le permita decodificar el mensaje con alguna precisión.



3. Respecto de la intencionalidad y el sujeto del enunciado.

En la producción de sentido, no se puede tomar como intencionalidad básica, un interés por comunicarme. Puede que tan solo me fascine escuchar la sucesión de palabras que he elegido, o que solo exprese algo que me representa con exclusividad de todo lazo social y por tanto de todo acto comunicativo.

En cambio, en la (re-)producción de significado, hay una intencionalidad clara de comunicar algo.

Introduzco en este punto el neologismo re-producción de significado puesto que una persona jamás puede producir un significado (sin otro).

Dicho de otra manera, la producción de significado no es algo que ataña a un solo sujeto. La producción de sentido sí.

Así, tenemos dos registros básicos, a los que podemos remitir todo tipo de expresión:

1. El registro de la producción de sentido.
2. El registro de la re-producción de significado.

Esta división así realizada nos permite pensar los géneros literarios, pero, también, ciertas dificultades al momento de escribir.

A simple vista, podríamos decir que el registro de la producción de sentido es natural al registro poético y el registro de la reproducción del significado es natural al registro de la novela y el relato.

Pero nos estaríamos apresurando demasiado en sacar esta conclusión.

Veamos cómo aplicar a nuestra práctica la diferenciación entre los dos registros de la expresión.

Siempre que escribimos, soñamos, fantaseamos, incluso, cuando conversamos con otros, estamos a nivel de la producción de sentido. El otro, puede, legítimamente, tomar lo que hemos dicho por una ocurrencia, o por un equívoco. Solo si el otro lo sanciona como acto de comunicación estaremos a nivel de la producción de sentido, por más que, intencionalmente, nos hayamos esforzado por re-producir un significado.

Basta con que hablemos con algún argot típico de nuestro pueblo, a un foráneo, para que este deje nuestro mensaje reducido a la producción de sentido por más que nuestra intención haya sido comunicarnos.

Por ejemplo: si digo que “lo que más me molesta de las conservas es la lata que dan las góndolas” a alguien que no sepa, que estoy llamándole góndola a las estanterías de los supermercados, en las que pueden haber conservas para vender y que tanto las conservas como las góndolas son de lata, seguramente, no podría entender lo que intento comunicarle. La intencionalidad de comunicar queda reducida a una mera ocurrencia, a un golpe de efecto, no captado como mensaje.

Si la intencionalidad es re-producir un significado, algo preestablecido, y por tanto, sujeto a convención y fácilmente decodificable e identificable como mensaje, por algún otro al que nos una una determinada comunidad, podemos incluso, caer por error, en la producción de sentido, produciendo un desplazamiento mínimo o una condensación mínima.

Por ejemplo, si queremos decir: “dos por tres llueve”, y decimos, “dos menos tres, llueve” este desplazamiento nos lleva al error. Si en cambio decimos (cada)“dos por tres hay elecciones”, estamos produciendo un chiste, que aunque no sea gracioso en sí, tiene la estructura del chiste puesto que en un enunciado mínimo se da por sentado una equiparación llueve-elecciones como si se tratara de algo en sinonimia, a lo que podemos extrapolar el contexto y las características de uno al otro. (la lluvia y las elecciones, son cosas inevitables, que suceden por azar, que son molestas, etc).

Ahora bien, para el poeta, aprender a hacer uso de este recurso de producción de sentido, es fundamental, particularmente cuando se encuentra atrapado en un lugar común o planteo tópico, es decir para salir de lo que podríamos llamar expresión típica o peor aún, la tipicidad de la expresión.

Veamos un ejemplo.

Hay un tiempo para morir y un tiempo para vivir. (Expresión típica y por tanto a perteneciente al registro de la re-producción del significado).

Hay tiempos en los que la muerte vive sin tiempo. (Desestructuración de la tipicidad de la expresión por medio del desplazamiento de sentido, tiempo-temporalidad-eternidad-muerte).

Una poesía puede encontrarse, entonces, tanto en el registro de la producción de sentido o bien, en el registro de la re-producción de significado, y es importantísimo, entender en qué registro se está para saber también, cómo corregir la poesía, potenciando sus ideas, reafirmando sus intenciones y reflexiones, etc.

Una novela por ejemplo, muy difícilmente pueda encontrarse en todo momento en el registro de la producción de sentido, sin apelar, a una referencia sólida del registro de la re-producción de significado. Puesto que las novelas tratan básicamente de contar una historia, hay alguien que cuenta y que se la cuenta a una determinada persona o conjunto de personas.

Digamos para ser más claro, que la intención de relatar, se ve muy pobremente respaldada por el registro de la producción de sentido, y naturalmente soportada por el registro de la re-producción de significado.

Un cuento, es decir, ese género tan pronto poético como narrativo, posee una capacidad mayor de aprovechamiento del registro de la producción de sentido aunque tampoco es probable que pueda sostenerse por sí solo en este registro, sin apuntalarse, mínimamente en el registro de la re-producción de significado.

En cambio, una poesía, puede, efectivamente, ser una expresión en la que no haya intencionalidad de comunicar nada. Dado que, por ejemplo, no es lo mismo mostrar lo que siento, que comunicarlo. No es lo mismo dar a ver lo que me afecta que relatar lo que me afecta.

Así podríamos decir que una poesía puede hacer uso del registro de la re-producción de significado pero no necesariamente precisa de este registro para expresarse. En cambio, la narrativa, puede acceder al registro de la producción de sentido como efecto determinado, pero, sin desligarse del registro de la re-producción de significado.

Así podríamos decir que la diferencia básica entre poesía y narrativa, más allá de su aspecto formal (distribución de lo expresado, en ritmos, formas, etc.) se sustenta en el registro al que pertenecen. Una poesía puede centrarse en el registro de la re-producción de significado pero siempre tenderá a producir algún desplazamiento, alguna condensación en este registro, una revuelta, que reintroduzca elementos, frases y expresiones de este registro, en el registro de la producción de sentido.

La narrativa, en cambio, puede tomar elementos del registro de la producción de sentido, incluso, puede figurar centrarse en éste, pero, solo para reordenarlo en el registro de la re-producción de significado.

Aprovechemos entonces y reafirmemos lo que hemos captado: el registro de la producción de sentido siempre es revolucionario cuando actúa dialécticamente en el registro de la re-producción de significado y el registro de la re-producción de significado siempre es reordenador cuando interviene sobre el registro de la producción de sentido.

Mujeres – Charles Bukowski

Por Silvio Rodríguez Carrillo

Enfrentarse a una novela biográfica tiene ya su cosa, porque uno como lector permanece en un estado de alerta extra respecto de las posibles omisiones y de las posibles exageraciones acerca del protagonista, además de que resulta inevitable el ir contrastando la información ya recibida anteriormente. Si la novela es autobiográfica el lector eleva los niveles de alerta, porque va sopesando la coherencia histórica de la emocionalidad del autor con su conducta, esto es, uno constantemente se pregunta sobre lo veraz de la intensidad con que tales y cuales hechos afectaron, como dice que le afectaron, al sujeto y también emisor.

Con «Mujeres», yo directamente apagué todos los sistemas de alertas y me entregué de lleno al relato, como si Henry Chinaski no tuviese nada que ver con Charles Bukowski y el aviso de «basado en hechos reales» apareciese recién al final. Es así como accedí sin trabas a la piel y huesos del escritor, a su manera particular de concebir diferentes aspectos de la realidad y al por qué, a veces casi mecánico y a veces imprevisible, de su modo de actuar como también de su manera de no hacer absolutamente nada respecto de algunas cosas que pudieran exigirle su participación.

La historia está marcada por las relaciones que Chinaski sostiene y quiebra con diferentes mujeres, todas ellas (mujeres y relaciones) muy por fuera de los rangos de lo usual, en una maraña de invasiones y evasiones donde los abusos son provocados, generados y permitidos, como si marcadas carencias sólo pudiesen ser compensadas con excesos mayúsculos. El panorama, así, es un tobogán por el que uno se deja caer, subir y girar, desde lo tórrido del deseo sexual fijado a lo puramente carnal, hasta la idealidad amorosa proyectada en la esencia íntima del besar, sin la posibilidad de pausa en el recorrido.

Pero, aunque son las mujeres de Chinaski las que se ganan la mayoría de las cámaras, también hay lentes enfocados hacia los otros lados del prisma. El cómo interactúa el escritor con sus amigos o allegados, la tensión o distensión que siente cuando le toca poner el cuerpo en una reunión social, lo que opina de sus colegas (exitosos o no), y toda la previa, el durante y el después de las sesiones de lectura, son ángulos expuestos como en un segundo plano, y que, sin embargo, constituyen el marco fundamental con el cual la imagen logra ir más allá de sí.

Pasando de Chinaski a Bukowski, ya cayendo en la cuenta de que son uno, tiene alguna cuota innegable de belleza la autenticidad y la sinceridad. Es decir, uno lee que la rudeza de los hechos se condice con la sencillez del discurso, y sabe que así lo quiso el autor, como expuso que lo hizo. Uno siente que las construcciones fueron escritas de golpe, que tuvieron alguna corrección después, y que entre duda y confianza venció esta última como se debe, por puntos, aguantando todos los asaltos uno por uno, con el rival enfrente y el público a los costados, mirando.

Hablando

Por Gildardo López Reyes

Creo que es absolutamente liberador poder hablar sin ningún tipo de filtro, sin ninguna pena ni temor por decir algo que no deba ser dicho; poder hablar de tu oscuridad, o de la parte que conoces, recibiendo por respuesta información que te permite continuar armando tu rompecabezas. 


Aunque es bastante complicado poder llegar a ese nivel de sinceridad luego de demasiados años archivando cosas y aprendiendo a fingir. Es algo muy complicado, dejar fuera de la puerta los prejuicios y las vergüenzas, que se resisten a irse y que al día siguiente puedes encontrar instalados como si nada hubiera pasado.


Es tan placentero hablar y hablar y hablar sin sentirte juzgado. Hablar e intentar desentrañar eso que acabas de sacar de quién sabe dónde, eso que creías haber olvidado, eso que salta y se muestra sin pudor.

El Perseguidor – Julio Cortázar

Por Silvio Rodríguez Carrillo

Comentario

Como muchas otras cosas que le pasan, el excepcional saxofonista Johnny Carter sencillamente no puede explicar cómo ha extraviado su instrumento en el metro. Su pareja de turno, Dédée, oscila entre la rabia y la decepción, en tanto que Bruno, amigo del músico (y de profesión crítico de jazz) promete conseguir otro saxo, cuando sólo faltan un par de días para una serie de conciertos en los que se espera que Johnny arrase con el público. En estas circunstancias, y en el marco de un penoso departamento en París, Julio Cortázar inicia su relato. A los tres personajes mencionados, podemos agregar a la acaudalada amante – y mecenas – del instrumentista, y al infaltable par de compañeros de banda, con lo cual queda generado el reparto suficiente para desarrollar esta historia, cuyos temas de fondo esencialmente lo constituyen el original talento artístico que puede llegar a tener una persona cualquiera, la manera en la cual lo desarrolla, y la crítica que suele generar esta realidad. Estas cuestiones son tratadas desde el punto de vista psicológico de los implicados, valiéndose el autor para esto de uno de los personajes, Bruno; el cuál es, en principio, un partícipe más en los hechos que ocurren, pero que luego va convirtiéndose, sutil e inexorablemente, en el protagonista principal de toda la trama.

Quien ha estudiado por algún tiempo un instrumento musical, quien le haya dedicado una parte de su vida a la pintura, o quien quiera haya intentado varias veces lograr un poema o un cuento, sólo por mencionar un par de ejemplos, sabrá muy bien de la cuota de frustración que acarrea perseguir a la belleza por medio del arte, y por ello, sabrá quizá apreciar más intensamente ese toque irónico que habita en el talento que algunos poseen. En nuestra historia, Johnny es una persona común, mirado de lejos es uno más en el montón, hasta que ejecuta el saxo y se funde con la música rebasando lo preestablecido. Sin embargo, fuera del jazz, Johnny es capaz de confesar “la verdad es que no comprendo nada. Lo único que hago es darme cuenta de que hay algo.”, pues el músico padece de lo que E. Bleuler denominó esquizofrenia, patología caracterizada por un distanciamiento de la realidad. De manera que Johnny percibe, o cree percibir cosas que los demás no pueden; puede estar en una sala de grabación y darse cuenta que está tocando lo mismo que tocó mañana, o caminar por un parque y ver urnas sobre la tierra, y lo que percibe le ocurre, y vive con eso, más allá de que le aplaudan a rabiar.

