Sergio Oncina – España

Poemas escogidos

Imagen by Robert Richardson

Despedida a las 12

Como muñeco endeble, rojo hielo,
como lago vertido en una mano
que no logra atraparlo, partisano
incapaz de romper su turbio velo.

Como límite azul de mar y cielo:
indefinido, lánguido y lejano.
Como perfil de luz glauca, liviano
acompaño la senda de tu vuelo.

Revoloteo tras de ti, estornino
sin bandada que insiste en tu camino
pues no hay otro mejor para sus pasos.

Y no reclamo, pero sí me asusto
cuando despierto solo en el injusto
lecho de las derrotas y fracasos.



Frialdad

Hoy no quiero arrastrarme por el suelo
llorando como un cínico payaso,
he obviado alimentar un porsiacaso
que frene con excusas el canguelo.

Hoy toca desgranar, a golpes, hielo
y beber con su frío cada vaso
que sirven anunciándome un fracaso
creyendo que mi piel es terciopelo.

Mi invierno es un favor al mundo ocre
que aunque muda sus hojas cada octubre
no consigue un matiz menos mediocre.

Hoy resisto perenne a cielo abierto,
aguanto la tormenta que nos cubre
y pese a congelarme no estoy muerto.



Tocar la magia

Hay momentos que escapan de la realidad
y se guardan en planos impropios de la física:

Los riesgos de acercarse
a un contacto ficticio.
Los dedos revolviendo mechones de su pelo,
la sonrisa intangible del adiós,
la luz que no ilumina la penumbra
y, sin embargo, es.

La posibilidad latente de fugarse
a otro mundo ajeno,
la incertidumbre exótica de saberse distinto.

Y una lógica sobrevuela el alma
y exige impertinente
resolver los enigmas
del lugar corporal donde contengo
la magia de un quizá.

John Madison – Cuba

Poemas escogidos

Imagen by Shahab Azad

Son montuno

Jamás tuvimos garbo pero aún así danzamos
con la vitalidad de un sentenciado a muerte
salmodiando al perdón frente a su cena.

Danzamos,
y el resto del concurso que nos mal imitaba
nos mostraba su enojo.

Ingrávidos danzamos,
tú amarrada a mi cuerpo
yo al vuelo de tu falda
tú llenando mis manos
yo atado a tu cintura, en breve contrapunto.

Apoyado en tu pecho
sobre mi fe tu voz
danzamos indomables
hasta que la locura,
dejó de intrepretarnos el vals de los amantes
y el tiempo y los silencios,
nos quitaron las fuerzas.



Habana inmaterial

Estoy aquí,
viviendo
con los pies enraizados a esta casa magnífica
minimalista y ancha,
confortable,
con los labios sellados y el corazón penando
los ojos ya desérticos y mudos
ante esta geografía sin límites
con las manos raídas
de tejer al presente direcciones y rostros,
de retener en la memoria turbia
papalotes sangrando tinta china en las nubes
solares bulliciosos habaneros y esquinas,
los autos con sus sones de salseros modernos
boleros sumergidos en tragos de daiquiris.

Estoy aquí
vestido de pasado
mecido por las aguas sin ventura ni suerte
de este mayo europeo nostálgico y sin trópico
mal viviendo, muriendo,
amortajado en ésta habanidad distante
que se me antoja cada vez más rota.



Jack Skeleton

En voto de silencio me declaro
aunque la «verbi gratia» me desborde
que puede mi discurso no ser claro
si mi voz de poeta es monocorde.

Y ya puede mi Sally tras la reja
pedir que rompa en dos mi mandamiento
que no daré cordel a la madeja
de versos sin tener conocimiento

Hay silencios que dictan en su arrastre
una suerte de efecto mariposa
no temas, Sally Persson, si el desastre
alcanza a mi liturgia clamorosa.

Te vuelves por momentos adictiva
a amores que alimenten tu brasero,
yo soy tu Frankenstein y tú la diva
que doma la pasión del romancero.

Y mientras la metáfora resiste
a regalarme su divino encanto
carcelera es la sombra que te asiste
hasta que el verbo anuncie el contracanto.

Orlando Estrella – República Dominicana

Poemas escogidos

Las grietas

Si no puedo sellar mis grietas
que permiten que se inunde mi pensamiento
cuando la lluvia me atrapa
alevosa, y con el sol a la vista,

solo bastará
un ligero tremor
para disgregarme
y servir de alimento
a los poetas que solo han respirado
dentro de sus burbujas de murria.

No sé si podrán digerir
mi sangre sin tipo definido
y las arterias quemadas
por el odio humanista que me corroe,
hacia la claque de humanos sin humanidad.

Podrán nutrirse de verdades y mentiras
que enuncié para salvarme
y salvar a otros
de la soga del cadalso.
Conocerán de la tristeza de muchos
sin nombre ni apellidos
a través de mis células
que podrían horrorizar al peor de los indolentes.

Mientras sigo buscando el mortero
que se adapte a mis cicatrices,
hago el autorretrato que se niega
a plasmarse con exactitud.
Solo la imagen de un Frankenstein
moderno y pesaroso
se vislumbra en el lienzo.



Una fantasía

Pudiste ser la niña que debió estar presente
para tender tus manos cuando corrí directo
hacia ese mar de fuego donde encontré destinos
ocultos en la sombra.

Allí perdido me formé soldado
para vivir en pleitos hasta con mi conciencia.
Hoy no sé cómo abandonar las armas
y hasta mi catre, creo, es mi baluarte
frecuentado de espectros.

Avanzo con el ritmo de alguien que no pasea
sino que trota hacia un carretón
donde estoy atrapado como en las pesadillas
que tenemos de niños.

Voy y zafo las amarras del otro yo más joven
con la esperanza de que vuelva atrás
no para que claudique, sino para que busque
dónde quedó escondido
el espacio de paz que me toca por ley.
Y me declaro inútil para lograrlo hoy.

Sólo espero con calma el resultado
-toda una fantasía-
pero… quién sabe.



La madre que conspira

Miro esa madre conspirando en fugas,
que imagina trepar por las fachadas
como una Gárgola que busca cúspides
y se aleja del mundo terrenal.

Sueña con Ángeles que buscan nido
para esconder lo amargo del destierro,
como si hubiesen profanado al mundo.

Teje en su mente alas de raíces
que va escondiendo en un rincón del cuarto
donde se siente presa de mil monstruos.

Hurta maderas del galpón del fondo
y recoge los clavos que descubre
en sus paseos que mantienen vivas
sus ansias de escapar hacia los mares.

Sueña con una hermosa barca verde
que dirige la proa al infinito.

No sabe si sus fuerzas, que ya merman,
le bastarán para lograr su hazaña.

Una voz la sorprende cuando dice:
¿por qué tu hijo trae un remo aquí?

Jorge Ángel Aussel- Argentina

Sonetos escogidos

A un paso de los treinta

Van veintinueve otoños arrancados
en este abril de labios entreabiertos
que sopla en mí feroces desconciertos
como Jumanji al arrojar los dados.

Pienso tanto en futuros sin pasados
como en pasados todavía inciertos
mientras apilo días como muertos
apilan en las guerras los soldados.

¿Cuándo fue que el reloj tejió las horas
que nunca volverán, si siempre vuelven
y vuelven otra vez y nos envuelven

con su lengua de agujas predadoras
que lograrán matar de todos modos
con tiempo al tiempo y con el tiempo a todos?



Año nuevo, escoba nueva

Se acerca el fin de un año y otro llega
con la ilusión de que serán mejores
los días que vendrán —embajadores
de nuestra devoción a la fe ciega—.

El pensamiento mágico se entrega
a sus propósitos masturbadores
mientras si ajustas los retrovisores
año a año ves más tragedia griega.

En el crepúsculo del mes postrero
apostamos el júbilo a un enero
donde quizá nos tocará la muerte.

La novedad va siempre bien vestida,
mas toda escoba nueva se convierte
y no barre tan bien, es ley vivida.



