Gavrí Akhenazi – Israel

Esos lugares que quedan lejos del corazón

“Cuando ellos se conocieron, los dos estaban solos. La de él era una soledad compuesta de soledad  y de violencia. La de ella era una soledad donde acampaba un hambre que despacio se quedaba sin dientes.

Yo, por entonces, tenía una novia que era sólo mía. Él nunca me la disputó ni ocupó mi lugar porque entendió que la novia que yo me había buscado necesitaba de alguien como yo y no de alguien como él. Se lo agradezco, porque no llegó a hacerle nunca daño. A su modo, la cuidó para mí.

Luego ella murió y yo también me quedé solo y ya no me fui buscando novias que no fueran para compartir. Toda la vida compartimos todo de una manera natural aunque las mujeres siempre las proveyó él, dado que con mi primera elección (y debo decir en mi favor que era muy joven) fallé de plano. Nos divorciamos –ambos y enseguida– de una francesa hermosa que se asustó de él y sufrimos los dos, no solamente yo. Sufrimos, digo, porque él se volvió mucho más él después de aquella herida que recién ahora, luego de treinta años se ha curado en nosotros.

Esta mujer de hoy es toda suya aunque a veces ella apele a mí para que imponga la cordura en ambos”.

Tengo a esta mujer madura y rubia montada sobre mí.

Su piel entre mis dientes es la ruta de un canto que se ahoga y, su boca,  su boca es una vulva y su vulva una boca, y ambas se abren con algo de flor ácida, para mi lengua que explora en la humedad. Murmullan suavemente una pasión grávida que yo he ido olvidando en este largo tiempo de no explorarla al borde del desastre.

Ella me llama “mi bestia dolorosa” cuando busca que el sexo le haga daño. Tiene algo de sadomasoquista su cintura que ya no pueblan hijos y su fuerte cadera leonina, de hembra de pradera que anda cazando a un macho por las sábanas.

Sus pechos son macizos y constantes, con un sabor ligero a grasa humana que me gusta lamer con lentitud. Lamo y lamo sus pechos como masas sudadas, manoseadas y tensas, que mis manos estiban en mi boca con juegos simples que la hacen reír.

Ella también me lame. Con su lengua y sus ojos me lame la piel y las ideas, agazapada como un devorador. Tiene ojos densos por los que asoma un clítoris mental que mis ojos provocan al orgasmo. Mucho hay de mental en nuestra química aunque parezca toda hecha de piel.

Hay más mente que piel en nuestra química, como una fantasía que podemos realizar más de una vez y siempre a nuestro gusto porque ni ella ni yo somos monógamos, aunque quizás tengamos algo de endogámicos.

Pertenecemos al mismo grupo de desajustados y nos comportamos como tales, en la cama y la vida por igual, aunque ella es más formal que yo de cara al sol. Sin embargo, cuando estamos solos, me permite que explore los espacios que la religión ha prohibido. Entonces practicamos  el ver cuánto puede tener de rabia el sexo y hasta dónde somos capaces de llegar al provocar y recibir placer.

Siempre llegamos lejos, a veces demasiado porque lo nuestro es ver quién es el dominador y quién el dominado, ya independientemente de lo que uno y el otro representan en otros escenarios que no quedan aquí.

Yo soy el más fecundo si ella busca dolor. Y ella es la más sabia para ciertas torturas con las que el oficio que ejercemos nos tienta por igual.

Es buena torturando pero yo como torturado soy atroz porque el juego se transforma no ya en una puja con esa mujer que me tortura, sino conmigo mismo que resisto y así los roles cambian. Ella se frustra y yo me fortalezco una vez más.

Es raro que caigamos en lo convencional de dos amantes que se reencuentran, porque nuestra relación es laboral. Por eso me asombra cuando esa boca suya, entreabierta y acústica, vuelve a quebrar su voz sobre mi pecho con un: “Te extrañé tanto, tanto. Te amo tanto”, mientras sus ojos lloran.

Yo cierro los oídos y los labios y mastico el quejido como una implosión liberadora de todos los anclajes, allí, donde esta mujer rubia se derrumba conmigo en un derroche de cuerpos satisfechos.

Prefiero no pensar en sus palabras, ni siquiera ahora que ambos respiramos esta calma sobre la piel viciosa que va perdiendo agitación despacio, porque las palabras que esta mujer ha dicho no están en el libreto ni son parte del show de los orgasmos, de esos orgasmos que provocan que una hembra –a la cual no amamos– se abra y a pesar de nosotros, nos diga su verdad.

De: Animal de tormenta – Los diarios de Aivan Jaid

De historias para no dormir y otras «vellocidades» II

Dentro de este lugar el silencio es un inmensurable eco que se hace maquinalmente pulcro en los rincones y ambiguo y anchuroso mientras flota pegado sobre el aire.

La elección de hacer las cosas sucias me está permitida en el contexto de la desolación, como a la luz se le ha concedido volverse magia refractando en un prisma.

Se ausentaron las moscas y los peces son gotas de alabastro panza arriba, o redondeles de mercurio cósmico, enredado en el moho de un agua podrida por cadáveres.

Me lavo los pies en ese charco quieto, donde la bruma verde se ha adherido a la cárcel del vidrio y el olor a abandono trepa todos sus muertos a mi olfato.

Dejé morir los peces del demiurgo como murió la luz cuando trabé con maderas las ventanas que siempre dan al viento y abandoné las plantas a un desierto cerrado hecho todo de muebles y sin sol.

Profano los recuerdos como un bárbaro.

Dentro de la pecera caen lágrimas.

v

Sólo esta vacuidad.

Sólo este ambiguo soporte de destrezas.

Sólo la soledad.

Sólo lo que está solo en un paisaje solo en el que soy el solo que existe solamente.

Hacerme viento.

Hacerme Sinaí.

Sólo desierto

v

Después llega lo trémulo.

Tiembla la carne que tiembla en la palabra que se vuelve mordible.

Cárnica boca llena de una lengua tan húmeda como lamiblemente lujuriosa y apenas invisible en esa ocultidad de los recatos.

Asesino en silencio ese idioma que niega sus orígenes y se vuelve rebelde, reveladoramente irreversible ante la paradoja de sí mismo sin un consigo acorde ¿O un conmigo? O algún otro un que cruce, con alas inventadas, el puente derribado por la sola costumbre de aquel aislamiento en el que somos libres.

Es mejor estar solo que este ser vulnerable en compañía.

v

La luz se ha derrumbado.

Debajo de la luz, soy una sombra que escapa por un hueco.

La luz se ha derrumbado sobre mí, igual que la memoria.

Anaqueles de luz se han derrumbado con sus libros monótonos encima de mis libros y todos confundidos, somos papeles viejos.

Pero no llega el viento a hacer limpieza.

La luz no existe más.

Tampoco el aire.

v

Luego vendrá la escoba a poner orden en el sitio impedido de las manos.

Barrerá los cerebros que acumulo, el hambre de beber, la sed del daño, la impúdica y reñida mansedumbre de lo que persevera y nunca ceja.

El dolor está listo y embalado, pero se hallan de huelga los correos y bajo el brazo pesa su gratuidad, temblando.

¿En qué buzón comprado depositar la ofrenda que agoniza con su propio holocausto entre mis dientes?