En estas circunstancias es que Johnny respira sus días, ensayando animado por un traje nuevo antes de presentarse al público, interrumpiendo sesiones de grabación simplemente porque no está con ganas, prendiéndole fuego a su departamento, tocando el rostro de su amigo desde la camilla de un hospital, y preguntando después si es que no lo ha echado todo demasiado a perder. Y es en estas circunstancias en la que su entorno le sigue y hasta le acompaña, tolerando y olvidando sus acciones que se salen de lo normal, pero, detalle gigantesco, esto por una suerte de balance entre lo desastroso de ciertos comportamientos, y lo esplendoroso de su talento cuando lo manifiesta en la música. En este punto volvamos a la balanza, pues, si bien Johnny tiene un talento tan precioso que es capaz de generar un entorno íntimo de fieles seguidores, se trata de un entorno carente de irracionalidad, carente por completo de desinterés. Lo que tiene de talento y es parte de su ser, atrae más de lo que tiene de esquizofrénico y que también es parte de su ser, y lo primero pesa más, y el entorno lo sabe y lo acepta, pues negar lo primero “Sería como vivir sujeto a un pararrayos en plena tormenta y creer que no va a pasar nada”.

Quien da cuenta de todo esto es Bruno, el cual es el que más logra acercarse a los perturbados razonamientos del saxofonista. Por otra parte, Bruno ha escrito un libro sobre la música de Johnny y el nuevo estilo de la postguerra, y sabe muy bien que “Johnny ha pasado por el jazz como una mano que da vuelta la hoja, y se acabó”, al tiempo que también sabe los otros aspectos. De esta manera Bruno transcurre entre su libro (que se convierte en éxito), en el que exalta el estilo del músico, pero en el que guarda silencio respecto de su patología, y de cualquier otra referencia biográfica que pudiera resultar negativa para la imagen de Johnny, pero no por un afecto incondicional, ni por una decidida imparcialidad, sino simplemente porque hacerlo no ayudaría a las ventas del libro. Sin embargo, Bruno vive también su propio infierno, pues aunque su obrar es egoísta, no está desierto de cariño, y esto lo lleva a una lucha interna entre la pasión por el arte mismo, el afecto por quien lo desarrolla, y la tarea de crítico de por medio, en donde su racionalidad le vuelve también, y por sobre todo, crítico de sí mismo y de su realidad, cuando la misma implica a un tiempo todas estas variables.

La de Johnny Carter es la historia de un artista excepcional y renovador – “En su caso el deseo se antepone al placer y lo frustra, porque el deseo le exige avanzar, buscar, negando por adelantado los encuentros fáciles del jazz tradicional” – rodeado de quienes no lo son, en donde el autor, valiéndose del aliento narrativo que lo caracteriza, logra imponer intensidad y densidad, al dibujar personajes que se salen de lo común y corriente, como muchos que viven muy ligados a alguna forma de manifestación artística. Por otra parte, y aquí lo más resaltante del libro, Cortázar no se limita a la exposición de un relato, sino que propone una revisión respecto de la conducta crítica respecto del arte primero, y un análisis de la conducta moral general después, cuestiones que ya las ha tratado en otras obras, por supuesto, pero que en esta adquieren un brillo superlativo, pues, sin cerrarle la puerta al lector que busca entretenimiento, con precisiones técnicas que pudieran resultar irrelevantes, no deja de ofrecer su discurso desde el tono de quien conoce ampliamente lo que dice. El perseguidor es un libro recomendado para quienes ya se han iniciado en el doloroso camino del arte, pues hallarán el porqué de una premisa inicial “Sé fiel hasta la muerte”. Apocalipsis, 2, 10.

El brillo en la mirada (sexta entrega) Por Eva Lucía Armas & Gavrí Akhenazi

Capítulo 9

Histeria colectiva

Por Gavrí Akhenazi

Imagen by Stefan Keller


La nombraban «Oculta».

Porque no tenía alma, según se decía, le resultaba fácil comunicarse con los espíritus de todo tipo, buenos y malos, sin correr peligro de fallar en sus trabajos. No cedía a ninguna de las dos tentaciones y por eso sus conjuros eran los más efectivos de la zona.

Hasta el cura había ido a consultarla una vez, tantísimos años antes, para que lo asesorara sobre como combatir al Demonio, porque sus artes sacras no le daban el resultado esperado en la batalla. Y el Demonio aquel se le estaba empezando a transformar en ángel, con la ayuda de la superchería de la gente. Y lo demonizaba a él, quitándole los menesteres de Dios, como eso de la ayuda, el amor al prójimo, el pronto consuelo y algún que otro milagro inoportuno.

La Oculta lo había mirado con sus raros ojos de lechuza y le había contestado simplemente : «Porque Juan Luis Irala no es un diablo, Monseñor».

Con este nuevo Irala, la bruja no estaba tan segura . Así que miró a Monseñor, de nuevo ahí con la misma cantinela, con un gesto que develaba su estado de duda.

-—¿O sea que es un demonio? —preguntó el cura.
—No lo aseguraría —replicó La Oculta— Le tiene a Monseñor muy alborotada la grey… —se burló después, acariciando el aire— Y todo lo que vendrá, que Monseñor ni espera.

—¿Algo que me puedas decir?

Ella arrojó sus runas sobre el polvo, dentro del círculo mágico y cantó un canto de esos del Demonio. Mientras lo hacía, observó que el cura no se persignaba ni aferraba el crucifijo, así que pensó que entre demonios todos se entienden y Dios sobra en estas cuestiones tan prácticas.

—Uno por uno…ninguno —murmuró La Oculta, más alegre que tétrica, mientras su boca mostraba la lengua filante, recorriendo los labios como si se saboreara con la agorería.

Por el pueblo, los rumores corrían hacia abajo y hacia arriba como un reguero de pólvora, que iba quemando cosas sin detenerse.
De Irala, entre lo que se inventaba y lo que él mismo impedía que se inventara porque lo hacía explícitamente, cualquier cura en su sano oficio habría dicho que le tocaba el Diablo por vecino. Más aún, con las cosas que tenía que escuchar en el confesionario, de las atribuladas damas a las que «el íncubo» les ponía sus ojos.

Pero eso no lo preocupaba tanto. Con alguna cosa tenía que matizar tanta confesión meliflua. Lo que verdaderamente le preocupaba eran las astucias negociadoras de Irala, cuya influencia sobre Fausto Mirándola se hacía cada vez más perjudicialmente notable.

—Por supuesto que si pone en mi mesa un pago en efectivo que ninguno de ustedes es capaz de epatar, voy a venderle a él hasta mi alma —se había excusado, cuando le reclamaron en el cónclave de los poderosos, la liviandad con que había soltado la hipoteca de Huberto de León.

Enseguida se defendió diciendo que todos le habían dado vueltas para comprarla, y que como Huberto no la pagaba en término y siempre venía con temas de prórroga, él no tuvo más remedio que ejecutarla si quería resarcirse. Entonces, oportunamente, llegó Irala y le acomodó el precio completo, comprándola para sí, porque según le dijo, los campos eran colindantes y él tenía toda la intención de agrandar su propiedad hacia los ojos de agua que Huberto poseía.

Le pareció a don Fausto por demás de razonable la actitud de Irala y ya que, veladamente, le había ofrecido la venta, no rechazó la compra que el otro le esparcía encima de su escritorio.

También veía con buenos ojos el poder acomodar a la mayor de sus hijas a la masculina tentación de Irala, porque se le estaba pasando la edad del compromiso y estaba entrando en la de los santos.

El tipo demostraba aunque no demasiado interés, casi el necesario como para llevarse el premio, porque al fin y al cabo, tendría una mujer para atenderlo y llevarle la casa adelante, que Eleuteria no le iba a durar para siempre con lo vieja que era ya. Entonces, qué mejor que asegurarse una mujer con un apellido y un futuro pecuniario de considerables proporciones. Tanto como el que don Fausto Mirándola se aseguraba, consiguiéndose al Irala como yerno.

—Divide y reinarás —murmuró el cura, mientras La Oculta sonreía.
—No Monseñor. El mensaje no es ese —murmuró la voz húmeda de la bruja, mientras ella se mojaba los labios otra vez con la lengua.
—Tendremos que repetir lo de Juan Luis. Malditos todos estos malditos Iralas. No se cansan nunca. A éste no me lo esperaba. Pensé que Francisco había dado buena cuenta de él, tal como le aconsejé.

La bruja echó de nuevo las runas sobre el suelo dentro del círculo.

—Yo no lo intentaría de ser usted, Monseñor —murmuró, señalando las piedras con los dedos.


Capítulo 10

Historia sobre historias cruzadas

Por Eva Lucía Armas

Otoño by Kushen Rustamov

Cuando llegó la noticia de la muerte de don Ferdinando Ibarguren y de su esposa, la beata Matricia, no pude menos que recordar la muerte de Eustaquio Ocaña. Y me corrió un escalofrío.

En mi casa estaban alarmados por lo sucedido y hablaban en voz baja sobre qué cosa pudo llevar a don Ferdinando a vaciar una pistola en su mujer y luego «volarse la tapa de los sesos» según decía mi padre.

A la tía Felicitas, que seguía cosiendo el vestido de Josefina, la preocupaba el hecho de que el párroco no iba a querer enterrar al muerto en el campo santo, por haberse quitado la vida, cosa que solamente puede hacer Dios y «habrá que cavarle una tumba por ahí».

Una tumba por ahí, como la que le cavó Irala a Eustaquio.

Ahora, don Ferdinando estaba tan muerto como Eustaquio y doña Matricia como la mujer de Eustaquio.

Mi madre dijo enseguida que ella no iba a ir al velorio, porque ni velorio se merecía don Ferdinando. «Era muy mala gente» agregó, pese a la mirada de reconvención de mi padre, antes de irse del salón.

La tía Felicitas, que había dejado el vestido de Josefina, volvió a decir lo de «la tumba por ahí» y agregó, cuando se fue mi padre a vestirse los negros «Y si el cura supiera… tampoco la haría enterrar a ella…»

La exclamación de «¡¿supiera qué?!» , acorraló a la tía contra un sillón, mientras mis hermanas y yo avanzábamos sobre ella que siempre sabía algo más que nadie más sabía.

Habrá sido que doña Matricia se lo contó entre jaculatorias, porque le pareció más confiable confesarse con Felicitas que con el cura mismo o porque mi tía en realidad tenía el don de la adivinación. Se excusó diciendo que no eran cosas que niñas decentes debieran saber. Pero contar chismes era su eterna debilidad, así que con un poco de presión por parte de Bernardina, cuyo único interés fue siempre agregar más capítulos a novelas de amor complicadísimas, soltó la lengua.

Nos acomodamos veloces a su alrededor en los sillones.

—Además… lo sabe todo el pueblo —dijo la tía, como si aquello sirviera de excusa a la infidencia que estaba por cometer y que, al ser voz popular los sucesos, era lo mismo que fueran la voz de Dios— Matricia… tan discreta, tan severa y tan santa como se la veía… tenía un amante… —aseguró, en voz baja, mientras todas arrimábamos la cabeza como confabulando.

Hubo exclamaciones sofocadas. Y la tía se despachó con tantos detalles, que no pareció la tía. Se olvidó, en su afán por relatarnos todos los pormenores que la misma Matricia le había relatado, de que ella era la custodia del recato y nosotras, sus sobrinas.

La relación de la señora Matricia, fue de una fogosidad descomunal y de una desvergüenza inapelable y en el relato de la tía, pareció aún más arrebatada y loca.

