El brillo en la mirada (sexta entrega) Por Eva Lucía Armas & Gavrí Akhenazi

Capítulo 9

Histeria colectiva

Por Gavrí Akhenazi

Imagen by Stefan Keller


La nombraban «Oculta».

Porque no tenía alma, según se decía, le resultaba fácil comunicarse con los espíritus de todo tipo, buenos y malos, sin correr peligro de fallar en sus trabajos. No cedía a ninguna de las dos tentaciones y por eso sus conjuros eran los más efectivos de la zona.

Hasta el cura había ido a consultarla una vez, tantísimos años antes, para que lo asesorara sobre como combatir al Demonio, porque sus artes sacras no le daban el resultado esperado en la batalla. Y el Demonio aquel se le estaba empezando a transformar en ángel, con la ayuda de la superchería de la gente. Y lo demonizaba a él, quitándole los menesteres de Dios, como eso de la ayuda, el amor al prójimo, el pronto consuelo y algún que otro milagro inoportuno.

La Oculta lo había mirado con sus raros ojos de lechuza y le había contestado simplemente : «Porque Juan Luis Irala no es un diablo, Monseñor».

Con este nuevo Irala, la bruja no estaba tan segura . Así que miró a Monseñor, de nuevo ahí con la misma cantinela, con un gesto que develaba su estado de duda.

-—¿O sea que es un demonio? —preguntó el cura.
—No lo aseguraría —replicó La Oculta— Le tiene a Monseñor muy alborotada la grey… —se burló después, acariciando el aire— Y todo lo que vendrá, que Monseñor ni espera.

—¿Algo que me puedas decir?

Ella arrojó sus runas sobre el polvo, dentro del círculo mágico y cantó un canto de esos del Demonio. Mientras lo hacía, observó que el cura no se persignaba ni aferraba el crucifijo, así que pensó que entre demonios todos se entienden y Dios sobra en estas cuestiones tan prácticas.

—Uno por uno…ninguno —murmuró La Oculta, más alegre que tétrica, mientras su boca mostraba la lengua filante, recorriendo los labios como si se saboreara con la agorería.

Por el pueblo, los rumores corrían hacia abajo y hacia arriba como un reguero de pólvora, que iba quemando cosas sin detenerse.
De Irala, entre lo que se inventaba y lo que él mismo impedía que se inventara porque lo hacía explícitamente, cualquier cura en su sano oficio habría dicho que le tocaba el Diablo por vecino. Más aún, con las cosas que tenía que escuchar en el confesionario, de las atribuladas damas a las que «el íncubo» les ponía sus ojos.

Pero eso no lo preocupaba tanto. Con alguna cosa tenía que matizar tanta confesión meliflua. Lo que verdaderamente le preocupaba eran las astucias negociadoras de Irala, cuya influencia sobre Fausto Mirándola se hacía cada vez más perjudicialmente notable.

—Por supuesto que si pone en mi mesa un pago en efectivo que ninguno de ustedes es capaz de epatar, voy a venderle a él hasta mi alma —se había excusado, cuando le reclamaron en el cónclave de los poderosos, la liviandad con que había soltado la hipoteca de Huberto de León.

Enseguida se defendió diciendo que todos le habían dado vueltas para comprarla, y que como Huberto no la pagaba en término y siempre venía con temas de prórroga, él no tuvo más remedio que ejecutarla si quería resarcirse. Entonces, oportunamente, llegó Irala y le acomodó el precio completo, comprándola para sí, porque según le dijo, los campos eran colindantes y él tenía toda la intención de agrandar su propiedad hacia los ojos de agua que Huberto poseía.

Le pareció a don Fausto por demás de razonable la actitud de Irala y ya que, veladamente, le había ofrecido la venta, no rechazó la compra que el otro le esparcía encima de su escritorio.

También veía con buenos ojos el poder acomodar a la mayor de sus hijas a la masculina tentación de Irala, porque se le estaba pasando la edad del compromiso y estaba entrando en la de los santos.

El tipo demostraba aunque no demasiado interés, casi el necesario como para llevarse el premio, porque al fin y al cabo, tendría una mujer para atenderlo y llevarle la casa adelante, que Eleuteria no le iba a durar para siempre con lo vieja que era ya. Entonces, qué mejor que asegurarse una mujer con un apellido y un futuro pecuniario de considerables proporciones. Tanto como el que don Fausto Mirándola se aseguraba, consiguiéndose al Irala como yerno.

—Divide y reinarás —murmuró el cura, mientras La Oculta sonreía.
—No Monseñor. El mensaje no es ese —murmuró la voz húmeda de la bruja, mientras ella se mojaba los labios otra vez con la lengua.
—Tendremos que repetir lo de Juan Luis. Malditos todos estos malditos Iralas. No se cansan nunca. A éste no me lo esperaba. Pensé que Francisco había dado buena cuenta de él, tal como le aconsejé.

La bruja echó de nuevo las runas sobre el suelo dentro del círculo.

—Yo no lo intentaría de ser usted, Monseñor —murmuró, señalando las piedras con los dedos.


Capítulo 10

Historia sobre historias cruzadas

Por Eva Lucía Armas

Otoño by Kushen Rustamov

Cuando llegó la noticia de la muerte de don Ferdinando Ibarguren y de su esposa, la beata Matricia, no pude menos que recordar la muerte de Eustaquio Ocaña. Y me corrió un escalofrío.

En mi casa estaban alarmados por lo sucedido y hablaban en voz baja sobre qué cosa pudo llevar a don Ferdinando a vaciar una pistola en su mujer y luego «volarse la tapa de los sesos» según decía mi padre.

A la tía Felicitas, que seguía cosiendo el vestido de Josefina, la preocupaba el hecho de que el párroco no iba a querer enterrar al muerto en el campo santo, por haberse quitado la vida, cosa que solamente puede hacer Dios y «habrá que cavarle una tumba por ahí».

Una tumba por ahí, como la que le cavó Irala a Eustaquio.

Ahora, don Ferdinando estaba tan muerto como Eustaquio y doña Matricia como la mujer de Eustaquio.

Mi madre dijo enseguida que ella no iba a ir al velorio, porque ni velorio se merecía don Ferdinando. «Era muy mala gente» agregó, pese a la mirada de reconvención de mi padre, antes de irse del salón.

La tía Felicitas, que había dejado el vestido de Josefina, volvió a decir lo de «la tumba por ahí» y agregó, cuando se fue mi padre a vestirse los negros «Y si el cura supiera… tampoco la haría enterrar a ella…»

La exclamación de «¡¿supiera qué?!» , acorraló a la tía contra un sillón, mientras mis hermanas y yo avanzábamos sobre ella que siempre sabía algo más que nadie más sabía.

Habrá sido que doña Matricia se lo contó entre jaculatorias, porque le pareció más confiable confesarse con Felicitas que con el cura mismo o porque mi tía en realidad tenía el don de la adivinación. Se excusó diciendo que no eran cosas que niñas decentes debieran saber. Pero contar chismes era su eterna debilidad, así que con un poco de presión por parte de Bernardina, cuyo único interés fue siempre agregar más capítulos a novelas de amor complicadísimas, soltó la lengua.

Nos acomodamos veloces a su alrededor en los sillones.

—Además… lo sabe todo el pueblo —dijo la tía, como si aquello sirviera de excusa a la infidencia que estaba por cometer y que, al ser voz popular los sucesos, era lo mismo que fueran la voz de Dios— Matricia… tan discreta, tan severa y tan santa como se la veía… tenía un amante… —aseguró, en voz baja, mientras todas arrimábamos la cabeza como confabulando.

Hubo exclamaciones sofocadas. Y la tía se despachó con tantos detalles, que no pareció la tía. Se olvidó, en su afán por relatarnos todos los pormenores que la misma Matricia le había relatado, de que ella era la custodia del recato y nosotras, sus sobrinas.

La relación de la señora Matricia, fue de una fogosidad descomunal y de una desvergüenza inapelable y en el relato de la tía, pareció aún más arrebatada y loca.

Conocía tantos detalles de la intimidad de doña Matricia y su amante, que nos asombró que no supiera el nombre de él. Fue un secreto que la beata no le reveló. El único que estaba ajeno a la cuestión era don Ferdinando, porque la relación era cosa pública para los criados de la casa que no dudaron en desparramarla entre otros criados, de modo que todas las orejas, menos la del marido, escucharon un poco de las cosas que le hacía el amante a la beata y que según mi tía «sólo se les pueden contar a las casadas, aunque ni los casados hacen todas esas porquerías…» ¡Cómo si la tía Felicitas supiera!

Mientras la tía hablaba, yo pensaba en como Daniel separaba los labios para besarme, como inclinaba sus ojos, como sus manos se afirmaban gravitando sobre mis senos, como se pegaba su cadera a la mía y su pecho a mi pecho y su aliento a mi aliento.

No quería buscarlo. No quería andarle detrás ni hacer que no había dicho lo de Genara, aunque la tía Felicitas se había encargado de confirmarme que no era cierto que Irala estuviera pretendiendo a la hija de don Fausto y de dónde había sacado yo semejante cuento. «Todavía dijeras de las demás, pero no con Genara», había agregado, para ponerme contenta.

De cualquier manera, me martillaba en el tímpano eso de «mis hembras» y no me dejaba en paz. Martillaba más eso que lo mucho que yo le importaba. Cuestión de inexperiencia, supongo, para manejar sentimientos tan contundentes.

Bernardina quería saber cómo era el hombre en cuestión. No fuera que se le hubiera pasado el príncipe azul para enredarse con Matricia. O quizás, para comparar como eran los príncipes azules de otras y no ser tan exigente con el suyo.

La tía Felicitas le hizo un buen retrato. Podría haber sido cualquier mozo de cuadra de los tantos que había. La cuestión es que éste tenía dotes particulares que habían arrastrado a la beata a la perdición y ahora estaba bien muerta.

Nos fuimos al velorio, por esa cuestión de los compadres. Mi madre, por obediente o cediendo a la rogativa de mi padre para el que los velorios son un tedio infernal en el que no le gusta estar solo, vino con nosotros.

De Matricia y su amante, era de lo único que se hablaba en el corrillo.

—Ves, Milagros, por qué es mejor vivir lejos del pueblo —dijo mi padre a mi madre. Todos intentaban contarle los mil y un detalles.

Genara estaba también entre el tumulto del último adiós. Era la última persona que yo deseaba ver, pero era una de las que más detalles sabían sobre lo sucedido. No en vano viven jardín por medio y ella se la pasa con la nariz en la ventana, ya que no tiene otra cosa para ocuparse.

Salimos al patio, donde no hubiera ese olor a flores descompuestas y donde no se oyera el coro de las viejas de negro que lloriqueaban junto a los dos ataúdes de lujo y sus mortajas de seda y puntilla.

Ni Eustaquio ni su mujer habían tenido lágrimas por ellos. A Paula, Eustaquio la enterró solo. Para Daniel, enterrar a Eustaquio fue una diligencia. Sí, lo puso mal enterrar al niño.

Estuvo callado mucho tiempo junto a la tumba, con los ojos fijos en la cruz que Eleuteria le había hecho con dos maderitas. Le habían puesto de nombre Nazario pero no alcanzaron ni a nombrarlo. Tampoco tuvo lágrimas. Daniel no llora. Y Eleuteria llora mucho, así que lágrimas particulares para Nazario, no sé si hubo.

En cambio, alrededor de los féretros de los Ibarguren, todos vertían sus lagrimones de cocodrilo y ponderaban su paso por la vida, como si nadie supiera cual era la calaña de don Ferdinando y ahora, hubiera salido a la luz también la de su mujer.

Genara se sentó en el borde de la fuente que estaba en medio de los patios. Yo quedé de pie, con el viento del otoño en el cabello.

Me dijo que don Ferdinando estuvo espiando todo el tiempo lo que hacían doña Matricia y el amante. Que los gritos de placer de ella se escuchaban «hasta mi casa». Que a veces lo hacían «aquí mismo, en los patios, a la vista de todos… aquí, sobre la fuente… desnudos ¡te imaginas!…como si fueran gatos…»

Yo no me lo imaginaba.

-—¿Tú los viste? —pregunté al fin, suponiendo que eso la autorizaba a ella a contarme más cosas y no abandonar todo a que me lo imaginara. Me dijo que por culpa de las tapias no se puede ver, porque están las enredaderas grandes «y si me trepaba, me enganchaba el vestido», pero se podía oír.

«Fue para los fines del verano que empezaron…» Y agregó que el amante no era del pueblo, que debe ser un empleado de alguno «de ustedes« o sea de los campos, porque no era fino de hablar, sino que tenía modismos bruscos, como los cerriles. Luego dijo que estaban todavía juntos cuando entró don Ferdinando y que él se alcanzó a escapar, saltando por los techos hacia lo de don Fausto. “Todavía hay gotas de sangre en el pasto de los jardines de atrás» me dijo Genara, con lo que inferí que había recibido un balazo el amante también y que si no habían hallado al muerto tirado por ahí, no demorarían en hacerlo.
«Luego de los disparos… yo escuché el caballo que salía al galope» terminó de narrar Genara.

Le pregunté como andaba su asunto con Irala.

Evidentemente no quería hablar mucho de eso, porque se levantó de la fuente y se puso a caminar hacia el final del patio, donde estaba el tronco de la enredadera. «¡Mira… Luisi… hay sangre aquí!» me llamó.

Yo me acerqué a donde Genara señalaba. Efectivamente, había sangre seca sobre las lozas, en el tronco y patinando la tapia. La herida del amante era una buena herida también por la cantidad de sangre derramada en la huída.

—Supongo que se lo tiene merecido —dijo Cayetana, por detrás de nosotras, que mirábamos los restos del romance.

—El que se lo tiene merecido es don Ferdinando —dije yo a mi vez.

—A eso me refiero… —corroboró Cayetana y luego hizo un gesto de asco señalando la sangre— Le tocó en carne propia todo lo que le hizo a otros. Lo peor para él debe haber sido la humillación pública de ser el último en enterarse. No lo soportó, por eso se disparó.

—¿Tú crees? —pregunté.

—A él lo ponía poderoso el temor que nos metía a todos. Por una cosa o por otra, todos sabían que no había que enfrentarse a don Ferdinando, si no querías acabar muy mal. Una persona con tanto poder, burlada en su propia cama, en su propio dormitorio, por su propia mujer… con un mozo de cuadra… No hay orgullo que resista —comentó Genara.

—¡Qué arriesgado el amante, también! —exclamé yo— Si lo llegaba a pescar vivo… acabaría hecho carne molida ¿no creen? Yo hubiera esperado para pillarlo y luego sí, cuando los tuviera a los dos, cobrarme la trastada muy bien cobrada. Ya vería si me suicido o sí quedo en la historia como más terrorífico que antes, porque…

—Ya sé… Colgarías las cabezas de los traidores a la entrada de tu casa…—me interrumpió Cayetana.

Genara dijo ¡puajjjjj! Y como su madre la llamaba, regresó a la capilla ardiente con las flores, las velas y las lloronas.

Cayetana la siguió, argumentando que hacía mucho frío en los patios y que le daba impresión ver la sangre manchando todo.

