Silvio Rodríguez Carrillo, prosas

Imagen by Aurélien Barre

Día uno

Debo aprender a vivir con ello. Oh, si pudieses ver lo que yo veo hasta el punto fatal de poder decir “oh” sin que suene estúpido, todo sería diferente. Pero, es como el día antes de las operaciones, como la víspera de todo, como lo dije, porque estuve ahí, hay que vivirlo, no para contarlo precisamente, sólo para saberlo.

Estuve en 101 y en 217. A mi modo metré la prosa, y me llené de presiones por todos los costados, haciendo del exceso mi bandera y, de la incomprensión, mi ladera. Y qué magnifico cómo llegué a agarrar curvas! Cómo me puse al límite, entre dudas y desconciertos, y siendo extranjero.

Ahora es tiempo de no releer, de no repasar, de no ponerme en tela de juicio. Como dice la letra «debo confiar en el sonido, es lo único que tengo». Si te fijás en cómo tiembla la mano de Kelly y en cómo tiembla la mano de Christina, y no es fijándose, sino que los ojos se te van al detalle, como se van los ojos de las mujeres en miles de detalles que no sirven para nada que no sea para catalogar lo que no estará en un catalogo jamás.

Un tiempo de duelo? De sólo cerrar sin abrir signos de interrogación? De mezclar el inglés con el español? De preguntarse si es “español” o “castellano”? O de decirse “me chupa un huevo”. Es tiempo de que salgamos con otras personas? Juas!

Sin culpables es mejor. Dejarlo pasar, dejarlo ir, permitirse el escape. Porque, en verdad, pienso que ya ha sido demasiado.


Día dos

Exagerar lo estrictamente real hasta caer, y caer hasta comprender el verdadero significado de las fases. Uno puede pasarse años al borde del paso, del salto, dando vueltas y más vueltas, postergándolo todo, pero, finalmente, toca siempre la hora del sacrificio cuando hay talento para ello. Es apetecible hacerlo? No, porque el resultado no es inmediato y entonces se produce lo que se llama la noche oscura, o, bien mirado, todo parece oscurecerse aún más, porque se apagan las lucecitas que venían alumbrando los caminitos circundantes al camino.

Ser solitario no es estar solo, y estar solo no significa ser solitario. La soledad es un concepto apenas asible más allá del propio sentimiento cuando entran en juego el montón de sentidos disparados y apuntados en una dispersión sostenida por uno mismo, porque la verdadera soledad genera angustia y ansiedad en un primer momento y, sólo después auténtica calma. Cerrar los ojos y tender la mano en disposición a recibir la fuerza, de eso se trata, una lucha, en donde la variable que quiere hacerse carne es la culpa, siempre la culpa.

Cuotas de placer versus equilibrio, y un equilibrio de balanzas cuyo fiel es una espada ciega y cuya base es el esfuerzo. Cómo entonces la risa? La risa era mentirles y mentirse de cuando en vez la sensación de vacío en la certeza. Esquivar el paso en falso y no dar ninguno, hacerse tajos pero sin llegar a amputarse nada; apartarse pero sin alejarse, no llegar a cortar el cordón umbilical y mantenerse ligado a un resto que no es el de Amós, sino ese resto personal que uno ha elegido a lo largo de los años por A o B.

Tengo la boca seca y puedo pasar cualquier prueba de alcotest. Pero ando por el suelo, buscando las migajas del alimento que cayó del cielo mientras miraba a otra parte. Es cuestión de dejar de ahogarse en los estanques buscando rescatar la luna para entregársela a nadie, abandonar la cobardía de no pertenecerse más que en estallidos de euforia y arranques de inteligencia y ser al fin uno en la locura de los cuerdos. Asumiendo los pestañeos eléctricos, las señales, los sueños, como piezas dispuestas a ser ordenadas por quien se anime a intentarlo, sabiendo que al final posiblemente lo único que podría llegar a ordenar es a sí mismo. «Buscas el orden, Araña Verde, pero sólo encontrarás la verdad».


Cinco – Para Silvio

Deberías poder entregarte de pleno al placer del dolor extremo, y sentir con sencillez el inmenso y absurdo vacío que genera la ausencia de ese alguien que con su cuerpo y su mente te hizo integrar de tal modo la realidad que llegaste a comprender la intensidad del azul por sobre los demás colores del día y de la noche.

Deberías ser capaz de susurrar su nombre a una misma hora de la noche, por el resto de lo que te quede de fuerzas y esperanzas, y así traerle de vuelta un poco a tu lado sin que nadie nunca ni lo imagine, ni lo sospeche, generando un ritual íntimo y preciso, donde símbolo y significado se fundan con claridad en el fondo de tu voz callada.

Deberías diseñar laberintos nuevos, recomenzar y continuar, uniendo lo nuevo a lo antiguo, haciendo de la búsqueda algo más que una alternativa, religión plena que en un extremo tiene tus palpitaciones y en el otro una idea que aún confusa sea capaz de sostenerte en las horas del presente, este presente de hierros oxidados y trincheras arrasadas de olvido reciente, impuesto, como la imposición del desierto sobre la ciudad.

Deberías beberte a Auden y a Storni en un solo cóctel demencial que presione tu corazón hasta la desesperación más silenciosa y te vuelva los ojos angustiosamente sinceros, para desde ahí recordar y volver a proyectar cada minuto de gloria que lograste merced a su compañía, erigiendo la dimensión verdadera del muro que desde hoy y hasta un nuevo verano imposible te separe de todo, y de todos.

Deberás volver a tu cifra, recorrer cada curva del cinco, vivir y revivir la distancia de todo cambio de trayectoria, de todo ir y venir para estar siempre de ida, y entonces, como hace tantos, tantos atrás, volver a respirar con la tranquilidad de los solos llenos, y no con la efervescencia de los acompañados de engaño; volver al espacio de una hoja de papel impresa y desestimar el abismo de un corazón bordado.

Gavrí Akhenazi, prosas

Imagen by Steven Wilson

La piel en la montaña

En esa serenidad rústica nos volvíamos antiguos como amuletos. Algo nos había transformado en domésticos, adaptables y plásticos ante las inclemencias, lejanos a los truenos y a las rutas de hormigas sobre el banco de piedra de un jardín en las afueras de una ciudad vacía.

No esperábamos nada. Estábamos ahí, sencillamente, como perros tostados que se ocupan de bostezar al sol convencidos de que ciertas cosas nunca llegan.

Solos.

En esa precariedad descomunal, a veces, nos ocurría la presencia de un niño.

Llegaba hasta nosotros como un soplo y nos observaba como a seres de zoológico. Luego se iba. Regresaba un buen rato después con otro niño y se detenían ambos a mirarnos. Nosotros seguíamos allí, en la jaula de nosotros mismos, dejando discurrir la soledad sobre aquella intemperie desorientada y trágica en la que trabajábamos con vocación de ruinas.

Al fin, aprendimos a jugar con los niños. Nos devolvieron un trozo de la curiosidad y un pedazo mordido de alegría que nos alimentó durante meses.

Los hombres eran duros como nosotros, pero como nosotros, en el fondo, parecían, ellos también, niños.


Punto de mira


Piensa, mientras regresan trayendo los muertos a hombros por la piedra, que la devastación le ocupa sus lugares rotos.

La devastación es el anfitrión de sus eclipses. Se acomoda en sus sombras con su gesto de sombra ungida con todos los poderes del silencio. Sabe que él no le hace falta. Sabe que es su costumbre para no dormir sola en esos inviernos interminables, mientras, como una gota de frío, se acurruca en su propia redondez humedeciendo de tacto las aristas de los hombres.

Él ya no es dramático si alguna vez lo fue. Los dramas le enseñaron a ser parco de asco y a ser parco de amor; nadar en una yuxtapuesta indiferencia a contraluz de la fama y de la gloria, hacia la oscuridad de su consigo; dejarse a la deriva de las músicas que escucha solamente él, porque las músicas son recuerdos sonoros de tantas cosas que han enmudecido y se enmohecen en su estado de ser.

Piensa en esa falta de catástrofes como en su gran catástrofe. Ya no le asusta ni siquiera que no lo asuste nada y ha perdido hasta la codicia de sorpresa. No le causa sorpresa que no lo asuste nada de toda esa devastación incalculable.

La soledad metódica es un vicio de todos por allí.

Alza los ojos al espacio grávido e inconmensurable de aquellas montañas pero no siente el cielo.

Como ellos regresaban con los muertos, desde el valle, los niños regresaban con las cabras.


Vieja carta sin destino aparente



«Recuérdame, amor mío, que te escriba una carta hecha con aves rubias. Una carta con aves y conejos de color caoba que disipan el sol y alzan espacios de polvo fabuloso.