Conocía tantos detalles de la intimidad de doña Matricia y su amante, que nos asombró que no supiera el nombre de él. Fue un secreto que la beata no le reveló. El único que estaba ajeno a la cuestión era don Ferdinando, porque la relación era cosa pública para los criados de la casa que no dudaron en desparramarla entre otros criados, de modo que todas las orejas, menos la del marido, escucharon un poco de las cosas que le hacía el amante a la beata y que según mi tía «sólo se les pueden contar a las casadas, aunque ni los casados hacen todas esas porquerías…» ¡Cómo si la tía Felicitas supiera!

Mientras la tía hablaba, yo pensaba en como Daniel separaba los labios para besarme, como inclinaba sus ojos, como sus manos se afirmaban gravitando sobre mis senos, como se pegaba su cadera a la mía y su pecho a mi pecho y su aliento a mi aliento.

No quería buscarlo. No quería andarle detrás ni hacer que no había dicho lo de Genara, aunque la tía Felicitas se había encargado de confirmarme que no era cierto que Irala estuviera pretendiendo a la hija de don Fausto y de dónde había sacado yo semejante cuento. «Todavía dijeras de las demás, pero no con Genara», había agregado, para ponerme contenta.

De cualquier manera, me martillaba en el tímpano eso de «mis hembras» y no me dejaba en paz. Martillaba más eso que lo mucho que yo le importaba. Cuestión de inexperiencia, supongo, para manejar sentimientos tan contundentes.

Bernardina quería saber cómo era el hombre en cuestión. No fuera que se le hubiera pasado el príncipe azul para enredarse con Matricia. O quizás, para comparar como eran los príncipes azules de otras y no ser tan exigente con el suyo.

La tía Felicitas le hizo un buen retrato. Podría haber sido cualquier mozo de cuadra de los tantos que había. La cuestión es que éste tenía dotes particulares que habían arrastrado a la beata a la perdición y ahora estaba bien muerta.

Nos fuimos al velorio, por esa cuestión de los compadres. Mi madre, por obediente o cediendo a la rogativa de mi padre para el que los velorios son un tedio infernal en el que no le gusta estar solo, vino con nosotros.

De Matricia y su amante, era de lo único que se hablaba en el corrillo.

—Ves, Milagros, por qué es mejor vivir lejos del pueblo —dijo mi padre a mi madre. Todos intentaban contarle los mil y un detalles.

Genara estaba también entre el tumulto del último adiós. Era la última persona que yo deseaba ver, pero era una de las que más detalles sabían sobre lo sucedido. No en vano viven jardín por medio y ella se la pasa con la nariz en la ventana, ya que no tiene otra cosa para ocuparse.

Salimos al patio, donde no hubiera ese olor a flores descompuestas y donde no se oyera el coro de las viejas de negro que lloriqueaban junto a los dos ataúdes de lujo y sus mortajas de seda y puntilla.

Ni Eustaquio ni su mujer habían tenido lágrimas por ellos. A Paula, Eustaquio la enterró solo. Para Daniel, enterrar a Eustaquio fue una diligencia. Sí, lo puso mal enterrar al niño.

Estuvo callado mucho tiempo junto a la tumba, con los ojos fijos en la cruz que Eleuteria le había hecho con dos maderitas. Le habían puesto de nombre Nazario pero no alcanzaron ni a nombrarlo. Tampoco tuvo lágrimas. Daniel no llora. Y Eleuteria llora mucho, así que lágrimas particulares para Nazario, no sé si hubo.

En cambio, alrededor de los féretros de los Ibarguren, todos vertían sus lagrimones de cocodrilo y ponderaban su paso por la vida, como si nadie supiera cual era la calaña de don Ferdinando y ahora, hubiera salido a la luz también la de su mujer.

Genara se sentó en el borde de la fuente que estaba en medio de los patios. Yo quedé de pie, con el viento del otoño en el cabello.

Me dijo que don Ferdinando estuvo espiando todo el tiempo lo que hacían doña Matricia y el amante. Que los gritos de placer de ella se escuchaban «hasta mi casa». Que a veces lo hacían «aquí mismo, en los patios, a la vista de todos… aquí, sobre la fuente… desnudos ¡te imaginas!…como si fueran gatos…»

Yo no me lo imaginaba.

-—¿Tú los viste? —pregunté al fin, suponiendo que eso la autorizaba a ella a contarme más cosas y no abandonar todo a que me lo imaginara. Me dijo que por culpa de las tapias no se puede ver, porque están las enredaderas grandes «y si me trepaba, me enganchaba el vestido», pero se podía oír.

«Fue para los fines del verano que empezaron…» Y agregó que el amante no era del pueblo, que debe ser un empleado de alguno «de ustedes« o sea de los campos, porque no era fino de hablar, sino que tenía modismos bruscos, como los cerriles. Luego dijo que estaban todavía juntos cuando entró don Ferdinando y que él se alcanzó a escapar, saltando por los techos hacia lo de don Fausto. “Todavía hay gotas de sangre en el pasto de los jardines de atrás» me dijo Genara, con lo que inferí que había recibido un balazo el amante también y que si no habían hallado al muerto tirado por ahí, no demorarían en hacerlo.
«Luego de los disparos… yo escuché el caballo que salía al galope» terminó de narrar Genara.

Le pregunté como andaba su asunto con Irala.

Evidentemente no quería hablar mucho de eso, porque se levantó de la fuente y se puso a caminar hacia el final del patio, donde estaba el tronco de la enredadera. «¡Mira… Luisi… hay sangre aquí!» me llamó.

Yo me acerqué a donde Genara señalaba. Efectivamente, había sangre seca sobre las lozas, en el tronco y patinando la tapia. La herida del amante era una buena herida también por la cantidad de sangre derramada en la huída.

—Supongo que se lo tiene merecido —dijo Cayetana, por detrás de nosotras, que mirábamos los restos del romance.

—El que se lo tiene merecido es don Ferdinando —dije yo a mi vez.

—A eso me refiero… —corroboró Cayetana y luego hizo un gesto de asco señalando la sangre— Le tocó en carne propia todo lo que le hizo a otros. Lo peor para él debe haber sido la humillación pública de ser el último en enterarse. No lo soportó, por eso se disparó.

—¿Tú crees? —pregunté.

—A él lo ponía poderoso el temor que nos metía a todos. Por una cosa o por otra, todos sabían que no había que enfrentarse a don Ferdinando, si no querías acabar muy mal. Una persona con tanto poder, burlada en su propia cama, en su propio dormitorio, por su propia mujer… con un mozo de cuadra… No hay orgullo que resista —comentó Genara.

—¡Qué arriesgado el amante, también! —exclamé yo— Si lo llegaba a pescar vivo… acabaría hecho carne molida ¿no creen? Yo hubiera esperado para pillarlo y luego sí, cuando los tuviera a los dos, cobrarme la trastada muy bien cobrada. Ya vería si me suicido o sí quedo en la historia como más terrorífico que antes, porque…

—Ya sé… Colgarías las cabezas de los traidores a la entrada de tu casa…—me interrumpió Cayetana.

Genara dijo ¡puajjjjj! Y como su madre la llamaba, regresó a la capilla ardiente con las flores, las velas y las lloronas.

Cayetana la siguió, argumentando que hacía mucho frío en los patios y que le daba impresión ver la sangre manchando todo.

—Estás malherido, muchacho valiente… —murmuré, porque requería de valor elegir a la esposa del ogro, vulnerar sus severos muros morales, (porque doña Matricia digan ahora lo que digan, podría haber sido monja de clausura), meterse en la madriguera y ganar la presa en el territorio del enemigo, considerando quién era el dueño de la presa.

Don Ferdinando no tenía piedad. Era de una perversidad malsana que lo llevaba a destruir a sus enemigos de una forma despiadada y brutal. Y éste, lo había destruido a él con una simplicidad aterradora.

—O eres un verdadero idiota —agregué.

El brillo en la rama baja de la enredadera, destelló un instante. Lo busqué con los ojos. Estuve un rato rondando, hasta que el viento volvió a mover lo que brillaba. Era una cadena cortada, seguramente arrancada en la huída, de la que pendía una especie de relicario.

Me trepé a la planta y alcancé a tomarla estirando los dedos cuanto más pude. La sentí, deslizando sobre mi palma y la encerré en ella, mientras me bajaba.

Josefina, al pie de la enredadera, me miraba con su eterna cara de «siempre serás la vergüenza de la familia».

—¡Puedes comportarte con normalidad!.. Estamos en un velorio y tus andas subiéndote a los árboles para espiar el patio de los vecinos —me retó, enfurecida, mientras yo metía el relicario en uno de los bolsillos del abrigo y bajaba la cabeza para seguirla al interior de la casa.

La pausa o cesura

Por Morgana de Palacios

PAUSA:

El DRAE define la pausa como: un silencio de duración variable que delimita un grupo fónico o una oración.

Las pausas influyen en el ritmo del verso. No sólo son importantes para la perfecta declamación, sino también para dar cadencia, énfasis, o cualquier otro sentimiento que se quiera reflejar con la utilización de las pausas, apoyándose en ellas la modulación de la voz. Si coinciden la pausa necesaria para la declamación y la pausa sintáctica, el verso será más melodioso y natural. Las pausas por razones sintácticas son: fin de oración, vocativo intercalado, oración adjetiva explicativa, algunas subordinadas oracionales, hipérbaton, y otras.

CLASIFICACIÓN DE LAS PAUSAS:

Pausa gramatical: La producida por los signos de puntuación y por la sintaxis.
Pausa versal: La que se hace al final de cada verso.

Sin embargo, cuando al final del verso no hay un signo ortográfico (coma, punto, punto y coma) no suele hacerse la pausa versal, excepto si el verso termine en vocal y el siguiente comience por vocal, con el fin de evitar la sinalefa. Igualmente no se origina pausa versal en el caso de encabalgamiento, que se produce cuando la frase concluye en el verso siguiente. El estudio del encabalgamiento se hará al final de la clasificación de las pausas. Ejemplo:

Eres mi faro y guía,

mi asidero, mi roca,

madre eterna y amiga

que mi olvido perdona,

tu mano en mis espinas

es caricia de alondra.


Se hace una pausa después de todas las palabras finales de cada verso. Si la palabra espinas del penúltimo verso fuera espina, en singular, la pausa sería más necesaria para no formar sinalefa con la vocal inicial del siguiente verso.

Pausa interna: Es la pausa que se produce en el interior del verso.

Los versos no llevan siempre pausa interna, si la contienen se denominan versos pausados, y si no la contienen, versos impausados. La pausa interna no rompe la sinalefa. Ejemplo:

Eres mi faro y guía,

mi asidero, mi roca,

El segundo verso lleva una pausa interna señalada por el signo ortográfico correspondiente. Otro ejemplo:

Cuando todo termine, en el final

que lleve hasta los límites la espera

de un próximo horizonte,

y tristeza, abandono, desamparo,

acompañen los últimos momentos;

En el primer verso hay una pausa señalada por la coma, sin embargo no se destruye la sinalefa, «ne-en», el verso tiene 11 sílabas métricas. El segundo verso es también de 11 sílabas, con dos sinalefas, «ve-has» «la-es». El tercer verso tiene 7 sílabas métricas, con una sinalefa, «mo-ho». El cuarto verso lleva dos pausas señaladas por el signo ortográfico, en la primera pausa se produce sinalefa, «za-a».

Pausa estrófica: La que se realiza al final de cada estrofa.

Ejemplo:

La caricia del mar vuelve a tu playa,
regresa del desierto a Galilea,

donde habitas, María, en tu atalaya.

Su visita enardece la marea
maternal de tu cálida dulzura

que en abrazos de espuma se recrea.

Trae la brisa apacible de la altura,
la sal de su oceánica mirada,
te invade su oleaje de ternura.

Al final de cada terceto se hace una pausa mayor que al final de cada verso.

Pausa media o cesura: La que se sitúa en el interior del verso y se repite en la misma sílaba de cada verso, sin cortar las palabras, separando un grupo de palabras del verso de otro grupo de palabras del mismo verso.