La luz no vuelve más desde la aurora.

Le pertenece sólo a las estrellas.

v

Larga piel de agonía. Subluxación del alma que no se amolda al hueco en que le sobra espacio porque es poca y se retuerce, tratando de agrandarse hacia la vastedad de estar sin nadie.

¿Quién entiende de luz en estas sombras en la que el grito es una flecha opaca y mata ciervos de tela y de peluche?

Sólo ambulan dragones de Komodo en la parafernalia de esta boca con más dientes que aquellos de lo humano y una lengua infecciosa como un antro de prostituir ángeles de vidrio.
Igual estoy en paz desde el retorno.

Toda sombra es aquello de lo impune.

v

Que todo sea un apagón de sangre. Un sitio de metales que rodean un latido penúltimo y disparan – fiera violencia rota – destiñendo la boca de la carne hacia un cementerio de cerámicos.

Que todo sea un apagón de sangre. Una boca deshecha que se abre con hondo estremecimiento muscular y tiembla, precipitada como alguien que corre, boqueando como alguien que gotea su último estertor amurallado y acaba, dulcemente, en un sopor de charco que coagula.

La sangre es lo más íntimo de un hombre.

Pinto en rojo tu nombre sobre el karma y luego resucito, ya vacío.

De: Pósthomo, Written in black

Acerca de Gravrí Akhenazi

Morgana de Palacios – España

De: Diario de la gata

Hubo un tiempo en que la astenia profesional pudo conmigo y la idea de un año sabático se fue abriendo camino entre otras menos apetecibles hasta que llegó a serme más necesaria que el beneficio económico que dejaría de percibir. Cuando me decidí, mi mayor ambición después de tantos años de trabajo incesante, era disfrutar una buena temporada actuando de florero, aunque tuviera que hacer un curso acelerado de mujer objeto por correspondencia, que siempre sería preferible a seguir actuando como hermafrodita funcional, sin ver las ventajas por ningún lado. Todavía me asombro de lo que se considera en nuestra sociedad, una mujer realizada.

Internet se abrió ante mí como el cofre del tesoro que todo pirata sueña y, aunque posteriormente el cofre mutó en caja de Pandora, su atracción sigue en pie.

Me costó caro llegar a puerto.

Pagué un precio desmesurado a nivel personal por ser libre de palabra y obra en un lugar sin vasallajes ni estereotipos y comprobé que no es cierto que por tener derecho a la libertad ésta sea gratuita.

Yo me gané la mía en una lucha que todavía continúa y me temo que no termine nunca aunque sé que valdrá la pena porque puedo ofrecérsela a los demás como me hubiera gustado recibirla a mí, cuando la necesité para poder expresarme.

La mayoría de los sometidos en ciberlandia, lo son por decisión propia. Se pueden seguir quejando eternamente de su infortunio, victimizándose en busca de la piedad del prójimo de quien chupan energía como vampiros, porque, en definitiva, es mucho más cómodo que te lo den todo masticado. A pesar de mis sueños de florero minimalista, aún no he aprendido a ser cómoda.

La lectura pasó de ser un vicio solitario a un diálogo con otros lectores y otras inquietudes, por lo que desemboqué en la poesía sin ser realmente consciente de lo que se me venía encima.

Escribir era algo que de no ser por Internet, no me hubiera planteado jamás.

Me gusta abrir la puerta del cielo o del infierno alternativamente y sentarme concentrada como una médium esperando una posesión espiritual que siempre llega en forma de palabras. Santas o diabólicas, palabras finalmente sagradas.

Aprendí a darme desde la hondura y a recibir, gozosa, de otros la misma profundidad y me hubiera encantado reírme a carcajadas en la cara de Saramago cuando afirmó que es imposible llorar sobre un teclado, como si la emoción o el sufrimiento sólo pudieran manifestarse en lugares predeterminados por convencionalismos emocionales absurdos.

—Está claro que los sabios tienen también sus momentos idiotas y los considerados grandes son, a menudo, patéticos en su enanismo—.

El pensamiento del hombre avanza a lomos de un caballo interactivo al que nadie puede embridar. Hoy soy consciente del milagro y tengo un ente vivo entre los dedos, tan exigente y satisfactorio como un amante en celo.

Somos muchos y hambrientos.

Algunos crearon la leyenda que acabé asumiendo como propia.

Nunca he sido «la gata» pero esa, es otra historia que alguien contará por mí.

Guardar.

Breves

Quedarán los poemas cuando todo se acabe.

Poemas en el aire como cartas absurdas que no esperan respuesta.

O no, porque si tengo un resto de lucidez cuando llegue el momento, voy a quemarlo todo, hasta el recuerdo de la sangre con que le di la espalda a la que pude haber sido, de no empecinarme en la palabra.

Nadie me va a heredar las noches de penumbra y párpados cosidos, la boca sin mordaza.

Sólo el silencio es realmente mío y es humo inútil en el cristal del tiempo.

Nadie va a pelear por él.

Se me echó la palabra encima.

Me cortó su ambigüedad con un filo mellado y corrosivo.

Me aplastó el sueño contra la cama.

Pocas veces he tenido menos ganas de levantarme y mirar.

Por puta inercia me levanté y miré.

Ella, desnuda en verso blanco, como si fuera yo, me levantó el alma.

Nunca lo hubiera dicho mejor.

v

Será porque ha pasado por demasiadas pérdidas, que no pasa por mí como algo inefable, como algo líquido y fluyente que arrastra la miseria de la memoria y alguna que otra brizna de esperanza.

Se ha vuelto consistente y necesario como un desayuno cotidiano para un estómago repleto de vacío.

Podría prescindir de él hasta el almuerzo con sólo una molestia controlable, mas a la hora de la cena ya tendría un motivo imperioso para llevármelo a la boca de la desmotivación.

Qué belleza letal la de su desnudez devolviéndole el ansia a mis papilas, desperezándose en blanco y negro sobre mi lengua.

Qué extraño estar tan cerca con tan sólo el asombro de por medio para paliar el hambre.

v

No hay en la muerte magia.

Su sombra no proyecta más que abulia porque uno se aburre de sentirla rondar, semidesnuda, y termina tratándola de tú, con la confianza de un amante astragado.

No hay en las penas magia ni metálicos peces de escamas fluorescentes que inciten a inmersiones deslenguadas y encandilen los marítimos ojos del silencio.

La magia no está cerca ni se apoya en el hombro del miedo.

He oído decir que cuando surge, se desdibujan todas las fronteras y caen estrellas rubias desde el cosmos, bellas desamparadas que exigen pleitesía, aunque nunca se mueran por un hombre.

¿Qué es lo que hacía yo en las trincheras de un agosto siniestro, que no sentí su rayo atravesar mi médula? Seguramente me sobremoría, con las letras heladas y la magia perdida en casa ajena, mientras el sol jugaba al escondite.

v

Mi voz es solamente mía aunque yo la regale a borbotones.

Mi voz de salamandra en la pared del tiempo.

Mi voz de ventanales sin cortinas, de herida abierta en el muro de las lamentaciones.

Qué desierto mi voz, soñando lluvia, mientras sangra arenales.

