En el lugar donde nadie nos toca escribimos al aire algún paisaje extremo y esperamos el rayo, la mordida fugaz que nos afirme sobre el cristal acuoso de la vida esa dulce destreza de los dedos.
Se inclina el contador en su balanza inútil de opulencia, y nos invade ese calor insano de sabernos hermosos, importantes, cultos, buenos, malditos, diferentes del mundo.
Que absurda la ilusión de medir la estatura en función de ese gas con el que el ego sube como un globo y estalla en mil pedazos, si solo tierra adentro donde nos sobreviven las palabras más tristes y nos habitan simas como antiguas compañeras de guerra, se encuentra algún nidal pequeño y tibio en que morir ternura o abrazarnos.
Nada nos mide sino ese temblor de estar solos, de pie y ser dueños de nuestro propio invierno.
Finge si te apetece. No será la primera vez que miras el agua desde el puente del tedio. A mí no me hace falta teatralizar guiones que, de tanto vivir, resultan siempre viejos.
Tú sabes y yo sé que finge quien no tiene un bagaje a la espalda que le ponga remedio al pasar de puntillas por la cuaderna vía de la vida y la muerte y el amor y el misterio.
Ese que mira al mundo con los superficiales ojos de las estatuas viendo pasar el tiempo desde la indiferencia, porque no les horada ni la luna ni el sol ni la lluvia ni el viento, porque no tienen tripas que colgar en el aire ni carne que les duela en el dolor ajeno.
Pasmarotes, blandengues, miméticos llorones que tienen del novato la suerte en el estreno, e imitan como loros la función de los otros y viven de las glorias que otros merecieron.
Tanto ellos como ellas o ellas como ellos.
Así que no me digas que finja alborozada para resucitar algún cadáver yerto, que me importa un ardite, ya que bledo malrima, el que hace oídos sordos ante cualquier estruendo.
Dejó de merecer la pena seducir a varones domados que se asoman al ruedo y fingir empatía como actriz tragicómica que rompe corazones a golpe de bolero.
Se me hace cuesta arriba salir de mi verdad por dorarle la píldora con los brazos abiertos al abrazafarolas de turno que se fuga porque no hay suficiente cuota de arrobamiento ante la excelsa obra que va mostrando ufano, como prueba de un arte del más rancio abolengo.
Que no. Que no. Que yo prefiero ser mi sombra, mi punto de reunión, mi eutexis, mi consuelo o mi desolación, mi ecuménico ombligo, mi falta de piedad para los traicioneros.
Que prefiero ser yo, sola y muerta de hambre, que vender el impulso, la libertad o el credo.
Es poca la piedad de tu intelecto para perros que ladran a la luna. Esos que ni talento ni fortuna tienen para versar sin un defecto.
Poca imaginación, menos trayecto y ningún don que traiga de la cuna, pero aún así, despierta y desayuna conque es de las redes predilecto.
Y qué le vas a hacer. ¿Cachondearte con los que portan firmes tu estandarte y mantenerlo a salvo de ripiosos?
Mejor tomar venganza y escribir para darle la vuelta al porvenir y que triunfen los versos poderosos.
Un contador de historias, de esas que merecen la pena ser llevadas a la gran pantalla, me dijo que solo encontraría el verdadero camino hacia el oficio de escritor cuando me quedara completamente solo.
Teniendo en cuenta que los mejores consejos en mi carrera como escritor me los había dado aquel novelista, le hice caso y me quedé todo lo Robinson Crusoe que se necesitaba para encontrarme como hombre literario. Incluso colgué un cartel en la entrada de mi rincón bloguero prohibiendo el paso a los lectores curiosos como medida de apoyo al incremento de mi soledad.
Creánme si les digo que no pretendí ser descortés con esas señoras que dejan constancia de sus emociones en la Red y que a menudo se presentaban en mi blog llamándome a boca llena amigo y hasta hermano sin que nos uniera parentesco alguno.
Esas señoras saben que yo ni soy escritor ni estoy interesado en ese título al que le tengo un respeto inmenso.
Creo que ese viene a ser el punto en común entre ellas y yo.
Más de una vez les he comentado que a mí lo que me pone de escribir es que me vean como un tipo al que le va la movida comunicativa bloggera y punto, porque para llamarme escritor aun me falta mucho. De sobra saben ellas que el anuncio de paso restringido iba en verdad para esos «escritores» de los que estoy hasta el femenino del pollo. O quizás debería decir hasta el pene para no ofenderlos.
Comprendo que esa peña de memos no tiene idea de lo que abarca en realidad el uso kilométrico del castellano y que en la literatura existen tanto el pollo como la polla, cada cual en su contexto, en beneficio y buena virtud de la palabra. Pero cuando un tipo como yo se lía la manta en la cabeza y sale disparado para el monte en plena caja de comentarios de blogger en defensa del estilo, está hasta la polla y en ningún caso hasta el pene.
