Más que por depredar, te da por colgar trampas en las que yo me tumbo y te dejo que vengas por un entrelazado de sugerencias cautas, sigilosas y arácnidas que finjo me silencian.
Hago de lo que muestras mi fiel anhelo hilado y en su interior calculo su extensión y su peso para con ese temple fisurarlo de un tajo con el filo que esconden estos hierros de reo.
La cazadora, presa de mi punzante lengua, ahora me suplica que la aguijone a versos pero sin dejar marcas, sin que queden mis huellas. No sabe que callado, mato negando besos.
Mi Tierra Media hasta que llegaste
Me llevaba el placer de la carne espasmódica en mis tiempos de búsqueda fiera de sexo, en un tiempo de odio al querer y a mí mismo, al pequeño que fui, a escribir y a los cuentos, al hurtar con mi trampa de cara de infante los amores sinceros de jóvenes cuerpos.
Y al final apareces y aprendo a quererme como siendo el espejo que enseña lo bueno de cuidar lo importante, el gesto y el hábito al igual que el amor que profeso a los textos. En silencio me das la paz de mis ansias que persiguen renglones por suelos y cielos.
Y regreso hacia ti con la vista cansada y en mi pecho una flor de inmediato recuerdo. Si me atrevo a dudar me despiertas la boca con tu voz que ilumina mi oscuro alfabeto que descubre y recorre tus ojos azules para sólo sentir y besarte un te quiero.
Me arrimo a tu caldero y sólo hierve el agua, aunque a veces me nutres con lo justo y no preciso más.
Antepongo tu íntegra pobreza al recetario de palabras dulces que camufla el sabor del verso crudo y la naturaleza de dentellada amarga.
Al menos no colocas en el fuego ralladuras de cuernos de unicornios ni el pez de los milagros y los panes, ni el licor que destilan los poemas malditos o cualquier otro condimento exótico.
Siempre fuiste capaz de salir del mercado con las manos vacías, con la dignidad alta y por montera, delgada e ignorando el exceso.
Perdonen la sonrisa
No es que levite, ni flote ingrávido a lo Peter Pan. Es que no sé que hacer con esta mueca, hoy, que me brota espontánea de la cara, que me hace de mimo en el espejo y se ríe de mí porque sonrío.
Si así se escapa, yo la absuelvo de la infelicidad por los días que la mantuve presa.
Si alguien la acusa porque existan motivos de sobra para el llanto, porque hoy no la venda, porque hoy me la quede para mí, me permita le mande a ver el mundo donde suele morir un poco cada día.
Aquella mañana había pensado en los últimos años de vacío, el abandono de las emociones, la vida que se le escapaba y el terror de no ver a nadie más que a nadie en el espejo.
Entendió su papel en aquella reunión que se celebraría más tarde y el pulso se le aceleró. La respiración se volvió dolorosa de solo pensar en lo que iba a ocurrir. Al mismo tiempo, el vello de la nuca volvía a erizarse como cuando era muy joven.
Había intercambiado alguna mirada con la de las pestañas que le agitaban la sangre cuando ocultaban y mostraban un misterioso fuego azul en fugaces parpadeos. Igual de fugaces que aquellos momentos en que se cruzaban por los pasillos, pero que nunca fueron más allá de los buenos días o las buenas tardes.
Él no tenía muy claro cómo iba a reaccionar ante la decisión de su padre, el dueño de la empresa, ya que tenía a la mayoría de accionistas en el bolsillo. Pero llevaba mucho tiempo rumiando sentimientos como los que albergó al despertarse esa mañana.
Su infancia siempre fue cómoda, de niño bien, y nunca se había despistado del itinerario que vigilaba un equipo de seguridad hermético y efectivo, hasta tal punto, que no podía distinguirlo de entre la rutina de días de colegios privados y todo tipo de actividades extraescolares, que lo aislaban de un mundo de realidades consideradas como de riesgo.
Había sido un hijo obediente hasta el extremo, incluso a veces, obligado bajo presiones y amenazas cuando ponía en duda la ética de actos que se tambaleaban en los límites de lo legal, por encima del cielo y del infierno. Su madre, fallecida pocos meses antes, se encargó de convertirlo en una pieza clave dentro del comité de accionistas al hacerle heredero de sus participaciones.
