Mi cama estaba situada junto a la ventana que da a la calle. Desde allí podía escuchar a los niños que jugaban al salir de la escuela, sus risas, gritos y voces, incluso podía ver cómo volaban sus cometas.
Debido a mi frágil salud nunca tuve la oportunidad de hacer esas cosas y por eso no las echaba de menos, pero los envidiaba.
Las armas que yo tenía para correr, saltar, y vivir un sinfín de aventuras eran los libros.
A través de ellos fui mosquetero; estuve en el centro de la tierra; dentro de la tripa de una ballena; en la prisión del castillo de If, …
Pero un día todo cambió. Entré en un profundo sueño y cuando desperté me invadió una gran sensación de libertad y ya no hay cama ni ventana ni he vuelto a escuchar a los niños de la calle.
Ahora vuelo entre montañas, profundos valles y planeo en las corrientes de aire. Mis armas, ahora, son alas.
Ahora que se acerca la primavera de princesita yo me voy a vestir, con tres flores blancas haré mi diadema -dos margaritas y un alhelí- Será mi vestido muy largo y hermoso, de gasas y tules, como el mes de abril, bordado de espigas, también de madroños, de verde manzana, de menta y anís. Pero mis piecitos andarán descalzos -las hadas del bosque caminan así- para no hacer ruido ni romper el canto de los mil gorriones que habitan allí. Y una vez vestida toda de princesa un cisne me espera, por llevarme a ti, y allí acurrucados en sus tibias alas voy a darte el beso que te prometí.
Líbrame del amor
Se me clava la tristeza como una espuela oxidada, daña, duele, amarga, escuece, me enferma la piel y el alma. Cómo cierro yo esa herida, quién me quita esa navaja, el crujido de mi carne el dolor que no se acaba. Quítame, madre, el tormento, nímbame con tu agua clara, hazme de nuevo en tu vientre como flor resucitada y apártame del cariño, del sentido de nostalgia, de todas las trampas dulces que engañan y te desarman. Del recuerdo que no cesa de dar portazos al alba. De tocar la libertad con las dos manos atadas.
—Pedro, he estado hablando con mamá y escucha todo lo que me ha contado al preguntarle cómo ha sido su vida.
«Mis hijos siempre me han llevado loca. Cuando eran pequeños, de amor; cuando adolescentes, de preocupación; cuando se casaron, de alegría.
Pedrito era un maníaco de las motos. Su padre lo enseñó a pilotar el Vespino que tenía para ir al trabajo y llevarme de compras. Doce años tenía el niño, y el padre lo veía bien… A mi no me hacía gracia que se fuera con la moto él sólo por los descampados y para solucionarlo se juntó con una pandilla de amigos motorizados. Ya no iba sólo, según él. ¿Has visto qué solución?
Patricia me preocupaba de otra manera. No salía de casa más que para ir al colegio y hacer los recados que le mandaba. Hasta que cumplió los trece años me pareció normal, sí, hasta esa edad ni siquiera le echaba cuenta a que la niña no saliera en pandilla ni quedara con las amigas, que las tenía, a dar un paseo. Ya tendrá tiempo, decía yo. Pero claro, cuando llegaron los 14, 15, 16 años y esa actitud era constante ya me empezó a preocupar. Yo la animaba a que saliera, a que aprovechara el tiempo y su maravillosa juventud para hacer cosas nuevas -¿sabes?, tenía la carita de porcelana- La animaba a que hiciera algún curso de pintura, de fotografía, hasta le propuse que participara como voluntaria en un albergue de animales, que tanto le gustaban. Y la niña que no, solo estudiar y estudiar y estar en casa.
Pero como todo, con el tiempo cambiaron. Solitos».
Pedro escucha y sé que se conmueve igual que yo.
—Nos recuerda, Pedrito, nos recuerda.
Mamá nos mira, sentada, balanceándose en el asiento de su mecedora. No nos sonríe, no dice nada. Nos mira extrañada.
Pedro le coge las manos y ella lo rechaza pero Pedro insiste dulcemente hasta que al fin las doma. Yo también me acerco a ella, y frunce el ceño. Reclina su espalda y se aleja un poquito pero hoy nos deja que la toquemos, que le acariciemos las manos y el cabello. Ella nos pregunta dónde están sus hijos. Mi hermano me mira y me dice: «No llores Patricia, nuestra madre es la misma, quien nos está hablando ahora es solo la ausencia».
No puedo decir que Óscar y yo fuésemos una pareja mal avenida y ahí radicara el motivo de que nuestro matrimonio se arruinara. No discutíamos por todo lo discutible ni tratábamos de cercar la parcela de libertad del otro. Fue, en todo caso, un amor decreciente. Lenta pero inexorablemente dejaron de interesarle mis ideas y propuestas y de la misma manera yo empecé a pasar de las suyas. Nuestra vida se volvió predecible y anodina y nos fuimos enfriando en todos los aspectos que deberían estar vivos en una pareja, como si en lugar de madurar juntos nos hubiéramos convertido en dos ramas que crecen cada una hacia un lado hasta que dejan de tocarse. Nos convertimos en vecinos de cama y mesa y se deshizo por completo nuestro sentido de tándem. El divorcio sólo legalizó nuestra realidad.
