EL OTRO Y LA PERSONA

por Edilio Peña – Venezuela

¿Cuándo una persona se transforma en un personaje? Antes de indagar y hallar la respuesta que parece imposible, habría que preguntarnos, quizás, lo más inquietante: ¿cuándo una persona deja de ser lo que parece, con una supuesta identidad propia, para, en un instante, transformase en aquel desconocido sin nombre que creía haber olvidado o extraviado en la selva de la niebla impenetrable, desde el inagotable misterio del ser?

Ese otro que se presenta sin anunciarse ante el reflejo de las aguas oscuras y profundas, en esos laberintos azarosos de la vida, o como un doble que lo persigue como la culpa, el crimen o el castigo en la acuciante vigilia o el insomnio. Un ser extraño que también lo asalta en el sueño tenso de la pesadilla donde, a veces, un resquicio de su memoria tapiada se rompe y le revela que es una bestia, un bicho raro, o un niño perdido y desamparado  entre la ceguera y la orfandad.

Acontece que mientras duerme, inesperadamente, la persona emite un grito sostenido al descubrir, desde el fondo de la inconsciencia, que se halla confinada en una prisión, más oscura que la misma noche desgarrada, con el cuerpo paralizado y, por más esfuerzo que haga por despertarse, lo traiciona la falsa idea de que se ha despertado, estando inmerso aún en la pesadilla y en la angustia más demoledora, al percatarse que no puede mover ninguno de sus miembros.

El drama se acrecienta cuando la persona no tiene a nadie cerca que lo despierte de su impotente y sordo socorro y la agonía puede prolongarse hasta la muerte, en el intenso sopor que empapa las sábanas blancas en un púrpura espeso de sangre. Al ser condescendiente con lo sublime, en la pesadilla, la persona también ha podido descubrir que seguramente había sido un ángel al que le quemaron las alas antes de convertirse en persona o personaje. Pero, ya es demasiado tarde para repararlas y volar más allá de sí mismo; porque las nuevas que pueda obsequiarle Dios, nunca podrán pertenecerle ni volar a donde quiere ir. Así sea, hacia el sin sentido.

Acorraladas, algunas personas fabulan el deseo infantil del carnaval y se disfrazan a escondidas de los curiosos y espías, para alejarse de ese ser que lo habita y del que ha comenzado a dudar porque lo encarna como el personaje de una novela, película o pieza teatral que necesita conjurar. El tormento acrecienta ante la mirada de los espejos porque no lo deja realizarse más allá de la cultura, la religión o la sociedad fundada en rígidas normas que le  ha pautado su conducta.

A veces el doble, o los desplazamientos mentales, se instalan como una provocadora necesidad para cruzar los puentes prohibidos, pero es una tarea clandestina riesgosa de la cual nadie más puede enterarse, porque se precipita la catástrofe y se puede entrar en la locura. Es como aproximarse a los abismos o a un complejo problema matemático. Los infieles, los traidores, los desleales, saben de eso. Aunque el amor o el odio los justifique en su arriesgada aventura. Mucho más, si logran su objetivo. Real o virtual. Porque ninguna persona se sostiene en una sola expresión, en un solo sentimiento, en una sola máscara. Así lo jure o lo prometa en la convivencia con los otros. Todo ser humano, es como ese personaje de la novela de Italo Calvino: El Vizconde demediado.

PENSAR EL TEATRO

por Edilio Peña – Venezuela

Pensar  el teatro, es más que pensar la representación de una ilusión o un acontecimiento, un sueño o una pesadilla. Es pensar lo fantástico o lo inimaginable como una ciega certeza que nos rebasa. Por eso en el teatro no puede existir la realidad. La realidad es demasiado estrecha para la imaginación y la propia vida. Quienes intentan este desatino de ser fiel a la realidad de la idea y de los principios atávicos de cualquier pensamiento,  desprecian la representación teatral que descarna la honda mentira en que se está sumergido por los espejismos. Pero eso no quiere decir que el teatro sea un defensor absoluto de la verdad.  Porque la verdad a veces puede ser una coartada de una imposición. Quizás es un expositor de la resbaladiza  certeza. Además, el teatro es demasiado ambiguo para ser  evangelista.  Su falsedad es su virtud.  Moliere la glorificó con su comedias.