—Estás malherido, muchacho valiente… —murmuré, porque requería de valor elegir a la esposa del ogro, vulnerar sus severos muros morales, (porque doña Matricia digan ahora lo que digan, podría haber sido monja de clausura), meterse en la madriguera y ganar la presa en el territorio del enemigo, considerando quién era el dueño de la presa.

Don Ferdinando no tenía piedad. Era de una perversidad malsana que lo llevaba a destruir a sus enemigos de una forma despiadada y brutal. Y éste, lo había destruido a él con una simplicidad aterradora.

—O eres un verdadero idiota —agregué.

El brillo en la rama baja de la enredadera, destelló un instante. Lo busqué con los ojos. Estuve un rato rondando, hasta que el viento volvió a mover lo que brillaba. Era una cadena cortada, seguramente arrancada en la huída, de la que pendía una especie de relicario.

Me trepé a la planta y alcancé a tomarla estirando los dedos cuanto más pude. La sentí, deslizando sobre mi palma y la encerré en ella, mientras me bajaba.

Josefina, al pie de la enredadera, me miraba con su eterna cara de «siempre serás la vergüenza de la familia».

—¡Puedes comportarte con normalidad!.. Estamos en un velorio y tus andas subiéndote a los árboles para espiar el patio de los vecinos —me retó, enfurecida, mientras yo metía el relicario en uno de los bolsillos del abrigo y bajaba la cabeza para seguirla al interior de la casa.

El brillo en la mirada (quinta entrega) por Eva Lucía Armas & Gavrí Akhenazi

Capitulo 8

Espejos y espejismos

Por Eva Lucía Armas




Mi madre me envió a buscar su coronilla de novia al baúl grande del cuarto de las cosas guardadas.
De niña me gustaba encerrarme allí a jugar con los recuerdos de otros. Estaban las colecciones de pipas de mi abuelo, los primeros zapatitos de Josefina, un sillón de mi abuela paterna con el apoyabrazos roto, las muñecas de porcelana de mi madre, mi cuna, los abanicos, las telarañas y algunos rayos de sol que arañaban el suelo polvoriento.

Mi madre y mis hermanas, en el salón de costura, luchaban por adecentar el vestido de novia de Josefina para la que no había frunce que luciera bien. «Que me hace gorda… que me hace flaca… que me ajusta… que me sobra… que me aumenta… que me achata…»

—Yo voy a casarme en pantalones de montar —anuncié a las pobres conflictuadas costureras, encabezadas por la tía Felicitas que con tanto movimiento de la modelo, llevaba picaduras de aguja en todos los dedos, y subí a buscar la corona que sostendría el velo.

Amaba el aroma particular de aquella habitación y su luz de monedas amarillas dibujadas sobre la madera del piso.

El baúl estaba en un rincón, bajo antiguos cortinados damasquinos devorados por la polilla, junto a un maniquí ya destripado y unas sillas desfondadas.
Me arrodillé como en un cuento.
La tapa chirrió mientras la levantaba.
Y empecé a revolver.

Estaban los cuadernos de escuela de mi madre, algunas tonterías que guardaba vaya a saber por qué, un caballito de paño descosido al que le faltaba la cola, libros rotos con hojas amarillas que se rompían al contacto de mis manos, poemas manuscritos ( no sabía que a mi madre le gustara escribir también) atados con una cinta negra. «Qué mal gusto», pensé por el color de la cinta.

La coronilla estaba tan en el fondo, que prácticamente vacié el baúl para hallarla, trabada con otra cosa. Al tironear, la coronilla salió con uno de sus extremos enganchado en un portarretratos.

—Por Dios… —gruñí, pensando si podría volver a meter en sitio todo lo que había extraído del baúl aquel— Sólo a mi madre se le puede ocurrir guardar esto aquí…

Para desenganchar la coronilla que había pescado al portarretratos tuve que salir al pasillo.

Con buena luz, vi lo que tenía entre las manos.
Desde el principio, pese al parecido asombroso, me negué a creer que mi madre guardara en el fondo de su baúl, una foto de Daniel Irala. Por lo tanto inferí que podría ser Francisco, su padre. Y de inmediato me imaginé la historia que mi abuela no había contado. Un romance oculto, las familias enfrentadas como Montescos y Capuletos, lo que no pudo ser. Y todas esas cosas que una se imagina cuando descubre secreto ajeno. Lo que no podía imaginar, era a mi madre enredada en situaciones clandestinas que pusieran en riesgo su tranquilidad. Mi madre no daba el tipo de alguien que busca amores fuera de las formas sociales prefijadas.
Pero el retrato estaba allí, bien oculto.

Me produjo una rara sensación pensar a mi madre en alguna situación como las que yo había protagonizado con Daniel, viéndome por allí a escondidas del mundo, entre los árboles y los pedregales, a donde no llegaran más pisadas que las nuestras, en un estado de libertad que permitía otras libertades que el salón familiar de recibir pretendientes, jamás permitiría. Y sin embargo, Daniel Irala y yo ni siquiera nos habíamos rozado. Ni qué decir que se acercaran nuestras bocas a menos distancia que un metro. Y no porque yo no tuviera curiosidad por saber como se sentirían sus labios encima de los míos. La curiosidad me mataba pero no era cosa de hacérselo notar al caballero, aunque más de una vez sentí la tentación de prenderme con mi boca de su sonrisa burlona, como de una naranja muy jugosa y mordérsela. A veces, en las noches, recordando nuestros encuentros ahora interrumpidos por la aparición de Genara, me entraba una especie de ansiedad, de necesidad física, de desasosiego inexplicable y me imaginaba que Daniel me estrechaba con fuerza entre sus brazos, contra su piel caliente y podía percibir el aroma que desprendía ese calor de alientos y caricias.

Después, mirando el retrato me puse a sacar cuentas. Daniel era séptimo hijo, había nacido dieciséis años antes que yo y era el último de su lista. El señor del retrato, tendría la edad que Daniel ahora tenía. Cuando Daniel cumplió los dieciséis, los Irala ya no estaban en el pueblo. Cuando yo nací, mi madre tenía veinticuatro años por lo tanto, cuando Daniel nació mi madre tendría ocho años.

—No creo que sea Francisco Irala… porque el señor sería muy mayor para entonces —me dije al cabo— Tendría sin duda más de cuarenta.
Daniel estaba segura que no era. La ropa no era la de moda y además éste tenía al cuello una medalla, quizás de alguna Virgen, que Daniel no tenía. Eso lo sabía yo bien porque me la pasaba mirándole los vellos que le surgían por las desabotonaduras de la camisa con el ánimo de tironeárselos a la primera oportunidad.

De la planta inferior me gritaron que si me faltaba aún mucho para concretar mi misión de encontrar la coronilla.
«Algún hermano mayor de Daniel», pensé, sacando el retrato del portarretratos y guardándomelo debajo de las ropas.

Bajé con la coronita, se la dejé a la tía Felicitas que clamaba «Era hora niña» y me fui a los patios, para imaginar cosas bonitas sobre el señor del retrato.
Por el envés, escrito con caligrafía varonil, había un poema y estaba la firma: Juan Luis.

-¡El de la misa!- exclamé en voz alta.

Era tan triste lo que el señor había escrito detrás del retrato que subieron lágrimas a mis ojos. Me las enjugué con la manga del abrigo. Le decía «amor mío» a mi madre. Alguna vez soñé que alguien me diría amor mío. Hasta había fabulado con que Daniel Irala lo hiciera. Recordaba las palabras de mi abuela: «Ya había perdido el brillo… por eso se casó en silencio…»

—Tenía que ser un Irala —me dije.
Entré nuevamente en la casa. Busqué mis guantes de montar y le pedí al mozo de cuadra que trajese mi caballo.

Hacía tiempo que no salía a cabalgar, por temor a que Irala me pillara al descubierto y tuviera que darle una explicación sobre mi desaparición repentina. Me molestaba que él advirtiera mi enojo por los coqueteos que Genara había dicho que tanto se traía con ella. Después de todo, no podía yo irle con reclamos, si nada lo obligaba a mí.
Guardé el retrato en uno de los bolsillos del abrigo.

A Daniel lo encontré enseguida, porque fui directamente a buscarlo sin excusa previa. No inventé ninguna. Nos conocíamos perfectamente como para intentar darle una fabulosa explicación sobre por qué había estado casi dos semanas sin verlo, cuando antes no podía estar lejos de él dos horas seguidas. No podía mentirle a Daniel porque sabía todo por mis ojos, sin que yo le hablara. Como yo sabía las cosas por los ojos de él.

Estaba con sus peones finalizando la faena. Desde donde detuve mi caballo, a la vera de sus campos sobre el camino, podía distinguirlo entre los otros que ya se despedían llevándose la tropilla de vacas a mejores pastos.
Podía ver el sudor empapando en una mancha oscura la espalda de su camisa, la suciedad del barrial del pisoteo trepando por sus botas hacia casi sus muslos, su cabello mojado goteando por su rostro. Y sus ojos, que se fijaron en los míos un instante. Desvió la mirada, bajó la cabeza y siguió haciendo lo que estaba haciendo.

«Así que ahora… la juegas de disgustado» gruñí entre dientes y eché pie a tierra. Avancé sobre el pasto, sobre el duro cascotal del potrero, mirando los pájaros de la tarde sostenerse en las corrientes de aire y pendular. Ya no quedaban peones a la vista.

Daniel había sumergido en un tacho con agua los brazos que la camisa arremangada desnudaba y se lavaba despacio el barro pegajoso y el olor a animal.
Me detuve junto a él, que se escurría el rostro mojado. Echó hacia atrás su cabello con ambas manos y me volvió a mirar.

—Hola —me saludó, tranquilamente— Vete para allá… te vas a ensuciar toda si resbalas —me indicó después un terreno más seco que aquel en el que estábamos parados.
—¿Cómo estás? —le pregunté por decirle alguna cosa que rompiera la rigidez del encuentro.

Verlo tan desprolijo, me producía sensaciones extrañas. Algo salvaje, casi animal, emanaba de él y lo volvía extrañamente bello. Me pareció mucho más atractivo en esas trazas que en cualquier otra. Quizás, porque estaba absolutamente natural, a la intemperie, como un dios rural, primitivo e infinito.

—Cansado —respondió, alegremente.
Yo no podía con mis palpitaciones.
—Tú estás muy bonita —murmuró.
Nunca antes me había dicho algo así.
—Tú también —me apresuré a responderle, porque era la verdad.
—Tienes un gusto extraño —ironizó él, señalándose el entrace y se puso a reír. Salió del barro y se dirigió a su caballo. Tuve que correr para alcanzarlo.
Ajustó la cincha y arregló la embocadura, teniéndome allí de pie a su lado sin saber qué agregar a lo que ya le había dicho. El silencio nunca había sido incómodo entre nosotros. Es más, creo que habíamos llegado a disfrutar acompañarnos sin hablar.
—Estás más delgado —dije, al cabo de estar allí viéndole los aprontes del ensillado.

Me miró fijamente y acomodó un rizo de mi cabello que escapaba de la atadura de la cinta. Lo colocó detrás de mi oreja y pude percibir el aroma a pasto verde y cuero que tenía su mano, tan cerca de mi rostro, que acabó rozándolo con el dorso de los dedos.
Las mejillas me ardieron como tomates. Bajé los ojos, avergonzada por semejante flaqueza pero no me eché hacia atrás para evitar su caricia. La mano corrió por el contorno de mi rostro y se asentó en mi nuca, por debajo de mi cabello. Apenas gravitaba un movimiento de exigencia en su gesto. Firme, la mano quedó detenida. Y sin que mediara nada más, la boca de Daniel se prendió de la mía con la voracidad de una piraña. El otro brazo me ciñó con violencia, como si fuera yo un atadito de mies y me pegó contra su cuerpo.

Al principio no supe que hacer con tanta vehemencia. Por la nariz me entraban sus olores cerriles, por la piel, su piel, caliente y agitada y mi boca se perdía en el laberinto de las lenguas, dentro de la suya que mordía y besaba en una conjunción de hambre atrasado. Todo me latía debajo de las manos de Daniel que habían abandonado la sujeción primera para explorar intrépidas debajo de mis abrigos y mi blusa, debajo de mi falda, entremetiéndose entre sostenes, gruesas medias de lana, calzones y enaguas de puntilla.

Le respondí los besos como si no fueran los primeros que daba. Tanto había imaginado esa secuencia en nuestra vida que, de ensayarla y ensayarla noche tras noche, la conocía perfectamente. Me di el gusto de jalar los vellos de su pecho y morder sus orejas y con mis manos apretar por sobre el pantalón sus nalgas que resultaron tan duras como mi imaginación las predecía.

Éramos iguales, ilimitados y transgresores, con una disposición particular a romper con lo que la sociedad ha establecido. Yo quería saber lo que no se decía, lo que no se enseñaba, lo que no se contaba. Quería saber los secretos profundos de la especie, lo primario y prohibido, sobre lo que nadie se animaba a hablar. Quería saber lo que no se le podía preguntar a nadie y por ende, yo debía descubrir según me pareciera. Y como recatada lo que se dice nunca fui y hallaba en Irala un alma gemela, como si él en hombre y yo en mujer fuéramos el haz y el envés de la moneda, con una zancadilla lo tiré por tierra. Daniel trastabilló hasta que dio de espaldas sobre el suelo, entre las patas de su caballo que se hizo de costado para no molestar y yo pude extenderme encima de su cuerpo tumbado y meter mis piernas entre las suyas y sentarme sobre él y arañarle a través de la camisa desabotonada con las efusividades, el fuerte pecho moreno y morderle la barbilla y el vientre junto al ombligo hasta la barrera del cinturón de cuero.

Me quedé quieta, con mi mano apoyada sobre el bulto.

—Bájate… ya está bien —me dijo él, mirándome con una sonrisa— Aún eres una señorita decente. No lo olvides.
Me echó de lado y se sentó en el suelo.
—Quiero que me enseñes —le dije a mi vez— Además… fuiste tú quién empezó.Tú metiste tu lengua en mi boca.
—¿Así? —me preguntó sonriendo y volvió a besarme, pero esta vez con menos furia y mucha más ternura. Recostada en el suelo, sus manos acariciaron otra vez mi cuerpo, mientras me besaba. El roce de sus dedos entre mis piernas, por debajo de la falda, era una sensación absolutamente nueva y urgente. Siempre me dijeron que era indecente andar tocándose por allí abajo. Con razón. La sensación podía conseguir hacerle perder el buen juicio a una.

Daniel tomó una de mis manos y la acomodó en el rinconcito prohibido. Me enseñó, con su mano sobre la mía, un movimiento «como si fueras una guitarra muda… arráncale sonido» me susurró al oído, guiando el movimiento. Sentí sus dedos dentro de mí, mientras me arqueaba. Cerré los ojos. Y toqué el infinito.

Luego, cuando regresábamos y él me llevaba abrazada le pregunté si así se hacían los niños.