Medianizados

En este tiempo en que canta cualquiera
lo que primero pasó por su mente,
donde la rima es el ripio inherente
a tanta copla con letra somera,

donde al talento el carisma supera,
donde el estulto es un tipo influyente
en el YouTube del inculto presente
solo por ser un modelo en vidriera,

está mal visto opinar que se iguala
más hacia abajo que arriba en la escala
de unos valores que venden baratos.

Para que nunca lo pongan en duda,
en la igualdad el mediocre se escuda
y pinta pardos a todos los gatos.

Gerardo Campani – Argentina

Poemas escogidos

Artifex vitae artifex sui

No tuve un hijo (pero sí una hija).
No planté ningún árbol
(pero en la escuela germiné judías).

Escribí varios libros aceptables
aunque muy pocos los leyeron.
Y no se culpe a nadie.

Creo que conquisté el promedio
de la mediocridad de esta vida tan rara.
Así que en paz, igual que Amado Nervo.



Candidatura

Ella me dijo:
—No me gustan los hombres
con pelos en la espalda.
—¡Bien! ¿Por qué? —pregunté.
—Cuestión de gustos. Y tampoco
la barba tipo Valle Inclán.
Y debe ser más alto que yo misma.
—Tiene su lógica…
—Que no le falte un brazo, o una pierna.
—También es razonable.
—Ni tatuajes ni piercings.
—Ajá, voy bien, correcto.
—Que sus besos no sepan a cebolla
cruda, ni a ajo.
—Claro, es muy atendible. ¿Y qué
del cigarrillo?
—Eso no me molesta,
yo soy fan de Marlboro.
—Pues entonces pongámonos
de novios —dije, muy confiadamente.
—Hum, gracias, pero no. Cuestión de gustos.
Justo pasaba un taxi, y lo tomó.



Anas

Tantos poemas, tantos, tan diversos
de todos los poetas que acertaron
tocar mi alma y luego se quedaron
también entre mis versos.

El viejo madrigal de De Cetina,
de mis amores representativo;
el nocturno de Silva, amor prohibido
a un paso de mi esquina.

El soneto a Jesús crucificado,
que es el amor a Dios tal cual lo siento
y el amor cómplice del pensamiento
de un Borges inspirado.

¿Por qué las elegías y las odas
y todos esos cánticos inútiles
siguen poblando mis recuerdos fútiles
si las detesto a todas?

Quizá debiera huir de tanta cáscara
y concentrarme en el carozo mismo
de mi alma, y buscar el paroxismo
oculto tras la máscara.

Ah, la mujer incógnita se oculta
detrás de tantas cosas cotidianas:
la Virgen del rosario y tantas Anas
que ya son turbamulta.

Sólo un poema de un amor cualquiera
me distrae del miedo de la muerte.
Tal vez un día yo también acierte
y escriba mi quimera.

Daniel Adrián Leone – Argentina

Poemas escogidos

Gatos

Ma chère ami

Busco ensimismado
El contorno de una letra
Lamiéndome
La ausencia
Enquistada en mis sílabas balbuceantes.

Regalame una palabra
Ocurrente, dulce e inquieta
Ma chère amie, y ¡lo juro!
Amanezco poeta.



Sobre el odio

¿Acaso es ésta piedra a mitad de camino
que no se decide a ser hija de la inercia
ni esclava del acto
y yace, ahí, como dormida
en un lecho de sueños coagulados?

¿O es aquel horizonte turbio
que se yergue autoritario
sobre todo ojo, sobre toda esperanza
recayendo con la brutalidad de una piedra
capaz de obturarlo todo
con su gravedad aplastante?

Tal vez sea solo una palabra muerta
en unos labios muertos

una expresión torturante
de unas almas torturadas

el punto de fuga
para un ser-a-presión
que se horroriza al imaginar que el otro existe
-más allá y más acá-
de su propia inconsistencia.



Vanidad centrífuga

De vez en cuando me gusta dejarme caer
y deslizarme por palabras puntiagudas
-de esas que atragantan-
desafiándoles el filo
aunque me desgarren el cuero
y no me queden ni los jirones de alguna excusa calentita
con la que cobijarme.

*

Otras veces simplemente me pasa
y soy el recorrido caprichoso de una fuerza inhóspita
que en su vanidad centrífuga insiste con arrojarme fuera
aunque me fuerce, a un mismo tiempo,
a sostener sus incertidumbres centrípetas
con mis balbuceos.

*

Lo más divertido de ser yo
es que puedo ser eje y centro
recorrido e inercia
de las contradicciones que me habitan
y a la vez
un albañil improvisado
jugando a reiventarme ladrillo
ahí donde otros solo ven barro.

Editorial

La educación es un arma de guerra

Por Gavrí Akhenazi

Como estamos todos encerrados, con esa frase que empleo como título para esta editorial, comencé la clínica virtual para mis alumnos de la Universidad. La docencia me vuelve un tanto verborrágico…

«Si hay algo que jamás debe detenerse frente a nada es la educación de un pueblo, porque la educación es creadora de pensamiento y el crear pensamiento es el reaseguro que tiene la libertad.

Un pueblo que piensa es un pueblo que se plantea interrogantes, que tiene búsquedas, que analiza, sopesa, reflexiona. Es un pueblo al que no se puede llevar de la nariz, que siempre hará una pregunta incómoda frente a una duda turbia, que desafiará con su afán por las respuestas, a todas las respuestas.

A esta altura de mi vida –y ya pueden ver el estado en qué he quedado así que mi propio estado da fe de que lo que digo es verdad– he visto toda clase de catástrofes y he presenciado todo tipo de epidemias, desde el Ébola hasta el cólera y algunas que ni nombre tenían. Estoy viejo, así que pocas películas de pandemias me impresionan porque las he conocido en primera persona. Solamente puedo decir que «esto es muy raro», porque todos esos interrogantes de los que les hablaba en un comienzo y que nacen a partir de la educación creadora de pensamiento, no me permiten aceptar lo que los medios masivos de comunicación están imponiendo a nivel planetario. Hay virus de tantísima más letalidad que andan sueltos por el mundo sin que nadie les haga sombra ni los encumbre al podio de «gran virus». Virus comunes, que nos encontramos todos los días, como otro tipo de patógenos comunes de alta contagiosidad que andan haciendo estragos en poblaciones vulnerables (el sarampión en el Congo, sin ir más lejos) y nadie cierra sus fronteras por ellos ni se decretan cuarentenas ni se asaltan los shuks ni te aplican multas. Nadie les aplica el rigor de la ley a los «antivacunas» con el riesgo que conlleva a esta altura de la Humanidad, un tipo de conducta semejante.

La sumisión por el miedo es más antigua que el mundo. Si un pueblo tiene miedo, busca un referente, un pater que lo guíe y le diga qué hacer y cómo comportarse. Elige el mesianismo a la razón. No discute, no opina, no se interroga. Olvida otro tipo de cuestiones importantes, porque nada hay más importante para un ser vivo que seguir vivo. El miedo, entonces, produce una parálisis de las ideas reflexivas y aparece el cerebro primario de los animales de sangre caliente, que obedece al alfa de la manada social casi de manera ciega o responde al instinto de conservación y destruye a lo diferente –o civilizadamente asalta el shuk y termina a puñetazos con otro asaltante de shuks por un rollo de papel higiénico–.

Al miedo caliente se opone la reflexión que otorga la educación. Al miedo infundido y fogoneado por el bombardeo de información catastrófica, se opone el orden en las ideas que otorga la educación. El miedo es el opositor primario de la coherencia y de la razonabilidad y en esta clase de situaciones, juega en contra y no a favor de los hombres.

En estas excepcionales condiciones, este miedo que parece ya inyectado a presión por los profetas de la catástrofe, es el arma de alguna guerra que no es epidemiológica aunque la epidemiológica sea su excusa. Tampoco vamos a restarle importancia, que no va por ahí el discurso, sino tratar de darle la que realmente tiene, comparándola con otra serie de cosas iguales o peores y analizando esa particularidad.