Recuérdame que escriba sobre las contingencias de tus pies diminutos en la nieve, cavando los caminos de regreso con aquellos zapatos mínimos que parecían botellitas de sangre. Eran rojos tus zapatos como mis vendas rojas y como las frutas pequeñas y redondas que recogías entre las zarzas áridas. Come, decías, son dulces como pequeñas gotas de alegría.

Tu alegría era roja igual que una manzana. Tu alegría era una mancha roja que mordía mi pecho herido y pálido, y se deslizaba como un río rojo pintándome singladuras de pájaros en un paisaje donde no había nada.

Recuérdame, amor mío, como eran las tardes milenarias junto al fuego en la estufa y tu perfil de claridad contra la curva hostil de la floresta. Dame esa mansedumbre de tus ojos de hembra de gamo que se oculta del oso y la sonrisa por detrás del ala de tu cabello suelto.

Ya no recuerdo más que el olvido. He perdido el nombre de las flores que juntaban tus manos y no sé nombrar el zureo de las palomas que llegaban al pan, de tarde en tarde.

Recuérdame tu boca. Recuérdame tu lengua. Recuérdame las aletas de tu nariz al borde del enojo y la fecundidad de tus pestañas frente al llanto.

Recuérdame tu aliento y tu silencio y el suave derrotero de tus caderas presas en mis manos y ese fondo lacustre de tu aroma ungiéndome la boca.

Recuérdame que me recuerde siguiéndote el cabello como un perro y la aventura de los viejos caminos en las cumbres donde las piedras cantan hondas voces de agua.

Recuérdame, amor mío, si acaso soy aún esta soledad que no ha cambiado».




Terminé de escribir la carta que me había pedido para su esposa y mientras se la leía, mi compañero sin manos murió sonriendo.
Yo lloré.

De: Ius soli – Primer diario del Kurdistán

Metamorfosis, Eva Lucía Armas

Imagen by Camilo Contreras

Sobraba en todas partes.
Inclusive al humor de Tomás, que tuvo que prestarme un par de pantalones y una camisa ancha en la que entraba mi cuerpo varias veces.

Los pantalones me los arremangaba y los metía adentro de las medias, porque Tomás me llevaba más de una cabeza.
La camisa la dejaba suelta y me disfrazaba de fantasma.
Total, tampoco nadie me veía en esa casa.

Nos alojaron en la pieza de atrás, que daba sobre el huerto.
La abuela dejó dos juegos de sábanas que olían a mucho sol, pero que estaban duras, como plastificadas por el agua de pozo y el jabón.
Eran sábanas blancas, poderosamente blancas, de una tela dura, rígida, como la abuela.

Yo hice mi cama. Mi mamá se acostó sobre el colchón y se subió el acolchado hasta los ojos.
Supongo que lloraba debajo.
Era lo único que hacía últimamente.

En la habitación, había además una cómoda con un espejo en medialuna, enorme y un ropero de madera tan oscura, que parecía negro. También tenía un espejo en la puerta central.

Yo nos miré ahí, retratadas en ese espejo alto.
Mi mamá era un bulto, una apariencia, cubierta totalmente y aún así, no invisible.
Yo, no sé lo que era.
Las trenzas mal atadas dejaban escapar pelos de todos las medidas. Se notaba mucho que la camisa era la parte de arriba de un pijama que no pegaba con el pantalón. Estaba fea, como un pájaro que no acabó el emplume, todavía con el polvo que entraba por las desvencijadas ventanillas del tren, adherido a mis formas.

No podía imaginar un lugar más polvoriento que aquel en el que estábamos.

Otras veces habíamos llegado igual, como una imposición. Pero era la primera que no llevábamos valija ni bolso ni una muda de algo. Pensé si la gente se habría dado cuenta en el tren que yo viajaba vestida con pijama.

La abuela lo notó.

– Usted…vaya a bañarse.- me dijo, desde lejos, apareciendo como una sombra estricta en la suave penumbra del corredor que llevaba a nuestra habitación.
Esperó que pasara junto a ella, sin otro gesto que su dedo señalando el baño.
Después, se acercó a la puerta, para hablar con mi madre que seguía debajo del cubrecama.

—Podrías haber traído ropa —dijo, solamente.

Yo me encerré en el baño.
Pensé en las otras veces de mi tan larga historia de paquete.
Siempre terminaba vestida con la ropa de otro, contribuyendo a mi estilo de adefesio.

La abuela abrió la puerta y me miró todavía sin desvestir, de pie junto al lavabo.

—Báñese rápido, que no se desperdicie nada de agua. Acá tiene.

Dejó sobre el banquito de junto al bidet la ropa de Tomás.
Me tuve que desnudar delante de ella, para que se llevara la mía y la lavaran.

– Su madre tendrá que coserle alguna cosa. No va a andar siempre vestida de varoncito, pidiendo ropa ajena- comentó y volvió a cerrar la puerta mientras yo me metía bajo el agua.

Pero mi madre no salió durante mucho tiempo de debajo del cubrecama.
Y yo tuve que andar vestida de Tomás, que tampoco tenía más ropa sobrante que la que me había dado y que le hacía a él tanta falta como a mí.

La abuela le dijo varias veces a mi madre : Ocupate de tu hija, que para eso sos la madre.
Después, le encargó a Tomás que me cuidara.
Cuidar para Tomás era enseñarme a hacer lo que él hacía. Ser mandadero, peón de patio, andar entreverado con los otros peones, un poco acá un poco allá, aprendiendo el oficio de los hombres. También la libertad de andar tan suelto.
Lo fastidiaba hacerme de niñero pero no se animaba a traspasar el límite y transformarme en su propio peón.
Yo, más que su peón era su perro.
Andaba todo el día atrás de él, tratando de no molestar al único que me dirigía muy de vez en cuando la palabra, o me compartía una galleta, un pedazo de pan, un mate en el galpón, alguna broma, además de la única ropa que tenía yo para vestirme.

Cuando le preguntaban los jornaleros quién era yo , él se encogía de hombros. No lo tenía claro. Solamente obedecía el encargo de la patrona. “Una parienta”, murmuraba entre dientes sin conseguir asegurarme un rango de parentesco con los patrones. Y los peones farfullaban : “¿pero es hembra?”

Así fue que le pedí el cuchillo que llevaba cruzado sobre los riñones, una tarde.
Me lo alcanzó sin otro ademán que el de alcanzármelo ni otra recomendación que la de su gesto.
Yo me corté el cabello a cuchilladas delante de un pedazo de espejo que él usaba para afeitarse sus principios de bigote.
—Ya no soy más mujer —le dije a su mirada.
Él., como siempre, se encogió de hombros.

«2015 – Año del transplante», Gerardo Campani

Imagen by Brian Sarubi

Rosa Sarmiento

La tengo. Ahora la tengo. Había estado buscándola toda la vida sin darme mucha cuenta de que lo hacía, y al fin ahora la tengo. Mi mente está despoblada de recuerdos, de planes, de pretensiones. Solamente la tengo a ella, recobrada y a la vez novedosa. Es la tía Mery, Juana de Ibarbourou y Chiqui, a la vez. Por lo pronto ellas tres, pero también otras más que no consigo determinar. Su nombre es Rosa Sarmiento, lo sé; no tengo claro si me fue revelada, como un título anunciado a través de un altavoz, o es una convicción íntima que tengo desde siempre y recién ahora se me hace actual. Viene de mis tiempos remotos, totalmente olvidados y de golpe presente. Rosa Sarmiento, santo cielo, nunca la hubiera sospechado, y sin embargo es ella, estoy seguro ahora.

Me mira de una manera que no puedo definir, se me antoja como miraría una madre adoptiva a un hijo reencontrado. ¿Por qué la olvidé todos estos años? No sé, tampoco ahora recuerdo nada más que el hecho de que alguna vez estuvimos juntos. Y ahora ha vuelto.


Piedad

Abro los ojos. La veo a Ana, mirándome con una sonrisa compungida y tomándome suavemente del brazo derecho. Me dice, en broma, algo así como que por fin he engordado. Se refiere al grosor de mis brazos, que se ha duplicado por el edema. También las manos y los dedos. Es bastante terrible verse así. La piel parece querer explotar; los dedos están como chorizos y no puedo cerrar los puños, ni tan sólo un poco. Me miro las palmas de las manos, absolutamente moradas y con las líneas quirománticas muy marcadas. Resalta la eme de la muerte; lo percibo sin alarma porque no creo en esas cosas.

La herida duele, pero, extrañamente, no tanto como la de vesícula de veinte años atrás. Todavía no la vi, así que ignoro si tengo un costurón horizontal o vertical, o quizá en forma de y griega.

Hay dolores constantes: el de espalda el principal, y el de las piernas. Otros dolores van y vienen. Dos sondas a ambos lados del cuello me lastiman apenas muevo la cabeza. También las otras dos, a la altura del estómago, a la izquierda, y a la altura del vientre, a la derecha. Aunque más que dolor producen molestia importante. Como me han quitado la prótesis dental, apenas si me hago entender cuando respondo a alguna pregunta. En cuanto a mis dientes propios del maxilar inferior, los siento como de corcho petrificado, y pasarme la lengua por ellos es una sensación de lo más desagradable. Cuando no duermo me miro las manos sin poder evitar sentir piedad por mí mismo.