También podría darse el caso de que quien escribe no sea tan pasional como yo ni esté interesado en defender la riqueza del léxico y por tanto refiera su enojo alegando que ha perdido los papeles, el avión o que: «se me subió la mostaza» —en honor al film del actor francés Louis de Foune de igual nombre— con la delicadeza: «estoy hasta las mismas narices».
Amén de mandar a freír espárragos trigueros a esos judas escritores, mi cartel cumpliría, además, el cometido de alejar de mis tierras a cierta señorita «escritora» a la que había visitado en su casa virtual movido por su popularidad entre los blogueros.
Por esos días la oí mentar tantas veces que una noche junté con las letritas de la sopa que mi asistenta de hogar me había preparado su nombre: Becky G, y provocando con la cuchara un tsunami que arremetió de lleno contra la identidad de sémola de la muchacha, me planteé muy en serio comprobar si en realidad era tan buena narradora.
No tuve paciencia para esperar al dia siguiente y esa misma noche me presenté en su blog. Comencé mi análisis con un cuento sobre una palmera que usaba gafas y que quería mantener un affaire con un camello.
Me pareció una narración mal llevada en el planteamiento, pero no me lancé a decir, ¿por cortesía? lo que en realidad pensé. Sé que fue Ferrand Gómez quien le comentó a Becky que yo era un reputado poeta y textualmente: «Es un Ultraversal y de los grandes», muy rimbombante él —porque a rococó no le gana ni Luis XV—.
Ferrand no pertenecía al proyecto Ultraversal pero le gustaba la idea y leía todo lo que los Ultraversales exponían en Gogle+. Me consta que también añadió que mis versos le iban a encantar a Becky ya que eran muy re chulos.
Estoy seguro que el re chulo de Ferrand se alejaba años estelares de lo que Becky imaginó porque si hay algo para lo que no estoy hecho es para regentear burdeles, aunque pertenezca a esa casta de maromos que se les cae la baba por las currantas de la noche. Ferrand se refería a los huevos que le pongo al arte de escribir.
Quiero pensar que fue esa la interpretación que Becky dio a tales referencias y por las que respondió a mi comentario del cuento de la palmera parlante con un breve: «queda usted en su casa».
Bueno, yo en mi casa hago lo que me sale de las santas pelotas. Meo sin el más mínimo cuidado y además dejo la tapa abierta todo lo que me de el cuerpo y fumo marihuana todo el rato y me paseo, también, en bóxer y algunos días hasta en cueros por todas las estancias. De modo que le tomé la palabra y me adentré en sus textos, en especial en uno donde los protas se daban la del pulpo en un ascensor durante la noche de fin de año.
Que aquella escena del ascensor iba de amor, lo dijo ella. Para mi gusto una mujer que se arranca las bragas a la desesperada y acaballa a un tipo que acaba de conocer en un ascensor es pornografía barata. Un polvo literario mal llevado en Pekín y hasta en Italia. La tierra que vio nacer a mi ídolo del cine porno: Rocco Sifredi.
Ni siquiera Rocco que es un follador excelente —pero un pésimo intérprete— habría llevado tan mal aquella escena, por mucho que los comentaristas aplaudieran y vitorearan a Becky como si ella fuera la nueva Anais Nin.
En eso consiste el estilo, en calibrar qué haría el personaje en determinada situación y qué enfoque le daríamos a esa escena . Cualquier escritor que se respete sabe que existe una diferenciación entre follarse a un tipo como una perra loca y hacerle el amor desaforadamente a un tipo loco en una noche perra, y esa fue la apreciación que dejé en su entrada, entre otras cuestiones.
Sí, fue justo ahí donde comenzó la bronca en vivo y en directo. Le aclaré cómo debería llevarse literariamente un polvo de ese calibre y ella a mí que yo solo era un exhibicionista que lavaba sus trapos sucios en la blogosfera. «Uy, te estás pasando tres pueblos, reina», le dije. «Señorita, John, soy señorita», me respondió.
Pues muy bien, Señorita con «s» mayúscula (así lo escribió ella en su respuesta), sepa que yo he follado en los lugares más inhóspitos e inimaginables. En el interior de un closet, por ejemplo, durante el transcurso de una fiesta que celebré en mi casa. Mi mujer por entonces, Lyn, no tuvo paciencia para esperar que los invitados se marcharan; las fiestas en la Habana son largas.
En otra ocasión también mantuvimos sexo telefónico. Lyn en la Habana y yo en Grecia. Lyn me largó por esa boquita de asiática lo que ningún escritor de tres al cuarto sería capaz de fabular y no paró hasta asegurarse que su marido alcanzaba las arenas rojas de ese planeta que Truman Capote cita en aquel relato en el que se fuma un canuto de marihuana con una asistenta de hogar: «Un día de trabajo».