La cesura se produce en versos largos, los versos de hasta nueve sílabas se pronuncian fácilmente sin descansar, pero los de nueve sílabas en adelante necesitan una pausa, dividiéndolos en dos grupos. Si estos dos grupos contienen el mismo número de sílabas, son llamados hemistiquios; si no contienen el mismo número de sílabas, se denominan heterostiquios. El cómputo silábico de los hemistiquios sigue las reglas del aplicado a los versos independientes, tanto en cuanto al acento final, como a los acentos interiores. Nunca se produce la sinalefa entre la sílaba final del primer hemistiquio y la primera sílaba del segundo, pues el final de cada hemistiquio recibe el mismo tratamiento métrico que el final de verso. La cesura es un recurso poético que da carácter al verso, y recibe diversos nombres, por ejemplo la cesura del decasílabo dividiéndolo en dos hemistiquios de cinco sílabas, se denomina cesura épica; si lo divide en heterostiquios de 4 y 6 sílabas, siendo el primero llano u oxítono, se denomina cesura lírica, etc.

Ejemplo de hemistiquio:

Quiero conocer/ mis exactos límites
más allá del cuerpo,/ la mente y la tierra,
romper la ansiedad/ por lo inaccesible,
sentir la alegría/ de la Nochebuena.

Quiero amor y paz/ sobre mi arrecife,
la luz de la estrella/ brillando en mi vértice,
saber que soy lúcido,/ inmortal y libre
y sentir la dicha/ de ser inocente.

Los versos de esta estrofa son dodecasílabos métricos. Están formados por dos hemistiquios de 6 sílabas métricas.

A cada hemistiquio se aplica las reglas del cómputo silábico de los versos simples.

Analizando cada verso, tenemos:

En el primer verso, el primer hemistiquio termina en palabra aguda, «conocer», se cuenta una sílaba más, son 5 sílabas gramaticales y 6 sílabas métricas. El segundo hemistiquio termina en palabra esdrújula, «límites», se cuenta una sílaba menos, gramaticalmente tiene 7 y métricamente, 6.

En el segundo verso los dos hemistiquios son llanos.

En el tercer verso, el primer hemistiquio es agudo, por lo que se cuenta una sílaba más. El segundo hemistiquio es llano.

En el cuarto verso los dos hemistiquios son llanos.

En el quinto verso el primer hemistiquio termina en palabra aguda, por lo que se cuenta una sílaba más. El segundo hemistiquio es llano.

En el sexto verso el primer hemistiquio es llano. El segundo hemistiquio termina en palabra esdrújula, por lo que se cuenta una sílaba menos.

En el séptimo verso el primer hemistiquio es esdrújulo, por lo que se cuenta una sílaba menos. La palabra final de este hemistiquio termina en vocal «o», la primera palabra del hemistiquio siguiente comienza por vocal «i», pero como están separadas por un hemistiquio no se produce sinalefa. El segundo hemistiquio es llano.

En el octavo verso los dos hemistiquios son llanos.

Braquistiquio: Se produce el braquistiquio cuando entre dos pausas hay de una a cuatro sílabas, normalmente entre la pausa final del verso o pausa versal, y una pausa interior del verso siguiente, en este caso también recibe el nombre de hemistiquio corto.

El braquistiquio puede formar un verso bisílabo o tetrasílabo, quedando entre dos pausas versales. Es un recurso poético para dar énfasis a determinadas palabras, separándolas del resto por dos pausas que producen una elevación del tono.

Ejemplo:

cubren con una tela fina y blanca,
el sudario. Te vence el desconsuelo

El braquistiquio tiene lugar en «el sudario», 4 sílabas entre la pausa final del verso anterior y la pausa morfosintáctica.

Encabalgamiento: Se produce encabalgamiento cuando la oración de un verso termina en parte del verso siguiente, es decir, cuando una pausa versal no coincide con una pausa morfosintáctica.

Hay partes de la oración que tienen que ser pronunciadas sin pausa en su interior, son los sirremas. Los sirremas del idioma español son:

Sustantivo con adjetivo o viceversa: cielo azul
Sustantivo con complemento determinativo: flor de azahar
Verbo con adverbio o viceversa: estudia mucho
El pronombre átono con la palabra correspondiente: su elefante
La preposición con el elemento correspondiente: con afecto
La conjunción con el elemento correspondiente: ni Juan
El artículo con el elemento correspondiente: la casa
Tiempos compuestos de los verbos o perífrasis verbales: dejó de estudiar
Palabras que llevan delante una preposición: va de juerga
Las oraciones adjetivas especificativas: las personas que vinieron
El verso en el que comienza el encabalgamiento, se llama verso encabalgante, y el verso que lo continúa, verso encabalgado.

Clases de encabalgamiento:

En relación con el tipo de verso:

Versal: si se produce al final del verso y continúa en el verso siguiente.

Ejemplo:

El hijo que Isabel espera ansiosa
afirma, desde el seno, la existencia
del Mesías, que en tu interior reposa.

Medial: si se produce coincidiendo con la cesura en un verso compuesto.

Ejemplo:

son las huellas del tiempo / escribiendo un destino
de noches de azabache / y mañanas de tul.

En relación con la unidad que escinde:

Léxico: Si la pausa versal divide la palabra entre el verso encabalgante y el encabalgado, poniéndose un guión para reflejar la división de la palabra.

Ejemplo:

Y mientras miserable-
mente se están los otros abrasando
con sed insacïable
del no durable mando,
tendido yo a la sombra esté cantando.


(Fray Luis de León)

Sirremático: Si la pausa se produce en el interior de un sirrema.

Ejemplo:

Isabel, por milagro, va a ser madre
del Precursor, profeta del Altísimo.

El encabalgamiento sirremático es: va a ser madre del Precursor

Oracional: Si se produce dividiendo una oración adjetiva especificativa.

Ejemplo:

Isabel, por milagro, va a ser madre
del Precursor, profeta del Altísimo
que mostrará el sendero del perdón.

El encabalgamiento oracional es: profeta del altísimo que mostrará el sendero del perdón.

Otro ejemplo:

Tú, María, adelantas la verdad
que viene a revelar tu hijo, el Mesías,

En relación con la longitud del verso encabalgado:

Abrupto: Si el encabalgamiento finaliza antes de la quinta sílaba del verso encabalgado. Este encabalgamiento proporciona dinamismo al verso, intensifica el tono de las palabras encabalgadas.

Ejemplo:

El hijo que Isabel espera ansiosa
afirma, desde el seno, la existencia
del Mesías, que en tu interior reposa.

Suave: si el encabalgamiento finaliza después de la quinta sílaba del verso encabalgado. Aporta suavidad, serenidad, a la expresión de la frase.

Ejemplo:

Tú, María, adelantas la verdad
que viene a revelar tu hijo, el Mesías,

El encabalgamiento produce subida o descenso del tono del verso. Es un recurso poético para dar más musicalidad a la declamación, más variedad de tonos, haciendo que el verso no sea monótono.

La escandalosa metáfora

Por Gavrí Akhenazi

«La atención del lector es atraída por estos pequeños escándalos semánticos». (Dubois, 1970)

La metáfora podría definirse como un fenómeno semiótico literario donde el sentido llamado «literal», o sea, el uso habitual de una palabra o el significado de la misma que encontramos en el diccionario, sufre una mutación o un tránsito desde el sentido propio hacia otro no ya «literal», sino profundo.

Cuando la metáfora es simple, se encuentra formando parte de una frase en la que sólo algunas palabras son «metafóricas» o no literales y el resto cumple una función complementaria «no metafórica».

La metáfora en sí es un fenómeno contextual, ya que el movimiento que se da entre el significado literal y el no literal de las palabras establecidas como metafóricas, resulta de la interacción de éstas con el resto que compone el enunciado.

Otras formas para definir la situación metafórica dentro de un contexto, aluden a que deben existir relaciones sintácticas tales que afirmen algo «imposible» siempre y cuando las palabras empleadas signifiquen lo que por uso significan habitualmente o que, entre el pasaje metafórico en cuestión y su contexto o sea, aquello en lo que está incluído, se genere una situación sintáctica o semántica que los defina como incompatibles.

En este caso, el sentido primero del pasaje metafórico parece resultar no pertinente o no concordante con su contexto y por eso, es el segundo, el «no literal» del que hablaba al comienzo, el que devuelve a la construcción su pertenencia o subsana la desviación creada por el abandono del sentido literal.

Toda metáfora se compone al menos de dos elementos básicos: textual y no textual, ya que la metáfora no es otra cosa que un acoplamiento anómalo entre sentidos, que puede verse como un «salto» alterador del patrón predecible dentro del fraseo. O sea que la anomalía semántica que provoca se produce cuando una palabra es empleada contra las normas aceptadas para su uso corriente.

En general, el sintagma metafórico es facilmente identificable, ya que representa una distorsión en la linealidad léxica en la que queda patente la existencia de dos significantes (ya hablamos de lo que es un significante en otro artículo) que no se identifican con sus significados.

La relación entre el significado sustituyente y su sustituído, establece la relación de la que hablé al comienzo entre lo literal (concepto superficial del lexema) y lo no literal (concepto profundo que entraña la palabra distorsiva).

La metáfora, entonces, se compone de un «foco», constituido por la palabra que se utiliza metafóricamente y un «marco», representado por los demás componentes de la frase en la que esa palabra o sintagma se integra. Por lo tanto, muchas veces encontramos que la variación semántica aplicada a la palabra foco, debe llevar necesariamente un acompañamiento acorde dentro del fraseo marco.

La estructura predicativa «marco» puede ser explícita o estar implícita en lo que se dice del foco, si este resulta coincidir con el sujeto gramatical.

La predicación metafórica, por tanto, lo que produce es una ruptura de la isotopía en la frase, ya que altera el acoplamiento de los campos semánticos que dan un significado homogéneo al texto.

Existe una amplia gama de modelos metafóricos pero en general, todos se basan en que se sustituya el significado literal de una palabra o palabras para quebrar la isotopía de una frase, situación que es revertida al mismo tiempo por el significado profundo (del cuál ya hablé) atribuído a esas mismas palabras y que es capaz de restituir dicha isotopía como un enunciado coherente. O sea, la frase tiene un sentido literal aparentemente desacomodado y al que el sentido profundo acomoda con una resignificación o significado nuevo y legítimo desde lo inteligible y esto aporta, por tanto, un mayor grado de riqueza expresiva.

Dentro de la metáfora encontramos, pues, los simbolismos y las alegorías como elementos resginficantes de la literalidad.

Isabel Reyes Elena – España

Prosas escogidas

Imagen by Majaranda

Niñalondra

A niñalondra se le transparenta el alma por el cristal de los espejos. La porcelana florecida de su cara es igual que un pecado luminoso, y de ella se puede esperar un corazón de niña-mujer como para sacar los colores a cualquiera. Como en esta tierra el verde es abundante, a su cara le dio por ser un paraíso, música desvestida y un mohín en la boca en espera del hombre que la cubra de ternura.

Si la miras te darás cuenta de que su cuerpo de hembra abarcadora se dirige hacia el edén de Proust recordándole a la memoria el tiempo desandado, como si se pusieran entre paréntesis las grietas del pan y el resfriado del viento en las esquinas, y desearan los sueños besarla en los labios con todo el sofocón de la canícula.

Al principio fue la locura. Luego llegó la luz. Hoy es un sol rodando incólume hacia un atardecer que encela al horizonte. Todo se lo debe al horóscopo desabrochado de haber nacido en esta tierra donde las lluvias son interminables. Por eso un rostro como el suyo muestra la boca de colegial que se hubiera soltado, al fin, de la mano de su madre.

Su perfil es como un madrugón de manzana. Todo su rostro un bosque que arde. Pura lírica pues.


El fotógrafo

Solía venir días antes de las fiestas del barrio, cuando las tardes ya se acortan y baja el aire fresco de la sierra de Guadarrama. Montaba sus bártulos a la entrada de la feria: un mural grande en el que se veía el océano azul y unas montañas altas y rojas, muchos sombreros y un caballete de cartón. Todo un poquito teatral.

No me saque usted de alma entera señor fotógrafo. Luego mi mujer en menos de un diostesalvemaría ve lo que soy y lo que no. Se planta uno delante de ese cacharro y nos asusta usted con ese zas como de fuego vivo.