Calamidad

Uno no es el que supone ser sino el que los demás ven, y abandonar la suposición y enfrentarse con ese uno mismo objetivo (el que ven los otros) es un chasco. Percibo al mismo tiempo la doble realidad que se me presenta: el ámbito cerrado del padecimiento y el exterior del paciente que debe recuperarse. El registro es íntima y cabalmente una contradicción, paradoja, angustia.

No hubo en la frontera de la existencia la vertiginosa secuencia de mi vida pasada, ni el túnel de luz, ni ninguna experiencia de las que se cuentan. Nada más que despertar y encontrarme en este estado de calamidad.

«Timba y amor», John Madison

Eras un cigarro rubio apagado en mi lengua: la horrenda maravilla de poderte tocar hasta saberme vivo.
(Pedro Andreu)



Bobby me regaló un diario y ahora dedico parte de la mañana a escribir gilipolleces. Sí, me he cambiado al día. Las ideas están menos empañadas por el cansancio mental. La noche está, indiscutiblemente, asociada a todas esas cosas insanas que yo debo evitar. No te voy a mentir, bebo. Solo que he bajado la dosis y ya no consumo coca.

El día que celebramos el cumple de Giubi vino Franky. Bueno, es Franky; traía de todo lo habido y por haber en el reino para gozar sin reinas.

Los consumidores habituales no hacemos caso de las pibas cuando estamos de fiesta. La coca nos hace la putada Jekyll y relega la libido a un plano secundario. You know, eres el otro tú. La mente tarda lo suyo en aunar ambas versiones. No sirve una mierda para el sexo a quema ropa, pero es la hostia para el combate largo. Se expanden otras cosas menos físicas. Así que pasas del asunto por mucho que ellas revoloteen –y esa noche lo hicieron hasta el punto de proponerme una felación en los urinarios si me dejaba caer con una invitación–. Me puse tan al límite que no pude conducir de regreso a casa. Desde entonces no consumo más que CBD. Me ayuda a dormir.

Escribo mucho en relación al año pasado, aunque es solo para mí. Mis prosas no tienen la calidad literaria que me exijo. Pero estoy en paz. El diario me devuelve al fragor de aquellos días en los que comencé en Ultra y me tiraba todo el día con un bloc de notas batallando a brazo partido con la métrica. Aún conservo ese cuaderno. Fue mi mejor terapia para despertar. Ultraversal es sin duda una marca en mi carrera de fondo por entenderme todo.

Algunas noches vienes a mis sueños. Todo es muy colorido, suave en las escenas y en las conversaciones. Hacemos cosas tan sencillas como pasear por el jardín, beber té bajo el olivo…

Sí, es el efecto del CBD.

Asumir la muerte es el mayor problema que se impone en el diario del familiar directo del desencarnado; bregar con la costumbre. Hasta hace poco te llamaba por teléfono cada día, algunas veces no me cogías la llamada y cuando saltaba la contestadora yo aceleraba a doscientos por hora y te ponía de puta, de traidora y de todos esos infantilismos capciosos que cumplían el acto despreciable de llamar tu atención a lo Tangana.

Sí, siempre funcionaba.

Podría escribir la infinitud de cartas con la carga similar a una central nuclear en llamas amenazando toda vida. Pero la muerte lo cambia todo, me da igual si te follaste a Beni en mis narices, en la mesa de la cocina o en nuestra cama.

Ahora ya no me dedico al negocio de fabricar veneno, paso de las ofensas barriobajeras. Tu marido se está volviendo pijo y ahora te escribe cartas estáticas que nunca enviará. Todas de amor aunque hable de cosas tan corrientes.


Te quiero.

«Un desorden de fotos con tu nombre, Gavrí Akhenazi

En el color del té yace el silencio como yace la voz en la memoria.

Observo el té con un romanticismo infantil y casi desapegado, de la misma forma en que observo el mar cuando navego y me abstraigo en él hasta que siento cómo renacen las cambiadas alas de mi espalda. Porque un demonio no es otra cosa que un ángel con las alas cambiadas, dije o dijiste o dijeron para ahí y cada uno hizo de esa frase algo para reflejar su imagen/semejanza.

Miro fotografías como quien sigue un mapa. Han viajado conmigo en la caja de esconder polizones y cosas que ya no he de mirar.

El humo frágil ni siquiera consigue transformarse en fantasma sobre el pequeño vaso marroquí. Es un hilo tenaz que asciende un blend sin alas a mi nariz fanática del té.

¿Por qué te gusta el té? me repetías, como una incógnita insoluble. Pero yo nunca supe responder, así que respondía: «solo porque me gusta».

Solo porque me gusta, como todo aquello con lo que me comunico en un idioma que ni yo conozco pero en el que me es muy fácil habitar. Habitar, sí, como a salvo.

Las fotografías de aquel tiempo en que los dioses eran seres próximos y la esperanza un hábito, tienen en mi particular cartografía el mismo espacio extraño que este espejo de té. Son un espejo amarronado y lento, que devuelve, desde su quietud, otras imágenes. No las que se reflejan, sino otras.

No rozo su intensidad. Fue otra intensidad y ahora, solo es un espejo que devuelve una vaga sensación de haber vivido, hasta casi demás.

Hay tantos muertos hoy en este espacio, en este espejo. Hay tantos muertos hoy en este té que bebo a solas en un cuarto lleno de penumbras de mí.

Porque yo también me he vuelto una penumbra.

Después de tu silencio, una penumbra.

«Sea sombra», William Vanders

Imagen by Víctor Furtuna

Sea sombra -me dijeron-
y fui reflejo colándose
por los resquicios de las rejas.

Luego me gritaron: Sea callado.
Y junté todas mis voces,
las insospechadas, las ocultas, las no tan mías;
y fui atronador dentro de la palabra incesante.

Me insistieron: camine derecho mirando al piso.
Y fui recto por rumbo torcido viendo al cielo.
Entonces los pájaros migraron a mi ojos
y me sentí aumentado en cosas buenas.

Me buscaron, me golpearon y me encerraron.
Me obligaron a borrarme.
Me volví arena entre grilletes,
y salí por pies
a coleccionar caracolas en playas redimidas.


Agradecido

Mientras exista gente más vieja a tu alrededor siempre serás joven. Si sufres, calla, aguanta, sé fuerte hasta el final. Es de hombre tragar nudos y no soltar lágrimas. Vamos, hombre, la vida es dura, enfréntala con valentía.

Desde niño escuché este tipo de sentencias como si se tratara de una receta para el vivir bien. Hoy no gestionaré mi muerte en silencio. Me cansé de ocultar este dolor enemigo. Haré lo correcto: otorgarle al tiempo espacios para las despedidas, una ventana de vida en la agonía. Y como dice Silvio, en ansi dejaré una lista de voluntades:

a.- La docena de bisagras para ataúdes que me debe Raúl, que se las pague a Florencio con 3 arrobas de naranjas. Y que Florencio se dé por bien pagado.

b.- Los sillones de caoba agradezco los pongan en la buhardilla mirando a la ventana. Eso es por si confirmo que uno se vuelve fantasma. Me gustaría en el más allá sentarme un rato junto a mis abuelos-padres.

c.- A mis tres hijas, les heredo todas las pinturas, la hacienda y los poemas inconclusos por si quieren, algún día, continuarlos. Si tocan las bocas de cualquier lienzo apareceré para darles un abrazo y decirles cuánto las amo.

d.- A mi esposa, le debo cada cosa del todo . Convivimos en el triunfo, en la derrota y sobrevivimos sobre rescoldos de velones. A mi esposa, le dejo un te amo eterno sentado en el mueble del ático; ahí cabremos los dos como siempre. Dejo rollos de btc ocultos dentro de un código memorioso, para cuando lo material sea necesario. La maravilla de la añadidura seguirá forjándose, es un imán que nos ganamos a pesar de haber creído en la penuria inmortal.

e.- A mis padres, lamento irme anciano en sus tiempos de vejez milenaria. El tiempo es del tiempo y todos somos la misma semilla. En la arena seremos uno, pronto.

f.- A mi entrañable amigo de las letras y el teatro. A quien rescató de la hoguera mis libros y los acunó como suyos. La trova de esperanza juro sembrarla en el incendio como prueba de su inmortalidad.

g.- A quienes espantaron mi hambruna cuando el vientre se hizo espalda.

h.- Casi siempre se deja algo cuando el habitáculo es abandonado. Se debe a los ojos. Solo vemos átomos lentos. Pero existe la maravilla de lo intangible, eso esencial que pervive en el recuerdo y alimenta el alma. Dejo todo aquello inmaterial que honró mi humanidad estando vivo.