Incluso tuve un polvo memorable en la parada del bus de 48 y 27 cuando aún no estábamos casados. En dependencia de la franja horaria Lyn me practicaba una felación o yo la masturbaba o ella montada directamente sobre mí en aquel banco súper estrechito. Esa noche tocó apagón. Nos dejamos ir tanto que alguien gritó: ¡aguaaaaaaa!… muy largo. Pero ya era tarde, no solo en los relojes, eran las tres de la madrugada.Ya estábamos en Cabo Cañaveral con los motores prendidos y listos para el despegue.
Sí, Becky, en la literatura el banco de datos del autor cuenta. Aunque la historia narrada sea pura ficción. Así que no me diga que usted tiene una manera de contar muy parecida a la de esa escritora que va de iluminada de los vampiros en la edad del pavo y que no le llega a Bram Stoker ni a la suela de los zapatos. Esa muchacha se hizo famosa gracias a toda esa piara de incultos que le hacía la ola en Internet y a la venta de Merchandising a todas esas adolescentes locas por encontrar a un Edward que les mostrara la posición correcta en una cama para el avistamiento seguro de Cuenca.
Y hasta ahí no más llegó la discusión porque la Señorita Becky me invitó, amablemente y sin carácter retroactivo, a abandonar la casa que antes me había ofrecido como mía. Me marché y nunca más volví. Ya había olvidado el incidente cuando, una noche, me entró un mensaje suyo por hangouts:
Becky G: Hola escritor.
J. Madison: Hola. Becky G: Creí que no ibas a responder.
J. Madison: ¿por qué no? Soy un gilipollas amable.
Becky G: Te llamo, Juan
J. Madison: No te he dado confianza para que me llames. Y me llamo Madison, no Juan.
Becky G: Ya, ni tú te llamas Madison ni tu exmujer se llama Lyn. ¿Verdad?
J. Madison: Efectivamente, no hay ninguna Lyn. Me lo inventé.
(Mentí, que es lo que hacemos los hombres malos y los escritores muy buenos). Es cierto que estuve casado con Lyn y que follamos como jamás podrán imaginar los protagonistas del ascensor del relato de Becky en los parques, paradas, callejones y portales de la Habana, pero Lyn no va enterarse de que ahora mismo es la “Marquesa del Chanteclair” en todo blogger porque a ella le interesa un rábano la literatura. Lyn no lee ni el periódico.
Becky G: Pues yo daría cualquier cosa por un poema tuyo, aunque la condición fuera aparecer con un nombre de ficción. Seguro que tu mujer está muy orgullosa de las cosas que escribes.
¿Mi mujer? Mi mujer actual tampoco sabe una mierda de literatura, pero conociéndome intuyó que yo pondría la pista caliente en blogger desde el primer día y puso el parche antes que la llaga: «Si va a escribir chorradas al menos póngase un seudónimo, pendejo. No me hace maldita gracia que la gente que me conoce se entere que el comemierda de mi marido (así dijo mi mujer, comemierda) anda escribiendo poemas infames donde yo siempre soy la puta caliente del burdel», remató. «Cierto, cariño», le dije entonces.
Reconozco que hay cierto punto de exhibicionismo en el acto de escribir. Al fin y al cabo es lo que mejor se me da. Encuerarme mientras largo entre lágrimas negras el bodevil. En aquel tiempo me encantaba darle gusto a mi mujer y me inventé un seudónimo que no fue ni comemierda ni pendejo, sino John Madison.
Justo iba a descolgar para explicarle a Becky que la mujer del pendejo estaba haciendo su entrada en la casa cuando Becky me envió aquella foto posando con un trocito de tela, un top idem a los que las hijas de la puta caliente del burdel que ya avanzaba por el corredor diciendo: «cariñoooo, hay alguien en casaaaa», llevan bajo el anorak cuando salen los sábados a perrear por las discotecas de Barcelona y por el que yo pongo el grito inútilmente en Marte, porque al final ellas se hacen las que no hablan marciano y agarran el bolso y desaparecen.
No, yo no era el papá de Becky pero también puse el grito en ese planeta que llevo toda la noche mentando y recordé al mirar la foto que si había una mujer a la que yo le arrancaría a mordiscos la ropa si me la encontrara en una esquina era Anastasia Mayo, la actriz porno. Una piba que tiene los pechos de una niña mal comida, pero un trasero para entregarle a ojos cerrados el pin de la cuenta bancaria.
A mi hermano Yeyo le tocó lo mejor en la tómbola del ADN; metro ochenta, bien parecido y unas manos altamente desarrolladas, contra mi metro sesenta y manos de Meñique. Para nada me estaría quejando si ese Meñique guardara parecido con el Meñique bretero lleva y trae que regenta el único burdel en Poniente, esa Ciudad salida de la serie televisiva «Juego de tronos» porque ese al menos mandaba en su imperio de putas.
Verdad de la buena es que por muy grandes que a mi mujer le resulten mis manos yo iba a necesitar al menos otro par para agarrar con propiedad las domingas de Becky.
—Mami —escribí presuroso.
—Qué, Juan.
—Yo no me llamo Juan. Dejate de abuso que ya estoy muy mayor para estas cosas.
—No importa. Me gustan los tipos mayores. Quiero invitarte a cenar.