El arma que se opone al miedo y con la que contamos para encontrar o al menos intentar encontrar la verdad es la educación, el conocimiento, el pensamiento lógico y sus interrogantes, sus búsquedas, sus cuestionamientos a la obviedad.

Dos armas para la misma incógnita. El hombre, en el medio».

Ahora, hablemos con Nietzsche y con Chomsky.

Héctor Michivalka – Honduras

Bosque de bonsais

1

Nos dejan los sueños
como un niño abandonado en un supermercado.

Niño que, a su vez, ve con asombro
que ese local está lleno

de otros niños abandonados como él.

2

Con el pasar del tiempo,
la verdad va mostrando sus harapos de indigente:

las bombillas de luz se opacan

y, nos achicamos
tanto,

que ya nos queda grande hasta el concepto
que teníamos de nosotros mismos.

3

Alta y con un corto vestido,
color rojo,
semejaba la opulencia
de un tulipán rebelde

a los destrozos del tiempo.

4

El silbato del tren
sonaba a destierro

y se hundía hiriente en su lejanía.

5

Los tenis que dejaste colgando
en los alambres eléctricos,
fueron una travesura de niño.

Los sueños que cuelgan en pares
en los alambres de tus anhelos fallidos,
son travesuras de la vida.

La vida es una anáfora de renuncias.

Leonardo Zambrano – Ecuador

Poesía minimalista

Toronto by Adrian Lang

Cortados

Hoy, los silencios de mis labios ocultan uñas
en los aullidos, con dedos de otros diseños…


Tú que conoces mis ecos, desnuda la memoria
con juegos entre la jaula y el universo del punto.


¿Cuántas veces son cuántas?
Cuando se niega que hubo labios,
si a veces el beso es un capítulo
y el poema abarca sus acasos.


Hay metal en la platea
y la hiedra tiene llamas claras
tentando al yunque con su fuego
donde el golpe es solo físico.

Fuerza , masa y aceleración…


El punto es único al paso
la llave está en la voz
que ladea indivisa…
…su mundo extraño.


Me faltan viajes tocando simplezas
un beso en un parroquia desierta
y a veces con sed cerca al silencio…


John Madison – Cuba

Los días de gloria

Ya no soy el tipo de los poemas. Mi divorcio no solo se llevó por delante una parte de mí, también mis versos. Gladys dice que me tenga paciencia. Que algún día de estos volveré a ser el hombre de los cuentos bonitos y que estaré curado del fanatismo enfermo por mi mujer (y al que llamé erróneamente amor), cuando al mirarla sienta lo mismo que se siente al observar un biombo o un armario: nada. Y no hay cosa que la rubita de mi vieja, Gladys, no suelte por esa boca de pitiminí que no acabe por hacerse realidad.

Ahora estoy junto a la cama de hospital de esa mujer a la que Gladys llama celosamente y con desdén «la puta», mi mujer, y a la que agradezco mi visión excepcional del arte, mi profesión de publicista y mánager y mi habilidad poética.

Cierto, Gladys. Ya no siento esas ganas enfermas de comerme a mi mujer a muerdos limpios ni me pongo nervioso en frente suya, ni gageo como los gilipollas mientras ella se parte de la risa. No.

Estoy con mi mujer; con mi mujer medusa toda llena de cables y de tubos. Con mi mujer —transmutada en una reverenda porquería—, pensando en que fue esa misma mujer quien me cagó la vida, y que ahora no se entera, en lo absoluto, de que estoy aquí, de pie, mirándola. Ni se entera, tampoco, de haber sido quién me llevó a escribir bajo un seudónimo, aún más hijo de perra que ella misma, los mejores poemas que escribiré jamás.

Estoy con mi mujer que ya no se da cuenta que de su marido no queda más que el tipo de ficción que un día apareció para salvarlo de la muerte por colapso espiritual: John Madison.

El año pasado era increíble que mi mujer fuera para mí aún mejor que la octava maravilla, pese a tener setenta y uno. Sin embargo, ahora parece como si algún encantamiento de esos que usan las brujas de Perrault para poner la pista de palacio bien caliente hubiera borrado a la mujer narcisa, a la mujer genio que yo amé y puesto en su lugar a ese montón de huesos cenicientos y cabellos podridos.

Quiero que vuelva la meretriz del crack. La yonki del vasuko para ponerme a cien km/hora y cantarle los cuarenta principales y zarandearla y hacer de su papá, de ese papá que siempre le faltó, con una buena cachetada.

Quiero que vuelva la mujer del puterío. La del tequila, la ramera por la que yo lanzaba auténticas riadas de ofensas metafóricas para jodernos la vida y que todo en el maldito cuarto salte por los aires, pero me dura poco ese deseo porque la anciana a la que alimentan a través de la sonda ya le ha dado agua al dominó y comenzado su charla con Ikú.

Acaricio débilmente su mano. Quizás del otro lado, el lado de las almas, recuerde la caricia que el cabrón de su hombre dejó sobre esa palma —siempre le hacía aquel gesto cuando quería follar y estábamos en público— e interceda ante Dios para que me regrese la palabra y la vida cuando él le pida cuentas.

Sí, estoy con mi mujer; con mi mujer que es ahora un despojo, invocando a mis dioses y no, precisamente, para que me revelen el conjuro que traerá a mi vida la curación que aseguraba Gladys para escribir mis versos:

«Olofin, libera a la mujer que fue mi amor del sufrimiento. Libérala de todo pacto sentimental conmigo para que pueda recorrer la senda de los muertos».

Miro a la mujer portadora del espíritu que en la hora del tránsito, del lado irrecordable que antecede a las reencarnaciones, ofreció sus servicios para ser mi enemiga: una enemiga despiadada, cínica, mala madre. Una yonki rebelde. Un despropósito al que quise arreglar sin entender que era yo el único tareco de su mundo que debía arreglar.

La miro inmóvil dentro de esa bata azul de algodón que allí le han puesto y que la hace parecer más pálida y jodida de lo que ya está. Pienso que no guarda, ni de coña, relación con su glamour y pienso, también, en el vuelco que supuso dejarla, en que hace un montón de meses que no me siento a escribir porque escribir es castigarme con el pasado y en que estoy limpio. Y en que hace un año justo que no me meto un pico de cristal ni de coca, desde que dejé a mi mujer.

Ni siquiera en esos días violentos tan cercanos al aniversario de la muerte de mi Manuel.

Me gustaría decirle a esa mujer que siento la manera tan trágica en la que nos amamos, o soltarle cualquiera de esas paridas estúpidas que le tiraba cuando a ella le iba mal en sus conciertos y que la hacían reír, pero no digo nada y sigo allí con mi mujer, mi mujer que es toda del silencio. Y soy ante su hiriente delgadez un hombre témpano. Un tipo sin pasión. Un infeliz al que su puta entre las putas le ha arrancado su humanidad de hombre y la ha arrastrado con ella hacia el submundo oscuro en el que se refugian los enfermos cuando ansían que la ciencia les permita dormir, de una maldita vez, su largo sueño en los albores del Antahkarana.

Ovidio Moré – Cuba

Imagen by Lorri Lang

Azúcar para crecer

Nacer en una isla tiene sus consecuencias. Y nacer en una isla bloqueada, aún más. Nacer en una isla bloqueada que dice que está construyendo el Edén definitivo, es vivir en las proximidades del infierno. Nacer para vivir cerca del infierno en una isla bloqueada que por su situación geográfica es el infierno mismo, no es vivir, es sobrevivir. Nacer en un pueblucho de esa isla y vivir toda tu infancia, adolescencia y juventud en ese “culo del mundo” es ser un zombi. Un zombi siempre hambriento. Agapito Elizondo, nacido en Naranjos, provincia de Guásima, y en la Isla, lo sabía bien. Agapito Elizondo, aún así: famélico y quijotesco, fue un niño casi feliz.  Agapito Elizondo habiendo nacido rodeado de agua, sin contacto ninguno con el exterior; bloqueado y con hambre como un zombi, fue un niño casi feliz.  Y es que “los niños son las esperanza del mundo, los niños nacen para ser felices”, decía aquel gran y sabio hombre, el del anillo de acero,  y Agapito lo sabía, y era casi feliz,  pero tenía hambre. ¿Y qué esperanza hay para un niño casi feliz y con hambre en una isla bloqueada que no llega a construir nunca el paraíso, y siempre, pero siempre, está a las puertas del infierno? Pues, la verdad, poca.