Marta Roussell Perla – Irlanda

People don´t fail because they aim too high and miss, but because they aim too low and hit.
Les Brown

1ª parte

Kalani escuchó risas y conversaciones subiendo por las escaleras. No tenía tiempo para pensar. No tenía tiempo… ¿Qué estaba bien, qué estaba mal? Pegó un tiro. Luego salió al sol. No sabía muy bien qué acababa de pasar. Sabía que las piernas le ardían mientras corría sobre el cemento de los tejados, y que sus hombros le dolían indeciblemente cuando trepaba hasta las escaleras de incendios después de atravesar de un salto un espacio vacío entre los edificios. Oía muchos pasos corriendo tras ella. Y entonces las piernas volvían a quemar. Corría, se escabullía, saltaba, trepaba, corría…

Apenas le llegaba el aire a los pulmones.

Se había dado un golpe en la carrera contra algo y notaba un moratón en el brazo. Aunque dejó de oírles, no paró de correr. ¿Había salvado algo? El pellejo, claro, ¿pero aparte? Creía… creía que no se había equivocado. Seguía siendo Kalani cuando, exhausta, trataba de recuperar el aliento, y el ritmo de su respiración se asentaba con una tos, muy lejos de allí y muy aliviada. Seguía siendo Kalani, no había ninguna duda. Entonces… ¿podía caminar como antes?

Las moscas zumbaban alrededor de los muertos. Una figura menuda con una mochila a cuestas rebuscaba entre la pila de cadáveres. Se cubría la cara con un casco y unas gafas de piloto. Casi se había acostumbrado al hedor de la descomposición y de la sangre reseca. Llevaba una camisa de tirantes manchada, un brazalete de cuero y otro hecho con hilo de cobre trenzado que le arrancaba destellos rojizos al sol. Tenía una enorme cicatriz en el hombro izquierdo, de una época en la cual aún caminaba junto a gente que se había preocupado por ella. Sus pantalones vaqueros estaban desgarrados a la altura de las rodillas y sus deportivas, como sus calcetines, desparejadas. Su piel morena, al igual que sus ropas, estaba salpicada por la mugre y los restos de suciedad tras semanas en la meseta.

Arrojó a su espalda un destornillador, luego bajó corriendo a por él, levantando una nube de polvo al llegar al suelo, riendo a carcajadas. Volvió a trepar a la pila de cadáveres y metió el destornillador en su mochila. Tiró un pintalabios, cogió un reproductor de música estropeado, empujó con esfuerzo un par de cuerpos, los cuales apenas rodaron medio metro hacia abajo, y trató de espantar a las moscas sin éxito dando manotazos al aire y gritándoles cosas.

Lanzó por ahí un par de botas destrozadas, una dentadura postiza, la funda vacía de unas gafas, una venda muy usada y ennegrecida, algo parecido a pan duro enmohecido mientras ponía cara de asco, billetes, tarjetas, carnés. Cogió unas aspirinas y la hebilla manchada y oxidada de un cinturón, la forma del metal rezaba Kiss con letras angulosas. Era una hebilla antigua, probablemente tenía algún significado especial y seguro que alguien pagaría por eso.

Cuando acabó se quitó el casco de piloto, se pasó el dorso de la mano por la frente retirándose el sudor de sus cabellos y respiró hondo. Su pelo, corto y cortado caprichosamente, era rubio bajo la suciedad que lo cubría. Hacía mucho calor.

La pequeña Kalani, esa figura menuda, miró alrededor: hacía una buena mañana pese al bochorno y la vegetación que había tomado la ciudad a unos kilómetros de allí respiraba verde e intensa. Junto a la pila de cadáveres sobre la que se encontraba había un huerto arrasado y dos chozas construidas mayormente a base de planchas de uralita y madera adheridas de mala manera a los restos de una pared. No podía ser que todos los cadáveres correspondieran a los residentes del lugar dado el número de cuerpos muertos y, aunque había registrado las casas sin hallar nada útil, sabía que debía andarse con ojo: había habido una lucha y numerosas bajas.

Se dirigía a la ciudad. Era una decisión suicida, sin duda, pero no todo eran inconvenientes. Para empezar allí sería más fácil buscar comida y esconderse después de encontrarla. Pero habría adultos y estarían mejor organizados que los bandidos, tal vez no fuera tan fácil escapar de ellos si la veían aunque –pensándolo bien– seguramente le iba a resultar más sencillo pasar desapercibida.

Ella se sentía más cómoda en bosques o en ciudades que vagando por praderas y montañas donde no era difícil toparse con indeseables si éstos se lo proponían. Y para ella todos eran indeseables. Prefería trepar a correr. Adultos… La última vez que se encontró a una de ellos diciéndole que no le pasaría nada, resultó que sí le iba a pasar algo. Aquella adulta iba con su hija en busca de algún poblado en el que establecerse y Kalani se unió a ellos por una cuestión de elemental seguridad: a veces parecía que el mundo era un sitio demasiado grande para haber pasado tan sólo doce veranos en él. Pero en cualquier caso Kalani sorprendió a aquella adulta dándole a su hija una brutal paliza en la noche. Cogió el revólver que llevaba siempre en la mochila, apuntó, tomó aire y decidió largarse sin pegar un solo tiro. Y sin dejar de apuntar.

Lo cierto era que los niños tampoco eran mucho mejores, alguna vez había encontrado bandas de ellos saqueando y degollando al abrigo de la oscuridad. Bah, adultos pequeñitos. Y los pueblos… en fin, sólo había estado en dos y los dos en el desierto –un lugar al que se había jurado no volver–. Uno de los pueblos estaba gobernado por un cretino que tenía armas de fuego para proteger a su gente, sí, pero podía emplearlas contra ellos indistintamente, todo dependía de si los demás se doblegaban o no a sus razonables deseos, probablemente ya estaría muerto; el otro poblado estaba tomado por una familia gigantesca que la había invitado amablemente a que no se acercara a más de trescientos metros del cercado que habían levantado alrededor de los pocos edificios que por allí había so pena de volarle la tapa de los sesos.

Más adultos, y encima armados con pólvora –cada vez más difícil de encontrar–. Por si no era bastante insoportable ya la sola escasez de agua. Únicamente en un puñado de ocasiones había podido hacer trueques en el camino. Adultos raros, tres o cuatro hasta fueron amables. Y Kalani se decía “eres ingenua, Kalani” porque creía en la justicia. No en la que había, sino en la que podría haber, “y además robas”. Pero ella sabía que había algo especial en la justicia, en el hecho de que no había matado a nadie… algo puro que se mantenía intacto y cálido en su corazón. Porque, ¿debía ella haber matado a aquella madre? Por un lado estaba bastante segura de que hubiera tenido que acabar también con la vida de una hija que ya estaba acostumbrada a esa clase de relación con los demás a juzgar por cómo había estado mirando a la propia Kalani aquella tarde. Y por el otro, ¿cómo podía ella ponderar primero y ejecutar después algo así? Le daba la sensación de que algo profundo fallaba en todo eso. Sabía que, tal y como era
vida, casi nadie hubiera perdido el tiempo con consideraciones como ésas y habría disparado, que así se ganaba en tranquilidad. Pero ella era Kalani, y no tenía ganas de dejar de serlo. Además… no todos eran indeseables, aunque de entrada siempre fuese mejor considerarlos de ese modo. Hacía poco, mucho después de que le hicieran y le curaran la cicatriz, había tenido un compañero. Y en realidad iba a la ciudad con la secreta esperanza –velada incluso para sí misma– de encontrar a alguien, porque su cuerpo o sus tripas o lo que fuera que hubiese dentro de ella sabía que necesitaba contacto humano.