El dolor se amiga de mis huesos. Es cómplice del destino y no pacta con los tiempos extras. Agradecido del mar, agradecido
de las orejas en mis suelas y del dios sin boca que me habló en el silencio.

«Siempre diciembre», relatos breves de Silvana Pressacco

Imagen by Myriams Photos

La caja de bombones


Ese año diciembre me había parecido un mes demasiado largo; sin embargo, la navidad que no queríamos llegó para recordarnos que nada sería igual, que ya nunca nada sería lo mismo.

El arbolito había quedado olvidado en el armario de todos mis olvidos y aún hoy, cuando se aproxima esa fecha religiosa, me privo de recordarlo.

La familia que se había congregado en mi casa no estaba completa. Fue difícil explicarles a los más pequeños por qué faltaban los abuelos. Ni yo misma encontraba explicaciones que me conformaran y las que el tiempo me dio tampoco lo hicieron.

Cuando levantamos las copas para cumplir con la tradición del brindis los adultos no nos miramos a los ojos para superar el peor momento. Recuerdo a los niños, ingenuos de todo, con los ojitos contagiados de las chispitas brillantes y coloridas que caían del cielo. Los míos, en cambio, se llenaron de lágrimas inoportunas.

Todavía no sé cómo pude murmurar un “feliz navidad” mientras entregaba los regalos, ni cómo pude medir la ansiedad que me gritaba que debía estar en otro lugar mientras elegíamos con mi hija qué vestido ponerle a la nueva muñeca.

Apenas cumplí con lo que consideraba un trámite; dejé un beso en el aire a todos y me fui a la casa de mis padres, una casa que olía a hospital desde que alojaba a dos sombras junto a todos los silencios corridos de las calles.

No permanecí mucho tiempo, mi madre casi me empujó de ahí cuando me dio un paquete envuelto en papel de regalo. Creo que quería la última navidad de mi papá para ella sola y obedecí aunque sentí que me robaba unas horas junto a él. Aún escucho el diálogo a una sola voz que ella comenzó a interpretar mientras yo recorría el largo pasillo camino a la puerta de salida.

Ninguno de mis familiares me preguntó nada cuando regresé porque mi rostro acostumbra a hablar por sí solo.

El grito alegre de mis hijos dándome la bienvenida me hizo recordar el libreto por lo tanto retomé la actuación deslizando el paquete por la mesa en dirección a las tres caritas curiosas que controlaban sus manos en espera de alguna señal.

-Los abuelos –fue lo único que me permitió decir mi voz.

Después vi entre nubes cómo el papel volaba en pedazos por el aire.

No hizo falta averiguar el contenido del paquete, todos sabíamos que era una caja con los bombones que mi papá tenía siempre en sus bolsillos. Mientras circulaba de mano en mano sentí la presencia de los que estaban en la casa de los silencios.

Ahora, cada vez que llega la navidad, vuelven a pesarme los ojos, pero es inevitable dejar de sonreír cuando alguien pasa con la caja para compartir los bombones.


Mes de emociones


Diciembre es el mes en el que despiertan las emociones que hibernaron durante el año, ellas bostezan mientras abren la puerta que mi celador racional había cerrado con llave porque las obligaciones debían ser la prioridad.

En este mes huelo el verano, el mar y la piel bronceada. Es un mes que asocio a la libertad, un mes que es sinónimo de caminar descalza. Tal vez transcurre alimentándose de todas las rutinas porque roba los relojes y los almanaques, cualquier momento es propicio para vivir el ahora porque el después todavía no importa. Durante sus semanas aparecen los jueces de mi conciencia obligándome a una pausa, a una mirada que evalúan las acciones realizadas durante el año y a veces en la vida. Muchas veces sin querer, termino ante los álbumes familiares que conducen también sin querer, a momentos de risa y de llanto porque encuentro evidencias de cómo las largas mesas que conformábamos como familia fueron perdiendo el bullicio y ganando ausencias.

Cuando empieza diciembre y despiertan las emociones, las mañanas tienen más aire, más color. Disfruto sin considerar que es una pérdida de tiempo, sin que me sorprenda el miedo a olvidar hacer lo que sea porque se despejan los apuros de mi entorno y en los espejos por fin me veo.

Diciembre es el mes que explota mi sensibilidad porque apenas comienzan a ceder los nudos en mi cuello comienzan a formarse otros en la garganta. Es un mes que trajo a mi primer hijo y durante el cual agonizó mi padre.

Es un mes agridulce que tiene sobre mí poderes que otros meses desconocen. En su transcurso me libero y sin embargo me concede el tiempo para enredarme en viejos dolores.

«Caracol», prosa poética, Ronald Harris

Imagen by Lucas Went

Este caracol ebrio que besó tu mano, y que la maldijo de amaneceres epilépticos nos dice al oído cada día: escribeescribeescribe escribeescribe escribe, hasta vaciarnos por completo.

Conviértete en las palabras que nos mantendrán a salvo, aferrados al símbolo que simplifica todo y que nos libera. Porque desaparecer por completo resultó casi un regalo, un obsequio a punto de estallarnos en la cara.

Y aunque ya no estés aquí y te pasees por los jardines de la mano del mismo caracol, y te sumerjas en la herrumbre, y te hayas desecho en otras cosas, húmedo en el asco y sonriente, y no estés aquí y no seas más y no nos acompañes, y te difumines junto a otra sombra menos asesina, será igual este túnel en la cabeza hasta tus dedos, con los que tocarás por nosotros la poesía.

«El guión, la ilusión de un sueño», ensayo de Edilio Peña

Imagen by Tomislav Jakupec

Cuando la estructura del guion de una película, sobreviene en estructura paradigmática obligante, limita las posibilidades de exploración entrañable de la historia que habrá de convertirse en película. Es decir, todas las películas que se elaboren a partir del paradigma estructural impuesto o de moda, habrán de ser la misma película, porque todas partirán de la misma estructura en la que se estableció su naciente y desarrollo embrionario. El guionista ha vaciado en el mismo molde estructural, la historia que el director pretende convertir en película única y singular. O una maquinaria más compleja que encarna el productor como representante de la industria del cine. A partir de entonces, inventiva del guionista quedará maniatada por una inducción consciente o inconsciente. Eso habrá de tener un impacto en el espectador porque quedará sujeto a un solo marco de exposición narrativo que irá reprimiendo la libertad natural de su propia percepción. La diversidad estructural no existirá, porque desde los inicios de creación de una película, ésta habrá de estar sujeta al paradigma establecido por el matrimonio del mercado y el cine, pero también, por la ideología que constriñe, bien entre las sombras o la oscuridad, intereses del capital productor o el Estado.

Pocos cineastas han escapado o escapan a esta dictadura de hacer cine sin sacrificar la elección personal. Su subjetividad zozobra de no alcanzar a hacer la gran obra. Postergarla es suicidarse. Andrei Tarkovsky, Igmar Bergman, Luis Buñuel, Akiro Kurosawa, y la irrupción de ese cine venido de lejos, del medio y lejano Oriente, del corazón del África, etc. Andrei Tarkovski jamás hubiera podido pasar un examen de admisión en una escuela de cine de Norteamérica. Nadie se hubiera atrevido a producir esos raros y tediosos guiones que elaboraba. Allí lo admiran, sí, pero desde lejos. Los estudiantes de las academias de cine o de algunas universidades de Norteamérica, no deben entusiasmarse demasiado con esa concepción arbitraria de estructuración de un guion y la realización de una película que viene de otra cultura, sensibilidad y concepción cinematográfica. Los lentos narrativos, los planos largos para celebrar el silencio, el viento o la nada habrán de ser insoportables para un director de cine con formación e influencia americana. El mero estorbo de una secuencia donde “no pasa nada”, no puede ser tolerado, porque no sirve al producto a vender. El producto que está por encima de la obra artística. La mercancía.

Quizá la demanda de este tipo de estructuras cinematográficas, está sujeta a la conducta enferma a nivel cognitivo de ese ser social y existencial, que al convertirse en espectador de una película, espera de que acontezca algo en la ficción que no acontece en la realidad que vive y que ansia sea modificada. No por una razón conocible sino por una pulsión desconocida. Ya que lo sojuzga el miedo y la incertidumbre de no saber, finalmente, que quiere en medio de las privaciones conscientes e inconscientes. Una necesidad de tragedia apocalíptica, de drama exagerado y de risa falsa, respira y persiste en la sociedad que habita. La fantasía de la transgresión se impone y ha comenzado a desbordarse, ya no necesita un detonante. El personaje como lo concibe la sociología o la psicología ya no existe, porque su más cara metáfora, el ser humano, agoniza o ha muerto. Las técnicas de actuación de los actores está sujeta al cuerpo emocional del personaje, no a la existencia inaprensible, aquella que no se expresa ni con el cerebro o el corazón. La falla está en que el punto de encuentro entre la estructura dramática paradigmática del guion y la técnica de interpretación del personaje, es la consecuencia de la primera. Entonces, ambas se alienan. El método de actuación del ruso Constantin Stanislavski, fue adaptado por los maestros de la actuación norteamericana, introduciéndoles las pautas psicoanalíticas de Sigmund Freud. Lee Strasberg fue su aladi desde su mítico Actor Studio. A través del logos nacería todo el nuevo teatro norteamericano, pero también el cine con una imagen  distorsionada y asesina.

