Poesía de Vicente Mayoralas

Por Isabel Reyes Elena

Vicente Mayoralas nace en la Solana, provincia de Ciudad Real (España), y fallece en Madridejos (Toledo) en 2012 tras una larga y penosa enfermedad. Engrosa ya el elenco de grandes poetas, escritores y artistas que nos ha dejado en herencia La Mancha.

De grandes inquietudes, empezó a sentir atracción por la poesía desde la infancia, dada su inclinación natural a la filosofía y la esencia de la naturaleza humana.

Tras la muerte prematura de su padre ingresa en la Legión Española que le marca profundamente y forja su carácter, para posteriormente incorporarse  a  las Fuerzas y cuerpos de Seguridad del Estado.

De formación autodidacta y amante de las formas clásicas, utiliza una retórica sencilla y fácilmente inteligible con el objetivo de establecer una comunión con todos los lectores. Una poesía que incluye al yo poético, o que lo excluye explícita y voluntariamente, para pintar escenas, personajes y paisajes con palabras. Como él mismo afirmó, “una poesía en blanco y negro”.

Fue “el poeta de la búsqueda”, siempre a la espera de respuestas que no llegan. La primera fue en la tierra, en la existencia física del hombre, de ahí poemas en los que rememora su infancia y sus primeros referentes vitales, y donde sabe captar la árida dureza de los campos manchegos.

Al no hallar respuesta, comienza una bús-queda espiritual dentro de sí, una especie de Vía Crucis que le fue elevando del mismo suelo a las alturas. Desde su duda existencial crea su mundo más íntimo, un lugar infranqueable para capear las borrascas.

En su Poética de la Agonía vislumbra ya la muerte como un tránsito cercano y su serenidad se mezcla con la inquietud de resolver sus propios enigmas personales. De ahí a debatir con Dios, al que busca y no encuentra, al que niega pero acepta, en un contrapunto en blanco y negro tan típico de su personalidad, una persona de contrastes.

Al fin, estando ya gravemente enfermo, escribe sobre la lucha y aceptación de la muerte, abrazando a Dios en sus últimas instancias.

Murió con la elegancia del Legionario que abraza a la muerte en un acto de valentía, sin hacer ruido ni lamentarse, y dejando en Ultraversal sus últimos poemas impregnados de un realismo estremecedor.

Verso del arado

Cómo me gusta el verso del arado
cuando labra la tierra estremecida,
y cómo de su amor surge la herida,
hecha surco: poema cultivado.

La rima en su quehacer es el legado
secular de sustento, propia vida,
donde la mano terca y dolorida
de la necesidad, y su dictado,

convierten el arado en el apero
que utiliza el poeta de la tierra;
cada surco es un verso, y cada verso

melodía perfecta, voz de arriero,
y el hálito del hombre que se aferra,
metáfora suprema, al universo.

Vicente y su duda

Vicente fue un chiquillo con tendencia
a no dar por sentado cosa alguna;
su herencia fue el ingenio de la hambruna
y una dosis sobrada de impaciencia.

Su mundo era un por qué, una exigencia,
buscaba una respuesta sin fortuna,
oía explicaciones, mas ninguna
otorgaba a su duda transparencia.

Quería comprender, pues no entendía,
la razón verdadera de este mundo
y por qué la presencia de lo humano.

Le dijeron que Dios se lo diría,
pero un silencio terco y tremebundo
acompañó su espera hasta lo arcano.

Gente sencilla

Su caminar es lento, concienzudo,
se rige por el tiempo de labranza,
de sol a sol, con ritmo de una danza,
con el atril del cielo por escudo.

Es parco en la palabra, el gesto rudo,
la mirada de siembra y enseñanza,
que sabe que las prisas son tardanza
y el dicho inteligente siempre mudo.

Es hombre agradecido, temeroso
de Dios, un buen cristiano y fiel esposo,
que lleva en el calvario de su frente

la señal de la cruz desde que nace;
amante de su tierra, donde pace,
y dueño de una vida indiferente.

La huella del hombre (VI)

Debajo de mis pies, por los rastrojos,
la sequía estrangula todo anhelo.
Oprime la solana. El sol ahoga.
La tierra se bifurca en soledades
y en sus raíces drago mis silencios.
Suspira la esperanza en el crepúsculo,
teñida de sopor, bajo el azul
desmedido de un cielo que no entiende
de oraciones. Aquí, por la llanura,
se crían las verdades primigenias;
nace el olvido, áspero y cerril,
mientras la vida brota hacia adentro,
hasta la muerte, en busca de su origen.
Soy un hombre curtido en el secano,
con el ayer a cuestas y mi infancia
en ristre y la sonrisa del hoy. Alguien
que sabe que vivir es algo más
que un simple recorrido por el tiempo.
A golpe de azadón, con estas manos
que adoran y estremecen cuanto tientan,
me siembro en la aridez de los eriales
y cavo, junto al alma, su alarido.

Al Cristo de la buena muerte

Me llago en tu dolor y en tu tristeza,
y venero tu imagen dolorosa
donde la pena íntima reposa
sobre el llanto sublime que te reza.

En ti sangra el amor y la pobreza,
el sueño de otra vida más gozosa,
la fe inquebrantable y generosa
que te ayudó a morir con entereza.

Te siento tan cercano, tan adentro,
que brota en mí la sed de tu creencia
y en duelo el corazón al recordarte,

pues soy un pecador que va a tu encuentro
en busca del perdón y la indulgencia
que me procura el hecho de rezarte.