Es muy atrevido que te retraten. ¿Qué andas pensando tú cuando te quejas en el momento en que el fotógrafo esconde la cabeza detrás de esa tela tan rara colgada del trasto ese? ¿Querrá examinarte hasta el pensamiento?

La vida es un retrato: las cosas están puestas donde están y de pronto no se atina a saber lo que son, el meneo de los visillos de las ventanas, los ires y venires de la gente, lo que miras de reojo y lo que no. Después está la cara que pones delante del aparato, cómo y dónde colocas las manos. Te sacan un retrato de alma entera y luego lo revisan los hijos, la mujer, la cuñada, los suegros y hasta el querido de la vecina de enfrente. Venga hombre, retrataos vosotros.

Los vecinos caminan con mucho cuidado por las perspectivas de su paisaje. Saben que pisan la raya del horizonte y de ahí su preocupación por no escurrirse de la superficie de la bola del mundo.

Se lo repito, fotógrafo, sáqueme bien parecido. Después no habrá modo de agarrarme al cristal del horizonte.

Dejas que aprieten delante de ti el botón de la máquina diabólica y aparecen a todo color en el fondo de la cartulina los hombres que besaste en el puente de Segovia. Permitir que te retraten es un peligro: te observan de arriba a abajo los habituales del balcón del fisgoneo.

Lo que más preocupa por estos lugares son los espejos. Porque la tierra es un espejo circular que da vuelta a las cómodas dentro de casa, y fuera, a la luna de los escaparates. Todos cuantos van y vienen se paran para ver el alma y el espejo de los vecinos. Ésta es una galería de personas que son y no son lo que parecen. Sólo tramoya y cristalería: la boticaria, el pintor, el poeta y las antiguas alumnas de las franciscanas de Montpellier.

Así que cuidado con el retratista, tan curiosón él, todos los años de la feria. Aunque no está tan mal eso de hacerse un retrato siempre que salgas igual que eres.

Cualquier día te olvido, de Morgana de Palacios & Gavrí Akhenazi. (España-Israel)

Venga, despiértame, que aún dormida
me siento atravesada por un rejón de celos
y me mana, insustancial, la sangre
de la mordacidad
cuando aprieto los dientes del poema.

Dale, despiértame de una lúcida vez
que el sueño es un glaciar que se derrite
y va anegando todas las palabras
con que te voy pensando en el vacío.

Mejor despierta cuando cruja el aire
y se abra la tierra bajo el pie de una vida
usurpadora
contra la que no puedo competir
si me volatilizo entre las sábanas.

Mejor puesta de pie que levitando,
y con todas las luces encendidas
como hirvientes luciérnagas
para ver que te alejas tras los párpados
del más perfecto olvido,

y volver otra vez
porque me extrañas.

(MdP)

La vida te da celos como una amante negra
que se pierde en la sombra del camino
arrebujada y álgida
añadida
al edredón de luz que no estrenamos.

Como un manual de las conjugaciones
en tu boca se aupan
congoja y libertad, águila y aire,
y es el pulso del vientre que recita
la lucha desigual de lo lejano

y se acerca sin alas
como un grito.

Ya está despierta tu voluntad firme
y tu lengua que roza
estas pieles cristales en que todo
va en clave de utopía.

Estabas como yo,
huracanada y presa
en la sólida red del desconcierto
y mirabas el mar
y yo miraba el mar
y el abismo era esa cosa única
que nos volvía un espesor de niebla
y un alfabeto para maldecir.

Ahora estás despierta
y así, descomunal como una diosa rústica
que no quiere ser diosa
masticas el quebranto de este batracio roto
que ha ganado la luna
en una zambullida hacia tus ojos.

(G.A.)

Yo hago malabares con la vida
que me tocó vivir, no porque quiera,
sino porque me empuja y pendenciera
disfruta estando a punto de estampida.

Tú te la juegas como si perdida
para cualquier futuro ya estuviera,
y en África la muerte concediera
alguna bula extraña a tu caída.

Y pasa el tiempo y ambos nos hallamos
en una cuerda floja que tensamos
a fuerza de ignorar las realidades.

Si tú bajas las armas, yo me muero,
y si las bajo yo y te libero,
será un día de fiesta para el Hades.

Nunca estoy en los planes de la muerte
aunque hay gente «que muere» o que «se muere»
constantemente todo el puto día
proclamándose muerto o anecdótico
desmedido en sus cuitas.

Anda como el del cuento cierta gente
¡Ay Muerte!
¡ven a mi!
¡Ven a mí, Muerte!
¡Acaba mi desgracia, buena amiga!

Y guardan en botellas sus congojas
para beberlas en las romerías
donde se juntan a llorar, dolientes,
sus hondas y vastísimas heridas.

La muerte de verdad es otra cosa.
Acampa sobre Dios
y lo devora.

A veces pienso en vos como en el este
por donde se alza el sol
sobre mi vida.

Yo no quiero morirme a plazos cómodos
de dentro a fuera, suave y despacito,
sin darme cuenta apenas
de lo que voy dejando en el camino,
ni quiero estar tan ciega que no vea
quien salta mi cadáver sin ruído
y pretende apropiarse de mis sueños,
de mis voces, mis hombres y mis libros,
como si fuera un ente transparente
en mitad del vacío,
o la ingenua vestida de arrogancia
que nunca reconoce al enemigo.

Hay formas de ejercer la violencia
en las que no hace falta pegar gritos
y son las más usadas por las zorras
que buscan rotos en cualquier bolsillo
para colar sus manos de traumadas
y hacerse con la verga del vecino
como si no tuviera voz ni voto
ni nada que oponer el susodicho,
salvo caer rendido y en pelotas
cuando la zorra jale del hilito.

Yo no acoso a los hombres
en las trastiendas de los entredichos,
ni busco comprensión ni voy de víctima
ni murmuro de nadie, ni me afilo
las uñas en la piel de otras mujeres,
ni las tiro por tierra, ni las piso.

Será por eso que me enferma el alma
la oscura suavidad y hasta el sigilo,
con que se mueven las saltacadáveres
buscándole las grietas a mi nicho,
por deslizar su realidad viscosa
como si fuera un venenoso líquido.

Yo no quiero morir a plazos cómodos
como mueren algunas por lo escrito,
gordas polillas grises que sedientas
se pegan a un erótico botijo
que les dé agua por cualquier pitorro
y les aplaque el ansia y el instinto,
ni me voy a morir por lo bajinis
silenciando la voz de mi cuchillo.

De golpe moriré, cuando se caiga
mi último colmillo.
Y mientras tanto que se aten corto.
Ya sabes lo que digo.

¿Qué te pasa, mujer?¿Ay… qué te pasa
que subida en la pila de ladrillos
levantás los cuchillos carniceros
amenazando a tantos corderitos
y degollás a mano y a mansalva
las insaciables bocas del instinto?

¿Que te alzaste la flor de la canela
y no perdona nadie que así ha sido?
¿Que el ganso desplumado se te ha vuelto
un altivo bocón capitolino
y caen en picada las gaviotas
las avutardas y las estorninos?

¿Que le piden en matrimonio al perro
desdentado y sarnoso y malherido
por tus tifones y por tus caricias
que con cadena corta está contigo?

¿Que ese caballo rengo de tu cuadra
pasó a ser pura sangre de prestigio
y se pelean varias amazonas
por ver si le funcionan los testículos
y al fondo de sus ojos de laguna
pretenden ahogarse en sus abismos?

No sería más fiel si se entrenara.
No sería más fiel ni más amigo
ni más ganso, más perro, más caballo
si se entrenara más en tanto vicio.

Porque el ganso que es perro y es caballo
reconoce por sí a los espejismos
y no se cree amores fabulosos
ni calenturas varias ni – promiscuo –
juega un sádico juego de dos puntas
para satisfacer su ego maligno.

No en internet al menos, está claro,
desde que vos estás en su destino.

Puedo elegir
dónde empieza la rabia
a desmayar su grito de distancia,
dejando en la garganta una hendidura,
o escribir un poema para un hombre
que se ha dejado atrás
un lupanar de orquídeas petulantes y bellísimas
que le echan de menos desesperadamente,
y rozar con mi voz su madrugada
porque sienta el temblor de los vocablos,
y deje de pensar que algo en ti falla,
si te observa llorar ante el cristal.

Puedo elegir el odio
y revolverme en él como una bruja
preñada de sarcasmo.

(Razones no me iban a faltar//ya te vas a dar cuenta).

Pero esta noche fría de sábado invernal,
he optado por mirarte ahí sentado,
sereno y penumbroso,
rodeado de puertas muy azules,
sudando por los poros de la letra
todo el calor abrasador del día
y reencarnado en ti, una vez más,
tras la última muerte.

Elijo amar tu mano mutilada
que no ha dejado un día de acariciar mis ojos,
la ceniza y la llama de tu boca,
y hasta el golpe de gracia de tu risa violenta.

Puedo elegir y elijo
porque puedo.

Me estoy haciendo hombre, compañera.
Me estoy humanizando suavemente
conforme el sol se astilla entre mis ojos
y la vida se astilla clavándose en mis manos.

Me estoy haciendo hombre como un niño que crece
y empieza a ver el mundo
y empieza a ver, también, que no está solo
como cuando nacía de él la bestia.

Me estoy haciendo hombre paso a paso.

Recupero la pausa, la sonrisa
de vez en vez las ganas de abrazar se me escapan
y abrazo a mis amigos
y te abrazo.

Siento de vez en cuando una alegría
que se atora en mis dientes
y separa el mordisco para que nazca el canto.

Juego con cosas nimias, cosas simples,
como si recuperara privilegios
con los que no nací.

Me estoy haciendo hombre
porque el agua de la vitalidad y la armonía,
el agua curadora de tus ojos
ha conseguido cincelar la piedra
y darle forma al mundo de los vientos
y moldear mi cansancio en utopía.

Tu enorme mar paciente
ha tornado en guijarros mis murallas
para que llegue el sol a bendecirme.

No intento ser feliz. Ya no lo intento.
Más allá del amor, no existe nada,
y el amor tiene más de sufrimiento
que de felicidad esperanzada.

No dejo que me anule el pensamiento
si me veo en sus ojos reflejada,
o se me instala, suave, en la mirada,
levísimo vilano cara al viento.

Cruzo, entonces, las calles del reproche,
sin exigirle sombras a la noche
que disimulen la verdad desnuda.

Y me sucedes tú, laaaaaaaaaaaaargo y sin prisa,
de tan íntimo, extremo, con la risa
dinamitando el tiempo de la duda.

Y sin embargo, el tipo es insolente,
cínico a veces y otras despiadado
para con el amor, desarraigado
con torpeza tenaz. Incoherente.

El tipo siempre está como alunado
y sus conflictos, espontáneamente,
le brotan desde el sino malhadado
como un miasma de bronca maloliente.

Ya le cuesta vivir. Tanto en los ojos
le depreció la piel con los abrojos
que le pudren la lana al Vellocino.

Siempre va cuesta arriba en la pulseada
y además sabe que no cuesta nada
morirse sobre el borde de un camino.

Quizás si esa mujer no lo quisiera
no existiría su última quimera.

Quizás abre las puertas, lentamente,
para que pase
el quimérico viento que de noche
ulula su canción desesperada
por lo que llaman vida, durante un día o dos.

Cuando se harta al fin de su sonido,
cierra de golpe el alma y se recuesta
en su imaginación para el sarcasmo
y en el poder de tiro del cinismo,
mientras le tiemblan todas las metáforas
que deja de escribir
por miedo a disgregarse con demasiado ahínco.

Es casi inofensivo cuando evoca la muerte
como una costumbre cotidiana,
y aún así me vulnera
porque suele mirarme con sus ojos
y siempre está presente
asomada al balcón del hermetismo.

La mía, sin embargo, no me importa,
se me olvida a diario,
aunque me siga aullando como un perro.

Será que no la llevo de la mano
como a una novia oscura
de la que no se quiere prescindir
porque es mucho el placer que proporciona
cada vez que se fuerza contra el muro
de la resurrección emocional.