Pero, ¿ quiénes construyeron la estructura totalitaria del cine en una  expresión paradigmática? Por supuesto, la industria de los productores en base a los dividendos que su producto ganaba en el mercado. ¿ Y a quienes les fue forzado elaborar los métodos de escritura del guion al considerar, desde las ganancias del mercado, lo que era una buena película? La mano esclava de aquellos guionistas que escribían, sin conocimiento de la reflexión y el ensimismamiento, de lo que era verdaderamente una trama y un carácter. La mayoría no leía. No pensaba. Desconocía los procesos sociales, psíquicos, los lactantes del alma. Los guionistas eran asalariados, que estaban escribiendo un guion tras otro, o empleados en elaborar informes que debían cumplir con las exigencias de un formato a llenar por exigencia de los grandes productores del cine de Hollywood. No tenían tiempo, porque en el cine tradicional hay algo que es más poderoso que el tiempo, la urgencia. Esa premisa que somete a colapso el estado final del enfermo. El novelista William Faulkner se lanzó a la aventura de escribir guiones de cine, no tanto por convertirse en guionista sino para darle de comer al escritor de novelas que lo habitaba, con estructuras complejas y crípticas, despreciadas por Hollywood. Pero terminó renunciando a ganar mucho dinero, escribiendo historias ajenas e insulsas, a pesar de tener un gran amigo, quien creía en su talento como narrador innovador, aquel multimillonario misterioso, productor y director de cine: Howard Hughes.

En Estados Unidos hay muchas academias de cine y televisión, y en sus cátedras de construcción de la estructura de un guion, utilizan los métodos tradicionales de composición para enseñar a escribirlos. Métodos elaborados por aquellos guionistas que aseguraron el éxito de los inicios de la industria del cine de Hollywood. Eran guionistas curtidos en la experiencia, pero sin dotes intelectuales profundos. El más profundo, probablemente, fue John Howard Lawson, pero éste concebía el cine como una expresión constreñida a la ideología. Lawson era un marxista leninista consumado. Escribió un libro sobre los fundamentos de la dramaturgia. Cometió el mismo error que cometió Bertolt Brecht en el teatro. Nunca escribió una pieza teatral contra el Estalinismo. Su legado terminó por causarle un daño terrible a la dramaturgia del teatro latinoamericano en los años sesenta, con la llamada Creación Colectiva. El otro método que se impuso en Estados Unidos para aprender a escribir un buen guion de cine, fue el de Syd Field: El Manual del Guionista. Su premisa capital: una página del guion, es un minuto en la pantalla. Eugene Vale, Técnicas del Guion para el cine y la televisión, llegó al mismo punto muerto en donde se enterraron sus anteriores colegas. El cine mudo guarda un legado que después fue aniquilado por la memoria de la industrialización del cine: Charles Chaplin y Buster Keaton. En el set de filmación, Chaplin podía repetir veinticinco veces una secuencia: Es decir, veinticinco veces modificaba la escritura de esa secuencia en el guion. El equipo que trabajaba con él se hartaba, pero su obstinada ambición creadora no lo fatigaba. El objetivo final era un hallazgo artístico que aún perdura en esos viejos celuloides en blanco y negro, de los cuales tampoco se quiere aprender.

Hoy en día, en los Estados Unidos, existe un método que es la biblia para llegar a ser un buen guionista. Es un método que da seguridad y garantía al guionista, al director, pero sobre todo, al productor que habrá de invertir en esa futura película que se desprenderá de ese guion que utiliza la fórmula ”mágica”. Me refiero al método del guionista Robert Mackee: El Guion. Su libro es una especie de termómetro que como un contador, cuenta las palabras del proceso de escritura del guion, en etapas que se arrogan probar que la estructura yace en términos técnicos predeterminados y per se. La historia es obligada a entrar en esa cantidad de palabras. Considera y trata de probarlo el autor, cuando orilla la presunción de que un guion es ( Excelente) al ganarse un Oscar. Y para abultar su ego de gurú del guion cinematográfico norteamericano, establece diez consejos de un rosario de los cuales no podrás salirte, si quieres ser su dilecto discípulo. Jamás su maestro. El señor Robert Mackee podrá ser un buen guionista dentro del paradigma que expongo en cuestión, pero es muy esquemático, superficial en sus conceptos, aseveraciones y máximas. En él no hay un pensador del cine, más bien, encarna un método aprendido de memoria que gusta que los demás recen y cumplan sin escapar de su norma. Seguro le ha producido buenos dividendos en el abordaje de la estructura para el guion de cine a luz de su paradigma, por igual, para la serie de televisión.

La explosión de las series en la televisión, no sólo ha domesticado la imagen como en el cine, sino que a su vez le niega al espectador, en su espacio de registro personal, la oportunidad de que éste confronte consigo, porque la narrativa de la serie está privada de la posibilidad del ensimismamiento que conlleva a la meditación de lo que debería ser un testigo reflexivo, y no un cómplice arrastrado por una ciega y trepidante intriga de acontecimientos, rigurosamente, calculados. Toda estructura dramatúrgica paradigmática apuesta a la totalidad al negar la singularidad de la misma. Ahí comienza la muerte de la imagen.

En la Grecia antigua, a los teatros no asistían espectadores, más exacto, sí escuchadores, porque la esencia de la obras era discursiva. Un discurso que sometía a catarsis la triada del cuerpo, la psiquis y el espíritu de los presentes sentados en las gradas de piedra. La obra entonces, no se representaba totalmente en un escenario físico, más bien apostaban representarse en cada una de las mentes de aquel quien fuera un buen escucha. Precipitándolo después, en una remoción catártica y expurgativa. Esas obras que fascinaron al pueblo griego, fueron escritas bajo la perceptiva estructural que cada autor encontró en sus historias elegidas para el teatro. Y no, como se ha hecho creer que Sófocles, Euripides, Esquilo, etc, leyeron o estudiaron antes de convertirse en dramaturgos, la Poética del filosofo Aristóteles como el método clave para conquistar la formula atinada para armar una obra teatral, tal cual como se armaba una nave ateniense. Todo lo contrario, Aristóteles, escribió su Poética mucho después, en un intento por comprender lo que conquistaron a nivel de estructura, cada uno de esos autores celebrados y ahora más vigentes. Porque la dramaturgia teatral griega era asumida desde una percepción ontológicamente política, y no ideológicamente política.

Cada historia posee una estructura que hay que hallar, cada dramaturgo o guionista posee su propia técnica que deberá descubrir en cada nueva experiencia escritural. Persuadido de que la estructura, nunca permanece inamovible en el lecho de la historia a explorar.

( Fragmento de un libro de ensayo, que espero no terminar, porque no quiero que se convierta en un método que me condene.)


edilio2@yahoo.com
@edilio_p

«Hoja, camino, tiempo y silencio», «Egombre», relatos de William Vanders

Imagen by Dimitris Vetsikas

Hoja, camino, tiempo y silencio


Hace poco más de veinte años mis padres mutaron piel y huesos, sangre y memoria, por arena. Y de la arena surgieron un ciruelo y un apamate. En los ojos de las frutas y en el polen de las flores, los encuentro y me aroman.

Recuerdo cuando cumplí dieciocho años. Me dijeron: ya eres un hombre y queremos entregarte una carta que escribimos para ti antes de que vieras la luz de este mundo. Solía releer la carta a menudo, pero hace 35 años que no lo hago. Mi visión de mundo se fue desarmando con los años y solo me queda una tuerca, un tornillo y la mano derecha para girar los ciclos meditativos tanto como para distraer a mi mente en asuntos propios de la eternidad. La mano izquierda la dejé sin oficios naturales, solo la empleo para formar con ella un tragaluz por el que puedo espiar a las hormigas.