Un teatro oscuro es más verdadero que un teatro explícito. Llámese este último, social o psicológico. Los personajes de los  verdaderos dramaturgos no  deben decirlo todo;  y de hecho, no lo dicen. El diálogo es el arte supremo de la conversación que vertebra la ausencia.  El teatro se habla para develarse y revelar al otro. No por la estrategia consciente de la voluntad.  Eso crea una paradoja: La representación  de la historia no se convierte en un catálogo de imágenes. Es más, la imagen como destino final de la representación puede ser sacrificada oponiéndole la nada. Solo una mano, un objeto o un haz de luz puede ser suficiente. El ego de la representación es desterrado de la ambición promiscua del barroco teatral a que se nos tiene acostumbrado. Se  debe dramatizar en otra dimensión escénica para que el espectador abandone la razón de ser testigo y se convierta en un poseso que activa la remoción de su triada, física, psíquica y espiritual.

El verbo desencadenado es un gran peligro en estos tiempos  de incontinencia verbal.  Hablar mucho conduce al sin sentido de la reiteración. A veces hay que contraer las riendas del verbo; otras, ahogarlo en el silencio. Dejarlo sin respiración hasta que aparezca la máscara desconocida del pantano o del océano.  Y eso no lo puede lograr el naturalismo ni el realismo tradicional. El teatro sinfónico terminó con William Shakespeare. Chejov e Ibsen fatigan.  El pasado es un fardo que pesa  en la existencia de sus personajes. Cada vez que uno de ellos entra a escena,  tiene que relatar de donde viene; y en ese relato minucioso que convoca el detalle, descubrimos las motivaciones veladas o explicitas de los personajes. Leemos las obras de  William Shakespeare para enterarnos cómo son las tácticas y las estrategias de las intenciones de los personajes que luchan por lograr su magno objetivo.

Macbeth mata al rey Duncan, y al hacerlo, se percata con ello, que  ha asesinado el sueño. Desde entonces, el insomnio lo atormentará.  Ricardo  III,  el único personaje de  literatura dramática que parece no padecer de culpa, asesina  amigos y familiares  en una trepidante y macabra ascensión por entre la escalera de sus víctimas,  con el solo fin de coronarse rey con  su ostentosa ambición y  fealdad; pero en el último acto,  inesperadamente, grita lleno de terror al saberse perdido en la última batalla: “¡ Mi reino, mi renio por un caballo!”. No obstante, en siglo XX, el dramaturgo Irlandés, Samuel Beckett, escribió una pieza llamada Esperando a Godot, donde el pasado ( la motivación), la intención y  el objetivo dramático de sus personajes, no era la premisa estructural para concluir la obra como  expresión de la intriga que  tienen las  piezas teatrales tradicionales.  Beckett había descubierto el absurdo de la vida en el teatro.  Quizá porque una obra teatral cuando culmina en representación,  es para crear una gran insatisfacción en los espectadores, un desasosiego que se puede celebrar o despreciar. Los espectadores  deben marcharse   del teatro,  como si estuvieran a punto de partir de la vida, sin haberlo dicho todo. Aquí la banalidad no calza, pero tampoco la épica.

 Los personajes de la ficción teatral,  están condenados al destino de morir en cada representación, en el sentido de que nunca serán idénticos sus actos en cada nueva representación que se haga de ellos. Sin embargo,  tienen  la posibilidad de resucitar con posturas, gestos y movimientos distintos, así la representación siguiente no sea idéntica a la primera. Hay momentos en que los personajes  teatrales  son como Lázaro burlándose de la muerte. El tiempo existencial es tan breve, que no  permite al personaje  teatral eternizarse en el espacio ni en el tiempo.  Están condenados a existir  en  el fugaz  ahora, ese presente  que los desvanece, y que alguna memoria que se resiste a olvidarlos, eventualmente, los recordará en su última agonía. Ni  la persona ni  los personajes podrán escapar a esta sentencia.  A veces silente, otra brusca o cruenta. El dolor  nos lo recuerda. Nos marchamos de este mundo  sin terminar de hacer y ser completamente lo que quisimos, deseamos o soñamos ser. Algunos descendemos a la tumba,  petrificados por  aquellos secretos inconfesables. Ese es el gran misterio de la vida, que intenta reproducir el buen teatro. Quizá por ello, escribir teatro, no resulte fácil. Porque no es lo que dicen los personajes lo que importa, sino, lo que dejan de decir en la situación dramática límite que los confronta. Ese abismo que los coloca  en el vértigo que produce el vacío.