En la sala, muchos mostraron sus sonrisas de hiena y él no quiso mirarlos cuando ocupó su asiento. Le invadió una horrible sensación de mareo, como perder la gravedad desde el cuenco más alto de una noria de feria. La de aquellos azules reconoció la desolación y el vértigo con sólo ver la palidez de ese hombre tímido de los pasillos. Le hizo revivir un rictus familiar que le había transfigurado el rostro en demasiadas ocasiones. Y entonces le guiñó, desde aquel azul pestañeo, cómplice, frente a decenas de silencios y muecas paternalistas.
Él la vio dejar su silueta esbelta, su perfume y su buen hacer detrás, en las oficinas en las que había trabajado mucho y bien a cambio de muy poco y de tratos humillantes. No les iba a dar el placer de que la echaran, así que se anticipó a esa ceremonia bochornosa. Mientras pasaba junto a él, que continuaba observándola, se inclinó para besarlo en los labios, como un susurro.
Nadie se sorprendió tras el portazo ni al verla tropezar, debido a sus tacones, antes de dejar atrás el quicio mental de los miembros del comité que llevaban horas tramitando despidos improcedentes de sus empleados. Los diezmaban bajo las estrategias que proporcionaba un equipo de abogados.
Él la siguió hasta la calle. Se sintió pletórico. Hacía frío afuera, el otoño tomaba las riendas con su luz menguante y la ciudad amenazaba con engullir la estela de una melena suelta y brillante que intentaba abrirse paso entre los transeúntes.
Le costó alcanzarla porque ella iba ahora descalza, con los zapatos en una mano, mientras que con la otra intentaba apartar a la masa de gente que entorpecía aquella especie de fuga. Consiguió que se girase al llamarla por su nombre y sus cuerpos chocaron en un abrazo como en un vuelo de baile. A ambos les brillaban lágrimas en la cara que no terminaban de romper.
A él lo estuvieron buscando como si fuera un delincuente durante el resto de la jornada, porque su padre se negaba a asumir que algo escapase a su control, incluida la familia.
El rastreo se prolongó hasta que la noticia fue trepando hasta la última planta de aquel avispero de cifras y muertos vivos trajeados. Al día siguiente, el hombre poderoso dejaba caer el teléfono sin percatarse de que el auricular había quedado colgando, como un ahorcado, del borde de la mesa señorial de madera noble y sutiles filigranas doradas.
La voz al otro lado del cable le había descrito la imagen de una pareja joven que se besaba envuelta por las luces rutilantes de la gran avenida.
Te amo, te quiero. Te odio, te deseo. Ya no te quiero.
Tendría que ajustar más el objetivo de lo que intento explicar con este comienzo, porque en cada cultura, en cada nación, en cada casa, las palabras usadas no significarán exactamente lo mismo. Se pueden aproximar, sonar a, pero ¿llegan a trasmitir al cien por cien?
De esa necesidad por transmitir lo que nos produce estos sentimientos surge, en muchos casos como en el mío, el primer intento de escribir un verso, una carta, que nunca supe si llegó a su destinataria.
Podría decir te quiero o te quise ¿cierto? Y aún así depende del tono en que lo diga, el momento o a quien se lo haga comunicar.
Comienzo aquí con lo que es una declaración. Uno muestra a otra persona su sentir afín hacia ella o su gusto, su desvelo, su deseo por no dejar de verla nunca. Le declara lo que quiere seguir siendo para con la persona que recibe el mensaje.
Hablar de esto, como podéis comprobar, puede hacer que parezcamos un eslogan facilón que todo el mundo conoce de sobra.
Por eso es que el arte, y si me apuran aún más, las canciones, las letras, son algunos de los lugares en los que nos llegan y conmueven estos informes del interior.
Componen un infinito abanico de crónicas en las que la inmensa mayoría de la gente nos veremos identificados y sacudidos por dentro. Algunos de estos golpes, o muchos, acertarán con más o menos frecuencia dependiendo de la experiencia y memoria emocional de cada quien.
Darán de lleno en nuestro corazón, porque de algún modo u otro, el amor sobrevuela a toda obra. Entiéndase que si hablamos de daño, odio, desamor o despecho estamos tratando la misma materia.
Lo que significa querer es mucho más global, y al mismo tiempo el verbo más habitual para hablar de amor.
Pienso que lo engloba todo en un mismo kit. Desde el enamoramiento de los primeros instantes que tienen fecha de caducidad o aquel término denominado «estado de locura transitorio» hasta llegar a esa simbiosis de los que se mueren casi a la par, ya ancianos. Es este último concepto por el que podemos anhelar un amor en paz en el tiempo (algo que puede resultar paradójico cuando son los amores que nos dieron «guerra» aquellos que nos marcan más).