Hicimos todo lo que no debimos. Era el título de la carta escrita por mis padres tres meses antes de nacer:

«Amado hijo. Cuando tengas la mayoría de edad leerás por primera vez esta carta. Queremos confesarte que previo a tu nacimiento, hicimos todo lo que no debimos. Que como seres humanos cometimos los mismos errores que todos cometieron. Nos creimos eternos y desperdiciamos la vida empeñados en defender ideales. Gastamos nuestro dinero creyendo que la muerte nos llegaría al día siguiente. Nos educamos para ser alguien y encontrar el respeto de la sociedad. Compramos autos, viajamos, bebimos, nos llenamos de recuerdos materiales. Y hoy, al saber que pronto nacerás, convinimos en repensar nuestros propósitos y creer que la vida es larga en su brevedad. Eres una extension nuestra y queremos estar contigo tanto tiempo como sea posible. Sabemos ahora que entre nacimiento y muerte nada es al azar y que todas las circunstancias están preescritas y sucederán predestinadamente. Con esta carta anexaremos instrucciones a seguir luego de abandonar este habitáculo. No es el fin, hijo, es la continuidad de la creación transmutante. Aunque no nos veas, nuestra esencia seguirá a tu lado y te abrazaremos con colores, sabores y aromas, hasta que nos reencontremos renacidos en otras formas de vida. Te dejamos libre en Hocatisi, porque libre naciste y libre serás siempre. Hoja, camino, tiempo y silencio. Recorre la senda a tu criterio sin dañar a nadie. Observa que el daño que puedas causar no necesariamente es físico. Puedes aplastar emociones sin mover un dedo y puedes, también, ser feliz sin mucho esfuerzo. Solo debes concentrarte y mirarte. Hocatisi es una casa, es un reloj, es libertad. Sé libre para los oficios libres. Duerme mucho y despierta temprano. Come poco y siéntete saciado. Haz de las aves tus amigas y no arruines a la culebra por culebra. Toma de la naturaleza los dones y agradece. Ve al árbol y dialoga. Camina y háblate. Libera el ruido de tu mente. Hocatisi te revelará que el silencio es un camino y que la hoja es tiempo. Aunque la hoja esté marchita no significa que ha muerto. Esa hoja está en un proceso de vida eterna. Hocatisi son tus ojos y los ojos de quienes miras. Entenderás a las miradas por el rostro que llevan puesto. Conocerás a tus bisnietos y tus últimos veinte años serán vividos como si hubiesen transcurrido sesenta. Sabrás que el tiempo no es el que se mide en horas sino aquél que dentro ti fue marcado por el infinito. Por último, si escuchas nuestras sonrisas y voces, ve rápido al espejo, tócalo, cierra tus ojos y luego duerme. Que el amor esté contigo, por siempre, para siempre. Mamá y Papá»

Hace mucho decidí no revelar todos los detalles de las otras partes de la carta, porque son las mismas instrucciones que siguieron mis padres justo después de verse morir. Solo es indispensable llevar una pisca de sal, un trozo de tiza , un espejo ovalado,pequeño, y cien metros de hilo pabilo, entre otras menudencias. Es que como me indicaron mis padres: Al morir es como dicen. Te conviertes en fantasma a semejanza de tu cuerpo hasta que se ejecute la metamorfosis. Entre el tránsito de abandonar el esqueleto y adaptarse a gravedad cero, es necesario lamer un poco de sal para alejar espíritus malignos atrapados en la tristeza. La tiza es para marcarse la frente con un punto porque por ahí es por donde entra la nueva existencia. Un espejo para ver la distancia entre el alma y los pies no vaya a ser que sintamos vértigo. Y cien metros de hilo pabilo por si nos arrepentimos y queremos retornar al cuerpo físico.

Estos apuntes siempre me parecieron exagerados y fantasiosos, pero cuando toco el espejo y me duermo, confirmo que todo es cierto. Y que el apamate está florido y que el ciruelo está en cosecha y que estoy aquí, conmigo, viviendo en un camino de hojas dentro de un silencio sin tiempo.



Egombre


Ronco Campana surcó su existencia sin estrellas para la fortuna. Cuando se percató de haber nacido en una época ambigua, ensilló a Sur y a Monte, dio la espalda a su rancho y cabalgó sin ver ni hablar con nadie. En aquella casona de bahareque enterró sus armas, su pasado y sus recuerdos. También ocultó su nombre entre dos tapias y con los años olvidó su linaje. Juró anularse y que nadie lo conociera, salvo sus caballos y su perro Panza. Su plan eremita pronto encontró una nueva tragedia. Monte enfermó repentinamente y murió. Luego la tristeza tocó el corazón de Sur y también falleció. Panza se mantuvo fuerte y longevo, salvo por tres cráteres que crecieron en su garganta. Parecían volcanes negros, profundas cimas agoreras del infortunio. Panza se fue aletargando y convirtió en costumbre tumbarse a dormir casi todo el día. Esta actitud preocupó a Ronco y le preguntó con voz dulce, melancólica y entretenida:

—Qué tienes Panza, por qué ya no ladras. Hacia dónde migró tu sonrisa y por qué ya no vienes cuando te llamo.

El perro lo miró con párpados agazapados, se echó en su regazo, lamió sus manos y durmió profundamente. Ronco Campana acarició su pelaje y tornó ojos al cielo con boca apretada y cuello extendido, para hundir su congoja en las cuencas de sus ojeras. Supo con los años que Panza era un perro transmutador, que absorbía los males para aminorar sufrimientos de quienes amaba con el propósito de extender sus vidas tanto como fuera posible. Panza acumuló tanta enfermedad ajena como pudo, pero no logró salvar a Sur ni a Monte. El destino de los equinos se escribió hace mucho y la configuración matemática de sus nacimientos es como la vida de todo: inmodificable.

En otro día de mucho calor, Panza se arremolinó en los pies de Ronco, lamió sus tobillos, lo miró con amor profundo, cerró sus ojos y dejó de respirar. Los ojos de Ronco quedaron huecos por siempre, su rostro fue un sin semblante y ya no hubo espacio en su pecho para ningún sentimiento. Se convirtió en un hombre sin nadie ni para nadie, de pasos sin ruido ni huellas. Ni la soledad fue su compañía. Caminó durante años sin rumbo fijo, como embebido en lo inerte. Todo lo que amó lo perdió y todo lo que tocó lo arruinó. Es una energía extraña con la que algunos seres nacen y sin querer ni merecerlo llegan a la vida estando muertos.

«De la saga: Enanos dobles de jardín», relatos de Ovidio Moré

Imagen by Jo-B

Fénix y Rara Avis.

Ni Fénix se llamaba Fénix ni Rara Avis Rara Avis. Fénix se llamaba Totí Prieto y Rara Avis Bijirita del Monte, pero en el batey ya no se estilaba eso de lo autóctono, de lo endémico, estaba de moda lo foráneo. Así que, cuando llegaron por el agua los ánades de Rusia, Fénix y Rara Avis se vistieron con plumas de ánades y fueron a recibirles al puerto. 

Luego, para el agasajo, les llevaron a la laguna, en la que habían dispuesto varios espejos (disimulada y estratégicamente en la orilla contraria) para que la laguna semejara un lago tan grande como el mismísimo Baikal. Bijirita, perdón, Rara Avis, rindiéndoles pleitesía, les recitó Oda al Volga, un larguísimo poema de su propia inspiración, y Fénix cerró el homenaje bailando un solo de “El lago de los cisnes” al compás de la música de Chaikovski.

Para el ágape se sirvió revuelto de setas  y bridaron con auténtico vodka. Los ánades rusos se aburrían como otras, porque ellos lo que estaban era locos por comer ajiaco, tomar guarapo de caña y bailar la conga y el chachachá. Y es que en Rusia, también, lo foráneo estaba de moda.


Melao, Raspadura y Coquito

Melao quería ser como Raspadura, tener alguna forma y ser sólido, y por eso la envidiaba. Raspadura no quería ser como Melao, estaba orgullosa de ser como era, aunque la mayoría pensara que ella era bastante pegajosa.

Melao se quejaba por todo y de todo: de vivir donde vivía, de comer lo que comía, de vestir lo que vestía; por quejarse, se quejaba hasta del color de su piel.

Raspadura se ponía lo primero que encontraba, salía a la calle (andariega como ella sola) debajo del tórrido sol sin importarle si se derretía o no, o si su piel cambiaba de coloración; con tal de respirar el aire puro del batey y pasear por la calle libre y desprejuiciada, era capaz de hacerlo hasta desnuda.

Melao apenas salía de casa, y si lo hacía llevaba consigo una enorme sombrilla. El sol, para él, era un verdadero incordio. Raspadura, en sus paseos diarios, se iba al caimital, se sentaba debajo de un árbol y, mientras devoraba caimitos,  leía historias de sus antepasados, sobre todo de su abuela Azúcar Prieta, la primera mujer en el batey (y en todos los alrededores) en proclamarse dulce.

Melao abominaba de su estirpe, y eso que su abuela era Azúcar Turbinada, que era mucho más clara que su prima Azúcar Prieta, pero Melao, al igual que envidiaba a Raspadura, por aquello de tener forma, envidiaba a Coquito y, al mismo tiempo, le idolatraba,  porque este último era nieto de Azúcar Blanca.