 
Ah, pobre Agapito Elizondo, ahí está, en Naranjos, descalzo, flaco y lleno de parásitos, correteando por el patio de su abuela, jugando a Los Mosqueteros. Pero no sólo le gusta el juego a Agapito, también le gustan los libros y hasta le gusta dibujar monigotes y flores y los bichos del patio. Su abuela dice que tiene talento, y él, Agapito, no sabe qué significa esa palabra, pero debe ser algo bueno si lo dice la abuela. La abuela siempre dices cosas bonitas, y cuenta historias de países perdidos y de seres estrafalarios, que luego él supo, cuando fue un poquito mayor y comenzó la escuela,  se llamaban seres mitológicos… ¡Qué palabra tan linda!  se dijo Agapito. ¡Mitológico! Fíjate tú, rimaba con zoológico y con biológico y con lógico! ¡lógicamente…! jajajaja…. Así se reía Agapito en medio del patio. Luego se quedaba meditabundo e imaginando. Imaginaba que un día viajaría a Grecia y a Roma para conocer a los centauros, los tritones, las arpías, las ninfas, los colosos, los faunos, etc… A Tenochtitlan o Teotihuacán; a Machu Pichu o el Cuzco… Y podría ver de cerca, y quizás  hasta tocar, a la gran serpiente emplumada Quetzalcoatl. Qué inocente era Agapito, aún no sabía que de la Isla no había escapatoria alguna. Sólo siendo un ser mitológico, como un pegaso, por ejemplo, podría salir volando de aquel terruño tan verde, tan lindo, tan largo, tan cálido, pero a la vez tan, pero tan jaula. No obstante a Agapito le gustaban también mucho los mitos de su isla: los de los aborígenes y los de los africanos, y por temporadas olvidaba sus planes de periplos por la antiquísima Europa. Un día se casaba con aquella hermosa taína y bajaba en canoa el Cauto y conocía a Aipirí, la muchacha que se convertía en tatagua, y otro luchaba al lado del fiero Shangó y repartían la justicia por los montes y sabanas. Bueno, esto último lo logró, Agapito estuvo en las arcillosas tierras de donde vinieron los Orishas, y, como Shangó, llegó a ser un guerrero de verdad.

Sí, Agapito era un niño con mucha imaginación, con muchas sueños, con muchas carencias y con mucha hambre. Hambre de todo: de comida, de conocimientos, de cultura… Pero ya lo hemos dicho, aún así, era casi feliz. Agapito tenía madre, padre, abuelos y hermanos. Agapito tenía libros y libretas y lápices de colores. Agapito tenía un patio grande con árboles frutales. Agapito tenía una niñez. Sólo le faltaba poder viajar hasta el horizonte y sobre los mares y sobre las montañas y por los cielos. Y le faltaba estatura, Agapito era pequeño y raquítico, siempre el más pequeño de entre los amigos de la clase, del barrio o del pueblo. Agapito quería crecer. Agapito quería crecer y tener alas. Agapito quería crecer, tener alas y ser libre. Agapito quería ser alto, grande, enorme, gigante, imponente… Agapito no quería ser pequeño, enano, microscópico, insignificante… Agapito quería ser un niño sapiente y grande, dibujante y grande, lector y grande, cuentero y grande, rimador y grande… Sí, sí, rimador… también rimador, porque Agapito un día descubrió la poesía y Agapito entonces quería crecer y escribir versos, crecer y dibujar lo que decían sus versos (o viseversa) y crecer y crecer y crecer como el aguacatero del patio o la mata de mamoncillos, tal alta, tan frondosa, que daba tantos pero tantos frutos… Agapito quería dar muchos mamoncillos, o sea, muchos frutos. ¡Ah Agapito, pobre e iluso Agapito! Agapito se olvidaba del talento, esa bonita palabra de la que hablaba la abuela.  Y es que Agapito no entendía que el hecho de tener vocación por algo, o por hacer algo con todas tus ganas y con lo que te sentías tan, pero tan bien, algo que era puro gozo, que te producía tanta felicidad, no era sinónimo de tener talento. Su abuela se equivocaba, pero Agapito aún no lo sabía y, para cuando lo supo, ya era demasiado tarde, Agapito ya peinaba canas  (bueno esto es sólo una expresión, porque era alopécico perdido), para cuando lo supo ya era un hombre maduro llegando a lo podrido y había perdido toda la dentadura de tanto comer azúcar o, como decían en la Isla, de tanto “comer mierda”. Aunque la verdad era que sí, Agapito, de verdad, de verdad de la buena, comía mucha azúcar, comía mucha azúcar para crecer.


Cuando Agapito tenía como cuatro o cinco años, en la televisión ponía un spot que rezaba así:

¡AZÚCAR PARA CRECER! 

Y Agapito, que ya comía azúcar para saciar el hambre fisiológica, ya fuera a puñados, disuelta en agua o con gofio, se lo tomó a pies juntillas y aumentó su dosis de azúcar diária; él quería crecer, ya lo saben. Si lo decían en la televisión de la Isla tenía que ser verdad ¿no?. Claro, lo del “azúcar para crecer” era para crecer la economía, pues era el primer renglón económico de la Isla, pero la mente infantil de Agapito no lo lo entendió así, a pesar de que en las imágenes salían plantaciones de caña y macheteros y alzadoras y cosechadoras. No, no lo entendió. Y Agapito no creció, tampoco lo hizo la economía, ambos siguieron iguales, iguales que como estaban, o quizás hasta peores, porque Agapito carió todos su dientes, y la economía… bueno, esa también se carió de mala, de malísima manera.

Y ahí tenemos de nuevo a Agapito, sin crecer, con los dientes cariados, con la piel pegada a los huesos, con la barriga hinchada y con una Tenia más grande que Agapito. Y ahí tenemos a Agapito algo tristón, meditabundo, ojeroso, dibujando sus garabatos, escribiendo sus rimas, sus cuentos de brujas y submarinos y leyendo a Verne y a Salgari. Y, por eso, era casi feliz. Y un día, sin que él mismo se diera cuenta, había crecido un poquito, nada,  había alcanzado una estatura normalita, ni fú ni fá, pero ya no estaba enanoide. Y le salió la pelusilla del bigote y, junto con ella los primeros pendejos, y Agapito se alegró, pero no tanto, porque su miembro viril tampoco es que se hubiera desarrollado mucho, aunque ya podía lucir, sin complejos, aquella rala pendejera y el badajo asomando coqueto entre ella. Y Agapito empezó a sentir cosquilleos y cosas inexplicables allí, en su entrepierna, a excitarse cuando alguna muchacha le enseñaba más de lo permitido, y comenzó a enamorarse de aquellas muchachas voluptuosas. Y mientras más se enamoraba más leía, y mientras más se masturbaba más dibujaba, y mientras más sueños eróticos tenía más escribía. Y descubrió que tanto el amor como el arte eran su fuente de placer. Que en la creación artística había un componente sexual inigualable.


Y cuando con dieciséis años Agapito hizo el amor por primera vez con Mirna, aquella muchacha achocolatada salida de un lienzo de Rembrandt, Agapito sintió que había pintado un cuadro, Agapito sintió que había escrito una novela, Agapito sintió que había escrito el mejor verso de todos los que había escrito hasta el momento. Por eso, Agapito, hoy, alopécico, gordo y sin dientes, cuando dibuja, escribe o lee es como si estuviera singando con su mujer y tuviera un orgasmo superlativo, y viceversa, cuando está haciéndole el amor a su mujer es como si estuviera pintando un cuadro o escribiendo una novela. Sí, porque Agapito, a pesar de todos los pesares, se casó, a pesar de todos los pesares engendró hijos,  a pesar de todos los pesares un día, aunque no creció, se metamorfoseó en un pegaso y surcó el cielo y recorrió la antiquísima Europa, y lloró en la tumba de Rafael, y el corazón se le salió por la boca en el Coliseo Romano y en la Capilla Sixtina, y conoció a los centauros y a lo faunos y a las ninfas y y y y y y y …. y hasta conoció, de tú a tú, a la Gioconda, a la Maja desnuda y a las Tres Gracias de Rubens, estas últimas tan sensuales y voluptuosas; mayestáticas y ampulosas como la mulata Mirna.