En los más asombrosos parecidos
aparece el matiz, la diferencia,
que nos convierte en únicos
con Eros y Thanatos.

Cualquier día me quedo cara al cielo
contándole al vigor de las estrellas
este apagarse calmo
este apagarse nómade del hambre
nómade de la sed y de las aritméticas sin dioses.

Me quedo cara al cielo, imaginando
una albada vital sobre tus hombros
y una oceanada recia en tus pupilas.

Se han hecho las estrellas para eso.

Me quedo cara al cielo en estas noches amplias
como las palmas amplias del ser del universo
y este reposo amplio donde viajan las nubes
que no llueven aquí.

Me quedo en las estrellas, suspendido del arca,
navegando la incógnita de tu cuello ligero
de tu garganta altiva de mascarón de proa
de tus pies en la nieve de tantísimas penas
y cenizas de barcos arrancados
a los puertos del ansia.

Quizás desde tu mundo el cielo es gris, distinto,
o de un azul distinto
pero en la noche puedo rememorar estrellas
en las que cuelgo cartas por alcanzarte algo
con la mano del alma.

Es un jadeo grave, sudoroso, caliente,
tu aliento en el latir pulsante de la noche,
transparencia atigrada que me observa acechante,
esquiva nebulosa malherida de soles.

No me pareces tú con la mirada puesta
en los astros del sur. No veo tu uniforme
ni tu lábaro, rojo de sangre coagulada,
ni el vapor que desprenden tus alados dragones
tras la dura batalla. No me pareces tú
ritualizando el verso como un sacerdote,
con la mística absorta en la altura infinita,
olvidado del ser miserable del hombre.

Yo no sé para qué se hicieron las estrellas
que en este invierno gris escatiman temblores,
pero sé para qué se ondulan tus palabras
y el enigma malévolo de tus ojos ladrones,
y el porqué de tus luces y el porqué de tus sombras
jugando al escondite sobre mis callejones.

A la exacta medida de mi boca alunada
levitas en mi aura sin tomar precauciones.

Rabioso a veces, con la noche informe
haciendo de pantalla a mis películas
la frescura se obstina en reducir el tiempo
a un colchón de cenizas.

Largas cenizas quedan y un mar ronco
del fiasco que es la boca de la vida
y se pierde en el hábito de una luz ojerosa
toda tu vocación de maravilla.

Tengo la dentadura inapetente
siempre el pecado pronto a buscar víctimas
y esta no saciedad y este tumulto
que me corroe aprisa.

Tus ojos para mí son buenos ojos
que con mirada angélica me miran
menos deforme en mis deformidades
en mis calamidades y desdichas.

Tu boca de mujer que siempre me dibuja
mejor de lo que soy, me determina
contornos que no tengo más que a solas
en la desnudez íntima.

Por deberte te debo el mundo entero
y este quererme un poco, todavía.

Yo no te debo nada, no digas que me debes,
porque bastantes deudas mantienes con la vida
que hace tu realidad. Yo no te he dado nada
que no me dieras tú, un día y otro día.
El mal humor, también, la cruda destemplanza,
el hastío de ser un punto de partida
que huye hacia adelante y ansía el desarraigo
como otros la paz de un hogar con caricias.

De ángel tengo poco a la hora de mirarte,
ni me das pena alguna, si es eso lo que opinas,
porque nadie más libre que tú para el olvido
y nadie más dispuesto a morirse deprisa
con tal de sentir tanto que no sientas el tiempo
correrte por las venas como un ladrón caníbal.

Te pinto como eres, elemental y extraño,
sobre una cuerda floja del aire suspendida,
valiente cuando toca el peligro a la puerta,
intuitivo y cruel y verdad y mentira
y duro y disconforme y emotivo y risueño
y astuto y vengativo y noble y altruista
y reservado y triste y profundo y callado
y el cuerdo que trasciende en la locura escrita.

Ni te salvo de ti ni de mí ni del mundo
ni tengo vocación de absurda maravilla.
Me arrastro como tú, con las tripas al aire
sobre una realidad que crece en la embestida,
como un hambriento monstruo que todo lo devora
y deja poco espacio para las alegrías.

Otras y otros son los que hacen tu presente
digno de ser vivido, los que curan tu estigma.
Yo sólo te acompaño con las manos de viento
y el corazón de lluvia de las causas perdidas,
tormentosa en la letra que nos une y separa,
como tú, más o menos, cuando ciego me miras.

No me gusta la American Express
porque no tiene límite de compra
y cualquier día me hago con un oso koala
con un faisán morado
o con un ave lira
y te las llevo a casa para tu colección de Animal Planet.

Entro a la jaula del mundo todo el tiempo
para buscar tu nombre
porque tu nombre está prediseñado
con barrotes que cantan.

Tu nombre amurallado
hecho de resonancia vengativa
es un nombre feroz
intempestivo
que te levanta en armas solidarias
siempre fatal, ausente, oscura, impúdica
como si le exigiera a mis obligaciones
que de una buena vez dejara de mirarte.

Yo no me engaño y si me engaño
estoy feliz así.

No compro absurdos ni leo tus panfletos
de boca incentivada por la espina de tu fatalidad
que pugna por venderse descreída
casi mefistofélica, non sancta.

Yo conozco esa mujer en verdes,
pródiga en amuletos sanadores
equinoccial y honda, incomprable.

No me vendas a ultranza tus negruras
como si fuera un ciego que todo lo ve en negro
y que después de tantos años juntos
yo no te conociera.

Por eso uso la Visa.
Tengo acotado el límite de compra
sólo a las cosas buenas.

De donde no se vuelve, volví cuando era niña,
con las carnes abiertas y el ánimo maltrecho.
De entonces hasta hoy son muchas las tragedias
que me han pintado ojeras en los ojos del sueño.

No digas que te vendo mi fatalismo a ultranza
y que no comprarás mis absurdos panfletos,
porque sabes de sobra que ni como metáfora,
consiento que se dude de lo que llevo dentro.
Jamás manipulé los instintos de nadie
porque soy lo que escribo, más allá de los versos.

Si alguien quiso ver ferocidad en mí
o una oscura impudicia en la voz o en el gesto,
no fue por mi interés en ponerme un disfraz
ni por hacer partícipe de mis hondos secretos
a un mundo que jamás me atrajo lo bastante
como para olvidarme de mi yo verdadero,
e intentar seducirlo haciendo el papelón
de perversa sensual galopando misterios.

Tú no eras como todos, no lo seas ahora,
dándole a la leyenda consistencia de credo,
que ni tengo interés en dar gato por liebre
ni pretendo epatar con un golpe de efecto
a quien, por conocerme, a pesar de los golpes,
no se mueve de aquí velando por mi cuello,
no vaya a ser que un día, harta de tanta lucha,
me olvide del peligro de los degollamientos
y alguno me rebane la voz y la palabra,
las ganas de escribir y hasta los sentimientos.

Precisamente tú que inventas las murallas
para poder saltarlas en cuatro movimientos,
te vienes a reír del nombre amurallado,
malsonante a venganza, intempestivo y fiero,
como si lo tuvieras clavado en la garganta
sin poder pronunciarlo cuando lo silba el viento.

Y yo que lo elegí como parte de un rito,
que pude ser Ginebra, yéndome al otro extremo,
considero que en ese «Amor de Ana» oculto,
se condensa mi fuerza, mi memoria y mi fuego.

No digas que malsuena mi nombre de mujer
porque a la mayoría de hombres le dé miedo.
No eras como todos, no lo seas ahora,
que sabes que Morgana no es la bruja del cuento.

Bastante con que dejo que te embarguen mis verdes
mientras me llamas «Negra». ¿No te parece, Negro?

Yo no te veo hecha de rotos lutos viejos,
sino siempre de un fuego que lastima tu prédica vacante
cargando al hombro cuanta cosa pueda
desesperar tu espalda.

Mitad mujer que lucha, mitad galeote amargo
que rema por la vida en barcas carenadas
en navíos sin norte
en botecitos de cáscara de nuez, después de los diluvios.
Y sin embargo rema, contra marea y viento,
detector de los puertos y los puentes
con las manos callosas y el corazón calloso.

Sé cómo sos desde el minuto uno.
Sé cómo sos de enérgica y de diáfana,
de frágil y de sólida,
de cristal y de aire,
de terruño y relámpago.

Sé como sos desde el minuto cero de mi odio
y del minuto n en que resisto
perduro
manifiesto
reniego
cuido
escupo
hago las paces con los dientes rotos
y la lengua poblada.

Pensás que si este hombre no te conociera
podría hacerte bromas de las que no te gustan
sobre tus legendarias:
colección de cabezas y testículos
y tus estanterías y cunetas
y esa fatal vertiente de tu boca de púrpuras.

Si no te conociera en el instante en que todos se arredran
si no te conociera en la vigilia y en la debilidad
si no te conociera en tu invulnerabilidad tan vulnerable
como una flor de arena que embandera un castillo

¿qué cosa estaría haciendo entre tus uñas?
¿qué cosa estaría haciendo entre tus lágrimas?
¿qué cosa estaría haciendo
si no es construir el cada día
a pesar de lo inhóspito y las ferias?

¿Qué cosa haría este animal de músculo
si no es alzarte en brazos
cuando estás muy cansada de caminarte sola?

Abrir un libro suyo, se diría,
es impregnarse el párpado de niebla
a fin de protegerse del calor
que quema las pestañas de la tierra.
Es encontrarle vivo, se diría,
sudoroso de especias,
con la lágrima pétrea del sarcasmo
y la sonrisa entre viril y tierna.

Cerrar un libro suyo, se diría,
es como renunciar a las respuestas
de la vida brutal, cuando la vida,
en su boca de sol se manifiesta
con las tripas al norte del instinto
y el corazón al sur de la inclemencia.

Y abrir, de nuevo abrir, por siempre abrir
un libro suyo, se diría,
es toparse de frente con la ausencia
y el alarido turbador del tiempo
sobre la carne enferma,
muerta de amor, aún, sobrevolando
el amor propio y la pasión ajena,
furioso como un tango de Tom Waits
cuando acalambra el aire de un poema.

Editorial

La edición, una tarea titánica

Por Gavrí Akhenazi

Todo buen texto requiere que se invierta en él una cantidad de tiempo determinada. Esto puede hacerlo tanto el autor como el corrector de estilo y por supuesto, el corrector gramatical.

Un autor que trabaja bien sus textos y los revisa concienzudamente antes de exponerlos a la luz del sol, ahorra tiempo de edición y por lo tanto, acorta también el tiempo para la publicación definitiva.

Un autor que, por el contrario, entrega manuscritos mal ensamblados y mal entrazados, es un quebradero de cabeza para cualquier editor (gramatical o de estilo) ya que no solamente deberán encarar el adecentamiento del manuscrito sino, además, deberán pertrecharse para la inminente batalla con las posiciones del autor, si es que se opta por publicar el material.

La entrega en condiciones de un manuscrito de obra habla mucho del autor detrás de él.

Habla del interés que tiene por sus trabajos; de la dedicación que imprime a sus correcciones; de su manejo de las herramientas y los recursos a su disposición y, por sobre todas las cosas, del respeto que siente por su profesión.

Vemos, a menudo, verdaderos esperpentos a los que sus autores consideran «obra» y ni siquiera podrían catalogarse como «redacción de escuela primaria». Que una editorial presente en su catálogo –aunque sea una edición pagada por el autor– libros en estas condiciones, no beneficia al sello editorial sino que lo transforma en una entidad comercial que «publica cualquier cosa» o sea, un sello que no reviste una mínima calidad literaria. Un «cambalache».

La batalla entre el editor y el autor es directamente proporcional a lo competente que sea el escritor.

Más incompetente es un autor, más batalla presenta frente a la edición, sencillamente porque su incompetencia en el arte le impide visualizar lo que el editor propone para dejarle decente el manuscrito, ya que ese autor no entiende que para que sea potable, un manuscrito mal trabajado debe ser editado convenientemente de modo que «diga algo».

Este tipo de autores se aferran con uñas y dientes a su obra (en el fondo todos lo hacemos) y por lo tanto sostienen que lo que está hórridamente escrito es justamente lo que quisieron decir, así que la edición para ellos es inconducente y el editor, un inútil.