Coquito estaba locamente enamorado de Raspadura, le gustaba lo mestizo de su piel (ese tono tostado de caramelo) y su sonrisa perenne mientras desandaba las calles del batey e iba dejando su dulce rastro, y Melao estaba enamorado de Coquito y de su blancura.

«El misterio», un relato de Edilio Peña

Imagen by Joshua Woroniecki

El misterio contiene a la vida, aunque también a la ficción. La conciencia es poca luz para lo desconocido. La existencia de un ser humano transita en el deseo —o en el desespero— por saber más de sí y de otros. El vasto universo es su metáfora. Sin embargo, los párpados mueren sin saberlo, porque, invariablemente, hay un velo que ensombrece. La mirada o el sentir no alcanzan a dilucidar tiniebla tan enhebrada, aunque luzca posible ante la curiosidad. Las explicaciones de la razón no descifran lo oculto que acompaña al pasajero de la vida.

Hay dolores físicos o psíquicos que el silencio represa, quizá porque al confesarlos, el sentido sagrado del padecer se extravía.

El grito es el desahogo ahorcado de la impotencia; sin embargo, la neurosis nada tiene que ver con el misterio, así Sigmund Freud se haya obstinado en demostrar lo contrario. Creo que Carl Gustav Jung hubiese estado de acuerdo conmigo. Porque la obsesión quiere tener lo imposible para saciar lo que el misterio niega. Los sentimientos son inútiles a nuestro obstinado fin; el amor no agota el misterio, ni siquiera lo expande, apenas, lo acaricia.

La muerte misma sigue siendo el más inexpugnable de los misterios. Deseado o temido. En todo crimen queda algo no resuelto que la justicia no puede aclarar. Los casos cerrados, por detectives y forenses, siguen respirando aún en los archivos muertos que esperan ser devorados por el fuego de los hornos.

Edipo rey, en la obra de Sófocles, no se explica por qué tuvo que matar a su padre sin saberlo, casarse con su madre y procrear hijos en el propio vientre del cual había nacido. Las indagaciones reales lo condujeron, desesperadamente, a la metafísica de los oráculos, y en ninguno de esos senderos donde se cruzan los caminos que pretenden dilucidar lo inextricable consiguió respuestas, sino determinantes ciegas que lo condenaron a sacarse los ojos con los broches de oro de su propia madre. En ese refugio de la oscuridad perpetua, Edipo rey comprendió que la conciencia solo guarda secretos, pero no esos misterios que el alma reserva. Los primeros pueden llegar a conocerse, los segundos, jamás.

Se estima entonces que la realidad tiende a representarse con la máscara de la apariencia; y el misterio, con la máscara de la ficción.Cierto es, que cuando la realidad tensa su cuerda, el misterio aproxima su acecho de manera sorprendente y abismal.

María Magdalena tuvo tres hijos idénticos que compartieron el mismo destino.

Nacieron en un rancho de un barrio y siempre durmieron en la misma cama. Pero también compartieron novias, deseos, y algunos vicios que el frenesí despierta en la adolescencia. Eran tan idénticos que los demás se desquiciaban al no poder diferenciarlos, mucho más, al saber que a cada uno de los tres tenían que llamarlos con el mismo nombre.

Una madrugada, una bala atravesó la pared de zinc del cuarto donde dormían, y cegó la vida de uno de ellos. En la morgue no encontraron la bala perdida, y el cuerpo, helado y hermoso del joven, no presentaba orificio alguno de la salida del proyectil.

Desde entonces, la madre y los dos hermanos sobrevivientes fueron hechos botín por la tristeza y la nostalgia, que no regresa la pérdida amada, sino que más bien la alejaba como alas que surcan el infinito cielo.

En medio del desasosiego acrecentado por la pobreza, la madre se obstinaba en poner un plato más en la mesa, donde una vela iluminaba la comida, con el deseo de ver si ésta desaparecía por la boca inexistente de aquel hijo, a quien el infortunio había transformado en una presencia única y protagónica. Eso hizo que sus otros dos hijos comenzaran a odiarla, al comprobar que ella había convertido al hijo ausente en su preferido.

Desde entonces, los rivales del hermano invisible y poderoso, fraguaron un plan con la fiebre de la envidia, pero justo en el momento en que iban a ejecutarlo, de nuevo la bala perdida puso fin a la vida de otro de aquellos que la misma identidad había hecho hermanos.

En la morgue, de nuevo, no hallaron resto del proyectil ni ningún orificio de salida en el cadáver tan hermoso como el anterior hermano. Mas, la coincidencia o el absurdo, no produjo extrañeza alguna entre los forenses.

Sin embargo, la madre y el hijo que le quedaba abandonado y desterrado al desamparo existencial más profundo, comenzaron a temer mucho más de lo inexplicable.

Fue cuando ambos decidieron, a partir de entonces, dormir abrazados en la misma cama que los tres hermanos idénticos habían compartido.

Pero una mañana, al creer que despertaba de la pesadilla infinita, la madre encontró entre las sábanas, al último hijo con un orificio en el corazón.

Serena, como si hubiera estado esperando ese desenlace, María Magdalena se levantó de la cama y asomándose por el orificio de la pared de zinc, por el que había entrado siempre la bala perdida que había matado a sus tres hijos, y por donde, también ahora, un rayo de luz se proyectaba y la aniquilaba, la madre pudo ver el rostro de un hombre idéntico al de sus hijos muertos, sonriendo desde la venganza, con una pistola en la mano.

Edilio Peña es un autor nacido en Venezuela. Escritor de novelas y relatos, dramaturgia teatral y cinematográfica. Cultiva el ensayo con predilección. Dice de sí mismo que nació frente al mar, pero terminó viviendo en la Alta Montaña.

«Esos diarios del Gildo», reflexiones de Gildardo López Reyes

Imagen by Gildardo López Reyes

De libretas

Me gustan las libretas. ¿Es eso un fetiche? 

No lo sé, ni me importa, pero a mi gusto por esos objetos rectangulares se suma mi afán de acumulación. Qué feo. Y ahora, ese deseo irrefrenable por hacerlas yo mismo. Sí, algunos de ustedes saben lo bueno que soy para hacer manualidades, y lo mucho que me gusta hacerlas.

La idea de hacer mi propia libreta no apareció sola. Estaba yo buscando, en Youtube por supuesto, la forma de hacer un libro por mí mismo. Luego de tener bastantes problemas con mi archivo para Create space, pensé que quizá podría ser una buena idea hacer esos libros recopilatorios de mis escritos del blog yo mismo. 

Y bueno, entre todos los videos que Youtube decide mostrarte, me enseñó como hacer un sketchbook. ¡Mira, podría yo hacerme un sketchbook! Pero el video que encontré no era muy claro en cuanto a la forma en que deben coserse las hojas, y buscando un poco más, fui a dar con un estupendo video de Nuestro Estudio en el que se elaboraban cuadernos, y que es, además, increíblemente claro.

La cosa fue que luego de hacer dos sketchbooks, porque tenía mucho papel, sentí esas ganas de hacer una libreta. Quizá también habré recordado un video de Antonio García Villarán donde habla de sus libretas, y menciona que algunas la ha hecho él mismo.

Entonces, hice unas libretas que debo decir no quedaron demasiado bien, sobre todo al momento de pegar las pastas. Me descuidé y las pegué un poco chuecas. Quizá no chuecas, pero no sé cómo explicarlo.

Y… luego de tanta palabrería, venía yo a decir que esa primer libreta hecha por mí está prácticamente llena. Ya tengo a su sucesora, que elaboré hace dos fines de semana, jajajaja, soy tan obsesivo para ciertas cosas tan inútiles. Debería abrir una cuenta de instagram sólo para presumirla, quedó muy bien.

Las páginas contienen el dolor por la convalecencia de mi madre y la felicidad que me llegó cuando Liliana dijo Hola, y me volteó el mundo sin avisar. Supongo que es como aquella entrada Días nublados con un rayo de sol. Pero de hecho, lo primero que hice en ella fue dibujar, la última vez que me quedé a cuidar a mi querido tío Polo, quien falleció al final de ese malpresagioso enero.

Ahí germinaron tantos poemas, ahí están las huellas de este turbulento año.

Fotografié algunas páginas, para compartirlas.

Del libro «Sensación de Moebius», dos historias de Gavrí Akhenazi

Post scriptum

En mi corazón late un frío sonoro, pálido por momentos. Late, indisciplinado como la rabia. Se apaga y vuelve y vuelve y se apaga, como si estuviera hecho de mar profundo.

Llevamos un buen rato esperando a Al-Shawiri. Es un hombre puntual y meticuloso con el que me llevo bien. 

En general y a pesar de las complicaciones de este ramo, también en él se establecen simpatías y se otorgan votos de confianza. Habitamos en el archipiélago de los solos y, de vez en vez, hacemos señales hacia las otras islas. Señales sencillas, que puedan ser reconocidas sin dudar, reconocidas, como parte de un código del que se respeta su cifrado. Los que no lo respetan son invasores. Eso también forma parte de nuestro códice de supervivencia.