—¿A mí?
—Sí. Para disculparme por aquella bronca que tuvimos en blogger?
Becky quería disculparse, pero qué pasaba con la disculpa de todos aquellos comentaristas que aprovecharon la bronca para ponerme públicamente como los trapos, solo porque yo había dado mi punto de vista sobre su narración con sinceridad abierta. En ningún momento fui descortés.
—Oye, olvidalo. Es agua pasada —le dije.
—¿Quieres decir que me perdonas?
—Claro, no dije que eras mala escritora. Dije que la escena del ascensor no era en lo absoluto creíble y que estaba mal enfocada
—Es igual Juan. ¿Cenamos?
—No, no es igual. Y no me llamo Juan, me llamo Madison.
Nunca estuvo de moda ser distinto por transitar la vía de ser uno, uno mismo entre todos.
La mayoría teje un disfraz de persona y se ciñe al disfraz como se ciñen los bebés a la teta de su madre,
hasta hacerse disfraz.
2
Nunca estuvo de moda ser brillante por ser luz al final del túnel de los hombres poniendo por delante los principios.
Es más fácil venderse como estrella, fulgurar en lo alto desde lejos, figurar en el cielo de los otros cuando en el propio espacio no se es nada.
Brillar con propia luz no es propio de los grises que arden solamente cuando atizan la hoguera de sus egos.
3
No se pone de moda la cultura de hacer todas las cosas como si fueran siempre para siempre, como si nos jugáramos la carne en todas las jugadas.
Hacer las cosas bien no está de moda.
Nunca estuvo de moda hacer las cosas bien en este mundo atado con el delgado alambre de la mediocridad.
Un alambre que tiembla como un niño que tiembla por el frío, cada vez que unas manos negligentes lo vuelven a tensar con su impericia.
Si el alambre se corta cualquier día de estos el mundo nos estalla entre los ojos
y perdemos la vida o la ceguera.
4
El hombre sin genuinos referentes que le puedan servir de referencia, va detrás de la fama como un piojo sediento por la sangre de muchos otros hombres.
Esa efímera fama de los memos que alimentan las redes con sus memes.
Esa aleatoria fama de fulano que se hizo famoso rasgándose la piel de las rodillas.
Esa fama que no responde a nada más que al instinto de prostitución.
5
No se pone de moda la humildad que nace de saberse igual que todos.
Esa humildad que nace de saberse.
Esa humildad de cielo despejado que ofrece un horizonte detrás del ancho mar de su mirada.
Esa humildad de aquel que no precisa querer sobresalir de sus iguales para sobresalir.
Hace un tiempo que estoy cuestionando mi falta de imaginación, es como si se hubiese evaporado de a poco. Cuando me ocurren este tipo de preocupaciones, a la corta o a la larga, algo puntual aparece para sacudirme. En este caso fue un libro: La loca de la casa, de Rosa Montero. “La imaginación es la loca de la casa”, frase de Santa Teresa de Jesús. Les voy a compartir un segmento. Montero dice:
Hay un cuento-emblema, un cuento metáfora que me gusta muchísimo sobre la capacidad salvadora de la imaginación. Trata de la pintura y no de la narrativa, pero en el fondo es lo mismo Es un relato de Marguerite Yourcenar titulado “Cómo se salvó Wang-Fô” y está inspirado en una antigua leyenda china.El pintor Wang-Fô y su discípulo Ling erraban por los caminos del reino de Han. El viejo maestro era un artista excepcional; había enseñado a Ling a ver la auténtica realidad, la belleza del mundo. Porque todo arte es la búsqueda de esa belleza capaz de agrandar la condición humana.Un día Wang y Ling llegaron a la ciudad imperial y fueron detenidos por los guardias, que los condujeron ante el emperador. El Hijo del Cielo era joven y bello, pero estaba lleno de una cólera fría. Explicó a Wang que había pasado su infancia encerrado dentro del palacio y que, durante diez años, solo había conocido la realidad exterior a través de los cuadros del pintor. “A los dieciséis años vi abrirse las puertas que me separaban del mundo; subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos hermosas que las de tus crepúsculos (…) Me has mentido, Wang-Fô, viejo impostor: el mundo no es más que un amasijo de manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor insensato, borradas sin cesar por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más hermoso de los reinos y yo no soy el emperador. El único imperio donde vale la pena reinar es aquel en donde tú penetras”.Por este desengaño, por este amargo descubrimiento de un universo que, sin la ayuda del arte y la belleza, resulta caótico e insensato, el emperador decidió sacarle los ojos y cortar las manos de Wang-Fô. Al escuchar la condena, el fiel Ling intentó defender a su maestro, pero fue interceptado por los guardias y degollado al instante. En cuanto a Wang-Fô, el Hijo del Cielo le ordenó que, antes de ser cegado y mutilado, terminase un cuadro inacabado suyo que había en el palacio. Trajeron la pintura al salón del trono: era un bello paisaje de la época de juventud del artista.El anciano maestro tomó los pinceles y empezó a retocar el lago que aparecía en primer término. Y muy pronto comenzó a humedecerse el pavimento de jade del salón. Ahora el maestro dibujaba una barca, y a lo lejos se escuchó un batir de remos. En la barca venía Ling, perfectamente vivo y con su cabeza bien pegada al cuello. La estancia del trono se había llenado de agua:“Las trenzas de los cortesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del emperador flotaba como un loto”Ling llegó al borde de la pintura; dejó los remos, saludó a su maestro y le ayudó a subir a la embarcación. Y ambos se alejaron dulcemente, desapareciendo para siempre “en aquel mar de jade azul que Wang-Fô acababa de inventar”.