Y Agapito fue padre varias veces, y Agapito sintió que no había dicha como aquella, y Agapito era el hombre más afortunado de la galaxia, y Agapito era padre y escribía, y Agapito era padre y dibujaba, y Agapito era padre y leía, leía, leía y leía mucho, tanto, pero tanto, que llenó su casa de libros. Y Agapito era esposo y amaba, y Agapito era esposo y lloraba, y Agapito era esposo y sentía en su interior algo que las palabras seguro, pero seguro que pueden explicar, pero él no las hallaba para explicarlo. Pero, aún así, Agapito, también, en su interior, tenía un agujero negro de añoranza y morriña. Y Agapito se dio cuenta que volvía a ser casi feliz. Se percató que la felicidad es una quimera que nunca se puede alcanzar del todo. Por más azúcar que comiera para crecer, la vida, tiene su punto de amargor y no hay quien se lo quite.


Y Agapito aunque no creció ni crece físicamente (sigue con su mediana estatura), creció de otra manera mágica, de otra manera que no hace falta explicar. Agapito creció de la única manera en la que puede crecer un hombre Odiseo, un hombre Ícaro, un hombre Juan Candela, un hombre Odilon, un hombre Martí, un hombre. Y, no obstante, sigue comiendo azúcar, pero ahora de remolacha. Es otra azúcar para crecer, otra azúcar con la que escribe, con la que dibuja, con la que ama, y no es una azúcar mejor ni peor, es otra azúcar, y Agapito sigue siendo casi feliz, porque ahora las carencias son otras, son del alma. Ahora Agapito tiene allá, en la Isla, una parte de su corazón zozobrando. Allí quedaron sus padres, sus abuelos, sus hermanos, sus sobrinos, sus amigos, sus colores, sus palabras autóctonas; quedaron la mata de mamoncillos, el aguacatero, lo bichos del patio y su niñez. Y ahora Agapito tiene síndrome de Estocolmo, ahora Agapito añora la Jaula, esa jaula tan verde, tan cálida, tan linda, tan larga, y con tanto sabor al azúcar de caña, al azúcar para crecer con la que no creció, pero con la que Agapito era casi feliz como lo es ahora. Y es que del azúcar y de la Isla, no hay quien escape.

Marta Roussel Perla – Irlanda

Marta Roussel Perla nació en 1985 y desde entonces ha tenido la elegancia de seguir viva.

Profesora de clases particulares de español en Irlanda, entre otras cosas, y natural de España, suele hacer acopio de todo el tiempo libre que puede.

Desde que se enteró de que se encuentra dentro del espectro autista, decidió escribir historias que incluyeran esa condición, mayormente porque no tenía nada mejor que hacer y porque en su momento parecía una buena decisión.

Marta Roussel Perla – Irlanda

Herejes e idiotas

Edición tradicional

  • ISBN 9781678134358
  • Copyright Marta Roussel Perla (Standard Copyright License)
  • Edition Segunda edición
  • Publisher Marta Roussel Perla
  • Published March 1, 2020
  • Language Spanish
  • Pages 110
  • Product ID 24451626

E-book

  • ISBN 9781678134402
  • Copyright Marta Roussel Perla (Standard Copyright License)
  • Edition Segunda edición
  • Published March 1, 2020
  • Language Spanish
  • Pages 100 File
  • Format PDF File Size 696.16 KB
  • Product ID 24451889

Jordana Amorós – España

Fresas salvajes

Moverse en la neblina.

Esa es la condición de los que eligen
buscar dentro de sí
y apenas hallan
un escueto manojo de relatos
pacientemente urdidos.

Hicimos todo un arte
de la conciliación de lo imposible,
la cicatriz turgente del dolor
y la supervivencia,
cultivando a placer la desmemoria.

No hay ningún vestigio de racionalidad
que consiga explicarnos qué nos trajo hasta aquí.

Por qué metamorfosis
la vida nos transforma
en fantasmas vivientes que avanzan como a tientas,
ya perdidos
el rumbo y la esperanza.

En seres sin futuro ni humedades
que llevarse a los ojos.

Por qué misterio somos, al tiempo, todavía
capaces de sentir intacta la pasión
y aún todas las hambres
rebullendo en la boca.

De qué modo nos muerde,
implacable, en los labios la evocación precisa
del intenso dulzor de las fresas salvajes.

El brillo en la mirada (séptima entrega) por Eva Lucía Armas & Gavrí Akhenazi

Capítulo 11

Cuerpo y alma

Por Gavrí Akhenazi


Eleuteria, al principio, se puso muy nerviosa, pero después regresó a las cocinas y lo dejó hacer sus caprichos.
Sabía que era inútil metersele en el medio, tratando de modificarle las conductas, porque Daniel se empecinaba en ellas cuanto más otros intentaban torcérselas.

Como todos se habían ido hacía tanto, Eleuteria acomodó los muebles a su gusto, para sentirse cómoda y no fantasma, habitando entre disposiciones de otros.

A él, la disposición de las cosas lo sacó de quicio y estuvo durante días y días yendo y viniendo con jarrones, estatuas y sillas, que no pudo acomodar.

Sumido en un estado de desquicio, por eso de la salida de quicio gracias al desprolijo y absurdo sistema de los objetos en los planos de sol y sombra de la casa, optó por lo más sanitario que encontró.
Sacó todo al patio y le prendió fuego.

Eleuteria, que lo vio a punto de arder el universo de su mundo con una tea, le dio un grito de alto y ofreció una solución casi ideal.

Vio que en los ojos de su niño se encendía una llama extraña, maravillosa.

Durante varios días, todos los pobres de los alrededores se estuvieron llevando las cosas de la casa, transportando aquel mobiliario costosísimo, mientras formaban sobre el horizonte y el atardecer, con tanta portación de cosas, una fantasmal caravana de emigrantes.

La casa quedó tan vacía, que cualquier cosa que habitara en ella además de sus habitantes de carne y hueso, no encontraba dónde meterse.

Eleuteria ya se había acostumbrado a los demás que pululaban tan fantasmales como ella que había sufrido la gracia de conservar los cueros sobre el ánima, por eso el bochinche que hacían al no encontrar sus cosas, no la perturbaba.

A Daniel, en cambio, las voces de las cosas lo ponían de pésimo humor.

Había conservado para sí el dormitorio cerrado.

Eleuteria tuvo que abrirle aquella habitación, porque no consiguió meterlo en otra ni con buenos oficios ni con amenazas. Luego él se mudó.

La habitación era tan austera como una celda de convento, pero se llenaba por la tarde del dulce sol oeste.

Daniel era muy parecido a ese momento. Él mismo era un crepúsculo que se reclinaba pesadamente sobre el aire encerrado, poblándolo con aromas de pasto y de limón.

Mientras pensaba, Eleuteria mojó otra vez el paño en la jofaina y lo extendió, lavando los restos sangrientos que persistían encima de la piel.
Su niño, enmudecido en brazos de un desmayo que no lo abandonaba, respiraba en un hilo. A los pies del camastro, el peón nuevo, que lo había traído hasta la casa cuando lo halló boqueando sobre el polvo, lejos de su caballo espantadizo y en un barro de sangre, esperaba alguna orden de la nana Eleuteria. Pero ella no hablaba. Se limitaba a lavar aquella herida –seguro que un cornazo– imaginando que Dios le guiaba la mano sobre el vientre tenso de su niño.