Abrió su mochila y sacó su botella de agua de río. Abrió el tapón y le dio un sorbo, se secó los labios con la lengua, volvió a guardar la botella, se echó la mochila al hombro. Se puso la mano sobre la frente a modo de visera y calculó la distancia que la separaba de su destino. Luego se echó a andar sonriendo, a fin de cuentas hacía un día fenomenal. Cuando ella andaba también bailaba un poquito mientras se imaginaba canciones llenas de ritmo.

Tenía que vivir un poco, ¿no? Se pasaba el día sobreviviendo…

2ª parte

Un par de horas más tarde, al mediodía, paseaba por las calles de la ciudad.
Siempre que caminaba entre los edificios de una ciudad tan grande pensaba más o menos las mismas cosas: “¿quién habrá sido tan idiota como para construir algo así?” o “¿cómo será la cara del primer gilipollas que pensó en hacer un edificio de diez plantas?”, porque todo era inserviblemente descomunal y también bastante absurdo tal cual estaba: cubierto de hiedras y musgo.

Aunque a decir verdad ella prefería con mucho esa alternativa verde a contemplar aceras grises y paredes sucias. Las plantas salvaban todo, quebraban el asfalto y las paredes y brotaban entre las grietas que se abrían en el orgullo del hombre antiguo.

Kalani había oído que antes no había plantas en la ciudad. Qué asco.

Tenía que buscar comida, así que rodeó un bloque de pisos que tenía buena pinta, por si acaso. Había una ruta de huída en el tercer piso hacia los tejados colindantes saliendo por una ventana. Entró en ese edificio de cuyas puertas hacía mucho que sólo quedaban los goznes y con el sonido de sus pasos unos pájaros alzaron el vuelo saliendo en desbandada por un enorme agujero en una de las paredes. Si había suerte, aún quedarían latas en conserva y si había gente, probablemente tendrían huertos en las azoteas y las plantas altas. Tenía que echar un vistazo.

Vio un par de ascensores atascados entre los pisos, inaccesibles. Los observó recelosa, ella nunca le confiaría su vida a nada que funcionara con una batería o mecanismo alguno. Bastante le disgustaba ya llevar ese revólver… tenía pocas balas y no quería usar ni una. Kalani llevaba cinco cargadas –y no seis, lo cual podía resultar peligroso si se disparaba el percutor, que era bastante sensible– y unas cuantas más en un bolsillo interior.

Cogió su arma e intentó hacer el menor ruido posible mientras evitaba pisar los cascotes y piedras que había diseminados aquí y allí.

Subió por las escaleras previendo que la tercera planta estaría tan desierta como parecía. Entre el tercer y el cuarto piso había un boquete infranqueable en lugar de escalones: cemento abierto y vacío. Pero la ruta de escape en principio era viable y, siempre y cuando tuviera un plan b, estaría más que dispuesta a continuar.

Se internó por un pasillo entre luces y sombras y restos de escombros meticulosamente apartados contra las paredes –el sitio parecía habitado, desde luego–. Había una ventana al final, llevaba a los tejados. Miró al techo, en algunos puntos podía ver el cielo abierto a través de los pisos superiores. En el corredor había un horrible papel descolorido en algunos tramos de las paredes –desgarradas y desnudas por lo demás– y marcos de puertas. Sólo una de ellas tenía hoja: la penúltima a la derecha.

Aguzó el oído. Creyó reconocer el sonido de un murmullo que procedía de la habitación cerrada. Nunca estaba de más saber a dónde no ir. Se metió en la primera puerta a la izquierda para encontrar una estancia vacía, moviéndose en silencio. No hubo buena suerte pero tampoco mala así que en su conjunto –y tal y como Kalani entendía las cosas– salía ganando.

Comprobó que las habitaciones laterales estaban conectadas paralelamente al pasillo principal: de nuevo veía marcos de puertas, y a veces ni eso, sólo manchas blancas de pegamento rodeando los vanos. Cruzó el pasillo un momento para echar una ojeada en la habitación de la derecha: vacía. A juzgar por la primera, éstas no estaban conectadas entre sí. Atravesó de nuevo el pasillo y volvió a las de la izquierda. En el segundo cuartucho a la izquierda había armarios.

Sigilosamente se deslizó hasta ellos y los abrió con mucha calma, evitando que las puertas chirriasen. Una considerable cantidad de latas de conserva apiladas fue lo que encontraron las dilatadas pupilas de Kalani que, emocionada y conteniendo una risotada que quería escapársele entre los dedos, dejó después correr la cremallera de su mochila cuidadosamente, sin bajar la guardia por un momento. Ya tenía una ceja arqueada y la lengua sobresaliéndole sobre el labio superior –su habitual expresión de concentración– mientras comenzaba a extender los brazos lentamente, cuando de repente su cuerpo reaccionó tensándose, alerta, sin espacio para un solo pensamiento, sin abismos en su mente por los que cayeran las dudas, más allá del silencio para que ni solo ruido pudiera escapar en él.

Estaba oculta y muy erguida junto al marco de la puerta. Porque había escuchado algo. Miró de reojo hacia el pasillo y también hacia el resto de las habitaciones que se extendían hasta el fondo. Y allí pudo ver la figura de un hombre sin camiseta que cogía algo que había encima de lo que parecía ser un colchón tirado en el suelo, una comodidad casi desconocida para la pequeña Kalani. El hombre, con toda seguridad un adulto indeseable, se marchó por donde había venido. Kalani escuchó un portazo, fenomenal, ¿sólo un adulto?, fenomenal. Pero no pensaba confiarse demasiado. Ellos no solían estar solos.

Volvió a sus quehaceres entre los armarios y cogió siete latas. Cuando se trataba de comida nunca tomaba más de un cuarto de lo que se encontraba, quizás era arbitrario, pero
obrar de otro modo no le parecía bien.

Se disponía a marcharse cuando escuchó unos gritos… ¿eran de hombre? Sí, eran de hombre. Eran gritos de dolor cortos, constantes, continuados. No era la primera vez que Kalani los oía, y siempre que los oía acababa metiéndose en líos.

“Eres ingenua, Kalani”, se recordó, “pero… no está mal, no está mal”. Una vez un viejo dispuesto a intercambiar bienes le dijo “la curiosidad mató al gato” y ella pensó que menudo viejo. No recordaba de qué hablaban, pero seguro que el anciano no lo dijo al tuntún. Empezaba a entender eso del gato muerto cada vez más.

Avanzó silenciosa por el pasillo, cuidando de dejar los vanos laterales a una distancia prudencial por si la puerta que de verdad era una puerta se abría de repente y tenía ella que esconderse en alguna de las habitaciones. Estaba rompiendo sus propias reglas: aparte de la entrada, su ruta de huída estaba al fondo del pasillo y no era muy sensato intentar escapar en la dirección de la que uno presumiblemente tendría que huir.