«El guión, la ilusión de un sueño», ensayo de Edilio Peña

Imagen by Tomislav Jakupec

Cuando la estructura del guion de una película, sobreviene en estructura paradigmática obligante, limita las posibilidades de exploración entrañable de la historia que habrá de convertirse en película. Es decir, todas las películas que se elaboren a partir del paradigma estructural impuesto o de moda, habrán de ser la misma película, porque todas partirán de la misma estructura en la que se estableció su naciente y desarrollo embrionario. El guionista ha vaciado en el mismo molde estructural, la historia que el director pretende convertir en película única y singular. O una maquinaria más compleja que encarna el productor como representante de la industria del cine. A partir de entonces, inventiva del guionista quedará maniatada por una inducción consciente o inconsciente. Eso habrá de tener un impacto en el espectador porque quedará sujeto a un solo marco de exposición narrativo que irá reprimiendo la libertad natural de su propia percepción. La diversidad estructural no existirá, porque desde los inicios de creación de una película, ésta habrá de estar sujeta al paradigma establecido por el matrimonio del mercado y el cine, pero también, por la ideología que constriñe, bien entre las sombras o la oscuridad, intereses del capital productor o el Estado.

Pocos cineastas han escapado o escapan a esta dictadura de hacer cine sin sacrificar la elección personal. Su subjetividad zozobra de no alcanzar a hacer la gran obra. Postergarla es suicidarse. Andrei Tarkovsky, Igmar Bergman, Luis Buñuel, Akiro Kurosawa, y la irrupción de ese cine venido de lejos, del medio y lejano Oriente, del corazón del África, etc. Andrei Tarkovski jamás hubiera podido pasar un examen de admisión en una escuela de cine de Norteamérica. Nadie se hubiera atrevido a producir esos raros y tediosos guiones que elaboraba. Allí lo admiran, sí, pero desde lejos. Los estudiantes de las academias de cine o de algunas universidades de Norteamérica, no deben entusiasmarse demasiado con esa concepción arbitraria de estructuración de un guion y la realización de una película que viene de otra cultura, sensibilidad y concepción cinematográfica. Los lentos narrativos, los planos largos para celebrar el silencio, el viento o la nada habrán de ser insoportables para un director de cine con formación e influencia americana. El mero estorbo de una secuencia donde “no pasa nada”, no puede ser tolerado, porque no sirve al producto a vender. El producto que está por encima de la obra artística. La mercancía.

Quizá la demanda de este tipo de estructuras cinematográficas, está sujeta a la conducta enferma a nivel cognitivo de ese ser social y existencial, que al convertirse en espectador de una película, espera de que acontezca algo en la ficción que no acontece en la realidad que vive y que ansia sea modificada. No por una razón conocible sino por una pulsión desconocida. Ya que lo sojuzga el miedo y la incertidumbre de no saber, finalmente, que quiere en medio de las privaciones conscientes e inconscientes. Una necesidad de tragedia apocalíptica, de drama exagerado y de risa falsa, respira y persiste en la sociedad que habita. La fantasía de la transgresión se impone y ha comenzado a desbordarse, ya no necesita un detonante. El personaje como lo concibe la sociología o la psicología ya no existe, porque su más cara metáfora, el ser humano, agoniza o ha muerto. Las técnicas de actuación de los actores está sujeta al cuerpo emocional del personaje, no a la existencia inaprensible, aquella que no se expresa ni con el cerebro o el corazón. La falla está en que el punto de encuentro entre la estructura dramática paradigmática del guion y la técnica de interpretación del personaje, es la consecuencia de la primera. Entonces, ambas se alienan. El método de actuación del ruso Constantin Stanislavski, fue adaptado por los maestros de la actuación norteamericana, introduciéndoles las pautas psicoanalíticas de Sigmund Freud. Lee Strasberg fue su aladi desde su mítico Actor Studio. A través del logos nacería todo el nuevo teatro norteamericano, pero también el cine con una imagen  distorsionada y asesina.

