«Pan quemado», por Gavrí Akhenazi – Israel

Dentro del sueño, el pan tostado se deshace en su boca y el aroma de ese mordisco llega como en la infancia, esculpido con crujidos tibios y untuosos que impregnan la conciencia de una dulce gratitud.  

Trata de encontrar una palabra que defina la consistencia de ese pan que sueña, pero no la consigue. El sueño se la niega y le aproxima, en cambio, palabras que nada tienen que ver con lo que él sueña, mutilado al fin por el cansancio. El sueño insiste con aportaciones caprichosas como: “mordisco fluo, pan volátil, miga desesperada, espuma despanada”.  

El hombre busca angustiosamente la palabra que defina a ese pan de sus sueños como el pan de su infancia, hasta que pierde la palabra y el pan.  

Duerme en un rincón que comparte con la oscuridad y la vigilia. Todo lo sobresalta en los momentos en que no busca el pan.   Allí los hombres reposan como pueden, bajo un constante murmullo de quejumbre que levita insistente, lo mismo que un fantasma usa la noche para alimentarse. Es un mismo tono sostenido en una grave perpetuidad.   A veces, un niño se despierta gritando. Llora y llora, con voces angustiosas. Provoca un remezón del aire, un sobresalto que avasalla al fantasma y sus gemidos, como avasalla al sueño. Entonces, otros niños lloran de igual forma, como una rabiosa reacción en cadena, inconsolable.  

Pero cuando sólo existe la quejumbre sobre todos y el resto está en silencio por afuera, existe, también, un mal presagio. La calma se transforma en un presentimiento que se solaza en la vigilia y nadie duerme, porque el afuera, ese afuera desconocido, oscuro y silente, es una garra pronta que está eligiendo, en soledad, el momento para cerrarse sobre los hombres desprevenidos en sus sueños. Por eso, nadie duerme, realmente. Ni los que están de guardia ni los que aguardan su turno para hacer la guardia.  

El hombre se recoge en una posición aún más fetal. Se enrolla sobre sí, como un ciempiés, para aferrarse al pan con el que sueña o con el que quiere soñar todavía un rato. Evoca desesperadamente al pan. Lo edifica cien veces en su mente vigil, para soñarlo. No pide más que eso. Un sueño en que haya pan.  

Luego ocurren el fuego y el estruendo. Ocurren los gritos y las armas, sobre ese brusco campamento insomne en que los hombres se levantan y buscan posiciones de defensa, atrapados repentinamente por la garra que ha saltado desde la oscuridad y corre libre, incendiando las pocas chozas precarias que persisten en pie, luego de su último asalto hace seis noches, cuando aún no habían llegado los que ahora, con armas, le hacen frente.  

El hombre que soñaba relega el pan, aparta el pan, olvida el pan y se transforma en uno de esos feroces animales del miedo, que dispara sobre otros animales. Los fogonazos van llevándose la noche con incendios.   

—Perdimos un camión —susurra alguien en la oscuridad. Una voz conocida, que jadea detrás de algunos tiestos que la ocultan.  

La corresponsal de la BBC, cámara en mano, intenta rescatar esas secuencias en que los hombres corren y combaten. Toma fotografías compulsivas, apresuradamente instintivas.  

El camión incendiado es una luminaria majestuosa, intrépida, que se eleva en la noche como un fuego sagrado e invencible.  

—Son niños… son niños… —grita alguien, pero el fuego no cesa, aunque los que atacan desde la furia de la garra, sean niños soldado.  

Uno de esos niños se detiene.   

Queda frente al lente de la cámara y a la mujer que lo ha enfocado mientras avanzaba disparando contra el hospital. El niño soldado se detiene allí, mirando a la fotógrafa y de espaldas al fuego del camión. Sonríe. Se acomoda en una pose marcial frente al objetivo, como un niño que se toma una foto. Baja el fusil y simplemente sonríe para su retrato, con una sonrisa ancha y orgullosa.  

Suena el disparo. El niño cae hacia adelante y su cuerpo se desarma sobre el suelo. La fotoperiodista observa al hombre que ha disparado y se acerca hacia ella.  

—¿Está usted bien? —pregunta él— ¡No haga estupideces, mujer! ¡Póngase a cubierto!   

Ella escucha la orden y mira al hombre que le obliga con gestos apremiantes a que busque reparo.  

—Él sólo quería una fotografía —musita la mujer—. Sólo quería un retrato.  

Sabe que el hombre ya no la escucha porque se ha alejado a cubrir otro flanco.  

La periodista permanece allí, junto al cadáver del niño soldado, que aún le sonríe.

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