Con Al-Shawiri puedo conversar de muchas cosas. Compartimos el sesgo de otras vocaciones a las que le dedicamos un tiempo que intentamos guardar en los bolsillos, robándolo al tiempo que nos roba la vida. Escribe, como yo, e igual que yo tiene momentos de debacle y brillantez que oculta en sus libros con un nombre de guerra que no usa en la guerra. Ni él ni yo usamos nuestro nombre de tanto usar nombres de guerra que nos permitan escribir de guerras y de todas las miserias subrepticias que abonan el territorio del terror al ejercicio de la condición humana.

Al-Shawiri y yo solemos encontrarnos en alguna que otra Feria del Libro de tal o cuál lugar. Damos conferencias breves y escapamos de la multitud, con ese anonimato protectivo que tienen las arañas: cazan y desaparecen en sus lugares cuevas. Solamente vamos a puntuales sitios donde estamos a gusto y podemos retirarnos rápido por las puertas laterales.

David no es escritor además del trabajo oficial. Él es anticuario. Posee una tienda mágica en Tánger que las otras rutinas le obligan a abandonar o delegar en manos de otra miembro de la raza que además de ser de la raza, es pintora.

Al-Shawiri sostiene que vivimos fuera del mundo de los demás y que por eso podemos escribir historias que parecen películas o sencillamente, ficción, novela negra. Eso nos da un plus en el campo de la realidad. Vivimos en una especie de cuento por no decir que vivimos en una mentira constante en la que nos enriquecemos de tanto empobrecernos. La única fortuna es poder poner en una hoja de papel esta colección de monedas de miseria que vale lo que somos. O no vale. En realidad, no vale nada ese aspecto prescindible en que nos sumimos de jóvenes por aventureros y de viejos porque no servimos para nada más. 

Acabamos viviendo en dos cuentos: el de la cruda y ardua realidad y el que escribimos para soportar el primero.

Dos cuentos al fin, ni más ni menos. Como si fuéramos sólo un personaje. 


Manual del reptiliano

La cama es angosta y huele a no sé qué, un tufo pringoso y perfumado que se nos adhiere conforme el vaivén lo desprende de sus sujeciones y en esa libertad viaja, movible, hacia el olfato.

La cama, angosta y tufosa, chirría con espasmos, hipa de manera deprimente, como un bicho decrépito que a sacudidas se desarticula y mientras lo hace intenta con extrañas contorsiones acomodar sus partes más ruinosas.

Pienso en ajustar la cama estrecha que cesa de gemir en cuanto me tumbo de espaldas. Pienso en ajustar los bulones que unen las partes de madera que hacen ñec y pienso también que los orificios deben estar agrandados o flojas las tuercas y si es así tendré que ir a comprar algo para suplir esa sonora deficiencia y también un destornillador y alguna pinza. No he visto herramientas en el territorio de David.

Seguramente le haré una lista a Said y que él se encargue de traerme las cosas para ajustar definitivamente esta orquesta de cacofonías que es la cama de…

Giro los ojos y choco con los ojos de la mujer que está a mi lado, mirando mi perfil. Trato de recordar su nombre si es que me lo dijo en el trayecto que recorrimos para acabar aquí. Pero parece no estar en mi memoria y ni siquiera tengo la sensación de un nombre en mí que le pertenezca a la mujer de sonrisa tranquila y cabello amarillo arenoso.

Ella me observa con curiosidad. Está de bruces y con el torso un poco levantado porque sustenta su cuerpo en los antebrazos y los codos, hundidos en su espacio de colchón mojado. El cabello cae sobre un solo hombro. Recuerdo que ella lo llevaba sujeto y yo no lo liberé, contrariando mi gusto por el cabello suelto de mujer.

Quiere hablar, pero yo soy un silencio que anda.

Le deben haber explicado que debe hacerme hablar. Para eso está aquí. Para eso sucedió la planeada causalidad de encontrarnos casualmente, como en un mal guión de una película de enredos tan mediocre como previsible.

Pero yo solamente hablo cuando quiero y para decir solamente lo que quiero.

Entiendo, por sus gestos, que esa parte no se la explicaron porque ellos siempre creen que saben mucho más de lo que saben y que entienden cosas de las que en realidad no entienden nada. Por eso ella está aquí y ha sometido su cuerpo a tener sexo con el mío aunque es joven y tentadora y sin duda podría aspirar a alguien mucho más apetecible que mi vieja contextura de gárgola fósil.

Me los imagino, como antes a la pinza y al destornillador, explicándole a esta rubia novata lo que tiene que hacer en función del deber patriótico, porque ellos (como nosotros) lo conciben todo desde esa perspectiva de heroica inverosimilitud.

Ellos se han buscado minuciosamente todos sus enemigos. A nosotros, los enemigos, nos crecen en las macetas, así que ni siquiera tenemos que buscarlos. Ya están incorporados a nuestra forma de sobrevivir.
No le hago preguntas a la mujer joven que enciende un cigarrillo y dice ¿smoke? mientras me enseña la cajetilla abierta y estrujada por horas de tensa mala vida. Niego con la cabeza y en silencio.

Ella, en cambio, se interesa por todos mis tatuajes. Los estudia como se estudia un libro en otra lengua, arrastrando por ellos los ojos y los dedos y haciéndome preguntas que apenas le respondo. Yo conozco su especie, pero ella no conoce la mía. Esa es la diferencia entre nosotros de la que aún parece no haberse percatado.

Insiste en conversar con mi mudez. Pregunta tonterías que en contexto responden a las premisas de un interrogatorio, pero que aquí, en esta cama bulliciosa y escueta, pasan a ser el diálogo casual de dos desconocidos que in-tentan no sentirse tan ajenos ni solos en un país extranjero y hostil.

Quiere saber qué hago, dónde vivo, si los hombres con los que hablaba cuando ella se zambulló en la escena son mis amigos, y algún que otro detalle que debe averiguar y no averigua porque yo solamente le hago gestos que no responden nada.

Cuando la vi me gustaron sus piernas. Ahora descubrí que tiene lindos pies. Los senos son demasiado pequeños, como dos puñaditos erectos que apenas curvaban su blusa liviana en un inaparente rasgo femenino cuando giré los ojos y la advertí en el café, con un libro en la mano que no me explico de dónde sacó (aunque ellos se las ingenian hasta para conseguir un libro de edición agotada que sirva de señuelo a su propio escritor) y con sus ojos de un azul sajón, fijos en mí.

David me deslizó: “Hay una de los otros que te mira”. A lo que Said agregó: “Le tiene en la mira, di mejor.”
Yo lo supe en cuanto vi el libro. Esa era la excusa para hacerse conmigo e instalarse a mi lado, tal como ahora yo estoy instalado en su cama pequeña y odorífica, de melancólica hembra sola, intentando no resultar ni descortés, ya que se prestó al sexo, ni alerta, para que no alce la guardia ella también porque intuya que advertí la trampa, aunque creo que sabe que yo sé pero se hace la tonta tal como le enseñaron.

Deben haberle dicho que yo solamente reacciono si me obligan a reaccionar. Si no me obligan, prefiero mantenerme en actitud agazapada, de pacífica espera. Quizás se lo hayan dicho, quizás no. Deberían saberlo, en todo caso y haberla prevenido.

Ella quiere saber por qué no le pregunto –como todos, aclara– si le gustó lo que hicimos, si estuve bien y si está satisfecha.

La miro con abulia y con abulia sonrío, dándole a entender que no me haga preguntas idiotas al tiempo que le respondo justamente eso: No hago preguntas idiotas.

Debe ser el tono en que lo digo lo que le da la pauta de que no me importa como ella se sienta o haya procesado este momento sexual que consumamos. Eso la fastidia, la incomoda y la agrede, porque entiende que su objetivo está incumplido y no adquirió dominio sobre mí, cosa que deben haberle recalcado hasta el tedio y que además la obliga a mantener más tiempo esta relación innecesaria para la vida de ambos, con todo lo que mantenerla implicaría para su heroica y patriótica juventud.

Cuando regreso, David está sentado en mi lugar y sonríe. Parece un muñeco rechoncho y descuidado detrás del escritorio.

Said también sonríe. Sobre su dentadura enorme cae la luz y la vuelve sobredimensionada entre los labios gruesos y caníbales. Said tiene un aspecto feroz y desaliñado, dulcemente animal.

Ninguno de ellos me pregunta nada. Regresamos metódicamente a lo que vinimos a hacer aquí, porque aquí, cada uno sabe lo que tiene que hacer.

Said, solamente, me pone una carpeta entre las manos. En la primera hoja está la fotografía “de legajo” de la mujer que acabo de dejar. Ahora, para mí, ya tiene un nombre, un trabajo y un objetivo definido.