Una tarde, cuando acabé mi horario de oficina, se me ocurrió conectarme a una página de contactos. Todo el mundo habla de esas cosas, incluso las anuncian en televisión, y bueno, bajo el anonimato decidí ver qué se movía en esos lugares.
Mi nombre es Noelia, así que me busqué un nombre imaginario: Helena. No tardó mucho en contestarme un hombre al que se le iba la vida en conseguir una cita conmigo. En cinco minutos que estuvimos conversando virtualmente ya me había coronado Reina. Así que al comprobar la velocidad que llevaba aquel tipo me dije: capaz que si permanezco un poco más me hace copropietaria de su latifundio. Aquel pensamiento, además, me hizo intuir que, con la misma pasión y prestancia que mostraba, al menor contrapunto que tuviera conmigo me arrojaría al foso de los cocodrilos de su castillo. No continué con el asunto y cerré sesión.
Dos semanas más tarde volví a hacerlo. Volví a conectarme en esa página de chat. Mismo nombre, Helena. En esta ocasión apareció un hombre sin tantos arrestos como el otro. Se presentó diciéndome que se llamaba Luis y casualmente, o porque estas cosas ya las tienen preparadas, era de mi misma provincia aunque residía en otra ciudad. Mantuvimos una conversación que duró casi una hora, pero se nos pasó tan rápido y ameno el tiempo, que quedamos en continuar charlando con asiduidad. Y así, día a día, Luis y yo fuimos intimando. Nos contábamos un poco de todo: los pormenores de la jornada, nuestra situación personal; ambos éramos separados, él por segunda vez pero, igual que yo, no tenía hijos. Me gustaba. Tenía mucho desparpajo hablando y cuando tocábamos temas de cosas más trascendentales ambos nos embarcábamos en una charla la mar de interesante, además de agradable. Me revivía por completo, era todo lo contrario que Óscar. Eso, junto con el cosquilleo que me producía nada más ver su nombre en la pantalla, hacía que se convirtiera en un cóctel muy, muy seductor.
Mantuvimos ese contacto ininterrumpido durante dos meses y medio aproximadamente, así que, a esas alturas, ya conocíamos las coordenadas interiores de cada uno. Y llegó el momento en que Luis y yo decidimos dar un paso más: conocernos en persona. Sabíamos de nuestras manías y gustos, nuestras opiniones sobre muchos temas, nuestros miedos y nuestros puntos fuertes, lo único que nos faltaba era descubrirnos físicamente, esa sería nuestra conexión definitiva. Era el momento de poner toda la carne en el asador.
Luis reservó mesa para nuestra cita en un Restaurante situado entre nuestras dos ciudades -cuya ubicación conocía porque estuve allí en alguna que otra ocasión- y me envió el mensaje: Restaurante «La Florida», viernes, 20:30. Si llegas más tarde el maître te acompañará a la mesa 5. Es la nuestra.
La mañana de aquél día estuve hecha un manojo de nervios. Sentía incertidumbre pero al mismo tiempo estaba muy ilusionada. Agarré las llaves del coche y antes de salir de casa me dije frente al espejo: vamos chica, no tienes nada que perder.
Llegué al restaurante e hice lo que me indicó Luis, dirigirme al maître y presentarle mi asistencia. Me acompañó amablemente a la mesa 5. Allí estaba Luis, sentado de espaldas a mi trayectoria. Le anunció mi llegada y él se giró levantándose de la silla. Al mirarnos, apenas pudimos articular palabra hasta pasados unos segundos.
¡Óscar! -le dije a Luis.
-¡Noelia…! ¿Tú eres Helena?
A la pregunta (si la hubiera) de si volvimos a ser pareja: No.
Hasta hace nada, cada cual vivíamos la vida dentro de su normalidad, con nuestras rutinas y monotonías; nuestras comodidades y carencias; problemas, dolencias, quejas, planes y proyectos.
Pero el mundo siempre está en estado de convulsión, es obvio que nadie lo ignora. Es un organismo vivo y en ese organismo, las personas, con nuestros comportamientos, somos su enfermedad. Lo atacamos constantemente por tierra (a nuestros semejantes con guerras y por extensión todas las consecuencias que de ahí derivan). Por mar (contaminación, masacre de especies). Y aire (contaminación, polución, calentamiento global).
Ahora, algo tan pequeño y silencioso nos ha detenido. Es un enemigo invisible y letal; da miedo.