Profundidades

Crezco hacia adentro, boca abajo,
con el gesto sombrío
y la mirada en balde,
mientras escarbo más y más,
como si no supiera
que cuanto más me aleje de la superficie
las lombrices custodias de la duda
envolverán mi marcha.

Qué hondo que me encuentro de esta vida.
Cuántos metros de sombras nos alejan.
Y cuánta soledad une y separa
al hombre del silencio.

Sepultado en la umbría de mis noches
habito en las entrañas de la tierra,
ceguera de mi alma,
mientras anhelo
una luz que ilumine mi crepúsculo
y pueda verme como soy.

Poemas de la agonía

En busca de Dios

I

Oh, Dios, vengo a buscarte entre los vivos,
en el aliento humano, entre sus dudas,
en esas cotidianas y menudas
cosas que el hombre escribe en tus archivos.

Revierte mi ansiedad en sucesivos
rezos. Sigues callado y me desnudas
palabra por palabra entre las mudas
calaveras de hombres pensativos.

Necesito de Ti.  Mas no te encuentro.
La soledad del huérfano me habita
y en cada cita surge el desencuentro.

¡Señor! ¡Señor!, ¿por qué no me respondes?
¿No sientes mi dolor que resucita
cada vez que te busco y Tú te escondes?

II

Ay, Dios, cuánta amargura contenida
en este rezo agrio de salmuera.
Te busco en vano, en vano entre la cera
de una fe por el tiempo derretida.

Sé bien que no me escuchas y la herida
de tu silencio sangra como fiera
salvaje acorralada y prisionera
que busca libertad en su estampida.

Un resquemor, la duda de si existes
chirría en mi interior hasta atronarme
y sordo, como Tú, medito y duermo

en ese paraíso de los tristes,
humanamente dócil, sin hallarme,
con el ansia y la fiebre de un enfermo.

Mi DNI

Le sobran horas a mis días. Todos
son iguales. Hartazgo es lo que siento.
Trago a trago con vino me reinvento
bebiéndome mi drama por los codos.

Hablo de mí con esos malos modos
que utiliza la nube contra el viento,
y el rayo destructor de su lamento
convierte su abundancia en propios lodos.

Miro hacia el cielo, pero el cielo calla,
y en la noche derivo en plena ausencia
rodeado de excesos sin latido.

Mi voz tan sólo, que el silencio acalla,
me llama por mi nombre en su demencia.
Soledad es mi único apellido.

A solas con la muerte

He muerto de repente. Con lo puesto.
A solas y encerrado en mi retiro.
Me fui tal como vine: en un suspiro
de impotencia. El rostro descompuesto.

Deshabitado en mí quedé traspuesto.
La vida me mordió, como un vampiro,
sedienta e insaciable. No respiro.
No noto nada. Y a materia apesto.

Todo está consumado. Sin adioses
ni lágrimas me voy por donde vine.
Yo no elegí la vida ni la muerte.

Me llevo a mis demonios y mis dioses
en espera a que el tiempo me fulmine
y en los brazos de nadie me despierte.

Desnudez

Se me pone la carne de gallina,
dando diente con diente miro el cielo
mientras mi corazón se aferra al suelo,
depositario de mi propia ruina.

En la tierra la losa y la sordina
me impedirán que alce alto el vuelo.
—ya se sabe que el mundo es un pañuelo—
Pequeño se me hace en la retina.

La certeza en la muerte por contagio,
la duda en otro mundo, mal presagio,
y todo al retortero y sigo mudo.

Me sobran las palabras y los gestos.
Aquí ya sobra todo. Son los restos
mortales de mis versos al desnudo.

Mi sombra

Por suerte o por desgracia —no se sabe—
nací con un difunto aquí, a mi lado.
Siempre estuvo conmigo, amortajado,
e ignoro si en mi cementerio cabe.

Le pido que a mi alma no la trabe.
Aquí tiene mi cuerpo desangrado.
Y aquí me tiene a mí, medio enterrado
gritándole a la vida que se acabe.

Su presencia es oscura y alargada.
Me sigue a todas partes. Desespero.
Y sin una palabra a mí me nombra.

Sobre el filo siniestro de su espada
camino hacia el final. Mi mal agüero:
es el luto reflejo de mi sombra.

Ipso facto

Si he de morir, que sea ya. Me inquieta
el óxido del tiempo en mi memoria,
pues mañana, mi muerte será historia,
la historia clandestina de un asceta.

Seré un difunto más, sin etiqueta,
un referente anónimo, sin gloria,
un grito, uno más sin trayectoria
que sabe que el olvido le interpreta.

Si he de morir, ahora es el momento,
me siento en paz conmigo, que no es poco,
y a la vida he pagado ya con creces.

Soy múltiplo de cero y me presento
con las manos vacías mientras choco
con el vientre alquilado de mis heces.

Poema de la Agonía

Un día moriré. Uno cualquiera.
Al destino le dejo mi mortaja.
La muerte por mi cuerpo se desgaja.
Y vivir por vivir, sólo es espera.

Morir antes de tiempo no quisiera,
y vivir de alquiler, polvo de paja.
Este estar por estar se desencaja
de este ser o no ser que me exagera.

Me finjo hasta la médula y soporto,
a fuerza de imitar lo que me callo,
la fiebre delirante del enfermo.

Transito por las órbitas del orto
y entre signos de incógnita me hallo,
y entre símbolos fúnebres me duermo.

Acerca de Isabel Reyes Elena

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