Deslizó el tambor de su revólver abriéndolo con cautela. Colocó la primera bala sobre el percutor, despacito. Se quitó las gafas de piloto, sus ojos de color azul oscuro brillaban al sol que se colaba por el tejado. Esas gafas dejaban un surco de suciedad, mugre y sudor alrededor pero al menos sus ojos estaban siempre limpios. Giró el picaporte, le dio un empujón a la puerta y apuntó. El hombre que viera hacía unos segundos estaba mirándola de frente, sobre otro colchón enmohecido, dándole por culo a un tipo que habría estado atado de pies y manos si no fuera porque tenía los codos seccionados, ahora muñones surcados por puntos de sutura.

Había una mesita de noche sobre la que descansaba un revólver y nada más que mereciera la pena. Paredes sucias, suelo agrietado, vómito, heces y agujeros en el techo, no eran detalles en los que en aquellos momentos ella fuera a reparar. Sin embargo la mano del hombre aproximándose lentamente a la pistola no le pasó desapercibida, aunque a la distancia que estaba le iba a costar mucho a aquel imbécil alcanzarla.

–Aléjate del arma antes de que te mate –le advirtió Kalani arrugando la nariz, parapetada tras el cañón de la suya.

–No quieres hacerlo, niña –observó el hombre, quizás leyendo algo en su rostro.

–Eso no significa que sea idiota –aseveró ella dando un paso adelante, frunciendo el ceño, concentrada y convencida.

Kalani se acercó poco a poco al revólver de la mesita, vigilante, lo cogió sin dejar de apuntar a aquel tipo, volvió a la puerta lentamente y allí contó las balas que tenía, se las quedó y guardó la pistola en su mochila. Tenía que rescatar a ese hombre sometido, no podía dejarle allí, para eso se la estaba jugando, ¿no?

Podía decir simplemente “dámelo”, quizás una frase más efectista como “ahora ese hombre me pertenece”, que molaba bastante, o algo así…

–Mátame –dijo no obstante el hombre mutilado en un hilo de voz quebrada.

–¿Q-qué? –se le escapó a Kalani, como si se le hubiera atragantado la realidad.

“No ha dicho mátale, ha dicho mátame…”, se aseguraba a sí misma.

–Mátame, por favor –repitió aquel hombre roncamente, sollozando, con una expresión de extrema angustia y perdición cincelada en el rostro, implorando una salvación de plomo.

Kalani escuchó risas y conversaciones subiendo por las escaleras. No podía permanecer allí ni un segundo más. Tenía que volar. No tenía tiempo para pensar. ¿Qué estaba bien, qué estaba mal? Sujetó con fuerza la culata del arma. Apuntó. Pegó un tiro. El retroceso tomó la forma de un tirón en sus brazos, dio un par de pasos hacia atrás por el impulso. La sangre manchó la pared y el cuerpo se desplomó inerte contra el colchón.

El indeseable –el que estaba violando al de los brazos amputados– aún tenía su miembro introducido en lo que ya era un cadáver. La sangre tibia también le había salpicado a él, que miraba inexpresivo, con los ojos muy abiertos, como si intentara dilucidar si aún seguía vivo o no, sin lograr conectar con la realidad. Pero a ella se le acababa el tiempo: como a través de una sordina oía el sonido de pasos que aligeraban y distinguía voces de alarma que se acercaban al pasillo, alertadas por el ensordecedor estruendo del disparo.

Mientras tanto su consciencia trataba sin éxito de salir de una nube de incomprensible y nítida comprensión, pero Kalani, dándose cuenta, se escabulló de sí misma. Y su mente y su cuerpo reaccionaron por ella y salió disparada de allí.

Corrió y trepó y saltó ágilmente entre tejados, vallas y escaleras que se precipitaban al vacío del asfalto. Era rápida huyendo y ellos terminaron por dejar de perseguirla. Aunque dejó de oírles, no paró de correr.

Después de un buen rato, apoyada sobre una valla, exhausta y tratando de recuperar el aliento, se puso a pensar entre bocanadas ahogadas y toses de agotamiento… Y lloró, porque cada lágrima tenía que liberar un pensamiento triste. Cada lágrima era el mundo muriendo una y otra vez. Tenía que rendirse cuentas a sí misma.

Reflexionó y descansó, y reflexionó. Cada lágrima era el mundo naciendo una y otra vez. Creía… creía que no se había equivocado. Así que, aunque vaciló unos instantes antes de hacerlo, empezó a bailar mientras caminaba. Primero con timidez, luego como siempre.

Silvana Pressacco – Argentina

La herencia intacta

Las líneas del tiempo se pintaron simétricas alrededor de tus ojos pero nunca lograron deslucir la luz de su picardía.

Los años que se iban colgando de tu frente apenas pudieron refugiarse en surcos débiles y paralelos porque nunca los mal alimentaste con preocupaciones.

Aprendí mucho de vos pero no tuve el tiempo suficiente para agradecer. Hubiera querido más horas a tu lado, viejo.
Me salpicaste con tus experiencias desde pequeña y ocupé un lugar importante en todas tus decisiones. Me dejaste como herencia el coraje para enfrentar la vida, me enseñaste a sonreír desde adentro, a sacar afuera lo que duele y a expresar sin vergüenzas lo que siento. Aprendí a quererme cuando me sentí tan querida en tu abrazo.

Tus manos siempre abrigaron las mías mientras tu espalda hacía de sostén para impedir mis posibles golpes. Me entregaste tus ojos cuando los míos eran dos huecos y aprendí a ver con optimismo. Aprendí –como vos decías– a descorrer los velos.

Cuando me sorprendiste con tu repentina partida, el calor del hogar resultó insuficiente. A veces arde el frío, quema, pero ya no me lastima.

En ocasiones me encierro entre mis propios brazos para reemplazarte, para sacar el aire que me sobra. Extraño tanto ser la princesa de tu cuento.

Desde el espejo, una mujer me sonríe con las mismas líneas en los ojos, tan parecidos a los tuyos. Sonríe mientras anhela dejar a sus hijos tu herencia intacta.

Anécdotas de una docente: Marcelo

Según el gabinete psicopedagógico, Marcelo no tenía problemas de aprendizaje, sino que era tímido y eso le impedía interactuar con otros, incluso con el conocimiento.

Sus familiares lo traían desde el campo a las clases de apoyo escolar y, en más de una oportunidad, su madre me esperó a la salida para transmitirme su preocupación. Según ella, los profesionales del gabinete le describían a un desconocido.

Con el tiempo yo también llegué a pensar que Marcelo no era tímido porque se desenvolvía como uno más a pesar de que el grupo estaba conformado por alumnos de distintas edades. Me gustaba verlo concentrado, con el ceño fruncido y sus ojitos fijos en los números que comenzaban a dejar de ser sus enemigos. Cuando completaba una de las tareas me preguntaba entusiasmado con qué página del cuadernillo de actividades podía continuar.

Sin embargo, las notas escolares y la participación en clase no mejoraban.

Cuando tuve la oportunidad de ser ayudante de cátedra, elegí hacerlo en el curso de Marcelo porque mi intuición me decía que había una realidad que no dilucidaba nadie, ni siquiera él. Algo lo obligaba, en las horas normales de clase, a regresar al caparazón del que todos me hablaban.

