por Silvia Heidel
EL VIENTO Y LA BRUMA– EMIL GARCÍA CABOT- EDICIONES NUBLA- 1998
A fin de establecer las características de este cuento partiré de los conceptos de Anderson Imbert acerca de su tipología, la clase de narrador, las partes constitutivas de un cuento «clásico o formal» e intentaré relacionar conceptos de Cortázar y Piglia acerca del género con esta narración.
De acuerdo con la clasificación establecida por Anderson Imbert en Teoría y Técnica del cuento podemos decir que El Cronista se trata de un cuento realista, (pág. 148): «Un cuento realista es el resultado de la voluntad de reproducir, lo más exactamente posible, las percepciones del No-Yo (naturaleza, sociedad) y del Yo (sentimiento, pensamientos). Su fórmula estética podría ser: el mundo tal como es. La voluntad de describir de manera que cualquier hijo de vecino reconozca lo descripto lleva a elegir perspectivas ordinarias desde las que se vean objetos también ordinarios.»
Aquí, la voz narradora describe el escenario de un pueblo, en un año específico, estableciendo de entrada las coordenadas espacio-temporales. Por un lado, la referencia a la naturaleza marítima, al oficio de la pesca y al hombre como parte de la misma: «…se podía ver el esqueleto del barco en cuanto el reflujo ensanchaba la playa a partir de Punta Delgado. La cuaderna se hallaba casi intacta, aunque muy enmohecida». (Pág. 125), «…afuera el viento oeste señoreaba entre los eucaliptos, y el polvo y la arena hacían de las suyas arrastrados como sin duda Ruocco arrastraba sus recuerdos…» (pág.129). Por otro lado, el bar de Somoza, donde transcurre casi todo el relato: «…esa noche el tema de las velas quedó indeleblemente asociado en mi memoria con el típico y mal iluminado y humoso bar de chapa y madera, impregnado, encima, de los olores del tabaco y la ropa percudida…», un lugar con una atmósfera muy especial generada por sus asiduos concurrentes: el borracho, Jaime, Nica, el Cabezón, Somoza, Mario Salinas, Roque, Arturo, el propio Rocco y el Cronista.
Anderson Imbert, en Teoría y Técnica del Cuento, (Pág.52) afirma que: «el narrador–testigo es un personaje menor que observa las acciones externas del protagonista. También puede observar las acciones externas de otros personajes menores con quienes el protagonista está relacionado. Es un personaje como cualquier otro, pero su acceso a los estados de ánimo de las otras vidas es muy limitado. Sabe apenas lo que un hombre normal podría saber en una situación normal. No ocupando el centro de los acontecimientos se entera de ellos porque estaba ahí justamente cuando ocurrieron…».
Esta definición se ajusta cabalmente al narrador usado por EGC en El Cronista. El propio título alude a la condición de periodista de quien habla. En primera persona y en tiempo pasado, él dice: «yo había decidido volver a ese pueblo para repetir un período de descanso y de paso redactar una serie de artículos sobre la zona austral». (pág 125). El narrador elige un tono uniforme a lo largo del cuento que solo varía en la transcripción de los diálogos. Es un tono sereno, de alguien contemplativo que acompaña la conversación y, por momentos la incentiva, con la esperanza de desatar el nudo del drama, ese que pone a Ruocco en un cotidiano ejercicio de remembranza: «El resto debería figurármelo, deducirlo, sonsacarlo con astucia (muchos no querían ni oír hablar del asunto)…». Dicho tono instala una atmósfera donde las peculiaridades del paisaje y el comportamiento de los hombres giran alrededor de lo silenciado, de lo no dicho: el porqué del accidente: «De la discreción al olvido y del recelo a la indiferencia, pueden haber razones de sobra para no querer tocar un tema a fondo», «por no atreverse a contarla sin pelos en la lengua, la mayoría simula haber olvidado en gran parte o como si sencillamente no existiera y tuviesen que inventarla hasta en sus menores detalles, salvo cuando de tanto en tanto brota en acalorados borbotones de los labios de los hombres en copas, poniendo de manifiesto que realmente está viva en el recuerdo de todos.»
Anderson Imbert, en la página 85 se refiere a la cuestión del «principio, medio y un fin» presentes en un «cuento bien hecho». Sin duda, en este caso nos encontramos frente a esa clase de cuento ya que podemos establecer esos tres momentos y dispuestos en esa secuencia.
En lo que sería el principio, el autor nos «presenta una situación» (pág. 86) en la que es posible distinguir los siguientes elementos:
- El protagonista principal: el viejo Ruocco.
- Lugar de la primera escena: San Antonio Oeste.
- Fecha: año 1950.
- Qué ocurre: el cronista se encuentra con el esqueleto de un barco que aparece cuando la playa se ensancha por el reflujo del mar y también con el viejo Ruocco que, sentado de cara al sur y con la pipa encendida, pareciera estar esperando a alguien o echando a volar sus pensamientos.
- Por qué ocurre esto: el naufragio del «Don Benito» ocurrido años atrás.
A partir de estos hallazgos, el periodista -aguijoneado por la curiosidad- decide «averiguar algo más sobre el ex pescador» y así es como se dirige un viernes por la noche al bar de Somoza, donde según «me habían dicho» se reiteraba cada semana la misma escena: el viejo Ruocco sentado solo y en silencio delante de dos vasos llenos con la pipa sin encender. Un «ritual», dirá la voz narrativa más adelante, desarrollado «no justamente para olvidar.»