—No exactamente —respondió, burlón— ¿Qué no les enseñan ninguna cosa a ustedes las mujeres?.. Ni lo único que deben saber.
—No creo que sea lo único que debamos saber —lo corregí.
—Los hombres no parimos, no quedamos preñados… Si hubiera estado otro en mi lugar dentro de nueve meses me estarías dando la razón de que eso, por lo menos, sí lo debes saber —me reprendió.
—¿Por qué?.. ¿Hay algo más que no hicimos? —le pregunté, asombrada de haber tocado el infinito y que aún quedara más espacio.
—Mira… lo haré sencillo… Los hombres no son diferentes de los caballos — gruñó y que me imaginara lo que quisiera.
—Y… ¿por qué no hiciste lo que tenías que hacer… ? —le pregunté— ¿Lo haces con otras mujeres?… eso de montarlas como hacen los caballos ¿lo haces con otras?¿o tu lo haces así… como conmigo?

Me miró como si acabara de insultarlo.

—¡Te estoy cuidando, niña! —me gritó, enojadísimo.
—Y… ¿ por qué me cuidas? Me hubiera gustado que lo hicieras como se hace. Te pedí que me enseñaras y creo que tú también deseabas enseñarme… ¿o no? Tú te me viniste como los caballos sobre las yeguas y luego te quedaste a mitad de las aguas.

Pensé que me abofetearía, por el negro relampaguear de su mirada y lo nublado feroz de su entrecejo. Osciló un instante entre su masculinidad herida y mi ignorancia.

—Te cuido porque me importas, niña… y porque me importas te respeto — aclaró luego, con serena dulzura— Tú no eres las otras… Tú eres tú… la que me importa.
-¿Con Genara… lo hiciste como los caballos?

Conseguí exasperarlo.

—¿Quién es Genara? —casi me gritó y agregó para que acabara de fastidiarlo— Seguramente sí. No acostumbro cuidar a mis hembras si ellas no saben hacerlo solas. Y ahora… termina con esto.
—¿Tus hembras? —le grité a mi vez, rabiosa por la confirmación sobre Genara y todas las que, según él mismo acababa de decirme, también había en la lista, tal y como comentaban las secretas voces del pueblo— ¿También me metes en tu manada, señor hombre lobo? Pues te diré algo, Daniel Irala. Quédate con la rubia estúpida de la que ni siquiera recuerdas el nombre y cásate con ella cuando le empiece a crecer la barriga.Te llevarás muy bien con tu suegro el banquero que le ha puesto cuernos de todos los colores a la mujer. Pero de mí ¡te olvidas!

Salté al lomo de mi caballo, deshaciéndome de las manos de Daniel que intentaron sujetarme.
—¡Luisina!.. ¡No sé quién es Genara! —me persiguió su voz detrás del viento.

Al rato me alcanzó su caballo. Lo puso de través al galope del mío, obligándome a detener la escapatoria. No quise que me viera con las mejillas empapadas de lágrimas, así que di un rodeo por su izquierda, para seguir la marcha, pero Daniel alcanzó las riendas junto al bocado. Su caballo escarceaba nerviosamente, obstaculizándole la sujeción del mío.
—Sólo tú me importas… —me dijo Irala— Sólo tú me importas —repitió.

Pero yo no deseaba escucharlo. Ya es sabido que los hombres rompen el corazón de las mujeres. Ya otro Irala parecido a éste le había roto sin duda el corazón a mi madre. Y sin duda eran ciertas todas las historias que se contaban sobre ellos ¿Acaso no había admitido con un desparpajo monumental su asunto con Genara?

Me enfurecía estar en la misma lista que ella. Me hacía sentir aún más estúpida a mí, de lo que yo pensaba que ella era. Me avergonzaban los besos de Daniel. Me avergonzaba haber gemido en sus brazos. Me avergonzaba su olor pegado sobre mí y la ruda sensación de sus manos arrasando mi cuerpo. Me avergonzaba haber disfrutado de sus caricias íntimas y haberle permitido penetrar en mis intimidades.
Le arranqué las riendas de la mano y me dejó pasar.

Llegué a mi casa sin poder quitarme todos los regustos, así que le dije a Magnolia que me preparara un buen baño, para limpiarme de tanta quemadura como sentía en la piel y lavarme todas las sensaciones que me perduraban en donde no debían.

Mi madre supo que yo había llorado y eso en mí era un acontecimiento que sin duda merecía toda su atención.
Llegó a donde yo me estaba arrancando las ropas y arrojándolas tan lejos, que se pasó un buen rato recogiéndolas. Yo me hundí hasta el cuello en la tina de agua caliente y cerré los ojos. Todavía se me caían las lágrimas mientras me repetía «Tonta… tonta… tonta…»

Del abrigo, el retrato del baúl se había caído, así que mi madre lo levantó en silencio y se me acercó.
—No es Daniel Irala. Es Juan Luis Irala —me dijo, enseñándomelo.
—Sé quién es- le respondí yo— ¿Se enamoró usted de ese señor?
—Yo tenía tu edad, quizás un poco menos. No conocía a tu padre aún… si por eso estás llorando —me respondió mi madre y untó la esponja con jabón para pasarla por mi espalda.
—No… no estoy llorando por eso… ¿Quisiera usted contarme?

Quizás, su historia de amor le hiciera bien a la mía. Jamás pensé que Daniel me importara tanto como para hacerme perder el juicio. Me sentía ridícula. Primero, ardiéndome por él y luego, llorando con unos celos rabiosos a pesar de escuchar de sus propios labios que yo era la única que le importaba al señor y vérselo en sus profundos ojos negros.

—Juan Luis Irala era un hombre diferente… No se llevaba bien con la sociedad, porque él pensaba un mundo más justo de lo que en realidad es este. A veces, yo creía que él era un ángel. Un día aprendí que era solamente un hombre bueno y que los hombres buenos también hacen cosas humanas. Se equivocan, aciertan, lastiman, curan… Debí valorar que era un hombre bueno que se había equivocado.

Miré a mi madre.
La emocionaba hablar de sus secretos, quizás, porque nadie antes la había escuchado. Y porque ella intuía que yo podía entenderla más allá de las formas de sus silencios.
—Él rompió su corazón, mamá —afirmé.
—No fue él. Yo rompí mi corazón… porque sabes hija ¡qué terrible que es la muerte cuando no se dice adiós!… Yo era muy joven. Creí lo que me dijeron. Dios sabe cuánto quisiera escuchar ahora lo que Juan Luis tenía para decirme y que no quise oír cuando lo dijo… Pero ya nunca jamás sucederá eso y el dolor en mí persistirá por siempre.
—¿La traicionó con otra mujer, mamá?
—Eso me dijeron… y eso fue lo que creí… Daría mi vida entera por volver atrás el tiempo y escucharlo, solamente escucharlo… aunque no le creyera luego, pero permitirle y permitirme la otra realidad. Y oír también a mi madre, atenderla cuando me dijo: Sólo míralo a los ojos y sabrás si te miente… No hice nada de eso.
—Por favor… abráceme mamá… —le pedí y lloré contra su pecho.

Eva Lucía Armas – Argentina

Sitio web: https://anforayagua.blogspot.com/

Dadas las condiciones actuales, dado el “cómo anda el mundo hoy en día”, Eva Lucía Armas es una especie de mundo aparte. No porque ella sea de esas personas introvertidas que habitan en una burbuja encerrada en su propio juego, mucho menos porque a la hora de escribir elija construir textos cargados de claves personales, o de un hermetismo propio de doctos, sino exactamente por lo contrario.

El dominio que tiene sobre la lengua española le permite, justamente, no sólo expresarse con precisión, sino también leer con exactitud cualquier texto -espíritu y letra-, generando así un ida y vuelta entre lectura y escritura que explica la sustancia de su quehacer literario: una reflexividad activa acerca de la realidad.


En poesía, suele alternar la suavidad sin afectaciones con la firmeza tajante sin excesos, a veces, incluso una melancolía breve y serena con un entusiasmo maduro como envidiable. No es la suya una poesía de indagación, sino más bien de manifestación de lo sabido, no es una poética de alguien que “busca”, sino la de alguien que “construye”. Así, como particularidad no cabe ahondar en aquello de que “maneja cualquier estilo”, es mejor remarcar que es del tipo de poetas que consigue brillar con o sin métrica.


En prosa, ya sea en ficción o no ficción, logra presentar tanto lo espacial como lo temporal sin esa tradicional herramienta de las descripciones excesivas, por lo que el lector entra en la piel de los personajes y en el ámbito de las circunstancias sin el menor esfuerzo. Es notable aquí cómo consigue, por decir un detalle, con un diálogo y un par de acotaciones durante el mismo, exponer todo un rango de emociones vivenciales.


Mencionado lo de “vivencial”, y con ello la labor que ella realiza en favor de otros día a día,  queda decir que Leer a Eva Lucía Armas es leer integridad, dación fraterna y raciocinio vigoroso. Mas, así como acceder a su escritura -que no es otra cosa que su esencia convertida en grafías-, resulta en premio para quien es fiel a los principios que erige, no deja de ser castigo severo para quien no sabe ser honesto consigo mismo. Porque ella es la hermana que sabe todos los juegos y disfruta enseñando a jugarlos, y por eso, no admite trampas.
Si lees a Eva, lees la vida. ¿Te animas?

Eva Lucía Armas – Argentina

Mundo biblios

Mi mundo siempre tuvo mucho de papel más allá de su fragilidad. Había muchos libros en mi mundo.

Grandes bibliotecas había en mi mundo que tapizaban las paredes y la forma de ser.

Alguien que tiene tantos, tantos libros, no es como los otros.

Luego, estaban las bibliotecas públicas. Y mi padre con ellas. Era un hombre/ángel diseñado para habitar entre los libros.

En Córdoba, también, toda una habitación era una biblioteca.

En las dos casas, los estantes no daban abasto para sostener tanta afición por el conocimiento y los libros que no encontraban mundo quedaban apilados en la mesa, en el escritorio, en las sillas o en el suelo.

La geografía montañosa de mi vida estuvo hecha de sierras y de libros.

Metamorfosis

P or entonces sobraba en todas partes, inclusive al humor de Tomás que tuvo que prestarme un par de pantalones y una camisa ancha en la que entraba mi cuerpo varias veces.

Arremangaba los pantalones y los metía adentro de las medias porque Tomás me llevaba más de una cabeza. La camisa la dejaba suelta y me disfrazaba de fantasma. Total, tampoco nadie me veía en esa casa.

Nos alojaron en la pieza de atrás que daba sobre el huerto.

La abuela dejó dos juegos de sábanas que olían a mucho sol, pero que estaban duras, como almidonadas por el agua de pozo y el jabón.

Eran sábanas blancas, poderosamente blancas, de una tela dura, rígida, como la abuela.

Yo hice mi cama. Mi mamá se acostó sobre el colchón y se subió el acolchado hasta los ojos.

Supongo que lloraba debajo. Era lo único que hacía últimamente.

En la habitación, había además una cómoda con un espejo en medialuna, enorme, y un ropero de madera tan oscura que parecía negro. También tenía un espejo en la puerta central.

Yo nos miré ahí, retratadas en ese espejo alto.

Mi mamá era un bulto, una apariencia, cubierta totalmente y aún así, no invisible. Yo, no sé lo que era.

Las trenzas mal atadas dejaban escapar pelos de todos las medidas. Se notaba mucho que mi camisa era la parte de arriba de un pijama que no pegaba con el pantalón. Estaba fea, como un pájaro que no acabó el emplume, todavía con el polvo que entraba por las desvencijadas ventanillas del tren, adherido a mis formas.

No podía imaginar un lugar más polvoriento que aquel en el que estábamos.

Otras veces habíamos llegado igual, como una imposición. Pero era la primera que no llevábamos valija ni bolso ni una muda de algo. Pensé si la gente se habría dado cuenta en el tren que yo viajaba vestida con pijama.

La abuela lo notó.

-Usted… vaya a bañarse -me dijo, desde lejos, apareciendo como una sombra estricta en la suave penumbra del corredor que llevaba a nuestra habitación.

Esperó que pasara junto a ella, sin otro gesto que su dedo señalando el baño. Después se acercó a la puerta para hablar con mi madre que seguía debajo del cubrecama.

-Podrías haber traído ropa -dijo, solamente.

Yo me encerré en el baño.

Pensé en las otras veces de mi tan larga historia de paquete.

Siempre terminaba vestida con la ropa de otro, contribuyendo a mi estilo de adefesio.

La abuela abrió la puerta y me miró todavía sin desvestir, de pie junto al lavabo.

-Báñese rápido, que no se desperdicie nada de agua. Acá tiene.

Dejó sobre el banquito de junto al bidet la ropa de Tomás.

Me tuve que desnudar delante de ella, para que se llevara la mía y la lavaran.

-Su madre tendrá que coserle alguna cosa. No va a andar siempre vestida de varoncito, pidiendo ropa ajena -comentó y volvió a cerrar la puerta mientras yo me metía bajo el agua.

Pero mi madre no salió durante mucho tiempo de debajo del cubrecama. Y yo tuve que andar vestida de Tomás, que tampoco tenía más ropa sobrante que la que me había dado y que le hacía a él tanta falta como a mí.

La abuela le dijo varias veces a mi madre: Ocupate de tu hija, que para eso sos la madre.

Después, le encargó a Tomás que me cuidara.

Cuidar para Tomás era enseñarme a hacer lo que él hacía. Ser mandadero, peón de patio, andar entreverado con los otros peones, un poco acá un poco allá, aprendiendo el oficio de los hombres. También la libertad de andar tan suelto.

Lo fastidiaba hacerme de niñero pero no se animaba a traspasar el límite y transformarme en su propio peón.

Yo, más que su peón, era su perro. Andaba todo el día atrás de él, tratando de no molestar al único que me dirigía muy de vez en cuando la palabra o me compartía una galleta, un pedazo de pan, un mate en el galpón, alguna broma, además de la única ropa que te-nía yo para vestirme.

Cuando le preguntaban los jornaleros quién era yo, él se encogía de hombros. No lo tenía claro. Solamente obedecía el encargo de la patrona. “Una parienta”, murmuraba entre dientes sin conseguir asegurarme un rango de parentesco con los patrones. Y los peones farfullaban: “¿pero es hembra?”

Así fue que le pedí el cuchillo que llevaba cruzado sobre los riñones, una tarde.

Me lo alcanzó sin otro ademán que el de alcanzármelo ni otra recomendación que la de su gesto.

Yo me corté el cabello a cuchilladas delante de un pedazo de espejo que él usaba para afeitarse sus principios de bigote.

-Ya no soy más mujer -le dije a su mirada.

Él, como siempre, se encogió de hombros.

El brillo en la mirada (tercera entrega) » Por Eva Lucía Armas & Gavrí Akhenazi

Capítulo 5

Anecdotario

Por Eva Lucía Armas

Cayetana puso la tetera sobre el mantel bordado en encaje de la bandeja y sonrió.

Solamente a ella le había contado que estaba frecuentando al «señor Irala» por ese cúmulo de casualidades que terminaron transformándose en un hábito y después, para mí, en una necesidad.

Muchas cosas de mi propia naturaleza me identificaban con él y como a él parecía sucederle algo más o menos similar, encontrarnos para conversar o para no conversar y caminar en silencio —aunque yo demasiado silencio nunca pude hacer— era parte de nuestra rutina diaria.