Pero, ¿ quiénes construyeron la estructura totalitaria del cine en una  expresión paradigmática? Por supuesto, la industria de los productores en base a los dividendos que su producto ganaba en el mercado. ¿ Y a quienes les fue forzado elaborar los métodos de escritura del guion al considerar, desde las ganancias del mercado, lo que era una buena película? La mano esclava de aquellos guionistas que escribían, sin conocimiento de la reflexión y el ensimismamiento, de lo que era verdaderamente una trama y un carácter. La mayoría no leía. No pensaba. Desconocía los procesos sociales, psíquicos, los lactantes del alma. Los guionistas eran asalariados, que estaban escribiendo un guion tras otro, o empleados en elaborar informes que debían cumplir con las exigencias de un formato a llenar por exigencia de los grandes productores del cine de Hollywood. No tenían tiempo, porque en el cine tradicional hay algo que es más poderoso que el tiempo, la urgencia. Esa premisa que somete a colapso el estado final del enfermo. El novelista William Faulkner se lanzó a la aventura de escribir guiones de cine, no tanto por convertirse en guionista sino para darle de comer al escritor de novelas que lo habitaba, con estructuras complejas y crípticas, despreciadas por Hollywood. Pero terminó renunciando a ganar mucho dinero, escribiendo historias ajenas e insulsas, a pesar de tener un gran amigo, quien creía en su talento como narrador innovador, aquel multimillonario misterioso, productor y director de cine: Howard Hughes.

En Estados Unidos hay muchas academias de cine y televisión, y en sus cátedras de construcción de la estructura de un guion, utilizan los métodos tradicionales de composición para enseñar a escribirlos. Métodos elaborados por aquellos guionistas que aseguraron el éxito de los inicios de la industria del cine de Hollywood. Eran guionistas curtidos en la experiencia, pero sin dotes intelectuales profundos. El más profundo, probablemente, fue John Howard Lawson, pero éste concebía el cine como una expresión constreñida a la ideología. Lawson era un marxista leninista consumado. Escribió un libro sobre los fundamentos de la dramaturgia. Cometió el mismo error que cometió Bertolt Brecht en el teatro. Nunca escribió una pieza teatral contra el Estalinismo. Su legado terminó por causarle un daño terrible a la dramaturgia del teatro latinoamericano en los años sesenta, con la llamada Creación Colectiva. El otro método que se impuso en Estados Unidos para aprender a escribir un buen guion de cine, fue el de Syd Field: El Manual del Guionista. Su premisa capital: una página del guion, es un minuto en la pantalla. Eugene Vale, Técnicas del Guion para el cine y la televisión, llegó al mismo punto muerto en donde se enterraron sus anteriores colegas. El cine mudo guarda un legado que después fue aniquilado por la memoria de la industrialización del cine: Charles Chaplin y Buster Keaton. En el set de filmación, Chaplin podía repetir veinticinco veces una secuencia: Es decir, veinticinco veces modificaba la escritura de esa secuencia en el guion. El equipo que trabajaba con él se hartaba, pero su obstinada ambición creadora no lo fatigaba. El objetivo final era un hallazgo artístico que aún perdura en esos viejos celuloides en blanco y negro, de los cuales tampoco se quiere aprender.

Hoy en día, en los Estados Unidos, existe un método que es la biblia para llegar a ser un buen guionista. Es un método que da seguridad y garantía al guionista, al director, pero sobre todo, al productor que habrá de invertir en esa futura película que se desprenderá de ese guion que utiliza la fórmula ”mágica”. Me refiero al método del guionista Robert Mackee: El Guion. Su libro es una especie de termómetro que como un contador, cuenta las palabras del proceso de escritura del guion, en etapas que se arrogan probar que la estructura yace en términos técnicos predeterminados y per se. La historia es obligada a entrar en esa cantidad de palabras. Considera y trata de probarlo el autor, cuando orilla la presunción de que un guion es ( Excelente) al ganarse un Oscar. Y para abultar su ego de gurú del guion cinematográfico norteamericano, establece diez consejos de un rosario de los cuales no podrás salirte, si quieres ser su dilecto discípulo. Jamás su maestro. El señor Robert Mackee podrá ser un buen guionista dentro del paradigma que expongo en cuestión, pero es muy esquemático, superficial en sus conceptos, aseveraciones y máximas. En él no hay un pensador del cine, más bien, encarna un método aprendido de memoria que gusta que los demás recen y cumplan sin escapar de su norma. Seguro le ha producido buenos dividendos en el abordaje de la estructura para el guion de cine a luz de su paradigma, por igual, para la serie de televisión.