El recreo transcurría sin que él lo advirtiera porque permanecía en el aula completando las tareas, o con la mirada fija en un sector del pizarrón y, al terminar la jornada, se sentaba en un banco del patio esperando que sus padres vinieran por él. Nunca miraba hacia la puerta de entrada, porque su atención estaba en la punta de sus zapatos y permanecía ajeno al movimiento del alumnado hasta que alguien lo obligaba a salir de esa abstracción tocando su hombro.

En una oportunidad, la Jefa de Cátedra me permitió analizar las evaluaciones de Marcelo. La sorpresa fue comprobar que todas estaban incompletas y que en lo poco que hacía no evidenciaba problemas de comprensión. El tiempo no le era suficiente. Algo le impedía demostrar la capacidad que yo le conocía.

Como mi desconcierto crecía a medida que Marcelo mejoraba en mis clases y no mostraba cambios en el colegio, decidí conversar con docentes de otras áreas. Todo se aclaró cuando comprendí que las dificultades se le presentaban en las asignaturas donde el pizarrón era de uso corriente.

Nunca olvidaré la mañana en que me crucé con su madre a la salida del colegio. Creo que la señora descargó todas sus tensiones al abrazarme, porque me hice pequeña contra su pecho. En un principio sentí un desconcierto prolongando ese momento en el que sólo se escuchaba su sollozo y, al separarnos, no fueron necesarias las palabras. En sus manos llevaba la libreta de calificaciones de su hijo como si se tratara de un trofeo.

Marcelo, apoyado en la camioneta, limpiaba los cristales de sus gafas gruesas mientras protestaba por su demora.

Acerca de Silvana Pressacco

Gerardo Campani – Argentina

Bacanal

Estoy, al fin, frente a la mesa que más me gusta: una tabla de fiambre, con bondiola y queso Chubut. Hay también un frasco de aceitunas verdes, morrones, salsa golf, pan casero y una botella de cabernet. El vino tinto me hace doler la cabeza, pero al día siguiente. Por la tarde hice una última incursión en la satisfacción de los sentidos más bajos (más abajo del estómago). No fue la plenitud que siempre busqué, pero al menos ahora no la estoy buscando. El rostro aniñado de ese cuerpo alquilado me acompaña al costado de la escena, apagándose de a poco. De a ratos interrogo a mis imágenes, acumuladas en tantos breves años: ¿debería este momento postergado ser más patético o más estremecedor? La verdad es que, hasta ahora, los colores que me rodean son los mismos, y la sangre fluye autónoma y ajena, como siempre. Corto una rodaja de pan y un trozo de bondiola. Como. Mastico. Paladeo. Es muy rica esta bondiola, y el pan, perfecto. Un sorbo generoso de vino me hace seguir pensando. ¿Habrá un crescendo en esta bacanal secreta que me sitúe en una cúspide extática propicia a la trascendencia? ¿Habrá un momento en el que el placer me diga “este es el broche de oro” o “ahora o nunca”? ¡Qué tiernas las aceitunas y qué grandes! La salsa golf les agrega un gusto exquisito. ¡Roquefort! ¿Cómo me olvidé del roquefort? ¡Qué lástima! Con roquefort hubiera sido perfecto. Este pequeño contratiempo le confiere al momento una nueva dimensión de realidad. Mastico y lucho, a la vez, contra frases que me acechan tercamente, pero que no voy a permitirles la entrada. Frases como “la última cena” o “el canto del cisne”. El cabernet es ideal para componer esta obra de arte: separa los distintos sabores de la comida como en párrafos, y a la vez los organiza como un texto. De una cosa estoy seguro: este otro texto no va a recibir corrección, no mía, por lo menos. Alguien va a descifrar esta letra garabateada, de médico, extraña a este papel de envolver con que traje los manjares del almacén. Después, tal vez, serán mecanografiadas en una hoja decente, y envejecerán en una carpeta en una comisaría, o en algún juzgado (tampoco le permití la entrada al ridículo encabezamiento “Señor Juez”). Los colores, qué extraño, siguen sin cobrar intensidad, no son los colores saturados y definidos de los sueños. No sé si esto es mejor o peor, pero siento una leve decepción. Neoplasia. No es una palabra tan terrible. No tanto como cianuro de potasio, más sonora, más real, más al alcance de mi mano. Pero ninguna palabra es incompatible con la consistencia exacta de este bocado de queso. Sin embargo, este festín no tiene crescendo; no habrá, ya lo sé, una cúspide extática propicia a la trascendencia. El momento deberá ser cualquiera. Cualquier momento entre los situados más altos en esta sinusoide achaparrada. De todos modos no está mal. ¡Qué exquisito cabernet! Siento la libertad (qué curioso que es sentirla en este momento) corresponderse con lo fatal, y esto es un descubrimiento que me conforma. Neoplasia es un absurdo, una posibilidad desechada. Cianuro es la elección y a la vez la predestinación. ¿Y el momento exacto? Cualquiera, pero ¿cuándo? Ya me he comido la bondiola y más de la mitad del queso. El frasco de aceitunas está aún casi lleno, pero ya no me apetecen. Queda un poco de pan, y un cuarto en la botella de vino. El momento será cualquiera, pero no dentro de mucho tiempo. Sigo ahora sólo con el queso, que es lo que más me gusta. No sé si soy rata para la astrología china, y no voy a averiguarlo. También aquí coinciden la libertad y el determinismo: no me interesa saberlo y no podré saberlo. ¡Qué sensación extraña y agradable la de comer queso sin la preocupación de futuras constipaciones! ¡Qué privilegio el de tomar vino tinto sin el temor de la migraña del día siguiente! Neoplasia. No tiene sentido; nunca, en realidad, tuvo sentido, nunca tuvo significación por sí misma. Cianuro. Tampoco. Es el nombre de un trámite breve que reemplaza otros más fastidiosos. Cabernet. Un símbolo, un tanto arbitrario, de las cosas que van a quedarse de este lado. Junto con el reloj pulsera, que dejé en el baño; con los mocasines guinda que compré el mes pasado y no llegué a estrenar; con los recuerdos de sueños terribles y maravillosos; con diálogos fragmentados y escenas entrecortadas, míos y ajenos; con lo que supuse que era el amor de Adriana; con la mirada incomprensible de la niña alquilada, con ese rostro que vuelve a hacerse nítido y me observa con expresión de máscara, como destacado, tal vez por ser el último. Se acabó el vino, qué pena. Aunque el cianuro, me aseguraron, no da tiempo ni a un último sorbo de vino. ¡Qué extraordinario! Me acabo de dar cuenta de que he dejado, al fin, de fumar. Los cigarrillos están en el dormitorio, y no tengo ninguna gana de fumar, a pesar de que acabo de comer. Mis últimos pensamientos no están, definitivamente, a la altura de las circunstancias, y a lo mejor es preferible. ¿Y qué siento, por lo menos? Nada. Se me está terminando el papel. El registro de estos últimos instantes podría consolar a mis deudos, o tal vez informarle a quien lo lea que no es tan terrible esta determinación. Bajo la mesa me espera el frasco mágico. Un ligero temblor en mi mano empeora  la caligrafía de estos renglones finales. Miro con desgano a mi alrededor (los anaqueles desordenados, el televisor apagado, las migas de pan desparramadas sobre la mesa, la puerta entreabierta que da al baño), como echándole un último vistazo a este pequeño rincón del universo.