Hablemos en plata y honestamente. Se trata de placer y dolor. Ser conscientes de que cuando hemos sido felices y enloquecido de placer, el tiempo dejó de existir en nuestra gráfica. En cambio, es en los momentos dolorosos donde el reloj se detiene y casi que podemos notar como cae sobre nosotros piedra a piedra. En general nos solemos identificar con este último aspecto en mayor medida que con el primero ¿Interesa demasiado que alguien te describa lo feliz que se siente al haber encontrado a esa persona?
Por supuesto que hay excepciones pero sería curioso poner en una balanza ambos extremos y ver cual gana en calidad y cantidad de transmisión.
Nos hace tomar decisiones que vienen del pálpito, o bien de una intuición que tiene como fin el desear lo mejor a quien se ama, como pudiera ser el dejarlo ir o como pudiera ser el no tener contacto por parte del sujeto amante a modo de protección mutua. De lo contrario, hablaríamos de la conocida toxicidad a través de la cual las relaciones se convierten en engendros de egoísmos y miserias.
Se muere y se seguirá muriendo por amor y somos una especie diseñada para abrir más de dos y tres veces la misma herida.
Aún así, vivir el amor aunque tan sólo sea una vez en la vida, es algo de lo que ningún ser humano se debiera privar ni privar a nadie bajo ningún motivo, a pesar de sus consecuencias.
Durante todo este tiempo robado al lector he tenido la tentación de citar canciones y letras, aunque pienso que es preferible que le añadan su propia banda sonora a todo esto o escriban sobre lo que les ronda la mente.
La luna creciente se dibuja apenas en un cielo opaco con su uña fina y poco ilumina los ruidos de pasos por estas aceras de hierbas oscuras, entonces comprendo que el libre albedrío sorprende e irrumpe por grietas y huecos con esa belleza que tiene lo oculto por tanto hormigón y tanta ceniza de tráfico en horas carentes de fin.
Es noche de lobos que intuyo acercarse bajando del monte en busca de signos que muestren que siguen sus calles vacías, sus cuevas y páramos, su antiguo reinado de caza y violencia de diente que ataca el miedo al silencio de víctimas tiernas.
Dejadme tranquilo andar el crepúsculo oyendo el sonido de cómodos sueños de urbe que cierra y blinda sus casas al ser que mastica ideas de furia que crecen en mí al tiempo que engorda la luna que ordena todas las mareas y muta mis pieles en bestia del hombre.
Turno de noche
Todo pasa, te dicen los que pasaron antes.
A pesar de no haber estado nunca tan despierto en ciclos que se acaban con un rayo de sol, te preguntas porqué no se ha fijado en ti esa radiante luz.
Se convierte en un hábito mortal aceptar la vigilia como vida sometida a los párpados.
Llegas a verlo todo con los ojos perdidos de un corazón que late detestando la música pero aprende muy rápido de los momentos cortos afilando un sentido de humor surrealista, diseñando los chistes que se cuentan en serio.
Aquello de lo joven que es la noche te parece una broma desfasada; un verso de un neón a punto del descuelgue para luego partirse en mil lágrimas sobre los recuerdos.
Por no saber unirte a tanta carcajada a veces notas algo del sabor de la sal.
Tarareo nocturno
Escucho tu respiración serena en medio del latido de la noche y al resguardo de aullidos que avisan a la vida del mal que nos vendrá del que yo te mantengo lo más lejos posible.
Cometeré el error de dejarte el legado que evito transferir como son mis temores absolutos que me azogan al ver lo vulnerable del recién nacido, el sufrimiento de la gente chica.
Aunque estas son horas de apagar la luz última que me dejé encendida tras contarte ese cuento que hace que sueñes bien, como también debieran los niños que no pueden descansar.
Por el amor del dios de los dolores, por la conformidad del hombre acomodado, por el gorgojo gordo de tanta sangre dulce, por la queja infantil del roce de un zapato, por el traje burgués de medias pintas, por el oro perdido en unas pulcras manos, por la savia indolente de un bosque de hormigón, por la omisión que engrosa filas de falsos santos.
Por eso es menester que el mundo vea el horror con la tinta del luto, piel, desnuda palabra, que manche con sudor oscuro mentes planas. Y por eso se os siente, lejos, en las antípodas de cualquier egoísmo o cosa parecida.