El cronista, empeñado en obtener más información acerca de Ruocco y del «Don Benito» establece una conversación con los parroquianos. Se podría decir que el medio o nudo del cuento se inicia cuando advierte una reticencia de los presentes en hablar al respecto. Paciente espera que el alcohol suelte las lenguas. Alguien menciona que el barco había sido de Ruocco y de Atilio, ex patrón del «Cuy», vendido éste último a Bassi, que -presente también en el bar- lanza una apuesta a Ruocco, desafiándolo a que el «Navegador» se midiese con su «Cuy». Se entabla una conversación ríspida entre Roque y el pescador Italo, donde el primero insinúa que algo debe saber Ruocco acerca de lo que pasó con el «Don Benito» ya que habrían tenido- según el carpintero Mario Salinas, allí presente- una discusión acalorada unos días antes del accidente a raíz del empeño de Atilio en colocarle un mastilero doble con bauprés y botalón, razón por la cual casi se rompe la sociedad. Roque, uno de los presentes, remata con que «eso le costó la vida».
Cuando Ruocco, que jamás había levantado la vista, golpea en seco al vaso contra la mesa –reactivo y seguramente dando rienda suelta al remordimiento- podríamos decir que se inicia el final. Se desata una andanada de preguntas contenidas durante todos esos años transcurridos desde el accidente. Todos querían establecer la causa del mismo, que la historia no se convirtiese en una «historia de fantasmas»: «¿Atilio se salió con la suya? ¿Había viento, sí o no?». Por única contestación, antes de perderse «en la noche y en el viento» Ruocco- sin emitir palabra- dio por única respuesta «un inequívoco asentimiento con el que el viejo meneó la cabeza».
Así es como el silencio de Ruocco, al principio, mirando el mar con su pipa encendida, se une al silencio del final, donde «habla» con el lenguaje del gesto y esta unión del final con el principio remite a lo que escribe Julio Cortázar (pág.1) de «Del cuento breve y sus alrededores»: «Alguna vez Horacio Quiroga intentó un “decálogo del perfecto cuentista” cuyo mero título vale como una guiñada de ojo al lector: Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento”. La noción de pequeño ambiente da su sentido más hondo al consejo, al definir la forma cerrada del cuento, lo que en ya otra ocasión he llamado su esfericidad; pero a esa noción se suma otra igualmente significativa, la de que el narrador pudo haber sido uno de los personajes, es decir que la situación narrativa en sí debe nacer y darse dentro de la esfera.» Y este narrador cronista es parte de la historia: es un testigo que interviene en la historia y moviliza con sus preguntas el desarrollo de la trama.
Por otro lado, dice Piglia en la pág. 126 de «Formas Breves»: «Hay algo en el final que estaba en el origen y el arte de narrar consiste en postergarlo, mantenerlo en secreto y hacerlo ver cuando nadie lo espera». Con esa determinación y esa astucia se ha manejado este narrador, preguntando, escuchando, suspendiendo la expectativa para llegar al final: la ruptura de un silencio de años, tanto de los habitantes del pueblo – el pueblo vuelto uno- como de Ruocco, frente a un drama que nadie en definitiva ha querido asumir, ya que ninguno tuvo la fuerza suficiente para frenar a Atilio y así evitar la tragedia. Y en la pág. 132, continúa: «La verdad de una historia depende siempre de un argumento simétrico que se cuenta en secreto. Concluir un relato es descubrir el punto de cruce que permite entrar en la otra trama.» En este caso la otra trama es ni más ni menos que el cierre de un interrogante, el acceso a la verdad.
Emil García Cabot, con un lenguaje parco pero poético, usando el diálogo de una manera precisa y efectiva para que la trama avance, otorgando el marco espacial de la naturaleza omnipresente que contesta a los desafíos del hombre muchas veces con la muerte, nos acerca a un momento que transcurre en un bar perdido entre el oleaje y el viento y la arena patagónica para hablarnos de lo trascendental a partir de lo cotidiano: lo precario de la condición humana frente a un paisaje avasallador (tópico recurrente en su obra). Como dice Cortázar, (pág. 5) en «Algunos aspectos del cuento»: «El elemento significativo del cuento parecería residir principalmente en su tema, en el hecho de escoger un acaecimiento real o fingido que posea esa misteriosa propiedad de irradiar algo más allá de sí mismo…».
A modo de cierre, y retomando las palabras de Anderson Imbert en el prólogo del libro citado: «…me mantengo firme en la filosofía que comenzó hace veinticinco siglos con aquel atisbo de Protágoras: El hombre es la medida de todas las cosas. Humanismo elemental, inmune al anti humanismo de quienes anuncian que, para la crítica literaria, el autor ha muerto y lo que queda son intertextos de todos y de nadie». Respecto del cuento que nos ocupa podemos refrendar ese concepto: Emil García Cabot, habitante de nuestra desolada Patagonia, la ha puesto en el centro de gran parte de su obra, y quizá este cronista haya sido él mismo un viernes a la noche, perdido entre el bullicio de los parroquianos en un ignoto bar del sur.