1992

Acerca de Gerardo Campani

Ovidio Moré – Cuba

El comerciante

Fotografía de Arantza Gonzalo Mondragón

Cuentan que en un pueblo de la campiña cubana vivió el viejo Celestino Mendoza. Un viejo desabrido y cascarrabias que siempre vestía de verde y llevaba un enorme sombrero alón de color naranja con flecos azules y magentas. Pero… ¿cómo era que tan pintoresco atavío, propio de un payaso de feria, era el vestuario de aquel viejo malhumorado, gruñón y triste, que se peleaba con todos por el más mínimo detalle? El dilema estaba en que el viejo Celestino era dueño de un secreto, y este secreto le había agriado el carácter arrebatándole  la alegría. Celestino no podía  sonreír aunque hiciese el intento, pues su boca se transformaba en una mueca espantosa que no dejaba escapar la risa.

El viejo Celestino no siempre había sido así. Hubo una época en que era un hombre jovial, bonachón y botarate. Trabajaba como vendedor ambulante y se hacía acompañar de una cotorra, una jutía conga y una jicotea. El viejo Celestino vendía palabras. Sí, como lo oyen, comerciaba con palabras, palabras fugaces y palabras eternas, fáciles y difíciles, dulces y amargas, vacías y  de intenso significado, benditas y malditas, alegres y tristes, benéficas y ponzoñosas, y así, un larguísimo catálogo de palabras que no tenía fin. Iba de pueblo en pueblo con su mercancía, sus mascotas y su llamativo vestuario en una carreta tirada por un buey más viejo y matungo que el propio Matusalén.

Un día Celestino llegó a un pequeño pueblo de apenas veinte  bohíos  en la falda de una montaña del Escambray, y allí empezó a ofertar su mercancía.

El pueblo estaba falto de palabras y todos fueron a por la que necesitaban y hasta algunos de los vecinos se llevaron de más, por si las tenían que utilizar más adelante, cuando se les presentara la ocasión propicia, y otros, porque les sonaban tan raras y exóticas, que quisieron guardarlas como un tesoro.

Celestino estaba eufórico, había hecho una buena venta. De todos los sitos visitados en lo que iba del mes, era donde mejor había vendido sus palabras. Con la bolsa llena y el corazón feliz recogió todas sus pertenencias y, montado en su carreta, se dispuso a partir. Y partió, pero no había recorrido aún ni un kilómetro desde la salida del pueblo cuando se topó, a la orilla de la guardarraya, con un bohío solitario. El bohío era de tablas de palma y techo de guano como todos los bohíos, pero llamaba poderosamente la atención por un detalle en lo alto del techado, un cartel de yagua con letras en cal, rezaba: SE VENDEN SECRETOS.

Cuentan que Celestino, mordido por la curiosidad o quizás por la perspicacia y la intuición de comerciante presto a renovar su mercancía y su oferta, se decidió a entrar en aquel bohío con el ánimo de comprar algunos secretos que luego pudiera revender. Palabras y secretos hacían buenas migas, dicen que pensó. Al entrar en el bohío sólo encontró a un viejo idéntico a él, vestido también de verde, sentado en medio del suelo de tierra y con un gran tabaco en la boca. El viejo del bohío tenía la mirada más vacía que Celestino hubiera visto en su vida.

—Buenos días, vengo a comprarle algunos secretos… señor… —dijo Celestino, dejando las palabras en el aire, a la espera de que el otro respondiera.

—Señor Sin Nombre —contestó el viejo sentado. —Ese es el primer secreto, el único secreto, el secreto más grande, el secreto que tengo en venta.

—Sólo ese…, pero si el cartel dice secretos… no un secreto ¿Me toma usted por guanajo? ¿Qué de especial tiene su nombre para que sea secreto?

—Mi nombre es el padre y la madre de los secretos. Quien acceda a él conocerá la verdad y la mentira.

—¿La verdad y la mentira…? ¿De qué? —dijo Celestino con incredulidad y sorpresa.

—Ves, ya se ha desprendido otro secreto —dijo el viejo del tabaco echando una inmensa bocanada de humo—. Compre usted mi secreto y sabrá todo sobre la vida y la muerte, sobre lo conocido y lo desconocido, sobre los dioses y los demonios, sobre el hombre y la mujer, sobre el arte y la ciencia, sobre la modestia y la soberbia, sobre el amor y el desamor…

—¿Todo eso? —interrumpió Celestino.

—Todo eso y mucho más, porque conocerás el secreto del Poder, y de este deriva todo lo que te he dicho. Mi nombre es la llave de ese cofre.

—¿El secreto del Poder? Suena interesante… y ¿cuánto pide por su secreto?

—Una palabra.

—¿Sólo una palabra? Pues ha dado usted con la persona indicada, yo vendo palabras.

—Lo sé, pero no me la venderás. Haremos un trueque, yo te digo mi secreto, o sea, mi nombre, y tú me das la palabra, y nunca, nunca jamás, podrás venderla a nadie una vez que sea mía.

Celestino accedió, pues pensó que hacía el mejor negocio de su vida. Por sólo una palabra sería dueño del padre y de la madre de todos los secretos, conocería el secreto del Poder.

—Y cuál es la palabra —preguntó Celestino.

—La palabra LIBERTAD.

Y cuentan que Celestino hizo el trueque, y al oír el gran secreto éste se le coló por los oídos como un ciclón, alojándose en su cerebro para luego bajarle por todo el cuerpo y meterse en su sangre convirtiéndola en plomo. El secreto se hizo tan pesado que apenas podía moverse, luego sintió como se retorcía en su boca privándole de la alegría. El viejo Sin Nombre le dijo:

—Ahora ya lo sabes todo, nunca podrás contar este secreto, pues, si intentas decirlo, morirás al instante; tampoco creo que puedas seguir comerciando con palabras, al darme la palabra libertad me has dado tu propia libertad y yo te lo prohíbo, además, me quedo con toda tu mercancía, ya no eres libre para utilizarla a tu antojo.

El Viejo de Verde echó mano del gran saco de palabras de Celestino, metió la mano y, después de rebuscar un poco, dio con la palabra elegida: SILENCIO, y dibujando una sonrisa sardónica en su rostro, la lanzó a los pies del, ya para siempre, amordazado Celestino.

Desde ese instante Celestino Mendoza dejó de comerciar con las palabras y arrastró el pesado secreto hasta la tumba. Y aunque siguió vistiendo con su alegre y comparsero traje hasta el día de su juicio final, denotando una alegría superflua, por dentro la tristeza le corroía el alma. Celestino Mendoza había quedado “Fuera de Juego”.

Mirella Santoro – Argentina

Como un barco de papel

Texto & fotografía

El San Giorgio no era un barco como el Andrea Doria que pertenecía a una línea de lujo y que, como el Titanic, tuvo una vida efímera y se hundió en el Atlántico septentrional. El San Giorgio era viejo y destartalado.