En el ring
Viniendo de esos ojos no supo conocer la trampa sensorial unida al pestañeo que fortalece la mirada helada –aquilatada al paso de los años en el club de la lucha–
En la boca del loco enamorado, directos asestados por un par de alas negras como abanicos que descubren poco de la fiereza oculta del deseo; una cadencia justa para hacer de los sueños las caídas, y de su día, el mejor amigo que le espera en la esquina de la lona y le trae a la vida sacándolo del KO.
Se hace más fuerte una víctima que no quiere serlo, que aprende pronto y se torna en verdugo alguna vez.
Se profesionaliza hasta que le derriban con un ascendente al mentón, cruzado, su vocación de sparring al que se le enseñan los diez números que anuncian el final de los jabs destinados a mantener distancias entre los aspirantes al título de rompecorazones.
Me he encontrado en el cielo de la boca un beso antiguo, tuyo, y el tropiezo por el que mueren los amantes ávidos de robarse los líquidos del cuerpo, de entorpecerse la venida rápida mutuamente, mordiendo el mismo anzuelo.
Te encontraba en el velo de la boca, te encontrabas conmigo allí en el techo hecho de ambos, sin luna y sin estrellas, éramos luz bermeja de un recuerdo, era el lenguaje de mi lengua trémula apurando las mieles de tu verbo que por dulces pensé que no eran malas, que por buenas me hieren estos sueños.
Efecto hotel
Amarte fue como habitar hoteles, con todo atornillado a paredes y suelos, como estar de turista en una estancia estandarizada de placeres con costes elevados para mi pobre paz hambrienta de tu sexo.
Pero te amé.
La bipolaridad de tu mirada, después de los vaivenes en un único olor de tactos húmedos, me desahuciaba de tu mundo helado, tu reino quieto de emociones quietas y tus senos tapados de forma calculada.
Y yo, desnudo, viendo el vuelo de quien quiere olvidarse muy lejos. Y yo tan cerca, mientras mi lenguaje me ahogaba la garganta. Y tú te habías ido, ya no estabas antes de darme cuenta.
Nunca fui el cliché que se conoce por despertar deseos en mujeres.
Tú fuiste quien abrió la puerta de los vértigos, iluminada con la luz azul y alguna serenata de las que matan suavemente al cómplice con el paso del tiempo.
Me encontré dentro, me encontré feliz, por un instante, en el lugar más frío que haya podido conocer un joven sin experiencia.
Eras un corazón de piedra pómez y de intemperie, con poco espacio para el buen amor.
Vendrás
¿Vendrás desde el pasado con tu aroma de lirios, como el perfume dulce de la flores que mueren dejando sus estelas en la niebla noctámbula al servicio y señuelo de tu copa caliente?
¿Vendrás así, ligera, como un aire de pompa o el peso de burbujas que intrépidas me ascienden al mostrarme tus piernas y su rubor abierto para que yo me lance, desde mi sed que crece, a la espuma de un tiempo que jamás volverá y me rompa la calma tu cruz, siendo mi suerte?
Tendría que purgarme de hechizos, cada vez que me embriagues los diques, te infiltres y me anegues.
Todos estamos hechos de sonido, su ausencia, es un trueno que enmudece el discurso de lenguas que perforan el respeto y el tímpano de la santa paciencia.
Hay quienes llevan el silencio dentro como hojas que caen en soledad porque ya los parieron otoñales.
Y así me asumo, aunque a veces pruebe a ver cómo resuenan los gritos que implosionan cada vez más distantes, casi lo suficiente, casi rozando el límite que me separan de cualquier espectro.
Los callados tenemos la violencia de la vida apresada en una cuenta atrás, gota a gota, hasta alcanzar el colmo.
¿Y luego?
Urge recoger todo rastro suyo, todo vestigio de un trabajo sólido; su amor, resumiendo. Una revolución que nos conduzca a los surcos de piel por los que transitaron, a sus patios comunes de corrientes y pozos como refrescos entre sol y sol.
Nos perdonan su muerte los que se van tan mudos o los que no reciben tratamiento o las víctimas de la soledad.
La lucidez de ellos es ley y ejemplo del vivir sin treguas que dejaron vacíos con precintos y recuerdos que no prescribirán ¿Merezco ser el fruto?
Sus manos frías nos mostrarán lo justo y lo pendiente, lo inacabado después del fin de todos los finales.