Aunque nos aferremos todos con uñas y dientes a lo que hemos escrito, el buen escritor está consciente de la necesidad de un editor que opine sobre la obra y acepta sugerencias o por lo menos, es permeable a ellas y las discute con el editor para mejora del trabajo.

Un mal escritor no acepta que nadie intervenga y se amuralla en sus excusas y explicaciones, variopintas, exaltadas y la mayoría de las veces, tan incoherentes como la obra en sí o tan planas y recalcitrantes como ella.

Este tipo de escritores rara vez duran en los catálogos, pero en el interludio le arruinan al editor varios fines de semana y unas cuantas digestiones.

Escribir es un arte pero editar un texto ya escrito por otro, trabajar sobre él para otorgarle una mejora constructiva, un aporte necesario, también lo es.

Es indiscutible que buenos editores han salvado a malos escritores más de una vez, porque los segundos han atendido las explicaciones de los primeros mostrándose permeables a las mejoras.

Es extraño que una mala edición (que también las hay) haya perjudicado a una buena escritura, ya que la buena escritura lo es por sí misma y precisa de muy poco trabajo editor si es que lo precisa.

La buena escritura es una realidad y el editor es el primero que da cuenta de ello. Ve el trabajo que el escritor ha dedicado a su manuscrito; el esfuerzo que ha puesto en que la obra luzca acabada; el arte que ha empleado al construirla. El buen editor, frente al buen escritor, se transforma, más que nada, en un lector. Disfruta de lo que lee y opina en consecuencia.

Escritor y editor conocen el oficio. Reconocen al artista cuando lo ven y por eso se complementan cuando ambos son buenos.

Selección de poemas de John Madison

El imperio de Octavia

Te extraño tanto, Octavia,

ni te imaginas, cielo.

Tendrás que desearme

con esta unción de fuego,

que entero me arrebata

como un tornado enfermo

para entender mis ganas

de transmutarme en hielo;

una escultura helada

que no padezca el eco

de esta hambre tan brava,

perra como el infierno,

montaraz que me vuelve

un amante esperpéntico.

A ratos, cara Octavia,

quiero tornarme invierno

para no hacerte daño,

no desvelarte a un tiempo

mis cerrojos, mi mundo

de Pandora, mis tientos

de Lovecraft que envían

tu canción a un convento

y alejan de mi puerta

tu boca de desierto.

De veras, regia Octavia;

solo pienso en ser hielo

y que algún escultor

piadoso de un certero

golpe de gracia rompa

en pedazos mi cuerpo.

Maldita sea la gracia,

lejana Octavia, tengo

que exigir a mis dioses

romanos ser de hielo.

*****

Ya quisieran las sílfides, Octavia,

que las amara como a ti te amo.

Yo te traje a vivir aquí, a mi pecho.

En las noches te llevo yo del brazo,

a visitar los nidos de corales

que cultivo en mi templo de verano.

Y tú me llamas Juan, no Marco Antonio

y un triunvirato acústico de astros

me fulmina de dicha por entero

y me vuelvo tan hombre en tu reinado

que de mi mismo, Octavia, siento miedo;

miedo de la pasión de este hombre bárbaro.

Ya quisieran las sílfides, Octavia,

que yo las quiera como a ti te amo.

*************

Ya fui el marido niño de una china

y el amante truan de una Danesa.

Soy el marido cruel de cierta inglesa

a quien saqué del fondo de su ruina.

Ya he sido por desgracia tantos Juanes

que temo me dispares del cabreo

que provoca en tu paz de jubileo

la fiebre de mi sexo y sus desmanes.

Nunca pedí quererte, pero vino

no sé cuándo ni cómo ni en qué parte

de mi cuarto y mi noche tu estandarte

de bailarina cósmica a mi signo,

y perdí los papeles por tu boca

por tus siete puñales, por tu loca

costumbre de cantar la vida en verso.

Estoy loco por ti, loco de veras,

porque el cielo cantóme que tú eras

esa Octavia de Luz que tuve un día:

un planeta de Luz, la Luz María

que orbita mi galaxia de silencio.

Y me domino, a ratos me domino

en ejercicio exacto de cordura

por no correr al norte de tu hondura:

Ayúdame señor, no sirve el vino.

No me sirve quemar Alejandría

ni apelar al concepto de la hombría

para aguantar incólume estas ganas

de correr a Argentina. Ay, qué ganas

de amar a esa mujer, zunzún glorioso

que trina solitario en su alta rama

para el bárbaro triste que la llama

su primera mujer: Eva y Lucía.

Eugenia Díaz Mares – México

Imagen by Phuong Luu

Algún día

Algún día te voy a sacar del espejo,
te abrazarè muy fuerte para estar fusionadas
y te diré tranquila que ya puedes dejar
de llorar tu silencio en las esquinas

que soltaràs el llanto fuerte y triste,
con la ventana abierta sin temor.
Te pediré que mires en mis ojos las guerras
que has vivido y observes en mis manos
el puñado de sueños tan tuyos y tan míos.

Algún día
nos daremos el tiempo de volver
a ser niñas,y hacernos un ovillo en la cama
con la cara mojada por las làgrimas,
esperando ese ángel que sabemos existe.

Y las dos soltaremos el cansancio
de fingir ser valientes con la càscara abierta
mostrando cicatrices remendadas,
con un caudal sin freno corriendo por el rostro.


Tu tiempo y compañía

Ahora que dispones de tu tiempo
que ya no lo compartes con trabajo
-y algunas amistades-
los recuerdos me brotan de noches sin dormir
y sábanas heladas.

Ahora que dispones de tu tiempo
y estas aquí en la cama cuando suenan las ocho,
yo siento entre mis sienes
palpitar tu silencio cuando daban las cuatro
y entrabas en el lecho como escarcha.

Ahora, tienes tiempo de mirar la mujer
que camina a tu lado, que ya no ve la luna
y tiene mariposas en sus muslos
congeladas.

Que hacemos con tu tiempo, con toda la apetencia
que brota en tu mirada, con tus manos inquietas
intentando encontrar el camino perdido.

Tomemos un café
y hagamos un balance de lo que yo he ganado
con esa soledad,
caminemos tranquilos el resto de este viaje
probemos a ordenar un puzzle de lo antiguo.

No olvides que te quiero,
pero dentro de todo me he curado de ti.

Prosas escogidas de Gerardo Campani

Fantasy by Will Gard

Pantalones cortos

Y me encontré con una foto de la casa, con la calle de tierra; el árbol en la vereda gris, con sus raíces que levantaban las baldosas; el porche con reja alta. Y me distraje de eso que estaba escribiendo y me vinieron recuerdos de más atrás, del veredón del boulevard y los tranvías, de Mamá delgada y de Papá con anteojos de metal y de Chiqui dibujando escenas egipcias. Y me entraron ganas de seguir recordando, porque esos años no fueron tan malos como los que les siguieron.

No creo que la memoria sea muy tramposa como dicen algunos. Más bien creo que es desordenada, y algunos hechos dolorosos sí que se olvidan, pero otros no; y se pierden para siempre momentos felices, pero otros están allí. Y no hay reglas que gobiernen esa antología que el tiempo ordena en su transcurrir.

No sé si es más sensato usar los recuerdos usufructuándolos para decir hoy lo que juzgamos, o recurrir a ellos para pergeñar párrafos más o menos interesantes; o simplemente acudir a la llana relación, con el riesgo también de incurrir en falsos recuerdos o distorsiones. Tampoco sé qué es lo que he hecho, aunque mi preferencia se inclina hacia este último procedimiento.

Hay niñeces repletas de fantasías y magias; otras abarrotadas de anécdotas, de juegos, de estudios, de geografías; otras, terribles y desdichadas. La mía fue lenta, introspectiva, melancólica y llevadera.


La casa

Los primeros años de la vida son los más importantes, también porque no los recordamos sino a través de lo que nos han contado. Algunas escenas, sin embargo –aisladas o confusas, como de un sueño–, nos pertenecen completamente, y nos empeñamos en hacerlas coincidir con las constancias de nuestros mayores, y se nos va la vida en esa inutilidad.

Papá, Mamá y mi hermana Chiqui ya estaban en la casa cuando nací, veinte días antes del invierno de 1951. Describir esa casa me parece más apropiado que describirlos a ellos, porque ellos se fueron transformando conmigo, y la casa, antes de las reformas, se eternizó definitivamente en mí en esos años.

La casa es anterior al barrio, a la ciudad, a la patria, al planeta, al universo; anterior a todos los mundos que vinieron después y que tardé en entender; la casa nunca me tuvo que ser explicada. La casa es anterior inclusive a las personas, con sus parentescos y vecindades simples o complejos.

Estoy seguro de haberla visto antes de las primeras reformas, tal cual la había dejado Glenda, la anterior propietaria, antes de morirse y de que la compraran mis padres, en 1948. Glenda sería una mujer moderna: vivía sola, pintaba, seguramente tomaría whisky y tal vez fumara. Yo oí nombrarla algunas veces en mis primeros años, pero solamente mucho más tarde advertí la relación entre una casa y sus habitantes. “Tenía la casa hermosa, un chiche –decía Mamá, años después–, pero nosotros éramos cuatro, y no cabíamos.” A lo mejor algunas modificaciones fueron anteriores a mis primeros recuerdos, pero si es así, no habrán sido relevantes: yo viví, empecé a vivir, en esa casa de espíritu distinto y que ya no existe más.

Ahora quiero recorrer esa casa perdida para siempre, como un fantasma inverso flotando en el mismo espacio pero en otro tiempo, entre aquellos tabiques y mamposterías y azulejos y pisos que se superponen con estos, como en un trabajoso truco de película de fantasías.

Entro desde la calle de tierra, pasando entre los dos árboles de la vereda y atravesando la puerta de reja alta. Me detengo un instante en el porche de la entrada. El piso olvidado, los umbrales rojos. ¿Aquí es? Dudo. Retrocedo, flotando, y atravieso la reja y vuelvo a la vereda de baldosas grises. Total, esto es lo más fácil de hacer para un fantasma. En la columna que separa la reja fija de la puerta de reja está la placa azul con números blancos y el escudo de la ciudad. Sí, 152, es aquí. Vuelvo a atravesar la reja y me enfrento a la puerta. La cerradura Yale, el picaporte de bronce, la mirilla cerrada. Con el mismo fantástico procedimiento ingreso al living. El piso de parquet oscuro, brillante. Al fondo se ve la cocina y el patio, pero no avanzo; me distraen las antiguas novedades más cercanas. A mi izquierda, el pequeño perchero de pared y enseguida el arco que comunica ampliamente a la otra habitación a la calle. Seguidamente, la otra puerta que lleva a la segunda habitación. Está cerrada. Al lado de la puerta, ya llegando a la pared del fondo del living, el barcito americano. Tiene dos puertas arriba, como un botiquín, y están un poco abiertas. Se ven los estantes de vidrio. Las puertas de abajo ocultan una pequeña pileta. En la pared de la derecha, el hogar a leña de siempre. Después, la escalera de madera que lleva a la planta alta. Subo, suspendido siempre, como cualquier fantasma, alejado por igual de los escalones que del techo y de cada pared. Es la única manera que la escalera no cruja, y eso le conviene a este silencioso viaje de inspección, parecido a una película muda. La escalera gira hacia la izquierda, en U. En el tramo final, a la derecha, un amplio ventanal recibe el sol de una terracita y lo arroja a través de la escalera hacia la habitación de la izquierda, abierta de ese lado en una pared petisa que tapa la subida de la escalera, hasta una altura de menos de medio metro por encima del último escalón. Allí pintaba Glenda, con esa luz arterial del nordeste y también con la venosa del sudoeste, que entra por la ventana a la calle, asomada al techo del porche. El atelier de Glenda era privilegiado: no podría haber atribuido una falla en alguna tela suya a la falta de luz.

Al trasponer el último peldaño, a la derecha, el baño, y a la izquierda, el acceso al atelier. Bajo ahora; después volveré a curiosear otras cosas.

