CLÁSICOS EN BLANCO Y RIMADO

El viento en la enramada

La cordura
es un don que no abunda demasiado
ni conviene ejercerlo,
pues los locos no quieren que nadie les disuada
de que es solo ruido
ese abigarramiento polifónico
que suena en su cabeza.

Sin saber qué decir
que aporte algo de luz a toda la vorágine
de tantas y tan cáusticas babeles,
qué habrá de hacer mi voz, sino asumirse
lágrima en un océano de sal
y quedarse callada.

Hablar de la armonía
en un mundo de sordos
carece de sentido
mejor no exasperarse malgastando palabras.

Porque jamás la música
ni la verdad
necesitaron nada que no fuese
el susurro del viento en la enramada
y un corazón atento y sensitivo
para existir.

Quién quiera
puede llegar a ellas, solo tiene
que dejar al instinto que descubra
los rumores que pueblan los silencios.

Y escuchar con el alma ensimismada.

Jordana Amorós

Verso blanco

Miguel Urbano

Tercetos encadenados

Canto a la esperanza: A Lorca

Te busco amigo mío por doquiera…
mas no puedo arrancarte de mi mente
pues hiciste en mi alma enredadera.

Y a pesar de tan largo tiempo ausente
tu recuerdo me sirve de alimento,
pues, en mí, siempre vives tú presente

ocupándome todo el pensamiento.
Jinete cabalgando te he soñado,
cometa que volabas sobre el viento.

Y, ¿cuánto con tristeza te he llorado?
Que lágrimas de sangre aún me vierte
el corazón, del tuyo enamorado.

Con su guadaña vino a ti la muerte
quedando aquella noche ensangrentada;
¿Qué hados te trajeron mala suerte?

Y, ¿dónde estaba Dios la madrugada?…
Pero los hombres son con sus rencores,
el odio y tanta envidia despiadada.

Yo querría llevarte algunas flores,
donde tu cuerpo pueda reposar
con el trinar de pájaros cantores.

La luna se quería desposar
tú de negro, ella rojo su vestido
y en sus manos un ramo de azahar.

Y yo pregunto ¿Dónde te han metido?…
Alimentando rosas y jazmines
en un hondo barranco allí perdido.

Te buscaré del mundo sus confines
hasta haber tus reliquias encontrado
y haremos fiesta y fondo de violines.

Tu verso compañero va a mi lado
y, como perro mis entrañas muerde
dejándome el sentido traspasado

soñando…verde que te quiero verde…
Maldita sea siempre toda guerra.
El mismo vencedor también la pierde.

Si no aprendemos del error se yerra:
y esparcimos el odio de semilla
sembramos de cadáveres la tierra.

¡El poeta de alma tan sencilla
sea concordia entre los hermanos,
fanal de amor y paz su luz nos brilla,
y nos haga vencer rencores vanos!


Una fiesta de luz y de colores

Cuando me llamas Juan, Juan de mi signo,
cuando me llamas Juan entro en los cielos
cuando me nombras, Juan, soy tu cautivo.
Cuando me dices, Juan, Juan de los muertos.

Cuando me dices Juan, Juan de mi signo
se desordena el magma de mis versos.
Cuando pronuncias: Juan, no hay más caminos
que elegir en tu nombre de altos vuelos
la majestad de levantar destinos
en órbitas lejanas. Si tu verbo,
si tu cantar de pan, tu son de vino
me invoca: «Juan, mi Juan el marinero»
a mis montes regresan los olivos,
los albatros quebrando mis silencios

Cuando me dices Juan, Juan el marino,
cuando me llamas Juan, regreso al templo
que fundé para ti donde los hilos
del tiempo hacen posible los te quiero.

Cuando me llamas Juan, soy ese tipo
que levanta por ti mareas, reinos.
Cuando me llamas Juan, soy tu marido
en esos tentadores multiversos.