Loredana, al investigar sus orígenes, descubre en su historial que antes tenía otro nombre y que se había destacado en la etapa en que sirvió como buque hospital de la armada italiana durante la Segunda Guerra, época en que fue bombardeado. Lo acondicionaron y, a principios de los años ’50, fue destinado a una ruta hacia Sudamérica.

Era un barco pobre y para los pobres que emigraban a otro hemisferio, escapando de un futuro de miseria, en la persecución de esperanzas a las que aferrarse.

Loredana tenía cinco años cuando zarparon del puerto de Génova. De la uniformidad de la travesía de casi un mes, ella recoge apenas unas hilachas que su memoria le robó al olvido. Flashes que con el tiempo pudieron desvirtuarse —quién sabe, ya no están los padres para confirmarlos y sus hermanos mayores vivieron en ese viaje otra realidad—. Sin embargo, lo que persistió en ella de esos recuerdos fragmentarios, fue un sentimiento genuino, sutil como el perfume de un ramito de lavanda oculto en el fondo de un cajón.

La madre había pasado buena parte del trayecto en el camarote, recostada en la litera, así le contaron, doblegada por las náuseas. Todos esos días de navegación se condensan para Loredana en las escasas imágenes de su escapada.

Como en una película borrosa en blanco y negro, que vira al amarillo igual a fotos que envejecen en álbumes, se ve con un vestidito sin mangas, con volados en los hombros (probablemente un detalle más asociado a su foto del pasaporte que a la veracidad de los hechos), correteando por largos pasillos vacíos que se ensombrecen en laberintos descendentes, conectados por escaleras de hierro.

Sin transición, como en los sueños, está en una sala grande, iluminada con avaricia por unas lámparas. Hay filas y filas de literas dobles, mucha gente, voces, risas, llantos y canciones, en una mezcla viva, palpitante. En el limitado espacio disponible se apiñan baúles, bultos, valijas.

Caras pálidas, anémicas de sol, la rodean: mujeres con ropas negras y pañuelos atados detrás de la cabeza, algunas con bebés prendidos al pecho; chiquilines panzones y descalzos la espían detrás de sus polleras y, los más atrevidos, se acercan para tocarle la abundancia de los rulos, a esa edad de un castaño casi rubio, sujetos con un moño que parece una mariposa con las alas abiertas.

La sensación que se mantiene en el recuerdo es que se encuentra bien allí, en la gran cámara de las mujeres. Después se enterará de que las familias habían sido separadas, los hombres estaban todos juntos en otro sector de la bodega. Y supo que cuando llegaron al Golfo de Santa Catarina, hubo una tormenta tan fuerte que zarandeó al barco como si fuese de papel, el agua inundó parte de la tercera clase y a muchos se les arruinaron las pertenencias.

Pero en el recorte que permanece alojado en su memoria, todo es novedad, sorpresa. También para las mujeres verla allí abajo, solita. Tampoco sabe si la frase fue dicha, ni si fueron las palabras exactas, que perduran como el eco de un estribillo: povera creatura, s’è perduta… Hay una protección salvaje, de lobas que cuidan a sus cachorros y el instinto las lleva a no abandonar al que de otra manada se ha perdido. No se marcan diferencias: la que viene de “arriba” con las que están en las tripas del barco. Forman un cerco de amparo, de telas oscuras y manos ásperas de trabajo, procurando destejer miedos.

Unas manos le han quedado particularmente grabadas. Cerca hay una bolsa grandota de arpillera, llena de frutos secos. Las manos, que ya no tienen ni cara ni cuerpo, toman algunas nueces, las aprietan entre sí con fuerza, una boca ignota sopla las cáscaras, y le ofrecen la carne cándida y sabrosa del fruto.

Si armara el recuerdo como si fuese una película podría decir que después de un fundido en negro, se vería en subjetiva la entrada del salón por la que se asoman mujeres anónimas, sin facciones, apenas unas sombras que agitan sus brazos en el saludo final. A medida que se aleja, ellas empequeñecen hasta convertirse en un manchón fuera de foco. Y en la secuencia siguiente habría un plano de la nena del moño enorme, sujeta a otra mano, que la conduce por pasillos y escaleritas que suben y la devuelven a la comodidad del minúsculo camarote para seis en segunda clase, logro de las múltiples gestiones hechas por el padre.

El último vestigio de la aventura es la vista del mar desde algún punto estratégico, un poco más alto que el nivel del agua. Loredana recuerda las salpicaduras saladas, como lágrimas furiosas, y los surcos de espuma que bordan arabescos en el agua verde del océano: una especie de mantilla de encaje que el barco va desplegando a su paso. Y si fuera una película, sobreimpresa en la estela ondulante, aparecería la palabra fin.

Lo que sucedió en el barco después de esas escenas, es la parte olvidada de su historia. Lo que ella hoy necesita recrear es la tenue sensación de confianza, de libertad, la mirada inocente, donde aún no han encallado los miedos de los mandatos y las obligaciones, los prejuicios. La vida es un juego feliz, compartido con mujeres viajeras que ofrecen caricias y nueces, mientras se deslizan sobre un mar que teje para todas puntillas de espuma.

Cuando lleguen al otro lado del mundo serán inmigrantes y cada cual cumplirá su destino, cargando con la incertidumbre de ser extranjeros, de no tener pertenencia, de empezar de nuevo. Pero eso vendrá después, todavía están en el San Giorgio, como en familia, como en la patria.

Acerca de Mirella Santoro

Isabel Reyes Elena – España

Des-vivirse

Voy a sellar mi boca con su melancolía.

Voy a tapiar mi mente y toda la barroca amargura de los versos que no terminan de definirme.
Voy a cerrar la puerta sin echar la vista atrás y a subir las persianas para sentir el aire fresco en las mejillas.

Voy a volar.

Podría hablar de tantas cosas…

He amado y me han amado, conocido medio mundo, cuidado cuerpos mutilados y heridas ajenas olvidando las mías, pero todo lo estropea la dichosa nostalgia de ti.

Debería haberte metido en el frigo hace muchos años. Sentir el resentimiento que te ganaste a pulso, para librarme de escribir mediatizada por tu recuerdo.
Me jodiste la vida.

Va siendo hora de no eludir el odio, pero si dedicara el tiempo que me queda a sentirlo, seguiría siendo una víctima del recuerdo.

El pasado, pasado está.

Hoy me apunto al olvido.

Isabel, estás en ese punto en que lo que pasó es mucho más que lo que se vislumbra. Ha sido largo y difícil, muy difícil, pero jamás intentaste acortarlo.

Has sido valiente para enfrentar la vida y leal con tus amigos, aunque algunos terminaran como despojos y te frustraran.

Tampoco te quejaste demasiado cuando alguien te consideró exclusivamente como una médico útil y precisa.

En el fondo, reconócelo, siempre te satisfizo que te necesitaran.

No tuviste nunca grandes ambiciones ni se te ocurrió pensar que la humanidad estuviera en deuda contigo, así que tampoco esperaste grandes compensaciones, ni premios, ni regalos.

Buscabas la paz y es casi lo que tienes.

Buscaste amor y todavía te late el corazón para la entrega.

Al final, Isabel, naciste mansa y heredaste la tierra.

¿Se puede pedir más?

Acerca de Isabel Reyes Elena