La explosión de las series en la televisión, no sólo ha domesticado la imagen como en el cine, sino que a su vez le niega al espectador, en su espacio de registro personal, la oportunidad de que éste confronte consigo, porque la narrativa de la serie está privada de la posibilidad del ensimismamiento que conlleva a la meditación de lo que debería ser un testigo reflexivo, y no un cómplice arrastrado por una ciega y trepidante intriga de acontecimientos, rigurosamente, calculados. Toda estructura dramatúrgica paradigmática apuesta a la totalidad al negar la singularidad de la misma. Ahí comienza la muerte de la imagen.

En la Grecia antigua, a los teatros no asistían espectadores, más exacto, sí escuchadores, porque la esencia de la obras era discursiva. Un discurso que sometía a catarsis la triada del cuerpo, la psiquis y el espíritu de los presentes sentados en las gradas de piedra. La obra entonces, no se representaba totalmente en un escenario físico, más bien apostaban representarse en cada una de las mentes de aquel quien fuera un buen escucha. Precipitándolo después, en una remoción catártica y expurgativa. Esas obras que fascinaron al pueblo griego, fueron escritas bajo la perceptiva estructural que cada autor encontró en sus historias elegidas para el teatro. Y no, como se ha hecho creer que Sófocles, Euripides, Esquilo, etc, leyeron o estudiaron antes de convertirse en dramaturgos, la Poética del filosofo Aristóteles como el método clave para conquistar la formula atinada para armar una obra teatral, tal cual como se armaba una nave ateniense. Todo lo contrario, Aristóteles, escribió su Poética mucho después, en un intento por comprender lo que conquistaron a nivel de estructura, cada uno de esos autores celebrados y ahora más vigentes. Porque la dramaturgia teatral griega era asumida desde una percepción ontológicamente política, y no ideológicamente política.

Cada historia posee una estructura que hay que hallar, cada dramaturgo o guionista posee su propia técnica que deberá descubrir en cada nueva experiencia escritural. Persuadido de que la estructura, nunca permanece inamovible en el lecho de la historia a explorar.

( Fragmento de un libro de ensayo, que espero no terminar, porque no quiero que se convierta en un método que me condene.)


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@edilio_p

«El misterio», un relato de Edilio Peña

Imagen by Joshua Woroniecki

El misterio contiene a la vida, aunque también a la ficción. La conciencia es poca luz para lo desconocido. La existencia de un ser humano transita en el deseo —o en el desespero— por saber más de sí y de otros. El vasto universo es su metáfora. Sin embargo, los párpados mueren sin saberlo, porque, invariablemente, hay un velo que ensombrece. La mirada o el sentir no alcanzan a dilucidar tiniebla tan enhebrada, aunque luzca posible ante la curiosidad. Las explicaciones de la razón no descifran lo oculto que acompaña al pasajero de la vida.

Hay dolores físicos o psíquicos que el silencio represa, quizá porque al confesarlos, el sentido sagrado del padecer se extravía.

El grito es el desahogo ahorcado de la impotencia; sin embargo, la neurosis nada tiene que ver con el misterio, así Sigmund Freud se haya obstinado en demostrar lo contrario. Creo que Carl Gustav Jung hubiese estado de acuerdo conmigo. Porque la obsesión quiere tener lo imposible para saciar lo que el misterio niega. Los sentimientos son inútiles a nuestro obstinado fin; el amor no agota el misterio, ni siquiera lo expande, apenas, lo acaricia.