Si algo sucedía que nos impedía encontrarnos, entraba yo en una especie de necesidad difícil de explicar que no se calmaba hasta que conseguía dar con Irala en alguna parte.
—De cualquier modo, cuídate, Luisi… No está bien visto en esta casa el señor Irala y no faltarán lenguas que traigan el rumor a los oídos de papá. Evítate un disgusto … —me recomendó suavemente Cayetana, mientras regresábamos al saloncito llevando el té.
Yo le había contado lo que me sucedía, porque mis hermanas estaban conversando sobre Genara, quien, como Irala iba seguido a cenar a su casa por asuntos de negocios con su padre, se consideraba candidata probable a ser su futura esposa, porque, todo según mis hermanas que contaba Genara, el tipo le establecía encima su negrísima mirada y no se la quitaba en toda la noche.

Hasta que ellas no me contaron eso, yo no había advertido cuanto me importaba Daniel Irala ni por qué me importaba tanto.

Me había engañado a mí misma con una amistad sin implicancia, entre dos almas gemelares que comparten su visión peculiar del mundo y sus habitantes.
De pronto, sus ojos me importaban, su voz me importaba, su vida me importaba. Lo extrañaba si no podía verlo todos los días y atribuía ésto a que él interpretaba mis sentimientos y pensamientos como nadie. Era el mejor de los amigos hasta que se transformó en la más urgente de mis necesidades. Todo gracias a Genara. Como si ella hubiese tenido la sola misión de descorrerle un velo a mis ojos.

Sin duda, a la misa del domingo concurría todo el mundo y no se podía faltar a ella a menos que la enfermedad la diera a una por tierra y estuviera transformada en un ánima cercana al sepulcro.

Yo no me sentía en tal extremo de quebranto, pero la abstinencia obligada que me impuse para que el mal no acabara derribándome con peores consecuencias que las hasta ahora experimentadas, volvía el remedio de la misma calaña que la enfermedad.
“Purga de Irala” me dije cuando Genara regresó a contarnos que había ejecutado en el piano (para el buen partido que su padre peleaba por predestinarle) todo el repertorio que una señorita que se precie debe conocer.

Ella misma había puesto sus manos de “no hacer nada” en la cocina, sólo para decírselo a él, entre melosas sonrisas y gorjeos de calandria atragantada y él había festejado su gusto culinario y musical, mientras conversaba de negocios con don Fausto y ofrecía sus ojos      “de almíbar negro” según el decir de Genara, a los ojos que lo contemplaban fascinados.

—No te vayas a quemar con ese almíbar —le dije—. Son fosos de brea más que almíbar quemado —rompí al cabo la imagen poética de la pobre Genara y mi mal humor empezó a ser más malo y más negro.

—Nuestras familias están enemistadas —terció Bernardina, mientras yo me levantaba de la mecedora del jardín, donde escuchábamos el relato de Genara y hería el pedregullo del camino de acceso.

Fue en el momento del beso, cuando decidí purga y abstinencia “y si me quieres venir a buscar, vas a tener que entrar por la puerta de mi casa, Daniel Irala, arriesgándote a que mi padre te corra a escopetazos”.

El beso en cuestión fue en la mano.

Yo no había sido merecedora de tal privilegio ninguna de las veces en que estuvimos por allí conversando y riéndonos de nuestras propias similitudes y diferencias.

Tampoco vino a buscarme a la puerta de mi casa ni en los siete días que transcurrieron desde aquel hasta el domingo en que debía enfrentar la misa, porque no había concurrido a ninguna durante la semana larga de recogimiento.

Intenté una excusa para no ir al pueblo y encontrarme con Genara del brazo de Irala, porque con la velocidad que él llevaba, ya debían andar del brazo. Por supuesto, la misa estaba por encima de cualquier cosa, como una condición para no ser acusada de hereje, plenamente. Ya tenía yo demasiadas diferencias con el señor cura que mi madre, sabiamente, intuía que se mitigaban si me arrastraba a la comunión y así hacía valer su buen juicio sobre el mío.

Misa al fin.

Genara estaba en el banco de su familia, saludándome con alegría. Irala no estaba con ella.

En realidad, Daniel Irala no asistía a misa y según me había dicho, “porque explicaciones solamente le debo a mi Señor”.

Tenía sus convicciones el hombre. Habíamos protagonizado algunos diálogos teológicos muy interesantes, en los que demostró un vasto conocimiento de La Biblia y la doctrina de la iglesia. Literalmente no comulgaba ni de hecho ni de derecho. Y no escatimaba epítetos para hablar del cura.

Esa breve sabiduría sobre Daniel Irala me permitió considerarme a salvo.

De cualquier manera, con fingida gentileza, le pregunté a Genara por qué Daniel no la acompañaba.

Ella me dijo que desde la “segunda visita” no había vuelto a verlo porque el negocio que tenía con su padre ya estaba arreglado pero que, probablemente, en el transcurso de la semana volvería a cenar a su casa, según la invitación oportunamente cursada.

—Y me cuentas… —le reclamé. Después de todo, éramos amigas antes de Irala.

Me acomodé la mantilla sobre la cabellera y dispuse mi ánimo aliviado a soportar estoicamente el sermón del cura.

Cuando salimos de soportar la ímproba retahila de monseñor para quién nunca era suficiente la limosna ni podía servir de absolución a la lujuria y desenfreno que —según él y sus sueños— acontecía en el pueblo, el sol estaba enorme sobre la plaza, pero para mí se hizo de noche.

Irala se había detenido justo frente a la puerta de la iglesia y a sus cuatro escalones.

Apenas lucía la ropa de faena, aún sucia del barro y del sudor del día, como si su presencia fuese algo casual allí y le diera lo mismo haber detenido el caballo frente a la iglesia que frente a lo del turco. Su actitud era la de quién está esperando alguna cosa que bien no sabe desde dónde debe aparecer.

Reclinado contra el palenque donde se hileraban los caballos más allá de los coches, esperaba.

Sus ojos recorrían parsimoniosamente al pueblo convocado por las campanas, sin hacer el menor caso de la conmoción que provocaba su presencia allí, porque se mostraba tan poco, poquísimo en público, que aquella actitud tan expuesta a los ojos de todos provocaba una ola de murmullos entre toda la masa que salía de la iglesia al mediodía.

Me encontró enseguida.

Sentí sus ojos adentro de los míos. Me empujaron sus ojos.

Él, por un instante me quitó de encima la mirada y la fijó en el cura, que estaba despidiendo a la feligresía y haciendo las recomendaciones necesarias para un buen convivir cristiano en el infiernillo del pueblo. Del rictus contrariado, sus labios pasaron a esa sonrisita sarcástica que bien yo le conocía.

El cura sintió los ojos que se le prendían y quedó también mirando al Irala, como si el tiempo se detuviera momentáneamente entre ellos y todos los demás que estábamos ahí, quedáramos excluídos de alguna ceremonia privada entre sus ojos.

Mi madre, que me llevaba del brazo y notó que yo me distraía en contemplar a aquel moreno mugroso que no le sacaba los ojos de encima al cura, tembló a mi costado.

Fue tan notorio su temblor, que empezó a sacudirme también a mí, que la llevaba del bracete.

—Mamá… ¿qué le pasa? —acabé por preguntarle a tanto estremecimiento.

—Es igual que Juan Luis… —balbuceó ella, como si yo debiera entender.

—Juan Luis… ¿ quién es Juan Luis? —insistí en preguntar, si aquello era lo que mantenía tan en vilo el ansia de mi madre.
Ella no respondió.

Cuando regresé mis ojos a Irala, él ya no estaba más. ◣

Capítulo 6

Afectos utilitarios

Por Gavrí Akhenazi

Venían por el camino, al galope, midiendo la energía de un caballo nuevo que él le había obsequiado, porque según decía, el de Luisina era pesado como un odre de vino. Como el suyo era veloz por encima del viento, siempre la dejaba atrás y tenía que detenerse a esperarla, cuestión que lo malhumoraba porque interrumpía sus conversaciones (cuando todavía conversaban). Entonces, un buen día, le dio la montura de recambio.

—Pruébate este… —le dijo, como si fuera un vestido y le dio las riendas.

Igualmente, también la dejó atrás. O sea que el problema era él y no los caballos de la niña.

Se había acostumbrado a ella, como quien se acostumbra a un perro noble, de esos que nos acompañan por la vida como una mudez presente y dulce a la que recurrir en los momentos de intensa soledad.

Aunque la chiquilla no llegaba ni a los veinte, era especialmente ubicada en ese mundo particular que le exigía ser de un montón al que ella parecía desesperada por no pertenecer.

Era radicalmente diferente, desde sus vestidos hasta sus pensamientos y, quizás ese y no otro, era el motivo íntimo por el cual él le permitía aquella cercanía cotidiana.

Ni siquiera podría decirse que era hermosa. Apenas alcanzaba a raspar lo bonita, cosa que suplía grandemente con la chispa de su simpatía y su predisposición a la aventura y la discusión.

Pero él se sentía proclive a la muchacha y le consentía la sencillez de una relación sin pretensiones como la que se ofrecían mutuamente.

Además, se confesaba Daniel consigo mismo, ella lo mantenía al tanto de todo lo que se cocinaba en la estrecha sociedad de Villarrica y como informadora oficial de los acontecimientos puebleros —como era tan dada a la conversación— le venía a él como anillo al dedo.

No le costaba nada cultivar raptos de paciencia, para ganar ese beneficio de saber siempre los chismes sin tener que ir a buscarlos él.

Cuando regresó sobre el camino, porque Luisina no llegaba nunca a alcanzar su caballo, la encontró detenida con la vista fija en un punto distante que oscilaba como un péndulo pesado, colgando de la rama de un árbol.

Ella estaba inmóvil, con la vista absolutamente fija, negándose a admitir que lo que estaba viendo fuera lo que estaba viendo, sino que su gesto parecía querer imaginar alguna otra cosa que se pareciera a lo que sus ojos no podían dejar de mirar.

—Daniel… —balbuceó al fin, aferrando su brazo cuando él se puso a su par, regañándola porque no le alcanzaba— Mira.

Él miró.

—Virgen Santa… —alcanzó a decir y se lanzó al galope a través del campo hacia los árboles.

Al muerto llegaron juntos.

Luisina se quedó allí, mirándolo desde abajo, colgado de la rama con una gruesa soga de enlazar, con la cara hinchada como un sapo, los ojos hacia fuera que se le saltaban de ella y la lengua morada. Si no hubiese sido un hombre, bien podría haber sido un muñeco grotesco para espantar los pájaros del sembrado.
Pero era un ahorcado.

En las ramas, se acomodaban los carroñeros, graznando.

—Vete para atrás… —le ordenó Daniel y él, desde su montura, tomó al cuerpo por las caderas y con un certero golpe del machete que llevaba siempre colgando de la silla, cortó la soga.

Eustaquio Ocaña se desarmó como una cosa, de través entre el pescuezo del caballo y Daniel, quien desmontó de un salto y le quitó la soga del cuello lacerado.

—¿ Está muerto? —preguntó Luisina, entre el espanto y la náusea.

—¿Tú que crees? —le respondió él, como su siempre tan autosuficiente acompañante, acabando de acomodar el cuerpo para que no se cayera— Habrá que avisarle a su gente… ¿Sabes quién es?

—No tiene familia. Es Eustaquio Ocaña. — respondió la muchacha— Era peón de los Ibarguren… pero ya no trabaja para ellos.

—Bueno… pero alguien tendrá para avisarle.— insistió Irala, que había atado el cadáver sobre su montura— Lo llevaremos a la policía y que ellos se encarguen.

Antes de que se complicara más la vida con el muerto, Luisina le contó la historia en dos palabras. Le dijo que su mujer se había tirado al río en la olla unos días antes y que los peones de don Huberto la habían sacado muerta. Como parecían demasiados suicidios juntos sin una explicación que los justificara, Luisina también  la dio. Le contó la costumbre de don Ferdinando Ibarguren de quedarse con las mujeres bonitas de sus peones para hacer cosas con ellas que la beata de doña Matricia no le permite hacer y “que se dice por ahí que si la mujer se le resiste, pues que es mucho peor y que seguramente eso fue lo que pasó con Eustaquio… que cuando Ibarguren se la devolvió, la pobre mujer…”

—Ya… ya… —la interrumpió Irala y de un salto se acomodó en la grupa del caballo de ella. Manoteó las riendas, quitándoselas de las manos y se fueron de ahí con el muerto a la rastra.

Daniel le cavó una fosa en sus propios campos y lo metió en ella. Luisina lo miraba cavándole una fosa al muerto sin creer casi lo que veía. Tardó buen tiempo en hacer un hoyo en el que Eustaquio cupiera cómodo mientras ella, que se había quedado con la historia en la mitad, se la completaba para entretenerle el trabajo que se estaba tomando.

Lo único que le interesó realmente es cómo era la doña Matricia esa que se la pasaba de jaculatorias con la tía de Luisina.

Las paladas de tierra caían sobre Eustaquio.

—¿Es vieja? —insistió Daniel en sus preguntas, porque Luisina se abstraía en ver el cuerpo desapareciendo. Ella dijo que sí. “Debe tener tu edad” agregó.

Él protestó porque lo consideraba viejo ya que no se consideraba así.

—Bueno… tampoco eres joven —le respondió Luisina consiguiendo fastidiarle el orgullo pero como el muerto no se enterraba nunca, Daniel dejó de discutir con ella para terminar la poco grata tarea.

—¿Es gorda? —preguntó al rato.

—Pues no. Además… ustedes los hombres, por más que tengan una mujer bonita en la casa, siempre andan poniéndole los ojos a otras —protestó la niña, según la sabiduría general.

—No es cuestión de que sea bonita. Es cuestión de que te entienda, de que se lleve contigo… —le explicó él, limpiándose las manos en la ropa, para quitarse la tierra y los restos de muerto— Alguien que sea como tú, que te comprenda como eres. Lo de bonita, bueno… si es bonita mejor… pero no es lo más importante.

Igual pasaron por el rancho donde Eustaquio vivía porque Daniel Irala no tenía mucha confianza en los dichos de Luisina sobre que no hubiera nada de familia del finado.

—Nos llevamos el perro —dijo, como excusa— porque seguro que si no estaba con su dueño, está atado.

Se llevaron el perro y él se llevó un niño lleno de mocos que lloraba de hambre, frío y mugre en un cajón.

No opinó sobre las aseveraciones de Luisina sobre que no hubiera nadie, más que con el gesto de ponerle el niño en los brazos, que olía apestosamente y como no encontró más trapos con que envolverlo, lo lió dentro de sus propios abrigos.

El niño murió a los días, a pesar de los cuidados que la nana Eleuteria le dio. Daniel anduvo de diablos una buena semana en la que ni hablarle se podía.

Luisina optó por seguir el consejo de la vieja mujer, ya que ella era quien había criado a Irala desde que nació y permanecía fiel allí, ancianamente fiel, envejeciendo con sus secretos dentro de la enorme casa de Las Sombras.