No crean que después de la lectura, mágicamente, volví a imaginar historias, pero me dio qué pensar. Algo más de Montero:
“Dejar de escribir puede ser la locura, el caos, el sufrimiento; pero dejar de leer es la muerte instantánea. Un mundo sin libros es un mundo sin atmósfera, como Marte”.
La fuerza amansadora de lo pequeño
El monitor me mira con su ojo de cíclope ciego. Mientras aguardo la llegada de una idea prefiero volver al cuaderno, donde puedo hacer garabatos en el margen. Triángulos, espirales, algún asterisco. La memoria fibrila emociones y me estanco en el desasosiego, un acólito habitual de mis horas. Automáticamente, trazo un símbolo del I Ching: en la base tres líneas paralelas enteras, una cortada y las dos superiores también enteras. Busco el libro. Las hojas tienen el olor polvoriento y la fragilidad seca de lo antiguo.
Permanezco unos instantes en suspenso ¿la consulta servirá igual a partir de un bosquejo distraído, sin la tirada de monedas? Por qué no, cuando dibujé el hexagrama lo que menos pensaba era en oráculos. Dejé de creer en lo que podían decirme hace muchos años.
Hoy, quizás, vuelva a necesitar esos mensajes impenetrables, que probablemente, ya ni sepa descifrar. Soy una mujer atada a la incertidumbre de las palabras. Mi inconsciente me ha arrojado un cuchillo: voy a provecharlo. Es el hexagrama número 9: La fuerza amansadora de lo pequeño. El trigrama inferior, compuesto por las líneas enteras, representa lo fuerte, lo creativo, el padre. Su imagen es el cielo.
El superior simboliza lo suave, lo penetrante: el viento en el cielo. Es lo inmaterial, son las ideas que viven en la mente y que nos tienden trampas. Según el gran libro oscuro, anuncia que no hay mucho que se pueda hacer, porque lo pequeño es la fuerza que detiene, amansa y refrena. Significa una prueba para el carácter, afrontar la frustración de no obtener lo que deseamos.
Indica que el viento trae nubes, que todavía no están dadas las condiciones y no está en nuestras manos usar el poder que tenemos, no por ahora. Todo llegará, amablemente, en pequeñas dosis.
Es la historia de mi vida, como si fuera un inacabable hexagrama nueve. ¿Cómo terminé aquí? Por un insignificante dibujo que ejecuté mientras el viento barría las palabras.
No quiero ser domesticada, no sé entregarme sin luchar, a mi modo y que la mayoría no entiende. Sin embargo, esta tarde las fuerzas merman y un cansancio indiferente gana la batalla. Debo permitírmelo.
Quedarse maravillado ante la imponente escultura del Moisés de Miguel Ángel, o luego de escuchar algo de Bach preguntarse –sin posibilidad de respuestas– cómo pudo un hombre concebir una música semejante, son situaciones sumamente especiales pero que no dejan de tener mucho de normalidad. Ahora, cuando la exaltación que nos provoca la obra conseguida por otros nos mueve a pretender emularlos, ahí la cuestión comienza a ser otra. Cuando en la construcción que percibimos, a un tiempo hay algo que nos empuja y nos llama a poseerlo haciendo que digamos “yo quiero hacer cosas así”, la cosa vibra con otra frecuencia.
Aquí, el que asumió esta vibración íntima y decidió intentar desarrollar eso que el gusto le pide, va a encontrarse, más temprano o más tarde, con la primerísima lección: no es nada fácil. Y es que a medida que se avanza las dificultades también lo hacen, tanto, que llega un punto en el que lo más frecuente de todo es pensar en abandonar la empresa, pues, la distancia entre lo que se pretende conseguir y lo que efectivamente se consigue parece no amenguar, el agobio se agiganta como maleza y, muchas veces, no se cuenta con el apoyo que uno desearía.
En esta primera lección quien realmente sufre es el ego que, mira tú, por primera vez aparece como un personaje innegable con el que es necesario entablar una relación seria y armoniosa si es que se quiere progresar. Si acaso el aprendiz logra los acuerdos necesarios con su ego, entonces le será posible asumir justamente eso, su rol de aprendiz, con lo que no tendrá reparos al momento de recibir críticas –todas las críticas son constructivas, para el que quiere crecer, claro–, comentarios, y cualquier tipo de ayuda que en el camino de su aprendizaje vaya recibiendo de quien sea.