La muerte misma sigue siendo el más inexpugnable de los misterios. Deseado o temido. En todo crimen queda algo no resuelto que la justicia no puede aclarar. Los casos cerrados, por detectives y forenses, siguen respirando aún en los archivos muertos que esperan ser devorados por el fuego de los hornos.

Edipo rey, en la obra de Sófocles, no se explica por qué tuvo que matar a su padre sin saberlo, casarse con su madre y procrear hijos en el propio vientre del cual había nacido. Las indagaciones reales lo condujeron, desesperadamente, a la metafísica de los oráculos, y en ninguno de esos senderos donde se cruzan los caminos que pretenden dilucidar lo inextricable consiguió respuestas, sino determinantes ciegas que lo condenaron a sacarse los ojos con los broches de oro de su propia madre. En ese refugio de la oscuridad perpetua, Edipo rey comprendió que la conciencia solo guarda secretos, pero no esos misterios que el alma reserva. Los primeros pueden llegar a conocerse, los segundos, jamás.

Se estima entonces que la realidad tiende a representarse con la máscara de la apariencia; y el misterio, con la máscara de la ficción.Cierto es, que cuando la realidad tensa su cuerda, el misterio aproxima su acecho de manera sorprendente y abismal.

María Magdalena tuvo tres hijos idénticos que compartieron el mismo destino.

Nacieron en un rancho de un barrio y siempre durmieron en la misma cama. Pero también compartieron novias, deseos, y algunos vicios que el frenesí despierta en la adolescencia. Eran tan idénticos que los demás se desquiciaban al no poder diferenciarlos, mucho más, al saber que a cada uno de los tres tenían que llamarlos con el mismo nombre.

Una madrugada, una bala atravesó la pared de zinc del cuarto donde dormían, y cegó la vida de uno de ellos. En la morgue no encontraron la bala perdida, y el cuerpo, helado y hermoso del joven, no presentaba orificio alguno de la salida del proyectil.

Desde entonces, la madre y los dos hermanos sobrevivientes fueron hechos botín por la tristeza y la nostalgia, que no regresa la pérdida amada, sino que más bien la alejaba como alas que surcan el infinito cielo.

En medio del desasosiego acrecentado por la pobreza, la madre se obstinaba en poner un plato más en la mesa, donde una vela iluminaba la comida, con el deseo de ver si ésta desaparecía por la boca inexistente de aquel hijo, a quien el infortunio había transformado en una presencia única y protagónica. Eso hizo que sus otros dos hijos comenzaran a odiarla, al comprobar que ella había convertido al hijo ausente en su preferido.

Desde entonces, los rivales del hermano invisible y poderoso, fraguaron un plan con la fiebre de la envidia, pero justo en el momento en que iban a ejecutarlo, de nuevo la bala perdida puso fin a la vida de otro de aquellos que la misma identidad había hecho hermanos.

En la morgue, de nuevo, no hallaron resto del proyectil ni ningún orificio de salida en el cadáver tan hermoso como el anterior hermano. Mas, la coincidencia o el absurdo, no produjo extrañeza alguna entre los forenses.

Sin embargo, la madre y el hijo que le quedaba abandonado y desterrado al desamparo existencial más profundo, comenzaron a temer mucho más de lo inexplicable.

Fue cuando ambos decidieron, a partir de entonces, dormir abrazados en la misma cama que los tres hermanos idénticos habían compartido.

Pero una mañana, al creer que despertaba de la pesadilla infinita, la madre encontró entre las sábanas, al último hijo con un orificio en el corazón.

Serena, como si hubiera estado esperando ese desenlace, María Magdalena se levantó de la cama y asomándose por el orificio de la pared de zinc, por el que había entrado siempre la bala perdida que había matado a sus tres hijos, y por donde, también ahora, un rayo de luz se proyectaba y la aniquilaba, la madre pudo ver el rostro de un hombre idéntico al de sus hijos muertos, sonriendo desde la venganza, con una pistola en la mano.

Edilio Peña es un autor nacido en Venezuela. Escritor de novelas y relatos, dramaturgia teatral y cinematográfica. Cultiva el ensayo con predilección. Dice de sí mismo que nació frente al mar, pero terminó viviendo en la Alta Montaña.