Y además, porque seguramente, la niña nunca había visto tantas tormentas juntas en los ojos de él, que se quemaban y quemaban de fogatas negras. ◣

Eva Lucía Armas – Argentina

Cuestión de sicariato

Mr. Smith… he visto que anda suelto
a la caza de dulces pajaritos
pródigos en amores celestiales y labios de rubí

(perdone mi obviedad liric-odiosa
pero verlo indefenso me aturulla).

Ande usted, Mr. Smith… con esa 22 de sicariato
ejecutando óperas de almíbar
y remando en el pan de la dulzura.

¿Quién lo ha visto, señor y quién lo ve
con su repento místico?

El amor es tan áspero como un papel de lija del 40
inclusive para un corazón áspero,
un corazón de hueso hecho de huesos mondos
por los viejos mordiscos del amor.

Toda una paradoja criminal
la del efebo gordo con su arco desaforado, errático y maléfico.

Ese bichito sí que es un sicario del mal, obra de Venus,
que para la malicia fue más ducha que Hera,
no me diga…

Mujeres…ayyyyyyyyyyy, mujeeeeeeeeres.

Le escribo con la premisa simple de escoltarlo
en la andadura al punto de regreso
a su centro cordial del corazón (pleonasmo adherido a la verdad).

Le guardaré la espalda en el camino,
la mirada en los ojos,
la palabra en la hondura abecedárica
y el vuelo

yo le guardaré el vuelo afuera de las jaulas
y en la parte de afuera de los muros
y en la fronda más alta donde se apoya el viento para agitar la luz

y aquí
en el sentimiento y en el amor que tengo por las alas y por los horizontes.

Coaching de libertad
sparring de la vida,

baile, Mr. Smith… encima de la tumba de Cupido.



Alabando tu voz

Esa, tu voz morena, antigua, góspel,
tan morena como un toffee de cacao y café,
sabrosa como la libertad,
ancha como las esperanzas de los enamorados
y rabiosa
como el estómago de un varón con hambre

va gritando como una tempestad
que grita loca,
como un rabo de nube que arranca una laguna,
como el rugir de un rayo que desgaja una ceiba.

Esa voz de moreno
es una voz con ojos,
es una voz con instrumentos inmortales
que repueblan las playas con cavernas
cavadas con timbales en los sueños,

un tumulto de olas y ambulancias
que corren por las calles del socorro
cruzando pentagramas y opulencias
con acordes brillantes y mayores.

Parece un huracán de la madera
tu voz interminable
que llega por el siempre
como un pentagrama atormentado
en el que canta el sol.

¡Qué voz, moreno loco, esa voz tuya
de azúcar mascabado!



A-par-cando

la paz a veces es una cosa triste
pero yo la disfruto
porque me hace sentir que estoy pulsando
los acordes del grito
aún
cuando esa dulce Átropos se acerque
seductora y lesbiana
hasta mis sexos

la miro
por venir como una sombra de amenaza de lluvia

y con el hacha en mano
parto la cruz de sal
pongo frontera
a su avance de Atila por mi sangre

ahora somos dos
o yo soy ella que se personifica
en ésta que se mira en el espejo
y sonríe
porque la vida siempre debe ser sonrisa
y nunca cobardía

la vida es un diseño para armar con futuro
con chispas y con pájaros
con vientos de jardines
y con velas
de barcos que jamás naufragarían

mi vida es mía
y la disputo con ella
—o a ella—
palmo a palmo
si le gusta mi imagen y cepillarse el pelo
o teñirse de rubia ante el combate

mi vida es mía
no la negocio fácil a su nombre difícil
de comedora compulsiva y agria

mi vida es mía
vamos a ver quién gana esta contienda



Desangelando a angélica

El domingo decae como una vedette rubia
que en un rincón de la ciudad
se acuesta en los papeles de la calle.
Se queda ahí
ecléctica y gatuna
esperando el desfile de suicidas,
de grandes solitarios que mastican ausencias
y rosas disecadas en los libros.

Yo traspaso mi sombra en el espejo
buscando el corazón que tiene ella
reservado a otro mundo.
Se escapó de mi boca cuando legró el silencio
su cáscara de vidrio.
Ella lo guarda roto por si vuelvo.

El brillo en la mirada (segunda entrega) » Por Eva Lucía Armas & Gavrí Akhenazi

Capítulo 3

Historias de cocina

Por Eva Lucía Armas

Alguien dijo de mí que estaba muy salidora últimamente, mientras se preparaba el almuerzo.

Con eso de “salidora” no se referían a que me estaba dedicando a hacer visitas a parientes o amigas ni que una arrasadora fe me había poseído como para llevarme varias veces al día hasta la iglesia.

Pensé que eso no se notaba. Que mis ausencias no eran suficientemente percibidas como para hacer algún comentario sobre su frecuencia. Ser la cuarta de una buena lista te provee de cierto anonimato, pensaba yo y ejercía la exclusión de estar satélite a la mirada general, siempre más obsesiva con las mayores que ya andaban de pretendiente o tenían algunas obligaciones más que yo.

Acerca de eso de las obligaciones, en mi concordaban, no sólo el número en la lista, sino además, mi fama de “propio criterio” que podía tornar “dificultosa” una negociación simple o “muy simple” algo dificultoso. Como nadie podía predecir el resultado al que lo llevaría tenerme por partícipe, preferían encargarme lo no aleatorio, en lo que ya pudieran predecir un resultado sin contarme como factor de riesgo, a saber: tender la mesa, levantar la ropa de cama… y no creo que hubiera más situaciones en las que pudiera intervenir sin complicar.

Preparar una comida era una aventura culinaria, por ende, entre los ingredientes de una carne asada de domingo, podían aparecer castañas, chocolates, picantes, mentas… que los ortodoxos paladares familiares no estaban en condiciones mentales de comprender, lo que transformaba mis manjares en insaboreables.

Además, mi veleidosa cocina ponía en riesgo la cocina rutinaria de mis hermanas mayores, porque sus pretendientes solían ser los primeros en ponderarla.
Mi padre decía entonces a mi madre que hiciese algo conmigo, ya que no iba a casarme nunca si continuaba cocinando y pensando como yo lo hacía. “No hay un hombre en toda la Tierra que acepte casarse con alguien como Luisina, ni aunque la dote con el doble que a sus hermanas. Van a devolvérmela enseguida y me exigirán un resarcimiento por los perjuicios ocasionados”.

Mi hermana Josefina lo decía con otras palabras: Vas a ser una solterona que ni el cura va a querer para que le vista los santos.

A pesar de tanto mal augurio familiar yo tenía buen éxito con el sexo opuesto. Era ocurrente, inquieta, padecía de distracción, testaruda en mis convicciones, impredecible, un elemento francamente dinámico en la estanca sociedad femenina del pueblo.

Eso no escapaba al dominio del entorno, así que Josefina se puso al frente de la curiosidad general y elaboró su propia hipótesis. Según mi hermana, yo tenía algún oculto festejante del que debían preservarme, porque, según daba la cuenta, era imposible que yo fuera considerada seriamente para fines matrimoniales. “Hasta ella lo sabe… por eso mantiene todo en secreto”.

Me sorprendió la agudeza en la observación. Y como de mí podía esperarse todo, hasta eso entraba en la probabilidad.

A pesar de ser una especulación sin asidero, no escapaba a la realidad de lo que estaba ocurriendo.

Nos habíamos encontrado una vez por esas cosas de la casualidad. Luego, la casualidad de los hechos empezó a reproducirse poco casualmente pero ya estábamos convencidos de que no importaba el porqué, sino que lo verdaderamente importante era que sucedía.

De la primer mirada aquella tarde, él pasó sin trámite en el segundo encuentro a echar pie a tierra, acercarse hasta mí sin el menor titubeo y decirme: “Hola… ¿cómo está usted?

Yo dije “bien… gracias… ¿Y usted?», pero mis ojos debían decirle otro cúmulo de cosas como: “me gusta lo atrevido de este señor… que linda sonrisa franca tiene debajo de esos ojos burlones… le queda muy bien la cabellera entrecana… de lejos me lo había imaginado más maduro y resulta que es más joven… será por el cabello casi plateado… no es guapo pero es atrevido y eso me gusta más que si fuera un buen mozo enorme como el pretendiente de Cayetana…”

Pero por sobre todo me preguntaba “¿cómo es posible que quién no conversa probadamente con nadie, me elija tan decididamente como interlocutor?”
—Conociéndola… hasta podría andar de amores con Irala.

El aire en la cocina se detuvo por arte de encantamiento y todas las miradas cayeron sobre Bernardina, como si en vez de una suposición que podría tomarse hasta como jocosa, hubiera lanzado sobre todas nosotras la peor de las maldiciones.

–La boca se le haga a un lado, mi niña Bernardina –musitó persignándose Magnolia, la cocinera– Eso no se ha de decir ni en broma en esta casa… Y menos así… tan livianito… hablar de ese Irala sin persignarse para que la Virgen la libre de todo mal.

Yo ya sabía que Daniel era el séptimo hijo, porque él me lo había contado cuando andábamos por ahí entre los pastizales y los bosquecillos y a la vera del río, con esa libertad despreocupada con la que caminábamos el uno junto al otro, llevando los caballos de la rienda y a los perros detrás en un retozo.

–¿Por qué, Magnolia? –pregunté– ¿Se convertirá en hombre lobo el vecino?

–Yo sé que cuando era niño, un buen día su padre lo llevó a la ciudad de repente. El patrón Irala se lo llevó y lo hizo encerrar… porque decía que era peligroso… –contó la cocinera, mientras nosotras nos reuníamos como cuando éramos niñas y ella nos relataba cuentos fabulosos.

–Y… ¿es porque se convertía en hombre lobo? –insistí.

–Y después… un buen día… toditos se fueron como si huyeran de algo… Tan así que dejaron semejante propiedad sola, abandonada a la buena de Dios. Y si la casa no se derrumbó con el tiempo, fue porque adentro quedó Eleuteria que no se habrán llevado porque se la olvidaron con el apuro. Y de repente… vuelve este… el séptimo… Yo sé que su familia no le quería, que era malo y que se la pasaban de castigo con él. Eso lo sé por Eleuteria.

Cara de malo tiene, pensé yo. Y de su familia no habla.

–Un pretendiente a la medida de Luisina. –se rió Josefina– Los descastados se unen entre sí.

–No digas esas cosas. –se molestó Cayetana– A misa no va. Debería ir. Las buenas gentes necesitan de Dios.
–Es ateo.

Todas me miraron por la convicción con que dije esas palabras.

–Es la explicación de por qué no va a misa… –suavicé tal dicho– Y si es un hombre lobo, pertenece a las fuerzas infernales como dice el cura. Haría hervir el agua bendita.

Todas al unísono reprocharon tan heréticos comentarios, pero, como provenían de mí les restaron importancia.

Daniel no hablaba de su familia, como si tuviera de todos ellos un vago recuerdo que su memoria no alcanzaba a clarificar.

Había heredado “Las Sombras” como se llamaba su inmensa propiedad, a la muerte de su padre y por expresa voluntad testamentaria. La única voluntad testamentaria que de-bía cumplirse a rajatabla. “Para mi séptimo hijo, Daniel, dejo “Las Sombras”, en mi firme decisión de conservar la armonía y unión familiar, sabiendo que si mantengo al díscolo, indisciplinado y conflictivo hermano fuera del patrimonio general, estaré contribuyendo a la felicidad de mis demás herederos.”

Daniel lo recitaba de memoria. Y agregaba, sonriendo burlón: “Le estaré eternamente agradecido por esta bendición”.

Yo pensaba que aquel comentario tan lapidario de su padre, debió causarle dolor. No lo estaba bendiciendo. Lo excluía como a lo indeseable, a lo que no debe ser, a lo maldito. Pero no le dije lo que pensaba. Solamente lo escuché.

Era bastante mayor que yo. Aunque era un hombre joven, ya no era un muchacho, como decía mi abuela. Tenía treinta y cuatro años o sea que me llevaba dieciséis, lo que marcaba entre nosotros una considerable diferencia que saneamos enseguida suprimiendo el riguroso usted, como medida de acercamiento.
En una oportunidad le pregunté si estaba o había estado casado. Me costaba imaginármelo treinta y cuatro años soltero.

Me miró con sus ojos burlones y respondió sin titubear: “Es que soy de genio complejo”. “O sea que ninguna mujer te aguanta…” ironicé yo y él se puso a reír. “Yo soy el que no las aguanta” contestó. “Gracias por lo que me toca… En cualquier momento me vas a echar al demonio…” dije. “¿Por qué?… ¿Está en tus planes mudarte conmigo?” dijo él, fingiendo un asombro pueril que no sentía y una sorpresa que lo desconcertaba. Yo no dudé: “De eso se trata esto, Daniel… ¿recuerdas?”.

Él soltó una carcajada.

Esa faceta de conflictividad, sí se manifestaba en el trato con sus peones. Era excesivamente severo, casi despótico. Demasiado exigente para la masa de poca levadura con la que estaba condenado a hacer el pan. Los peones le tenían miedo, un miedo silencioso y carnívoro, que los enmudecía y corroía.

Había tenido hasta entonces pocas oportunidades de observar el fenómeno, porque tratábamos de vernos sin testigos, pero a veces, quizás por mi poco sentido de lo oportuno o por mi inclinación innata hacia lo trasgresor, había ido yo a buscar el oso a su madriguera.

Con aire casual había pasado a la vera de sus faenas rurales para contemplarlo de lejos en el trabajo rutinario, sin intercambiar saludos ( miradas siempre) y había podido notar yo la tremenda influencia que tenía él sobre sus gentes.

Los dominaba sin hablar, apenas con una mirada, con un gesto, con un ademán, en un ritual de silencio que confirma lo que es inapelable.
“Hazte la fama y échate a la cama” dice el dicho.

–¿Por qué están peleadas nuestras familias? –pregunté a mis hermanas y a Magnolia.

También le había hecho a Daniel esa pregunta y él me había contestado: “No sé… ¿Te importa acaso?”

Magnolia, legendaria de tan vieja, rememoró alguna oscura historia pasada, con todo tipo de condimentos pueblerinos que la enrare-cían más que clarificarla.

En realidad, el verdadero porqué no lo sabía, pero había escuchado que cierto Irala tuvo amoríos con alguna pariente mía, aunque no podían darse por ciertos como todos los rumores en los pueblos, cuando vienen de lejos.

—Cuídate entonces, Luisina, porque contigo seguro que no se casaría ni siquiera un hombre lobo. –me dijo Josefina.

Capítulo 4

Hechos y costumbres

Por Gavrí Akhenazi

A Daniel Irala no le había costado absolutamente ningún esfuerzo hacerse las composiciones de lugar necesarias como para comprender las anfractuosidades en el paisaje social de Villarrica.

Así, había estudiado en silencio todo, porque estaba acostumbrado a sentarse en el tiempo como en un sillón, mientras el mundo discurría en sus ojos atentos.

De la familia de León tenía sus propios apuntes, ya que le tocaban como de rigurosa vecindad.

Sabía por ello que don Huberto de León te-nía todas hijas mujeres, de las cuales cuatro estaban en edad de merecer.