En esta primera lección también opera un filtro que separa a quien busca conseguir el arte, de quienes buscan simplemente enaltecer su ego. Está quien quiere tocar una música por el placer de conseguir hacerlo, y está quien quiere ser escuchado, reconocido por hacerlo; hay una diferencia entre ambos objetivos, que no se excluyen, ojo. Pero, digamos que el que busca el arte por el placer de lograrlo, por desarrollar su gusto, está más dispuesto a escuchar consejos para conseguirlo que aquellos que prioritariamente buscan hacer relucir sus nombres. Suelen llegar más lejos, siempre, los que mejor capitalizan todas las sugerencias.
Para quien va desarrollando su gusto todo sirve, y toda equivocación que le señalen, venga de quien venga, no deja de ser una ayuda. Como se comprenderá, el que tiene un gusto desarrollado de nivel superior, necesariamente ha tenido que pasar por un curso de humildad elevado, que es lo que le permite aprovechar cualquier enseñanza, como también valorar y comprender tanto la propia obra como la de los otros, independientemente de cualquier juicio externo. En este panorama, ¿cómo podría extrañarnos que la gente que se enoja cuando se le marca un error sea aquella que no tiene un gusto desarrollado?
Ayer estuve en una sala de chat, llamémosla X. Y no digo equis por haber sido el 33% de una sala -llamémosla- triple equis , sino por lo de la incógnita. Charlé con gente X también. Bueno, aquí hay una diferencia, porque en el diálogo, así sea en el caos del chateo múltiple, mal que mal, te das cuenta de si una persona es medianamente potable o se trata de un caso perdido. ¿Te das cuenta, dije? Pues no, No sé los demás, pero yo no me di cuenta.
Paso a contar. Había una vez, un agente aburrido y cándido y desgraciado que fue a pasear por los senderos señalizados de Zeus. Con la gorra, pero medio ladeada, un poco por el desaliño propio de la ingesta alcohólica desmesurada y otro poco de posta, porque no hay que ser tan botonazo cuando no se está de servicio, específicamente. Hete aquí que, en una encrucijada entre tantas, trabó conocimiento con dos sujetos (un masculino y un femenino) cuyo comportamiento llamó su atención. No poderosamente, como es lo popular, sino apenas un poco más que moderadamente. “¡Ah, no existen las casualidades!” pensó Gerard, que es sumariante de la Sub 4ta, pero estudió dos años filosofía en la UNR y seis meses astrología en la UCh, por correspondencia. “Si estamos los que estamos, es porque somos lo que somos.” (Inferencias así son muy usuales entre los que manejan el abecé de la ontología y de la astrología a la vez.) “Seguramente ella (el femenino) es de géminis, y él (el masculino), de sagitario. Y ambos, mortales.” No se equivocó Gerard (nada hace suponer que pudiera haberse equivocado) en la aplicación del célebre silogismo. Es más, hasta es preferible que la realidad sea así de rigurosa. Ya que algunos han nacido, nos consuela saber al menos que morirán. En cuanto al barrunto natal-babilónico, hay que decir que no tuvo oportunidad de corroborarlo. Lo que falló fue su olfato policial. Paradójico fallo, si tenemos en cuenta su impronta quevediana o su perfil numismático, según la perspectiva del observador. Del observador de la nariz de Gerard, quiero decir.
Sigo. El masculino iba con hándicap a favor, más que nada por ser oriental y por escribir ligero y no muy feo. A pedido mío (y juro que no hubo apremios ilegales) puso el link de su blog, que copié para ver después. El femenino, directamente, confesó su modus operandi (en un privado): “sí, soy escritora”. Y luego de un hábil interrogatorio de mi parte, se ve que le cupo el chamuyo del policía bueno y también puso el enlace del suyo.
(Ah, bueh, volví a la primera persona sin darme cuenta, pero es que ahora ya estoy relajado y más tranquilo. Estoy en casa.) Decía que encontré a dos, entre unos doce, más o menos, y justo esos dos escribían y tenían una página. Qué olfato, ¿eh? Bla, bla, bla, y luego me despedí con la seria intención de irme a dormir. Pero… ¿Qué habrá sido? No sé, no soy psicólogo. Pero no me fui a dormir directamente, sino a curiosear qué mambo curtían. Una sospecha latente, qué sé yo. Cliqueé primero en el link del masculino.