—Mucha sangre perdió —le dijo el peón nuevo a la nana, por decirle alguna cosa.
Ella lo miró apenas. Después rezó, porque no sabía hacer nada mejor que eso. Rezó y encendió velas y siguió rezando hasta que todas las velas se apagaron.

Así, durante varios días.

El peón nuevo la acompañó como un perro durante todo el tiempo. Fiel como un perro. Callado. Guardián. Veló de noche y de día ante la puerta, combatiendo fantasmas y atendiendo preguntas de los otros peones que intentaban saber qué hacer, ya que el señor no estaba en persona para ordenar el mundo.

Pero el señor no estaba. Se debatía en una rara atmósfera entre fiebre y quebranto, como un reo condenado a muerte al que todos los días le suspenden sentencia y ya no sabe cuál será su último. Había perdido tanta sangre –seguro que por el cornazo– que no resucitaba. A la vida, lo sujetaba un hilo estertoroso de respiración como de fragua, porque así son las fiebres.

Eleuteria quiso saber que había pasado.
Fue un cornazo, seguro, pero no supo más que lo supuesto.

Por las dudas quemó en el mismo hogar del dormitorio las ropas entintadas con la sangre del niño –porque para ella era y sería el niño Daniel– mientras los dientes del frío masticaban los gruesos postigones.

Para ella fue una larga semana, en que se acosumbró a ver llegar la muerte y pararse ante el umbral de la puerta, donde el peón nuevo le echaba unas palabras. Qué le decía, Eleuteria no alcanzaba a oír, pero la muerte hacía un gesto suave y se iba a otra parte.

Los Irala, por lo menos los de la rara rama de Juan Luis, tenían esas cosas de los aparecidos y las voces. Nunca quiso aceptar la nana que Daniel tuviera aquellas partes, aunque siempre lo supo.

Después de muchos días, Daniel abrió los ojos, mucho más negros y más grandes, porque con la fiebre y la hemorragia, la piel le forraba la calavera como una especie de guante magro que destacaba grotescamente las desproporciones entre rasgos.

Eleuteria se apresuró a ofrecerle leche tibia, pero él estaba desconcertado.

—¿Qué me pasó, nana? —preguntó, atónito frente al estado de calamidad en que se despertaba y reconocía.
La nana le explicó lo poco que sabía, intentando a la vez alimentarlo con la leche con miel.

-—Tu peón sí sabe, pero no quiere contarme nada a mí. Alguna cosa mala habrás hecho y por eso… —dijo la nana, señalando la puerta.
—Quiero darle las gracias —dijo Daniel—. Llámalo, nana.

Eleuteria descubrió que en tantos días de compartir el hilo de la vida, nunca le había preguntado al peón desgarbado su nombre.

Como Daniel insistió en que quería agradecerle el salvataje –fue un cornazo, nana, fue un cornazo– ella llamó.

Eustaquio Ocaña giró suavemente la cabeza y saludó a Irala desde lejos.


Capítulo 12

Los secretos ocultos

Por Eva Lucía Armas

Mi madre había encontrado por la mañana el relicario. Muy descuidada yo, había abandonado el trofeo sobre la mesita de junto a mi cama, cuando debí habérmelo colgado del cuello y mantenerlo así a resguardo de todos los ojos indiscretos. Ahora, ella lo sostenía entre sus dedos, a la luz difusa de los ventanales, absorta, contemplándolo como si fuese a ella a la que se le hubiera extraviado la joya.

Era un relicario muy antiguo, de oro, labrado en filigranas maravillosas. Una miniatura costosísima, que el clandestino quizás había recibido de manos de doña Matricia, como prueba de su amor o que se había robado del cuello de ella. Dentro, no tenía ninguna imagen. Sus dos tapas se hallaban vacías o sea que lo que estaba destinado a guardar, no estaba guardado. Lo que me daba a pensar que era más probable el robo que el recuerdo.

Mi madre, sin embargo, parecía pensar otra cosa.

Sus dedos acariciaban los repujados del oro de la tapa como si estuviera leyendo algún mensaje secreto solamente destinado a ella. Los acariciaba y miraba la distancia de los campos hacia el horizonte de pájaros y vacas. No quise interrumpirla así que pasé de puntillas hacia la puerta de salida pero ella, con el oído de un ciervo, me llamó a su lado. Me acerqué, mientras el relicario pendía de la mano de mi madre, recibiendo la luz del sol de la siesta.

—Lo encontré en la enredadera de los Ibarguren… No vaya usted a pensar que lo tomé de otro sitio —me excusé.
-—¿¡Dónde lo hallaste!? —se asombró ella— Oh… Dios mío…entonces…

No dijo más. Ocultó su dolor en un silencio obligado, llevándose mano y relicario hasta los labios como para sellarlos.

—No sabía que era suyo, mamá —murmuré, sin saber qué decir ni qué pensar.
—Lo extravié hace demasiados años… —me dijo ella— Alguien lo robó. Ahora sé quién fue. Tantos años… y se lo habían quitado…

Con un ademán, lo colgó de mi cuello.

Hablaba consigo misma y no conmigo. Reflexionaba sobre los supuestos de su vida, pero no quería la joya. «Prefiero que lo tengas tú…» me dijo sencillamente «Tú lo recuperaste».

Si con recuperarlo se refería a habérmelo traído de la casa de los Ibarguren, ella también había traído cosas de allí. Se había traído a Lumilla, que con la muerte de su ama había quedado desempleada y le había rogado, llorándole por detrás, que no la abandonara a la indigencia. Mi madre, de corazón vulnerable, se hizo cargo de la tragedia de la pobre.

Lumilla era joven y chispeante. Tenía un carácter más saludable que Magnolia, porque no andaba de rezos y admoniciones todo el día. Además, sabía a detalle el romance de su señora lo que la volvía de contar suculento para los ávidos oídos del resto de la servidumbre. Como yo andaba siempre de mezclada entre ellos, aproveché para aprender las cosas que Lumilla contaba y que yo no alcanzaba a imaginar en mis viajes hacia el infinito.

Fue durante el pelado de las papas, que, acosada por Berenice y Camila, Lumilla se puso a narrar la última noche, mientras yo, desde mi rincón de quitarle la vaina a las habas, conseguía estirar mis oídos hasta sus secretos.

Al cabo le dije: «Habla más fuerte que me interesa…» y ella, seguramente por miedo a ser corrida de su nuevo hogar si me desobedecía, comenzó en voz alta su relato.

Todas queríamos saber cómo era el galán en cuestión. Pero la descripción no variaba. Moreno, fuerte, lo de siempre. La casa siempre estaba muy oscura como para que se viera bien o nadie quería ver demasiado y se contentaban con adivinar. ¡Con la falta que me hacían a mis los detalles para entender como se hacían de verdad las cosas!

«A la señora le gustaba que la vieran hacerlo… por eso dejaba la puerta abierta o lo hacían por cualquier lado…» nos contaba Lumilla sin distraer su movimiento de pelar las papas «Chillaba como gata encelada la señora…»
La voz de Lumilla me transportaba a mis propias fantasías. Pobre doña Matricia, si tenía un infierno tan caliente como el mío, por supuesto que necesitaba que alguien se lo enfriara con urgencia. Yo sólo pensaba en Daniel. Ningún hombre me producía lo que él me producía de solamente verlo, de solamente pensarlo. Soñaba en las noches sueños indecentes que me agotaban y me levantaba con un humor pésimo a la mañana. Estaba ansiosa, desasosegada y ya viajar al infinito en mi propia fantasía no me resultaba suficiente. Quería su boca. Quería sus manos. Quería su fuerte olor cálido.

La última noche de doña Matricia fue en la capillita que tenía en su casa. La había mandado construir cuando todavía su amor estaba consagrado a los santos y lo único que le importaba era ser santa a pesar de don Ferdinando. Pero esa noche , no se salvó ni el reclinatorio.