Cuando desde China se dio la noticia de la aparición de este virus y de sus efecto en las personas, se veía como algo lejano. Casi impensable que pudiera extenderse de la forma en que lo ha hecho en tan poco tiempo.
Un exceso de confianza nos puede costar la vida, y en parte eso es lo que ha pasado.
Recuerdo que aquí, al principio de que se diera la noticia, la gente acudía a comprar a lo loco y, de esa manera, para las personas que iban a hacer su compra con normalidad ya no quedaban existencias de lo que necesitaban. Te veías obligado a tener que hacer lo mismo pero ¿quién no pudiera, qué? Ese comportamiento a mi me asustaba. Yo pensaba:«si hubiera una guerra, antes de que nos caiga una bomba ya nos hemos matado unos a otros». El miedo también saca nuestro egoísmo. En ese momento uno solo piensa en sí mismo y en los suyos, es normal, por eso ha sido y es tan importante poner orden dentro del caos.
Del mismo modo, superado el shock, amanece la cara más humana y solidaria de la persona. La entrega sin reservas del personal médico, que son personas especiales en su función pero con el mismo riesgo ante este problema como cualquier otra persona y con sus miedos, y ahí están, dándolo todo.
Así que, como se puede comprender, cuando escucho quejas porque hay que estar recluido en casa no me cabe en la cabeza qué tan tremendo esfuerzo se está pidiendo. A mí me gustaría que mi hija se quedara en casa hasta que todo pase, y yo misma también, porque cuando vuelvo del trabajo no sé lo que puede venir conmigo.
Comprendo también todas las consecuencias a nivel económico y laboral, porque una cosa es que tengas ahorros si te quedas sin trabajo, o que puedas cobrar un subsidio hasta que te puedas reincorporar al trabajo, entiendo todo lo que nos quedará como convalecencia. Cuando pasemos esto no volveremos de la misma manera. Tocará remontar el vuelo, quién sabe cómo, pero hay una cosa que tenemos que mirar como horizonte y que ha de ser nuestro motor: estamos.
Pienso también en que todos quisiéramos un remedio ya y ahora. En cuestión de medicina se está improvisando día a día, probando la funcionalidad de ciertos medicamentos que están dando resultado. No hay vacuna de momento. Y ésto también tiene que llevarnos a pensar en esas personas que, me da igual dónde estén, necesitan comida, medicamentos, vacunas que sí existen para todos, refugio, y que se les hace oídos sordos. Ahora que estamos todos sintiendo esa onda de miedo y necesidad y urgencia ¿se entiende mejor?
Ahora no podemos ver más allá que lo que hay delante, es lo que ocurre dentro de la niebla, pero iremos dando pasitos y poco a poco continuaremos viendo más camino.
Lamento profundamente todas y cada una de las vidas que se han perdido. Y agradezco infinitamente todos los esfuerzos y la entrega de las personas que se están dando a los demás porque es lo que mejor saben hacer.
¿Quién te dijo, niña hermosa, que no vales para nada? Nadie ha sabido mirarte, no todo el mundo ve el alma, como no vemos el aire ni a los duendes ni a las hadas ni a la Virgen amorosa que a ti te cantaba nanas.
Marianela, quien te supo dentro de su sensación perlada, te construyó fea y chica, huerfanita y desgraciada, para demostrarle al mundo que la belleza es un ancla -el cuerpo sólo es la nave- y en la tempestad te amarra para que el mar no te arrastre. Esa eres tú y tus palabras.
Entre dos conchas, la perla, entre las piedras, el oro, entre la flores, la tierra, y en Pablo luz de sus ojos.
Mas no supieron mirarte, sólo un hombre lo vio todo, Benito Pérez Galdós bella te sacó del lodo;
aunque de harapos vistieras, aunque soñaras descalza, aunque un mendrugo de pan en tus manitas llevaras.
Los besos que no te he dado
Se están muriendo en mi boca los besos que no te he dado y mira si son valientes, si son como toros bravos, que para alcanzar la muerte lo quieren hacer luchando.
El clavel que hay en la tuya se los pondré al enterrarlos porque a la mía, mi niño, siempre se lo estás negando y no quiero que se vayan tristes y desconsolados.
A dónde irán sin tu boca. Eso me estoy preguntando.
Si van al cielo ¡qué gloria! pues si arriba estás mirando como ya no habrá frontera bajarán hasta tus labios
Hadas
Qué dulces son las hadas, las de la infancia. ¿Recuerdas cuando niñas nos abrazaban? Nos llevaban corriendo sobre sus alas alejándonos de ogros y de las zarzas. Y ya, ¿por qué no vienen? ¿no quedan hadas? No llaman a la puerta de nuestra casa. ¿Qué habremos hecho, dime, para asustarlas?
Tan sólo, hemos crecido. Siente el amor, y encontrarás la Magia.