Sabía además que Luisina, la cuarta y la cercana, nunca había tenido cómplices entre sus hermanas. Sí, se llevaba con unas mejor que con otras y con Josefina, la mayor, no se llevaba.

Cayetana, de la que siempre ponderaba la posición de moderadora como una actitud de vida, había sido la primera en alzarse con pretendiente.

Josefina, para no ser menos que Cayetana, había dado un veloz consentimiento a un galancete cuyo nombre era Faustino, que la rondaba como una mosca y al que ella había hecho blanco de todos sus desprecios hasta que de la noche a la mañana optó por él, como si no quedaran más hombres en la tierra.

Hasta fecha de boda fijaron en un apresuramiento asombroso.

Luego Josefina se encargó de dilatar aquel tiempo tan escaso.

Cayetana, en cambio, ya sea por su temperamento observador, dulce y apacible o por arte de magia, había cosechado la envidia de todas las casaderas del pueblo cuando Félix se presentó formalmente a sus padres, pretendiendo visitarla.

La sorpresa mayor se la llevó la misma Cayetana que le quería en secreto pero no esperaba reciprocidad de tan codiciado soltero.

Bernardina, la tercera, tejía novelas de amores fabulosos y esperaba por algún príncipe azul que, estaba visto, no vivía en el pueblo.

Daniel, desde ya, se había dado a sí mismo por descartado, porque, según Luisina, aquel príncipe azul debía cumplir a rajatabla varios requisitos indispensables para oficiar de tal: alto (Daniel sin ser bajo no era alto), rubio (Daniel era entrecano), de ojos azules ( los de Daniel eran negros) y blanco ( Daniel era bien morenito).

Luego de Luisina, continuaban dos hermanas más, Guillermina y Benjamina que aún no participaban del reparto.

Por el otro lado de Las Sombras, se extendía la propiedad de los Otaisa.

María Rosa Otaisa era la representante primaria de su enjundiosa familia, ya que su padre no estaba ya para cuestiones de ese tenor y prefería delegar en su hija (a falta de un hijo varón) el férreo manejo de la fortuna familiar.

Todos la llamaban «La Dueña». Inclusive en el pueblo, su fama de ser poderoso la ungía de un extravagante halo de poderío, que sumado a la fortuna capaz de adquirir todo lo comprable –conciencias y morales incluidas– la volvían temible y dictatorial.

La de Villarrica era una sociedad convencional y estrecha.

Cuatro o cinco apellidos poderosos, dirigiendo un rebaño de ovejas y obsecuentes, cuando no, temerosos de perder los escasos flacos favores que cualquiera de aquellas familias concedía más próximos a una compra de voluntad que a una limosna.

Por muchas razones Daniel Irala se mante-nía apartado del núcleo y si accedía a negociaciones, las llevaba a cabo directamente con don Fausto Mirándola, que hacía las veces de banquero, prestamista, corredor inmobiliario y facilitador de enjuagues diversos que beneficiaran a los que debían beneficiar.

Como en la mesa del rico Dios tiene siempre un plato caliente, el cura usufructuaba las bondades del confesionario para codirigir los destinos de la comunidad desde un razonable sitio de poder sin que se le notara demasiado a su piedad cristiana.

La atención de Irala, entonces, se había centrado especialmente en la de la «niña Otaisa», porque, en realidad, la atención de ella se había centrado en él, que no participaba de su pequeña sociedad de ganancia y poder y parecía decididamente obstinado en arruinarles gratificaciones que ellos se consideraban con derecho a recibir.

Menos Huberto de León, que parecía el más periférico de los adinerados y al que se le veía en general una cuota de mayor humanidad, los demás estaban tan nerviosos como expectantes frente a la irrupción en la estática escena pueblera, de este Irala venido de la nada, ya que de la familia Irala no quedaba ni el banco de la iglesia que les correspondió en sus épocas de esplendor.

Había llegado con un testamento y unas escrituras que debieron los interesados en repartirse Las Sombras, dar por buenas, ya que se notaba claramente su legitimidad.

Todos habían esperado que jamás aparecieran de nuevo los antiguos dueños, así que lentamente habían comenzado a avanzar sobre las tierras, un poco cada día.
Los Otaisa fueron los más perjudicados con la aparición casi fantasmagórica de aquel personaje tan hosco como misterioso.

Como no se andaba con vueltas de ninguna clase, lo que les había tomado su tiempo paciente invadir, debió ser desalojado a toda velocidad.
María Rosa, sin embargo, pensó que la mejor estrategia era la que ella mejor sabía usar.

Así como era de cruel, era de hermosa.

Tenía una cabellera rubia, voluptuosa como si la envolviera una espesa luz de sol y ojos grandes, azules y rasgados, además de una figura que alborotaba mal a los varones. Se le habían conocido muchos. Se entretenía una temporada y luego los despachaba.

Dos se suicidaron cuando ella los abandonó como a un pelecho de fruta. A otros les sacó el jugo como hacen las arañas, hasta que se quedaron secos.
Con todas sus artes, comenzó la campaña para atraer al díscolo al redil.

La primera vez que lo vio, no pudo creer que ese moreno tan mal entrazado fuera el extraño Irala del que hablaban todas las lenguas.

María Rosa no pudo con su asombro.

Se había imaginado de cualquier modo al Irala, menos como en realidad era.

Se quejó con Nieves “que un hombre de su poder y fortuna no puede andar hecho un estropicio por el mundo, como si fuera el último de sus criados”. “Que un hombre con su poder y su fortuna no puede andar arreglando él mismo sus asuntos a cuchillo, como si no se pudiera pagar un secretario que se los arreglara”.
Nieves, su criada personal, le preguntó si era guapo.

–Ni siquiera me saludó cuando nos encontramos en lo del Licenciado Alamandós –se quejaba ella recordando la escena.

«¿Sabes quién soy?» lo había enfrentado ella.

«No me interesa» le había respondido él.

Esa noche, María Rosa no durmió.

Estaba enfurecida y desconcertada.

No le parecía posible que el Irala, con la animalidad que ella podía intuir que lo habitaba, no se detuviera un instante a considerarla como todo el resto de los mortales masculinos la consideraba.

Mandó a averiguar si era casado, si vivía con alguna mujer, si le interesaba alguna mujer o “si era así de raro, nomás”. Porque ella sabía el estrago que hacía en los machos mejor plantados y éste, no la consideraba ni siquiera para preguntarle el nombre.

“Maldito orgulloso” mascullaba en la intimidad, mientras Nieves le cepillaba su espléndido cabello “¿Juegas, eh? … Ya te veré venir como un perrito a que rasque tu cabecita…”

La respuesta de Bravo, su capataz, que anduvo de averiguaciones hasta que ya no le asistieron dudas fue: “es de raro , nomás”. Y le contó lo que el pueblo decía y que ella ya ha-bía oído. “Una gran cantidad de fábulas inútiles, en las que no cabe la mirada de los ojos del Irala” lo cortó María Rosa, porque la fastidiaban los inventos de las comadres.

Fabricó toda clase de excusas y reuniones. Cursó todo tipo de invitaciones a fiestas y convites. Reunió cien veces a la más rancia sociedad de Villarrica, intentando unir el agua y el aceite.

El nunca llegó.

Apostó vigías que le avisaron si aparecía por el pueblo. Pero cuando ella llegaba, él ya no estaba.

La cacería se volvió una obsesión para Ma-ría Rosa, que no hallaba resignación. Para ella era absolutamente imposible no poseer lo que se le antojaba. Y más imposible aún le resultaba entender que lo que se le antoja no tuviera interés en ser de ella, que era el objeto de deseo de todos los hombres de Villarrica.

Cuando uno de los hombres de Bravo llegó diciéndole “que al caballo del Irala se le aflojó una herradura y está en lo de don Berto, esperando que se la compongan”, María Rosa salió corriendo.

Desde la boca de la calle lo vio.

Estaba sentado en unos maderos, distraído en quién sabe que pensamientos, jugando a arrojarle piedritas a las gallinas que comían granos esparcidos y aburrido de esperar que llegara el herrero.

María Rosa avanzó por la calle, fingiendo una casualidad.

Pasó frente al Irala y dudó si detenerse a saludarlo o jugar su juego de indiferencia.

–¿Andas de apuro , doña?… –escuchó ella que le decía él, mientras iba pasando y sintió de repente el tirón firme en su brazo, que la atrajo violentamente.
Casi la arrastró al interior del galpón, donde se agolpaban piensos y caballos y caía un sol a monedas sobre el aire brillante en el que danzaban partículas de polvo.

–¿Estás detrás de mi … o me parece? –le preguntó el Irala, mirándola con una sonrisa maliciosa.

–¿Cómo se te ocurre? –protestó María Rosa, intentando desasirse de las manos que la sujetaban con fuerza contra el cuerpo moreno, sin permitirle muchos movimientos– Suéltame, bruto… ¿Qué te está sucediendo?

–Lo mismo que a ti –le respondió el Irala y la acorraló contra los fardos de pienso.

Se le apoderó de la boca, de los pechos erguidos que temblaban, de las nalgas bajo las faldas y los calzones, como si ella no tuviera voluntad.

María Rosa lo sentía adherirse a ella, pegarse frotándose. Su olor a animal, a jugo verde, a limón y gramilla, se fundía con sus perfumes caros, mientras se mezclaban sudores y ja-deos calientes encima de las bocas y salivas y lenguas.

–¡Suéltame! –exigió, porque le pareció que le estaba regalando demasiado territorio al invasor y permitiéndole un avance desorbitado sobre ella, que deseaba el privilegio de avanzar sobre él y conquistarlo.

Irala la tomó por el cabello con una mano y por el mentón con la otra. María Rosa sintió los dedos hundiéndosele en las mejillas y los ojos quemándose en los suyos. Peleó.

Nunca la habían maltratado. Nunca la ha-bían sacudido por el cabello como ella remecía a sus sirvientas. Nunca la habían sujetado hasta casi ahogarla por el cuello, como ella había visto que Bravo le hacía a los díscolos. Y nunca la habían sometido por la fuerza.

Se arqueó, con un gemido largo de animal malherido, ya sin forcejear contra el cuerpo violento que se hundía en el suyo.

Le diría luego a Nieves, mientras se quitaba los restos de polvo y pienso de la piel, queriendo arrancarse el olor a hierba y a limón, que “definitivamente ese es el varón que quiero”.

Cuando la soltó, María Rosa todavía temblaba.

El placer le estremecía las entrañas y los labios y le agitaba de gemidos la respiración. Se recompuso, acomodándose las faldas y el cabello y volviendo a ajustar a sus formas el corpiño.

Sentía los labios hinchados y mojados de besos. Le ardían los pezones erguidos y entre las piernas le palpitaba el sexo un estremecimiento que le chorreaba jugo por los muslos.

El ni siquiera se ocupó de ella.

Se fue hasta el barril de agua y metió la cabeza para empaparse los cabellos, levantándolos después con una sacudida, mojados. Se le adhirieron a la nuca y al rostro.

María Rosa no supo que decir.

Salió casi corriendo del galpón, llevándose como una estela el olor a limón y la brujería de los ojos.

–Oye María Rosa…Cuando quieras… –escuchó que le decía él, riéndose, mientras le arrojaba una piedrecilla brillante, como a las gallinas del herrero.
María Rosa se detuvo.

Iba a responderle alguna cosa. A jurarle venganza o a mirarse otra vez en sus ojos.

No pudo hacer ninguna de esas cosas.

La furia se le quedó atragantada cuando el caballo gris pasó al galope a su lado, develando que las reglas del juego eran distintas.

El detuvo el caballo varios metros adelante y la miró subir desde arriba la callecita empinada y terrosa.

Cuando la tuvo cerca, empezó a darle vueltas alrededor, en un alarde de rienda, obstaculizándole los pasos y el avance.

–¡Basta , maldito seas!  –le gritó María Rosa, deteniéndose al fin, atrapada en el círculo del caballo que le daba vueltas y vueltas encerrándola.
–Sube…te llevo… –le dijo él y la arrancó del suelo en la curva de su brazo, para acomodarla de través en la montura, como si la raptara. Ella aceptó el brazo fuerte alrededor de su cintura y se acomodó contra el pecho caliente.

–¿Te regresaron los modales, animal? –le preguntó.

Los ojos de negros la miraron.

No le respondió.

El caballo entró al pueblo bajo la resolana del fin del mediodía y se detuvo ante el amplio portal de la casa, que en el centro del parque se veía enorme y magnífica.

Como la había subido a la montura, igualmente la depositó en tierra.

Ella quiso decirle “quédate, no te vayas” pero solamente lo miró, alejándose al galope por el mismo camino.

Introducción al género «culebrón» / El brillo en la mirada (primera entrega) » Por Eva Lucía Armas & Gavrí Akhenazi

Introducción al género «culebrón»

El género «culebrón» es también un tipo de novela muy interesante. Como ejemplo de «escritor de culebrones» tenemos el del brasilero Jorge Amado quien lo utilizó (cuando ya no pudo escribir como su idea política le hacía escribir) para plasmar las realidades más crudas del Brasil.

Denostado por los que se la dan de no sé qué culturosa reserva, el culebrón permite contar una realidad como si fuera un cuento de piratas, plasmar costumbres sin acomodarlas a la rigurosa norma de la crítica social y permitirle al autor que los buenos sean extraordinariamente buenos y los villanos denodadamente villanos, sin que por ello se tilde al que escribe de parcialidad.

El culebrón, en general, siempre es una epopeya, una gran epopeya de las pasiones humanas bajas y altas, en las que el bien y el mal pueden combatir a gusto sin que se asombre nadie, relatando como cuestión pintoresca hechos y costumbres sin necesidad de moderarlos.
En un culebrón, todo es simpático, porque el género así lo permite, ya que todo en él es grande: el amor, el odio, la nobleza, la furia, el egoísmo.

Así que he aquí el culebrón. El que yo quise escribir alguna vez y que Gavrí Akhenazi gentilmente se ofreció a compartir.


Capítulo 1

De mi abuela

Por Eva Lucía Armas

Mi abuela tenía un don.

Mi abuela predecía la tristeza. La adivinaba. La averiguaba detrás de las sonrisas, de la buena disposición y de las bromas. La desenmascaraba tras la carcajada y le decía a mi madre, como un sutil consejo y si se trataba de alguna de sus amigas “hazle una visita a…” Y me decía a mí: Es que está triste de esa tristeza que ya no se va.

A veces transcurría mucho tiempo antes de que aquella aseveración se confirmara pero siempre era cierta. Nosotras nos preguntábamos como había hecho mi abuela para descubrirla en el mismo momento de su origen. “Es bruja” decía mi padre.

En vano oteaba yo resquicios e intersticios en risas y palabras, en bromas y silencios. No conseguía la misma exactitud de mi abuela, que condescendía accediendo a que sí, del que le hablaba yo estaba triste “pero es un mal pasajero”. Ella era experta en la otra tristeza. La que se lleva con uno para siempre.

En Villarrica, las cosas no pueden ocultarse mucho tiempo, así que siempre se confirmaba lo que ya sabíamos como presunción.
La pregunta de ¿cómo hace la abuela?  recibía una respuesta más o menos uniforme por parte de mi madre: El diablo sabe por diablo, pero más sabe por viejo.