Ay. ¿Cómo expresarme? A esta altura de mi relato ya sabrá mi culto lector y mi intuitiva lectora de cómo me fue en la pesquisa. Pero el punto es ¿cómo decirlo con mis palabras? Se me quiebra la voz. Lágrimas piadosas obnubilan mis ojos y caen sobre mi teclado. Y no es joda: lo juro por la Virgen del Rosario y por el Comisario Sánchez. Lloré, sí. Yo, el sumariante veterano y socarrón, lloré. Creo que lloré por mí, como las campanas doblan por Hemingway. Claro, el masculino me importaba un carajo, pero yo me importo. Y me vi como despegado de mí mismo (ahora pienso que quizá por eso me bandeé antes a la tercera persona), como una conciencia repentina que observa a un idiota oficial sumariante engañado por el declarante. Ay. Ay. ¿Dónde está el sagitariano oriental de marras? “Estúpido” dice la conciencia desde el cenit (el altillo de la Sub 4ta). “¿No sabés que la astrología es un cuento y que el Oriente es nada más que el Este?” Y el pobre infeliz que dilapida su tiempo ya no se consuela con el verso de asumir el absurdo, sino que llora. Sí, yo (como todos) soy la conciencia facha y la inconciencia populachera. No soy psicólogo, repito. Soy el sumariante fuera de servicio, con sus vicios profesionales pertinentes.
Me hice un café y me tomé la pastilla para dormir. Volví a la PC y cliqueé el link del femenino. Volví a llorar. Lo juro por los arriba citados (la virgen y el comisario). Pero ahora no eran solamente lágrimas piadosas sino también azoradas. Ojiplático y temblequeante, comencé a convulsionar. Gemidos, estertores a mitad de camino entre la infinita pena y la carcajada. Tal cual (supongo) como quien se encontrara frente a frente con la Nada. (Bueno, un poco me dejo llevar en la narración de los hechos por mis rápidas lecturas juveniles de Sartre, perdóneseme el culteranismo.) A ver. ¿Qué es la literatura? No sé, solamente soy el sumariante, que de entrecasa se desahoga escribiendo. Pero en la pregunta está la clave de la respuesta. ¿Qué es tal cosa, por lo pronto? Digamos, sin saber qué pueda ser, que será algo. Y aquí (ríanse las ninfas constantes y los faunos perseverantes) es cuando no quiero que me hablen de Wolff ni de Hartmann ni de Sarmiento inmortal. Porque yo sí que la tengo clara. Materialismo o idealismo, ¿no? Pues no. Nada de materia en el blog de la escritora: un cundiente agujero que se detendrá solamente con la extinción física de la escritora. Y nada de idealismo, ni de ismo ni de idea: nada de nada. Cero al as. Pito catalán al boludo del sumariante que teclea en una Olivetti del año del pedo. Fuiste, alpiste. Ganó el delito. El eje del mal. La puta madre que me reparió.
Y sin embargo soy un buen tipo. Es decir, un blandengue. ¿Cómo vuelvo a esa sala y me enfrento (es un decir) al masculino y al femenino? Me van a preguntar qué me pareció. ¿Y qué les digo? Misión imposible, porque mentir no es negocio. Mentir al pedo, digo. Si me parecen una cagada atómica, para eso, no voy. Porque tampoco es cuestión de decirle “perro” al perro, que no sabe ni que él mismo es un perro. El perro sagitariano y la perra geminiana. Un diámetro en una esfera infinita… ni diámetro es.
Floto. Me está haciendo efecto el zolpidem. Después de tanto llorar, floto por encima del altillo de la Sub 4ta. Flotan también las viejas Olivetti y las viejas Ballester Molina. Flotan las tiras de los uniformes. Y los uniformes. Todo flota, y veo el barrio desde muy arriba, arriba de los manchones verdes de los plátanos. Ya no soy el llorón ni la conciencia, Ni el cana. Ni Gerard. Más bien soy, como el finado, un pedazo de atmósfera.
Hay hombres que han perdido la condición genuina y apenas son pobres insurrectos de salón.
Desconocen la muerte. Desconocen la absoluta impiedad del miedo. Desconocen como desgarra un grito la garganta que grita. Desconocen la voracidad de la intemperie, lo anchurosa que puede ser la soledad, la vastedad humana que cimbra en la catástrofe.
Se piensan malditos porque escriben su mustia frustración. Y son sólo infelices. Infelices y pobres o pobres infelices.
Ya quisieran estar realmente malditos como Haití.
Ya quisieran (o no), sufrir en piel y hueso la condición humana.
Pero son insurrectos de salón, vanguardistas entre terciopelos donde no acampa el hambre y la muerte es parte de su fábula.
Escriben de amarguras que nunca han degustado.
Son apologetas de fracasos que sus mentes inventan acomodadas a la simpleza de siempre tener pan que alimente a sus bocas dentadas.
Miserables que se erigen en cuestores igual que las gallinas que alborotan la paz de un gallinero con su cacareo irremediable.
Cacareadores vanos que no han vivido nada y piensan que alcanza con el grito para hacerse notar sin dejar esa comodidad que los protege y en la cual se apoltronan mientras escriben sus “tragedias griegas” irrisorias y fatuas.
Seres que sólo claman por tener su minuto de gloria en el monitor de los demás cuando se abra la notificación en la que escupen miserias que no entienden ni padecen en su circo de ignorante molicie internetera.
Ridículos en la sobreactuación de la miseria impúdica, jamás han sufrido lo que cuentan.