Vuelvo al living, flotando y bajando ahora hacia la derecha. Quedo ante el barcito. Qué mueble tan simpático y tan útil ¡Ay, esas maderas laqueadas y esos espejos interiores! ¿Había que sacarlo, necesariamente?

A mi derecha está el cuadrado de un metro por un metro (en el piso está la tapa de la cámara de la cloaca) que conecta el living con el interior de la casa. A un lado está el hueco que forma la escalera; al otro, el baño; al fondo, la cocina. Pero no avanzo en esa dirección, sino que desando un poco el camino y me planto frente al arco. Después lo cruzo y entro a la primera habitación, con las dos ventanas en ele, una al porche y la otra a la calle. A la derecha, la habitación termina en una pared, con una puerta en el medio. Entre esta puerta y el arco, una pequeña repisa, junto al extremo de un cable que asoma de la pared y que es la bajada embutida de la antena de radio, en la terraza. La puerta está cerrada. Este detalle parece a propósito de explotar mi condición fantasmal: la atravieso y ya estoy en la segunda habitación. Aquí, como en la anterior, los pisos son de pinotea, y los techos, altos, con paneles de yeso blanco. La pared del fondo tiene tres aberturas: una puerta, a la izquierda, que siempre está semiabierta y que es la entrada de un vestidor estrecho y largo, como un pasillo; una ventana grande que da al patio; una puerta exterior. En la pared de la derecha, la puerta que da al baño.

Ser un fantasma no me impide sentir como cualquiera que no lo sea. Recorrer una casa vacía de muebles y de cosas y de gente es un acto excepcional, mágico. Tanto para un fantasma como para una persona. Lo comprobé en cada relevamiento de propiedades, cuando trabajaba de corredor inmobiliario, y ahora mismo, en esta casa. Se ven en los muros vestigios de la gente que ya no está; se intuyen en los picaportes las manos de aquella gente; se cree ver figuras desplazándose a través de puertas y arcos; se imaginan corpúsculos de vida impregnados en los marcos de las aberturas, en algunas molduras, en cualquier resquicio. Como imaginamos que se han movido esos dedos de aquella momia egipcia que observamos con solemne recogimiento.

Cada habitación tiene su sorda música y su hueco perfume; cada una me trae un distinto recuerdo atascado. Sin embargo, todas participan de una clave común y de rumores y aromas parecidos.

Entro al baño. De repente los recuerdos se desatascan y mi mano se va sola hacia los grifos del lavamanos. Claro, admito que solamente me es dado observar y sentir, y que no puedo actuar. El baño está más patente que el resto de la casa, con ese mundo de agua retenido en cañerías empotradas y esos sistemas para activarlo y que podría hacerlo si se me permitiese. Los azulejos verde claro (color predominante en toda la casa), con textura más de estuco que de azulejo; los sanitarios blancos: el lavamanos; el inodoro Pescadas; el bidet; la bañera enlozada. Toalleros y percheritos y portavasos y portacepillos de metal reluciente; espejos impecables. Enfrentada a la puerta por la que acabo de entrar, otra, que da al cuadrado en cuyo piso está la tapa de la cámara, y que obra como el centro estructurador del movimiento de la casa. Salgo del baño por esa puerta y giro a mi izquierda, hacia la cocina.

Aquí los azulejos son de un ocre pálido. No hay muebles ni artefactos, excepto un termotanque eléctrico, amurado, con los controles a la altura de los ojos de un adulto. Una ventana amplia y una puerta de hierro dan al patio. Están cerradas, y las atravieso con una impunidad que vuelve a causarme gracia.

El patio es grande; no tanto como lo era para aquel niño al que todo le parecía inconmensurable, pero sí más grande que como quedó tras las reformas. Al fondo, a la derecha, el limonero. A la izquierda, tal vez un pino. El suelo es de tierra, tapizado completamente con una grava roja y –recuerdo– ruidosa. Algunos parterres circulares pueblan la superficie con rosales y malvones. Cubriendo la mitad del cielo, la parra.

Ahora quiero volver a la planta alta, y en lugar de hacerlo por la escalera interior, me elevo desde el patio unos pocos metros y entro desde la terracita en donde está el lavadero. Atravieso una puerta cerrada y entro en el baño. Es un poco más chico que el de abajo, y no tiene bañera. El lavamanos es demasiado pequeño, incómodo, porque la grifería está muy pegada a la bacha y no deja lugar para maniobrar. Los azulejos son los mismos que los de la cocina; las baldosas del piso, al tono; el inodoro, Traful.

Vuelvo a la terracita. Me quedo un rato mirando la pileta de lavar, no sé por qué. A lo mejor porque me cuesta reconocerla, o acaso porque me la esté inventando ahora. El ventanal está cerrado, también, y lo traspaso, cubriendo enseguida el espacio de la escalera y entrando en el atelier. Baldosas blancas, como nunca volví a ver en ningún otro lado. La ventana que da al sudoeste, con su panorámica de techos bajos y pequeñas terrazas y árboles y más árboles a la distancia, como un mar verde interminable.

Me desvanezco en mi realidad fantasmal. Abro los ojos y me encuentro frente al monitor en blanco. Luego veré de reconstruir esta visita, este raro viaje en el tiempo. Ahora estoy casi llorando. Misterios de la melancolía, que me trae emociones de un tiempo que no viví y de gente que no conocí a través de una arquitectura que apenas vislumbré y que me resulta entrañable.

Silvana Pressacco – Argentina

Silvana Pressacco, argentina, cordobesa, docente de profesión, es una mujer a la que le gustan los extremos y tal vez por eso a la vez que imparte clases de matemáticas explora el mundo de las letras. En un principio escribía solamente relatos, pero como mujer curiosa que es, se adentró en el mundo de la poesía escrutando, poco a poco y con paciencia a la técnica poética. Asegura que todo comenzó por experimentar una intensa necesidad de escribir, que sentada enfrente del teclado, aún con otro trabajo pendiente en un rincón, surgían los versos sin siquiera pensarlo. Al final terminaba contando una historia que ni sabía que tenía en mente y en muy pocos renglones. El ser breve, sin perder la claridad ni el objetivo, se lo atribuye a su costado matemático. Sólo resta -dice- «seguir en el cultivo del costado literario para llegar con lo breve a emocionar al lector desde la imagen justa que lo diga por mi».

Daniel Adrián Leone – Argentina,

Sitio web: https://psicopolitica-daniel-adrian-leone.blogspot.com

Sobre Mi fantástica Vida

1. De cómo me inicié en «el famoso mundillo de las artes»

Seguramente le causará cierto estupor el hecho de que me presente de ésta manera en un lugar donde todo el mundo me conoce como a la palma de sus manos, es decir, como plataforma carnosa de curioso entramado de costuras rematadas en prolongaciones tubulares articuladas. Pero en fin, es algo que tengo que hacer, pues algo es seguro, como me dijo una vez mi propio espejo: «siento que te conozco por razones equivocadas y que te desconozco por verdades inconfesables».

En cierto sentido podría decir que mi vida comenzó a los diez años (mamá fue despedida en medio del trabajo de parto) cuando me decidí a seguir el noble consejo de un no menos noble maestro quien me señaló con ostensible preocupación «que no era edad para tener problemas con la bebida», y comencé a beber tranquilamente.

Me llamo Daniel Adrián Leone y soy hijo natural de Dolly Parton, Donald Trump y el Papa Francisco, aunque tempranamente (a eso de las 4am) me tomaron en adopción unos linyeras venidos a menos que vagaban por Linares, en ocasión de un torneo de ajedrez que se celebraba en dicha ciudad, torneo en el que mis padres disputaron partidas simultáneas dejándome solo.

Tengo 45 años, según me contaron mis padres adoptivos, que por suerte eran tres, pues ninguno sabía contar más de 15.

Duré en Linares poco menos que en linaje, pues, terminado el torneo, mis padres adoptivos, me comprometieron como fianza en una partida a oscuras contra el Gran Maestro Fischer. Bobby, como era de esperar, me ganó en 10 jugadas, y con él terminé viajando a Norteamérica, semana más tarde.

Entre tanta vida saltimbanqui, nunca había desarrollado mi lengua materna por lo que era incapaz de parir una frase completa o bien capaz de acomodarse a la circunstancias.

Los primeros años con Bobby, fueron lindos. No era un tipo de hablar demasiado ni de grandes gestos de afectos, pero, aunque yo lo veía día y noche concentrado en el tablero, en mi corazón quería creer que sus ojos fijos en los cuadraditos negros y blancos eran una forma de verme. Pero como toda historia llega en algún momento a su fin, un día a Bobby se le ocurrió mirar debajo del tablero y esa fue la última vez que nos vimos. Todavía recuerdo sus palabras «What the fuck?»

–Alfil 8 a dama del Rey, le respondí tratando de mostrarle lo mucho que me importaba el ajedrez.

Y se quedó serio. Muy serio.

En vano fueron mis argumentos, sosteniendo que podríamos ser Tal para Cual.

Así que a la edad de 12 años había quedado solo, en la calle y sin un centavo, en el medio del gran país del norte. Caminé durante días, casi en un ataque de locura, terminé corriendo calles y calles, que solidarias, siempre se dejaban alcanzar, hasta que un buen día, di con la puerta de un supermercado coreano convenientemente ubicada a la entrada del mismo.

Cuando le expliqué mi situación al dueño, el coreano se mostró no muy cordial pero sí muy comprensivo:

–Estoy aquí –le dije.

–Colete, que no pasan los cliente’s –me dijo propinándome una generosa patada en el culo.

Y así fui a dar al medio de un rejunte de unos tachos de basura vacíos rodeados de bolsas negras y basura blanca.

Como estaba cansado y hambriento me arrellené en la barriga de uno de los tachos dispuesto a dormir un poco para engañar el estómago. Pero a los pocos minutos comprendí que el estómago era mucho más difícil de engañar que los ojos: no solo se dio cuenta enseguida que sus ácidos no tenían nada para disolver sino que casi al instante me di cuenta que el tacho flácido y amorfo en realidad era Charlie Parker que dormía una de sus habituales borracheras a la salida de un tugurio llamado be boob’s. Recuerdo bien el nombre a pesar del tiempo transcurrido, pues el letrero luminoso, cuyas letras O se proyectaban como apetitosas protuberancias me hizo recordar a mamá Dolly de la que tenía en gran parte vagos recuerdos, salvo dos, muy muy trabajadores.

Charlie Parker, tras comprobar que lo había confundido con un tacho de basura desvencijado, me explicó que en otra ocasión no habría dudado en darme un cachetazo. Así pues, me sorprendió cuando me asestó soberano golpe minutos más tarde. Ahí pude comprobar que –pese a lo que se ha opinado posteriormente de él– no era un tipo de dudar demasiado.

Otra vez en la calle y solo, y con el estómago mucho más paranoico y advertido que antes, entendí que debía encontrar cómo sostenerme si es que quería seguir con vida.

Caminé hasta donde me dieron las fuerzas y me dejé caer tres baldosas más allá. Supongo que debo haber dormido mucho pues, para cuando desperté ya no quedaban prácticamente jazzistas y todo era ¡rock and roll, babe!

A mi lado, algunos metros más allá, había un hombrecito histriónico, nervioso, que se agitaba con virulencia, diciendo todo tipo de cosas inentendible. La gente pasaba y le dejaba monedas en un sombrero que estaba al lado de un cartel que decía “Roberto Gomez Bolaños, adivino, actor, zapatero. U$S 50 la media suela, imitación de Woddy Allen, de regalo”

Desfallecía de hambre, pero a pesar de mi corta edad y de mi precaria condición me parecía un gesto horrible robarle algunas monedas a ese buen hombre, así pues, opté por robárselas todas junto al sombrero,  al cartel y a un fibrón con el que garabateaba aquellas propuestas artístico-laborales.

Casi sin darme cuenta, ese día, me había iniciado en “el famoso mundillo de las artes”. (Nombre horrible para un Cabaret pero con chicas cariñosas de precios accesibles)

Era muy chico todavía, tenía unos trece tomando mi vida globalmente y unos tres de nacido pero también tenía unos diecinueve que las chicas supieron apreciar con generoso entusiasmo.