No fue sino hasta que conocí a Daniel Irala, que tuve la explicación.

Él reunía todas las características de un triste. Y además, era el primer triste desconocido que se cruzaba en mi camino. Alguien que yo no había visto antes. Alguien que no pertenecía a mi pueblo, que no estaba asociado a ningún recuerdo de la infancia ni a ninguna vivencia posterior. Alguien nuevo, sin historias compartidas, sin parientes ni amigos compartidos, sin nada compartido más que aquella primer mirada, una tarde, en el camino polvoriento, al paso de las vacas y que sostuvimos ambos, alambrado por medio, descubriéndonos.

Él, apenas se rozó el borde del sombrero que lo protegía del sol de la intemperie.

Yo, incliné la cabeza.

Ambos decidimos un saludo, a pesar de que no habíamos sido presentados formalmente y en un acto sin premeditación, nos fijamos los ojos en una mezcla de curiosidad y falta de recato.

“Mirar así a un hombre no es de señorita decente” dirían las viejas de mi pueblo.

“Mirar así a una señorita encierra intenciones inconfesables” agregarían después, antes de enviarme al confesionario.

Una opinión similar tuvo mi hermana Josefina cuando le comenté el encuentro, ya que Daniel Irala rozaba en mi pueblo, casi la imaginería.

Había llegado una tarde.

No era un ser social.

Vivía encerrado en la gran casa de sus campos, que se extendían desde donde acaba Villarrica, a donde acaba la mirada.
Lo que se sabía de él, era lo que se inventaba.

Pocos lo habían visto personalmente así que podía yo contarme como afortunada. Se había expuesto a mi mirada más de lo necesario y quizás más de lo que se había expuesto  desde su llegada a la mirada de los pocos que lo habían visto: el Jefe de Estación del Ferrocarril, el turquito Abú de la proveeduría y don Fausto Mirándola, dueño del Banco, por cuyas hijas había trascendido la comidilla de su fortuna.
De cualquier modo, un hombre rico no se comporta como un anacoreta. “Los hombres ricos tienen comportamientos liberales”, decía mi tía Felicitas y agregaba, “les gustan las fiestas, las mujeres, las reuniones donde puedan exponer el poder que les otorga el dinero y de seguro no estarán encerrados en un retiro conventual donde su única compañía sean un perro y una momia”.

Tal la descripción de Daniel Irala.

Un monje recluido en compañía de un perro y una sirvienta vieja que solita había mantenido la casa en pie durante medio siglo, hasta que apareció el heredero de tanta vastedad, de modo que podía considerársela parte del mobiliario.

De ahí en más, el misterio.

—Veo que más allá de lo mítico… causó en ti otra impresión…

Fueron las palabras de mi abuela, cuando le comenté el encuentro. Muchas veces, se habla mejor con mi abuela que con cualquiera de mis hermanas.

—Creo que sí… Es un hombre triste. —aseveré con una convicción que me asombró a mí misma. Me descubrí, estupefacta, ese extraño poder que se le atribuía a mi abuela.

Ella sonrió.

—¿Ah… sí?¿Es triste? Y.. ¿Cómo sabes eso?

—Tiene… un gesto en los ojos… diferente…

—¿Un gesto en los ojos?¿Qué clase de gesto?

No supe explicarle. Siquiera estaba segura de que fuera un gesto, porque no solamente se había rozado el sombrero, también me ha-bía sonreído con una sonrisa espléndida y gentil, que, extraída del contexto de su rostro, no podría catalogarse de “sonrisa de hombre triste”. Siquiera su rostro era el de alguien triste, con la boca hacia abajo y esa actitud de cordero a degollar que caracteriza a esas personas.
Era un rostro sereno, de rasgos firmes, enérgico, huesudo, más cercano a la crueldad que a la tristeza. Agradable sin belleza. Un rostro personal.

—No es un gesto en los ojos, Luisina —me dijo entonces mi abuela, concediéndome ser partícipe de su sabiduría fabulosa.

—¿Pero, usted lo conoce, abuela? —pregunté, ya que no sabía que alguna vez ella hubiese sido de los pocos que alcanzaron a verlo.

—Sí… por supuesto. Su abuela y yo fuimos grandes amigas, aunque nuestras familias se enemistaran hace mucho… El muchacho vino a saludarme… Su abuela le había hablado de mí… Fue una gran alegría que Oriana me recordara con tanto afecto. Yo también la recuerdo en forma sumamente afectuosa y así se lo dije a Daniel. Y le agradecí que hubiera logrado independizarse del odio familiar para transmitirme un cariño tan caro a mi corazón… ¿Sabes… me preguntaba cuando ibas a descubrir el secreto?.. —y repitió— No es un gesto…

—¿Y qué es, abuela?

Entonces, ella levantó sus dos manos y acarició mi cabello entre sus dedos.

—Es un brillo en la mirada, Luisina. Es “el brillo en la mirada”. Las personas tenemos luz en los ojos, una luz que viene desde el alma. Y no es que los ojos están tristes… sino que se apagó el brillo en la mirada.

Fue como si descubriera algo que íntimamente ya sabía. Aún así le dije a mi abuela que Daniel Irala no era ningún muchacho.
—A mi edad ya todos lo son. —respondió ella, sonriendo.


Capítulo 2

Cosas pendientes

Por Gavrí Akhenazi

Alfonsina, que durante un buen rato estuvo mirando por la ventana el atardecer sobre el pueblo y el camino que llevaba desde su lugar al horizonte, comenzó a encender los candiles.

La luminosidad impregnó el ámbito de un amarillento tembloroso en el que el humo de las frituras de cocina tomó el aspecto de un velo impalpable suelto por el aire sobre todas las cosas.

Algunos parroquianos bebían tragos de bebidas fuertes en la penumbra de candiles y humo. Había olor a tabacos, sudores y perfumes. Había algunas voces.

Alfonsina había envejecido muchos más años en el alma que en el cuerpo.

Ya casi no recordaba la risa explosiva de su juventud y su andar cadencioso sobre el que caían todas las miradas.

No era el mismo su cabello negrísimo resbalando como una cascada por su espalda, ni el retintín de sus pulseras que había ido empeñando de a una en una, frente a la codicia infinita de don Fausto hasta que sus brazos perdieron la musicalidad característica.

Pero no se quejaba.

Su padre le había enseñado a no quejarse, mientras iban empobreciendo.

Quizás, había sido tan rápido el proceso que no dio tiempo a la queja y ya consumado, solamente quedó la resignación, porque vuelta atrás no existiría.

Se limitaron a salvar las ruinas que por ruinas no le interesaron a nadie en la rapiña.

Así le había dicho ella alguna vez a Juan Luis Irala y él, que estaba tan golpeado o más que ella le había respondido “La dignidad, niña, no te la puede quitar ningún verdugo así que si te vas a morir, muere de pie sin pedir clemencia y con los ojos bien fijos en los ojos de tu asesino”.

Esas palabras, las únicas de alguien que se acercó cuando todos se alejaron, le signaron la vida.

Recordaba a Juan Luis el día de su muerte.

Lloró junto al féretro como si se tratara de alguno de su propia familia.

Ella, Eleuteria la criada y algún que otro peón que se había quedado junto a él, fueron los únicos.

De los del pueblo, solamente la señora Clarisa y su hija María de los Milagros que se había puesto de luto. Ni su hermanastro Francisco se presentó a acompañar el cortejo al campo santo.

Mejor, porque a ella en especial no le hubiera gustado encontrarse a Francisco.

Le hubiera dicho unas cuantas cosas sobre traiciones y falacias.

La señora Clarisa se ocupó de todos los menesteres del entierro sin cansarse de protestar: “Muchacho… muchacho… tan valiente y tan frágil…” María de los Milagros lloró todo el tiempo y anduvo de negro durante varios meses hasta que se casó.

A los pocos días del entierro de Juan Luis, Francisco enterró también a su mujer.

Alfonsina recordaba como ensoñaciones las fiestas del pueblo en su juventud. Recordaba a todos los actores de su vida.

Aún a veces se soñaba bailando en el gran salón de su casa, cuando cumplió los quince años y sus padres la presentaron en sociedad.

Luego, cuando llegó el desastre, todos se olvidaron de ellos y les dieron la espalda. La echaron a un lado sus antiguas amigas. Sólo María de los Milagros y Felicitas De León continuaron visitándola, viéndola empobrecerse y envejecer día por día. La sostuvieron y apoyaron hasta donde les fue permitido hacerlo.

Juan Luis Irala compró la casa donde ahora vivía porque ni casa les habían dejado. Llegó un día y le puso el acta del notario en las manos a su padre. Pero el padre de Alfonsina había quedado enfermo de tristeza y se moría un poquito todas las mañanas. Ella, que tenía diecisiete años, miró al hombre moreno allí frente al viejo extendiéndole los papeles.

Aquella actitud le valió a él la vindicta pública. Fue un acto de osadía oponerse al despojo consumado.

Ella nunca había comprendido con claridad que cosa había pasado. Nadie se lo había explicado tampoco. Sólo sabía de escuchar conversaciones entre su madre y su padre, en voz baja, de algunos negocios que habían salido mal.

Francisco y Juan Luis no se parecían en nada el uno al otro.

El menor había cargado toda la vida con el mote de “arrimado” porque a pesar de ostentar el apellido y vivir en la casa de los Irala, nadie le perdonaba su origen clandestino. Quizás por eso tenía tanta vocación por arreglar las injusticias de los poderosos.

La voz de Margarita, su ayudante, diciéndole “Doña Alfonsina, un señor pregunta por usted” interrumpió los recuerdos.

Se acercó al salón en el que la luz amarilla y el humo formaban una niebla fantasmal ahora.

Y el Jesús se le murió en los labios, porque se le subió el corazón a la garganta.

“Jesús, María y José” se persignó unas cuantas veces, detenida detrás del mostrador y con los ojos fijos en la figura de pie casi a la entrada.

“Ahí está mi patrona” le indicaba Margarita al hombre de camisa blanca, que avanzó por fin.

—¿Juan Luis? —preguntó Alfonsina entrecortadamente, sin detener la mano que la persignaba una y otra vez automáticamente y agregó como si sollozara— Dios mío… no puede ser usted…

Daniel Irala se apoyó en el mostrador.

—¿Perdón? —preguntó, viendo el efecto que causaba en la mujer.

—No puede ser usted… —le repitió Alfonsina, alargando sus manos para rozar el rostro frente a ella.

Daniel Irala se echó hacia atrás, sorprendido.

—¿Señora Alfonsina Reguera? —insistió.

—Juan Luis Irala… usted está muerto… ¿qué está haciendo aquí, en la tierra de los vivos? —musitaba Alfonsina, luchando por rozar la figura del hombre frente a ella que la miraba azorado.

—Yo soy Daniel… Daniel Irala —replicó él y por si faltara algún dato el dueño de “Las Sombras”.

Alfonsina salió del trance por un instante.

Miró bien al hombre frente a ella y aún se cubrió la boca con ambas manos.

Demoró un largo rato en reponerse y en poder hablar con normalidad.

El corazón era un tumulto asfixiante en su garganta y las lágrimas le caían por las mejillas, incontenibles. Aún así, tomó a Daniel por una mano y lo condujo a la más apartada de las mesas. Pidió para ellos un buen vino “Brindaremos… ¿tiene usted hambre? Hay buena comida hoy, una buena caldereta. Debe hacer frío allí donde está. Siempre me imaginé que hacía frío allí…”

Daniel la acompañó pensando que la pobre no estaba muy en su juicio. Le dijo que sí te-nía un poco de frío porque había caído el rocío de la tarde mientras venía a visitarla.

—Milagros no le ha visto aún ¿verdad? — preguntó Alfonsina de repente, con sobresalto.

— No vaya a darle el susto que me ha dado a mí… Esas cosas no se hacen… de aparecerse así… Y sabe usted, la casaron con Huberto De León así que no le vaya a dar esa serenata que le daba. Aún la recuerdo… Dios mío ¡¿por qué cantaba usted cosas tan tristes?! Allí donde está no se envejece… Mírese, tiene todavía treinta y cuatro años.

—Creo que me está confundiendo con otro Irala, señora. —acabó Daniel con la disquisición de Alfonsina— Yo soy Daniel Irala. Daniel, el último hijo de Francisco.

Se hizo un silencio profundo.

—Beba —murmuró Alfonsina al fin y le ordenó a Margarita un buen plato de la caldereta de cerdo “y trae pan, bastante pan ¿No decía que no había buena caldereta sin bastante pan?.. Le extrañé durante treinta y cuatro años… Y si se ha cambiado el nombre, pues da igual. Este le sienta mejor para lo que le gusta hacer.”

Daniel se echó hacia atrás en la silla.

Miró alrededor. Algunos indiscretos los observaban de soslayo.

Había pensado explicarle a la mujer el motivo de su visita, pero bien se veía que la pobre estaba más anciana de lo que en realidad aparentaba y venirle con esos asuntos que hasta a él le habían resultado siempre confusos de explicar, hubiera empeorado la situación.

En una de esas, la doña se le moría por recibir otra emoción encima de la primera, que aún no se le pasaba del todo, ya que continuaba persignándose de vez en cuando.

—Milagros también ha envejecido. No se la vaya a confundir a usted con Luisina, su cuarta hija. —le dijo de repente Alfonsina, llevándose la copa de vino a los labios— Es muy parecida a ella, así que… yo sólo le digo… porque a veces el tiempo hace que no recordemos con claridad y han pasado treinta y cuatro años. Así que bien puede habérsele desdibujado a usted Milagros y cuando vea a Luisina… pensará…

—Conozco a Luisina —la interrumpió Daniel mientras Margarita situaba frente a su nariz el plato de guisado humeante.
Alfonsina lo miró devorar la caldereta.

—¡No ha perdido usted ese buen apetito! —exclamó, satisfecha, reconociendo los detalles de su memoria uno por uno— Mírese qué bonito está… aunque el pelito un poquitín más largo le sentaba a usted mejor… pero bueno… si allá le piden de pelito corto, tendrán sus reglas…

Daniel sonrió entre los bocados.

“Le hubiera mandado los papeles en vez de traerlos yo” pensó entre dientes aunque en el fondo, la situación lo divertía.

Sin duda que se lo había confundido con el otro.

Ya le había pasado antes con el banquero, que se quedó pasmado allí mirándolo como si hubiese visto alguna aparición poco afortunada, hasta que Daniel consiguió presentarse y estrecharle la mano.

El pobre hombre tenía las palmas empapadas de sudor frío y le temblaba tanto el cuerpo que le contagió a él el movimiento por todo el brazo.

Pero como don Fausto Mirándola era hombre práctico, superada la primera emoción, aceptó que Daniel fuera quién era y no el que él se había imaginado.

Tiempo después, terminaron haciendo negocio.

Don Fausto le dijo en confianza que “la primera vez que lo vi a usted, pensé que era el difunto que me venía con reclamos».

Daniel Irala no opinó sobre los decires de don Fausto. Tampoco opinó sobre “el difunto” que acabó muerto de varias puñaladas “aunque realmente se estaba transformando en un problema, porque le había entrado vocación por defender cosas indefendibles y enfrentarse a nosotros…” le había aclarado don Fausto.