Cuando me dices, Juan, vuelvo a estar vivo,
Dios protege en sus aguas el secreto;
nuestro secreto, amor, donde existimos
en un castillo al borde del desierto,
y solo Dios conoce nuestro exilio
nuestro rito desnudos contra el miedo,
solo Dios reconoce tus vestidos
mis sombreros Fedora, mis misterios.
Solo dios sabe, Octavia, que dedico
al borde de tus labios mientras vierto
mi seminal victoria en tu delirios.

Cuando me llamas Juan, mi Juan el marinero,
mi capitán, mi Juan el de los himnos,
soy tu escritor mercante extra terreno
y en tu fiesta de pájaros y trinos
quiero morir de amor, morir en verso.

John Madison

Rima alterna

Orlando Estrella

Verso blanco
Mi compañera se marchó

Mi compañera se marchó de incógnito.
No me explicó porqué.
No se fue de mi casa, nunca vivimos juntos,
nuestro hogar era el mundo, los caminos, las calles,
los comedores, los hoteles chinos,
-ahí no hacen preguntas-,
les importa un carajo quien eres o quién no.
Y esos pormenores nos definían bien.

Nos gustaba estar solos, apartados de otros.
Amigos de los márgenes, algo así como antítesis,
un gran contraste, pues, éramos militantes
de un partido de masas que procuraba gente
para lograr sus fines.
No fue nada chocante que juntos renunciásemos
maldiciendo los putos dirigentes de mierda
que resultaron ser rateros consumados.

Una mujer brillante, cuyo sueño mayor
era ser contratada como investigadora
como cualquier ratón de biblioteca.
-Aunque esté recluida y que además me paguen-
musitaba con brillo en su verde mirada.

Pero un día se fue, se apartó sin decir,
sin dar explicación. Quizás sea frecuente
en la mujer independiente, libre.
O tal vez cometí un disparate
y no lo supe.

Si no fuese habitual mi mundo solitario,
me hubiese golpeado con una mayor fuerza
ese trance de vida que recuerdo
como el mejor poema que se adapta a mi estilo.


Mea culpa

Resultaría fácil
culpar a los demás de que haya huecos
en las opacas vetas de espejismo
con las que construí mi gazapera.

Afuera luce el sol
y por los agujeros se cuelan alfileres
que inoculan el frío de la luz.

Aunque me convirtiera en diosa de ocho brazos
los dedos no serían suficientes
para tapar las brechas que persisten
en su afán de mostrarme mi ceguera.

Culpo a mi cobardía y su tesón
en hacerme mirar hacia otra parte,
mientras tarde o temprano
los problemas que un día no enterré
revientan para abrir otro boquete.

Ángeles Hernández Cruz

Verso blanco

Eva Lucía Armas

Romance heroico

La playa de la Pena

Érase una vez un hombre antiguo
que amaneció en la playa de La Pena.
Con él había un esplendor de antaño,
su vieja Excalibur, cuatro quimeras,
un paquete con voces que cantaban
mojadas bajo el sol pero despiertas,
algunos abalorios hechiceros
que olían a Patchouly y hierbabuena,
conjuros varios, notas, mapas, pan
y un fuego que alumbraba en cualquier niebla.

Iba a pie por el mundo con sus cosas:
sus viejos dinosaurios de otras eras,
sus aves fabulosas e imposibles,
su voz de encantador de las tormentas,
su flauta de Hamelín, sus distracciones
y su red cazadora de cometas.

Un día, tuvo un barco y fue pirata,
un corsario en busca de una reina
y anduvo por «los mares procelosos»
al timón de su propio Perla Negra
que del norte hasta el sur viajó la aurora
buscando una esperanza aventurera.

Érase un hombre antiguo, un hombre extraño,
con manos de apartar todas las piedras
el que llegó a la playa dando voces
como conquistador de las sirenas
y levantó castillos y almanaques
puso en horario el reloj de arena
y se sentó a esperar tejiendo pájaros
a que se enamorara de él la ausencia.

La Pena lo miraba, alucinada.
Toda la isla olía a madreselvas.

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