Contaba Lumilla con tantos detalles que a mí me resultaba hasta difícil ubicar los sitios, como el amante, un salvaje de aquellos, hacía aullar a su señora mientras se le metía por detrás y la sacudía como un saco vacío a la vista de todos los santos, mientras ella, su señora, se metía por delante un crucifijo chillando como una chancha, de parados, en el reclinatorio y que sé yo qué más, porque la geografía anatómica se me extraviaba con tanto que jadeaban y gemían los amantes y exclamaban las sirvientas.

«Al menos se murió contenta» comenté al fin, mientras Berenice se servía agua y Camila se apantallaba los calores con ambas manos.

Lumilla era la mejor narradora de relatos que yo había escuchado en mi vida. Nos había transportado hasta tal extremo, que todas habíamos llegado a ser parte de la locura amorosa de doña Matricia como si la hubiéramos visto protagonizándola.

Las habas estaban todas por el suelo. Las papas habían ido a la olla a medio pelarse. El maíz hacía olor a requemado sobre el fuego. Y nosotras cuatro nos mirábamos como que debíamos cada una ir corriendo a buscarnos un cubo de agua fría en el que meternos hasta el cuello.

Josefina irrumpió en nuestra complicidad, haciéndonos notar que todos aspiraban a cenar en la casa.

—Además, tenemos visita, Luisi. Estás al comando de la cena. No haga pasar un papelón a la familia con tus extravagancias culinarias esta vez —dijo y se fue.
—Esta doña se parece a mi doña Matricia…—nos comentó Lumilla— Era así de mandona ella. Todo estaba siempre mal, hasta lo que una hacía siempre bien.

Lo de la visita ya lo sabía. Siempre los novios de mis hermanas, (porque ambos estaban de visita ese día y por eso yo había quedado confinada a la cocina), eran gentilmente convidados a compartir la mesa por mi padre, que insistía en apurar los trámites del casamiento de Josefina, como si su insistencia fuera capaz de adelantar la fecha ya fijada para el principio del invierno.

No sé qué temía tanto mi padre. Si hubiese podido, además de adelantar la fecha también hubiera cosido el vestido más rápido que la tía Felicitas, por más que el pobre Faustino fuera un idiota incapaz de meterle una mano a Josefina ni el día de su boda.

Quizás quería sacársela de encima, para tener un mal carácter menos que aguantar. Pero le hacía deferencias especiales a Faustino, para que el tipo no fuera a arrepentirse y soltar a mi hermana antes de subirla al barco.

Félix, en cambio, se veía tan enamorado y tan apurado, que no necesitaba empujón de nadie. Lo que necesitaba era una buena esclusa que le contuviera tanto torrente amoroso como le profesaba a Cayetana.

—Cuéntanos más… —le dije a Lumilla, mientras por el suelo iba recogiendo habas que meter en la fuente y las otras pelaban bien las papas. Luego le dije a Berenice que se fuera hasta el salón de recibir para ver si estaba solamente Faustino o si Félix también se quedaba al convite. Para el imbécil que se peinaba como si lo hubiese lamido una vaca y que nunca decía que no a las invitaciones de mi padre, yo no preparaba manjares extravagantes. Para mi hermana Cayetana, yo preparaba manjares fabulosos, que hubieran agasajado el paladar de un maharajá, solo para que Félix se sintiera bien apreciado en la familia.

Berenice volvió al rato.
—Hay otro más, niña —me dijo con descuido.

Yo odiaba las visitas.
Con mis futuros cuñados ya tenía confianza, pero con los invitados tenía que comportarme como una damita. Vestirme bien, hablar con recato, lucir con modales y sonreír como lela estúpida. Además, tenía que callarme la boca y no opinar de nada. Estar sentada allí en la mesa, haciendo de figurita.

«Maldición… maldición… maldición…» me enfurecí con el papel y mandé a Berenice a averiguar quién era el inoportuno que desguasaba mi tranquilidad. ¡Y yo que pretendía quedarme toda la noche en las cocinas, oyendo los relatos de Lumilla!

Berenice regresó enseguida.

—No sé quién es… No lo conozco —me dijo.

Había ajusticiado un pavo en el interín de sus idas y venidas, así que alguien había elegido por mí el menú. Lo estampó en medio de la mesa. Camila se apresuró a meterlo en el agua caliente y comenzó el festival de las plumas. Mi madre apareció un rato después. No porque dudara de mi papel como jefa de cocina, sino para permitirme acicalarme.

—Ve a ponerte bonita —me ordenó, sonriente.
—Mamá, no estoy de buen ánimo… Si quisiera usted excusarme, prefiero hoy comer en las cocinas —no agregué «y escuchar los relatos de Lumilla», porque mi madre hubiese dicho que no.
Igualmente dijo que no.
—Ve… Luisina —repitió muy seria ahora e insistió—. Ponte bonita.

Le dije a Lumilla que me acompañara para asistirme. Como no tenía aún un lugar fijo en la casa, ella me siguió. Y nos acomodamos en la habitación, intentado encontrar un vestido acorde, un peinado acorde, un perfume acorde. Ella echaba ropa sobre la cama y yo le advertía «No que es de Bernardina… No que es de Cayetana… Esa no me gusta». Al cabo le pregunté si doña Matricia se desnudaba cuando estaba con su amante.

Lumilla me dijo que sí. Me dijo que él le arrancaba toda la ropa porque le gustaba ella desnuda y que ella lo desnudaba a él también.
Le pregunté que era eso de por detrás y por delante y ella me explicó muy sabihonda de esos temas que por detrás es para no tener niños y por delante es para tenerlos porque «salen por el mismo lugar por donde te los meten». Y yo repetí «Ah… ah…» Y ella me explicó que doña Matricia tenía terror a quedarse preñada, aunque se veía bien que le hacía buena falta una cría. Pero que, me imaginara yo, si la doña se quedaba preñada del moreno, como iba a hacer para explicarle a don Ferdinando que no creía en el Espíritu Santo, que la había embarazado un crucifijo. Aunque no fuera a creer yo que el moreno no se la montaba también hasta hacerla gritar.

Acabó explicándome que las mujeres tenemos muchos orificios para que el varón sea nuestro dueño. Así me explicó que doña Matricia se volvía muy promesante, de rodillas delante del moreno. Le pregunté qué cosa era esa de promesante y como mi madre me llamaba a gritos, decidió que me le explicaría en la próxima ocasión y que «mejor se pone bonita… porque de seguro que le han hallado pretendiente allá abajo».

—La boca se te haga a un lado, Lumilla —le grité.

Lo que me faltaba es que mi padre se pusiera a disponer sobre mi vida, como si yo fuese una sobra en la suya.
Lumilla me dijo que a veces las cosas no son tan terribles como parecen y que debía darle una oportunidad al destino.

La cuestión es que llegué al salón, cuando ya todos estaban sentados y Magnolia comenzaba el servicio alrededor de la mesa.

El invitado era Daniel Irala.

Parecía que lo había arrasado un desastre natural. Estaba pálido, demolido, más delgado que la última vez y su colorcito sabroso de aceituna había desteñido hacia un verde amarillento, propio de un tifoso.
Lo único que no desteñía en Daniel era la oscuridad tersa de su mirada negra. Me sorprendió tanto verlo casi deplorable, que sin saludarlo le pregunté: «¿Y el sarcófago?». Me corregí al instante.

—Perdón… es que lo veo a usted tan… desmejorado…

Mi padre se encargó de explicarme sin dejar que Daniel se explicara, que un toro le había dado una cornada «aquí», (mi padre se señaló el vientre, por debajo de las costillas y antes del cinturón), «cuestión que es de mucho sangrar».

—Pero ya estoy mejor… —acotó el Irala, porque si algo no le ha gustado nunca, es que hablen por él.
—Se ve… —murmuré yo y ocupé mi sitio que algún malhadado había situado justo frente al de Daniel. Por supuesto, Josefina me reprendió hablándome sobre mi poca disciplina, mi falta de urbanidad y mi mal aprendizaje de la buena educación que mis padres trataron de inculcarme. Para ser urbana, cortés y disciplinada le pregunté a Daniel cuando había sido el episodio en cuestión.
—El martes —me respondió Irala. Sus ojos negros, ardientes y serenísimos, se me metieron dentro como el día de la misa.
—No fue un día muy afortunado el martes —dije, haciendo referencia a la muerte de don Ferdinando y su mujer, la santa.