Durante días Eleuteria lo miró revolverse como si se hubiera quedado enjaulado.

Daniel conocía bien los síntomas. Sabía cómo empezaban a aparecer despacio pero inexorablemente y se iban acomodando uno por uno encima de sus días hasta que la fuerza se le soltaba adentro y empezaba la lucha de quién gobernaba a quién.

En el colegio religioso, donde su padre lo internó, seguramente con el afán oculto de salvarlo de aquel mal pernicioso y devorador, enseguida empezaron las curas, porque había llegado con el mote de “endemoniado”, así que cada cual podía probar en él el exorcismo que le viniera en ganas, además de los que ya había probado todo el mundo.

Pero ni todas las fórmulas de la Inquisición pudieron contra la fuerza poderosa de su naturaleza.

Sí, en cambio, lo obligaron, para poder sobrevivir, a manejarla. A que no se estuviera saliendo a cada rato. A controlarla segundo por segundo. A saber sus secretos. A conocerla detallada e íntimamente.

Aún así, pese al esmero furioso que ponía en ocultarla, los curas la descubrían.

Hasta que un día, el padre Benedicto, harto de tanta penitencia y exorcismo y convencido de que tanta agresión era más perjudicial que beneficiosa, lo llamó al Refectorio.

Daniel ya esperaba alguna nueva forma de quitarle el demonio, más sofisticada quizás que las burdas torturas y los interminables rezos. No dijo, en consecuencia, ninguna palabra, porque cada vez que hablaba, lo que decía se le venía en contra.

“Quedan muy pocos de tu especie… Pero el Señor sabe que a cada cual su afán y por eso, todas las criaturas de su Creación tienen un propósito. Si me prometes manejar tus fuerzas yo prometo educarte sin castigos. Y te aseguro que puedo hacer que te parezcas a los demás hasta que el Señor disponga lo contrario.”

El padre Benedicto había cumplido y por eso él había podido regresar a Villarrica.

Mirando a Alfonsina, Daniel acabó la comida y luego de beber un largo sorbo de vino, se puso de pie.

Sobre la mesa le dejó algunos papeles con un apenas murmurado: “Para usted, señora…”

Y esa noche, luego de varias sin hacerlo, durmió como un bendito.

Editorial de la edición número 5 de la Revista Ultraversal, por Eva Lucía Armas

Palabra intencionada

La palabra es un arma. La palabra es una institución de la metáfora y tiene un peso específico dentro de cualquier desarrollo textual, inclusive atendiendo a sus diversos pesos semánticos de acuerdo a la ubicación intencional que demos a un mismo vocablo.
La palabra es una dirección de la voluntad expresiva. Mediante ella, se marca el sentido de circulación de las ideas y una misma palabra, adecuada a una determinada intención, sirve tanto para el amor como para el odio, porque la palabra en sí misma es metafórica, simbólica, es un elemento propio de un código que debe ser interpretado a partir del lecto y las condiciones en que se emplee.
Rodeada de otros símbolos que generan lo denotativo, una palabra siempre resulta connotativa en sí, porque depende de sus intérpretes que son los considerados receptores del mensaje final que la palabra representa y son los que deben aplicar interpretativamente la intención que tiene el símbolo colocado en tal o cuál posición dentro de lo oracional.
En nombre de la misma palabra, pongamos por caso Dios, se mata o se salva. Esto ocurre por la interpretación que se le otorga y el valor semántico que tiene para cada receptor, de acuerdo a su ámbito: “Dios lo manda” (como ejemplo de lo anterior).
Desde los simbolismos, las culturas trabajan sobre sus diseños comunicacionales y modifican el valor aséptico de los semas para reconvertirlos en una resemantización necesaria por el valor electivo que le da la cultura que los emplea.
La pérdida de la palabra es la pérdida del código completo y de sus variables, como aquello de que un kilo de plumas pesa igual que un kilo de plomo, ambos serán kilos, pero de diferente material y por lo tanto, pese a ser kilos, no son equiparables en una misma función.
En la actualidad hay una batalla de códigos que desarraigan las palabras para desarrollar mutaciones que se apartan de los valores simbólicos. Es el caso de la palabra “bizarro”. Según algún aberrante traductor perdido en los anales de la semántica contemporánea, la insólita traducción de un adjetivo inglés en su traspolación al castellano (ignorancia de ambos idiomas pura y dura y sin apelativo) ha vuelto del revés el significado y el símbolo que el español le otorga a esa palabra, justamente mutándola en su símbolo opuesto.
Y lo más trágico es que no se produce la corrección desde ningún lugar y aplicar la tergiversación pasa a ser de uso común. Alabar a alguien con la palabra bizarro se ha convertido en insultar a alguien con ella.
Sucede que los escritores no están exentos de estas peculiaridades, ya que hasta la misma palabra “escritor”, con el advenimiento de las redes sociales, ha dejado su valor semántico por el camino imitando a la palabra bizarro.
Me pregunto ¿qué querrá decir dentro de un tiempo lo que hoy escribimos aún con los símbolos dentro de sus expresiones semánticas?¿Dirá lo mismo que quisimos decir o justamente lo opuesto?
Verdaderamente trágico sería que no dijera nada, porque la Humanidad haya regresado a entenderse con gruñidos.

Acerca de Eva Lucía Armas

El mundo, el demonio y la carne, por Eva Lucía Armas

resolveré la vida enfrentando este miedo
y mataré los diablos con la mano en el alma

si no escribo habré muerto como una planta seca
en una macetita que se olvidó el vecino
en el décimo piso de una torre sin nadie
después de la mudanza que la dejó tan sola
en el sol de noviembre

yo no diré ¡ay de mí!¡que cálices amargos
pusiste en mi camino mientras buscaba agua
vida que me vivís, humanamente!

llevo la miel conmigo
el sol es siempre mi defensor y aliado
y en los rebordes del camino hay verdes

siempre escucho los pájaros
mis hijos están sanos
mi perro sobrevive a todos sus problemas
y después del pulgón
los pensamientos y las alegrías han florecido fuertes
ante la luz del este melancólico

yo sé que nací efímera en medio de los siglos,
que el demonio ha querido seducirme de prisa
y hacerme de su corte
que el mundo gira impávido en su peor frecuencia
y que la carne es apenas carne
apenas carne
apenas carne, putrecible carne, que se enferma y se muere

pero este ser que soy y que fue destinado a la batalla
es un idioma fértil
tan hijo de la luz que se deslumbra solo ante el espejo
y que nunca, jamás
se ve como una pobre y demacrada víctima

¿qué más puedo pedir?

ya me creció el cabello

Acerca de Eva Lucía Armas

Mundo biblios & Metamorfosis, por Eva Lucía Armas

Mundo biblios

Mi mundo siempre tuvo mucho de papel más allá de su fragilidad.

Había muchos libros en mi mundo.

Grandes bibliotecas había en mi mundo que tapizaban las paredes y la forma de ser.

Alguien que tiene tantos, tantos libros, no es como los otros.

Luego, estaban las bibliotecas públicas. Y mi padre con ellas. Era un hombre/ángel diseñado para habitar entre los libros.

En Córdoba, también, toda una habitación era una biblioteca.

En las dos casas, los estantes no daban abasto para sostener tanta afición por el conocimiento y los libros que no encontraban mundo quedaban apilados en la mesa, en el escritorio, en las sillas o en el suelo.

La geografía montañosa de mi vida estuvo hecha de sierras y de libros.

Metamorfosis

Por entonces sobraba en todas partes, inclusive al humor de Tomás que tuvo que prestarme un par de pantalones y una camisa ancha en la que entraba mi cuerpo varias veces.

Arremangaba los pantalones y los metía adentro de las medias porque Tomás me llevaba más de una cabeza. La camisa la dejaba suelta y me disfrazaba de fantasma. Total, tampoco nadie me veía en esa casa.

Nos alojaron en la pieza de atrás que daba sobre el huerto.

La abuela dejó dos juegos de sábanas que  olían a mucho sol, pero que estaban duras, como almidonadas por el agua de pozo y el jabón.

Eran sábanas blancas, poderosamente blancas, de una tela dura, rígida, como la abuela.

Yo hice mi cama. Mi mamá se acostó sobre el colchón y se subió el acolchado hasta los ojos.

Supongo que lloraba debajo. Era lo único que hacía últimamente.

En la habitación, había además una cómoda con un espejo en medialuna, enorme, y un ropero de madera tan oscura que parecía negro. También tenía un espejo en la puerta central.

Yo nos miré ahí, retratadas en ese espejo alto.

Mi mamá era un bulto, una apariencia, cubierta totalmente y aún así, no invisible. Yo, no sé lo que era.

Las trenzas mal atadas dejaban escapar pelos de todos las medidas. Se notaba mucho que mi camisa era la parte de arriba de un pijama que no pegaba con el pantalón. Estaba fea, como un pájaro que no acabó el emplume, todavía con el polvo que entraba por las desvencijadas ventanillas del tren, adherido a mis formas.

No podía imaginar un lugar más polvoriento que aquel en el que estábamos.

Otras veces habíamos llegado igual, como una imposición. Pero era la primera que no llevábamos valija ni bolso ni una muda de algo. Pensé si la gente se habría dado cuenta en el tren que yo viajaba vestida con pijama.

La abuela lo notó.

—Usted… vaya a bañarse —me dijo, desde lejos, apareciendo como una sombra estricta en la suave penumbra del corredor que llevaba a nuestra habitación.

Esperó que pasara junto a ella, sin otro gesto que su dedo señalando el baño. Después se acercó a la puerta para hablar con mi madre que seguía debajo del cubrecama.

—Podrías haber traído ropa —dijo, solamente.

Yo me encerré en el baño.

Pensé en las otras veces de mi tan larga historia de paquete.

Siempre terminaba vestida con la ropa de otro, contribuyendo a mi estilo de adefesio.

La abuela abrió la puerta y me miró todavía sin desvestir, de pie junto al lavabo.

—Báñese rápido, que no se desperdicie nada de agua. Acá tiene.

Dejó sobre el banquito de junto al bidet la ropa de Tomás.

Me tuve que desnudar delante de ella, para que se llevara la mía y la lavaran.

—Su madre tendrá que coserle alguna cosa. No va a andar siempre vestida de varoncito, pidiendo ropa ajena —comentó y volvió a cerrar la puerta mientras yo me metía bajo el agua.

Pero mi madre no salió durante mucho tiempo de debajo del cubrecama. Y yo tuve que andar vestida de Tomás, que tampoco tenía más ropa sobrante que la que me había dado y que le hacía a él tanta falta como a mí.

La abuela le dijo varias veces a mi madre: Ocupate de tu hija, que para eso sos la madre.

Después, le encargó a Tomás que me cuidara.

Cuidar para Tomás era enseñarme a hacer lo que él hacía. Ser mandadero, peón de patio, andar entreverado con los otros peones, un poco acá un poco allá, aprendiendo el oficio de los hombres. También la libertad de andar tan suelto.

Lo fastidiaba hacerme de niñero pero no se animaba a traspasar el límite y transformarme en su propio peón.

Yo, más que su peón, era su perro. Andaba todo el día atrás de él, tratando de no molestar al único que me dirigía muy de vez en cuando la palabra o me compartía una galleta, un pedazo de pan, un mate en el galpón, alguna broma, además de la única ropa que te-nía yo para vestirme.

Cuando le preguntaban los jornaleros quién era yo, él se encogía de hombros. No lo tenía claro. Solamente obedecía el encargo de la patrona. “Una parienta”, murmuraba entre dientes sin conseguir asegurarme un rango de parentesco con los patrones. Y los peones farfullaban: “¿pero es hembra?”

Así fue que le pedí el cuchillo que llevaba cruzado sobre los riñones, una tarde.

Me lo alcanzó sin otro ademán que el de alcanzármelo ni otra recomendación que la de su gesto.

Yo me corté el cabello a cuchilladas delante de un pedazo de espejo que él usaba para afeitarse sus principios de bigote.

—Ya no soy más mujer —le dije a su mirada.

Él, como siempre, se encogió de hombros.

Acerca de Eva Lucía Armas

Eva Lucía Armas – Argentina

Apostilla

Debería ponerme un buen traje de loca
de llorona norteña en un velorio
y derrapar miserias por el verso
que es evidente que dan buen resultado.

Debería quebrar tanta mañana
de este otoño dulzón de sol entero
y hacerme con la lluvia de la vida
para llenar papeles con dolores.

Lo puedo hacer si quiero porque dolores sobran
y si fuera a contarlos
podría rellenar tres libros con poemas
de doscientas mil hojas cada uno.

Las penas no me faltan, me acompañan,
vienen a mí, despacio, como perros
enormes pero dóciles al riesgo de mi mano
que aprendió a acariciarlas, suavemente.

Las penas no me faltan, como a nadie le faltan.

Husmean mis cajones de doler
se sientan a mi mesa
y me trenzan el pelo de los sueños
con flores que he guardado
en libros de aventuras.

Pero no soy así.

Y tampoco me sale ser así
ni aún de vez en cuando ni para darme el gusto
de estar en el centro de un capítulo
y no ser
una nota en el margen de Las Gracias.



Contrapostura

Me sigues, claridad, a todas partes
dorándome los bordes
como si fuera un pan recién horneado
desmigado en las mesas
olvidador del hambre.

Me sigues, claridad, como una espiga
de la luz de diciembre
perfumada de lluvias en mi trigo sonoro,
tela de araña clara que me envuelve
repitiendo su vértigo concéntrico.

Me sigues claridad, como una gota
de mis lagos del alma
mojadora de todos mis papeles
del hábito de vida de mis ojos
de esta ancha sonrisa fascinada
por el doliente acto de vivir.

Me sigues, claridad, cascabelera
como una fiesta patronal antigua
con tu disfraz de sol sobre la sombra
y tu candela alzada
y tu arcoíris.

Le respondo a tu nombre con mi sino
de no entregarme nunca a los “no puedo”
y rearmo tus formas en mis manos
como un puzzle de espejos prodigiosos.
Estallo en el umbral del imposible
como un fénix de frutas nacaradas
y lloro luz a veces
cuando venzo
en los charcos con luna a la ancha noche.



Paisajes de mí

Al borde de la piel hay un aroma
de palo santo dulce
y un vigoroso espliego entre la ropa
que al viento se sacude.

Cae el atardecer y es todo pájaros
el cielo. Se produce
un movimiento pálido y terrestre
dibujado con luces.

Queda apenas la boca demorada
como en un canto fúnebre
y todo se amarrona y subdivide.
La vida se diluye.

Lejos de la ciudad existe el mundo
en el que yo no existo y al que acude
mi corazón universal. Palpito
con mi temblor de caña, en mansedumbre.

Frente a la adversidad del día a día
soy un metal precioso que se funde
en un sol cardinal, luz demorada,
un temblor ancestral, agreste y dúctil.

Pienso en mi paz y voy a mis fronteras
para verme llegar, extraña y múltiple.

Soy ese ser vital hecho de especias
que nace del derrumbe.

Acerca de Eva Lucía Armas