La tía Felicitas lo llevó por el lado de la luna. Según su versión de la desgracia, la luna había influido sobre todos los que se desdicharon el martes. Y agregó: Ni te cases ni te embarques. Y pasó a narrarle a Daniel el fin de los Ibarguren.

Todos, incluyéndome, estaban interesadísimos en Irala. Al fin, el hombre lobo había abandonado la madriguera para dejarse ver y tratar y eso no podía desaprovecharse con silencios en la mesa. Entre la tía Felicitas y mis hermanas, lo atiborraban de preguntas a las que mi padre imponía un cierto coto de modo que Daniel pudiera llevarse un bocado a los labios y no tener que estar toda la cena explicándoles a ellas las estupideces que le preguntaban.

La tía Felicitas le salió enseguida conque «si no supiera que está muerto el difunto, diría que usted es Juan Luis Irala».

Mi madre la amonestó con los ojos. Con los mismos ojos que no le quitaba de encima a Daniel, buscándole alguna cosa que solamente ella conociera y que perteneciera en realidad al otro.

Yo, hacía lo propio. Le miraba las manos, huesudas y secas, heridas por el duro trabajo rural. Le miraba los labios, el mentón, el cuello, las orejas. Los ojos los evitaba porque él se apoderaba de mi mirada al instante como un ave de presa.

Durante la conversación, me enteré que Daniel había rescatado la famosa hipoteca de mi padre y que aquella actitud de presentarse a negociarla, como quién le echa una soga a un ahogado, había fascinado la buena disposición natural que mi padre le profesaba a la gente honrada. Por eso, el Irala estaba sentado ahí, como invitado de honor y mi padre no terminaba nunca de agradecerle aquella oportunidad de recobrarse monetariamente sin perder su patrimonio endeudado por culpa de los Mirándola y su tenebroso banco.

Faustino le habló sobre su caballo. Era un padrillo gris, bellísimo, nervioso y salvaje. Nunca había entendido yo cómo Daniel lo dominaba. Cómo conseguía que esa bestia furiosa se amansara en sus manos y le hiciera los gustos. El caballo era un verdadero demonio, al que no hubiera podido resistir ningún jinete. Al parecer, había sido presa codiciada para varios cazadores, pero ninguno había tenido certidumbre en el lazo, según narraba Faustino que agregó a su disquisición, en un tono casi sentencioso como si velara una amenaza «Es un caballo que no pasa desapercibido, señor Irala…»
Daniel lo había bautizado Fantasma.

Mi padre le dijo entonces algo como que a mí me gustaban mucho los caballos y tenía gran manejo de ellos y que lamentaba mucho que yo no fuera varón, porque así podría delegar muchísimos asuntos para que yo los resolviera, dada mi capacidad, pero «lamentablemente era mujer».
Daniel lo escuchaba atentamente , pero estaba pensando en otra cosa. Conocía yo bien su facilidad para distraerse cuando la conversación no le interesaba.

Como ya íbamos hacia el café, le dije a mi padre si me permitía ver el tan ponderado caballo del señor Irala y agregué «Me acompaña usted, por supuesto, Daniel…»

Cayetana y Félix se vinieron con nosotros hasta la cuadra, pero se quedaron a mitad del recorrido, entre los árboles. No le creí a Cayetana que ella y Félix no se dieran los besos del matrimonio como había querido hacerme creer. Para que querrían atrincherarse allí en lo oscuro, si no para hacer cosas que la luz no permitía.

Daniel, como si tal cosa, me pasó su brazo fuerte por encima de los hombros y me pegó a su cuerpo, para que camináramos abrazados. No era cuestión de estar peleándome con él, después de haberlo extrañado a rabiar, así que le aferré la cintura con mis dos brazos, fuertemente.

—Ayyy… me duele… —gimió— Es verdad lo que te dije de la herida.

Me reí, desprendiéndome del abrazo para abrir el gran portón de la cuadra.
El potro estaba allí.

—Si lo quieres, es tuyo —me dijo Irala.

Deslumbrada y avariciosa, acaricié su morro plateado y sus crines de luna. Era un dibujo de mis fantasías hecho realidad.
Daniel, detenido detrás de mí, me observaba. Consideraba cumplida la etapa de las paces y seguramente ya pergeñaba como continuar adelante, por encima del cadáver de todas sus amantes. Ya, con regalarme el caballo, bastaba para halagar mi vanidad femenina y que, resarcida ya de sus faltas, pudiéramos regresar a andar juntos. Luego, si tenía otro desliz, ya vería la forma de arreglarlo también, porque para los hombres, las flores y las joyas zurcen los corazones. Este se la había jugado por algo más que un ramo de flores. Había apelado a algo que sabía que yo no podía resistir.

Lo miré al fin, con los ojos temblando de agradecimiento.

—¿Qué quieres a cambio? —gestioné.
—Una sonrisa… —me respondió— ¿Sigues tan enojada?.. Te ves más bonita, tan enojada.
—Acaba Irala… qué tu y yo nos conocemos bien… Y tu no das puntada que no lleve hilo… Dime que quieres y abreviamos.
—¿Qué cosa te ha hecho enojar tanto? —me preguntó directamente.
Le expliqué brevemente su romance con la hija del banquero.
—¡Qué cabecita más loca tienes! —exclamó riéndose— ¡Estás celosa, Luisina! ¡Estás celosa de ese papagayo chillador! ¿En qué puede aventajarte? .. En las estupideces que habla, solamente…

Me tomó entre sus brazos y me apretó contra él. Sus manos me revolvieron el cabello, corriendo por el contorno de mi rostro hacia mi nuca, hasta alzar mi boca hacia sus labios que se entreabrieron como a mí me gustaba, listos a envolver los míos en esos besos que me quitaban el buen tino.

El «Luisi… Luisi…» de Cayetana nos obligó a soltarnos como repelidos. Me dediqué a estudiar las formas del potro que Daniel me había obsequiado, mientras él se recostaba contra un puntal, muy pendenciero, sosteniendo el candil, mientras mi hermana y Félix hacían su irrupción en la escena, seguidos de Josefina y Faustino.

Nosotros los miramos con fastidio.

El Fantasma, fue el centro de atención del novio de Josefina.

Se dirigió directamente a donde el mozo de cuadra lo había dejado y se puso a observarlo, como si supiera mucho de todo.

Los ojos de Daniel se le fueron detrás, sin que él se moviera un centímetro. No alteró en nada su posición reclinada ni varió el ángulo con que sostenía el candil para que yo estudiara al potro ni bajó la pierna que había recogido para apoyarse en el puntal, pero el relampagueo en lo profundo de sus tormentas negras me alertó de que la actitud de Faustino lo preocupaba.

—No te vaya a patear… —le dije a mi cuñado— Yo que tú ni me le acerco.
—No hay muchos caballos como este… De hecho, es un pelaje poco común en la zona… —murmuró Faustino. Su voz no me sonó bien en los oídos—. Qué casualidad que sea el suyo…

Daniel no cayó en la obviedad de preguntar ¿por qué?

Hizo como que no escuchaba y reclinó sus ojos encima de mí, que había dejado su regalo para acercarme. Entendí que si él no preguntaba, yo tampoco debía hacerlo.

—Nos vamos… antes de que papá venga con la escopeta a buscarnos—sugirió Cayetana.

Salimos los seis. Ellos adelante y Daniel y yo los últimos, para cerrar la cuadra.

Él, por supuesto, me puso su brazo encima, porque ya me consideraba de su propiedad. En realidad, fue para retrasarnos un poco y distanciarnos de mis hermanas.

—No le hagas caso a Faustino… Está celoso porque siempre él fue el consentido de mi padre y esta noche, lo ha sido tú —le dije, reclinándome en su pecho para escuchar su corazón— Le caes bien a mi papá. El no es tan amable con los desconocidos.

—Tu padre es un buen hombre —me respondió Daniel.