Es solamente una borrachera de jarabe de pico.
Sólo los verdaderos luchadores han vivido la umbra en los eclipses.
Poemas afuera
Entonces me reclino encima de esta mesa de madera como madera húmeda como estatuita indígena que alguien dejó acostada entre dos vasos y unas migas de pan.
Lluevo como una cosa crepuscular que nadie ha descubierto ni ha nombrado.
Lluevo sin el rocío de la mañana encima de la espina de la rosa cuando cuelga en una efímera lágrima llovida en que se mira el día mientras nace.
Lluevo en tu vino mordisqueador en tus ojos bulímicos en tus manos de artífice de flores en tu poema lluevo sobre las velas que nos iluminan en tu bar de mentira como dos figuritas en las que quepa el alma.
Lluevo en mi pastoral sobre todas mis cosas y tus versos y sobre las reliquias desde el fondo de mí te lluevo en vino en apresuramiento en mi misma te lluevo…
No sé si de tu tierra nacerán mis relámpagos pero igual es tu sed…
y este es mi trueno hoy matador de homicidas a palabras.
Existe una idea muy difundida sobre el exorbitante ego de los escritores. Bueno, la verdad no sé qué tanto pero algo estará. Ya citaba alguna vez una línea de El ciudadano ilustre: para escribir sólo se necesita lápiz, papel y vanidad. Y si lo pienso, parece ser que sí hay una dosis de vanidad y ego para creer de alguna manera que lo que quieres decir no deba quedarse sólo en el papel sino exponerse de alguna manera a los demás, para bien o para mal. Aunque creo que esa es una actitud humana no exclusiva de escritores o creadores, el querer arañar aunque sea un poco de inmortalidad y trascendencia. Escribir tu nombre aunque sea en la arena.
Pero este deseo de permanencia, tan natural en nosotros, mezclado con un inmenso ego y una vanidad apabullante, de los que resulta la confianza de creer que todo lo que haces es genial (sin exagerar), más las porras de tu madre; han creado una realidad donde lo artístico se vuelve casi anecdótico. El chiste es subirse al pedestal que tú mismo te has puesto con lo que tenías a mano. Porque ahora todos somos artistas dicen algunos, y escritores, claro, también. Pa todos hay.
Una tipa subió a facebook una fotografía suya, con rayones y distorciones hechos por su marido, alguien le preguntó que qué era eso, a lo que la tipa sentenció: es arte, y el arte no se explica sólo se siente. Estamos jodidos.
Es que aunque la vanidad y el ego estén presentes, no sólo en quienes escribimos sino en cualquier ser humano corriente y común, algunos podemos tener al menos cierto sentido de la prudencia, al sentido común alerta y una pizca de objetividad.
Pienso que en la relación entre el desbordado ego, la vanidad y la búsqueda implacable por la fama está íntimamente incluido el halo místico del escritor, porque aún en estos tiempos reguetoneros es mucho más prestigioso ser escritor que ser yutuber. Y bueno, para lo primero hay al menos que escribir, no bien, ni mucho menos, como ya se ve; para lo segundo sólo hay que animarse a decir estupideces frente a una cámara. Y voilà, los egos crecen.
Hoy vengo antigongorino
pues me siento un quevediano
con el azote en la mano
a flagelar con buen tino.
Como un Lope hilando fino,
o como el docto Boscán
haré con mis versos pan
en el horno del sarcasmo
para tener un orgasmo
de sapiencia o lo Gracián.
No soy yo el que alardea
de rimar trabucaciones,
pues estas deposiciones
siempre acaban en diarrea.
Te agravan la cefalea,
la mollera se te empacha,
confundes la “Cucaracha”
con una danza zulú
y quedas como un sijú
en una oscura covacha.
Tres tigres en un trigal,
tristes a más no poder,
tristeza, tristona, ser,
tristotecnia intestinal.
Ya ves, yo puedo “ri-mal”
y meter con calzador:
anfíbraco, inquisidor,
trocaico, limbo, espondeo,
alambique, camafeo,
oligarca, pundonor.
Y puedo seguir así
rimando como un bellaco
sin que sea un caricato
ni pierda mi pedigrí.
A mí me dijo Martí:
“Sé culto para ser libre”
y un poeta de calibre
un día puede que seas;
es necesario que leas
y todo en tu pecho vibre.
Aprendí a domar el verso
con la métrica y la rima,
y a acentuar, que legitima
que el ritmo no sea disperso.
El poema queda terso
cuando aplicas lo aprendido,
pues todo lo que has leído
de Quilis, Tomás y Bello
es el quilate, el destello,
que luce el verso pulido.
Si no hay métrica o sintaxis,
ni “acentos” ni ortografía,
ni imagen ni alegoría,
ni metáforas ni praxis;
si no haces profilaxis:
no limpias de polvo y paja,
ni le quitas la mortaja
al pobre verso estertóreo,
sólo será un incorpóreo
cadáver en una caja.
Tener léxico te ayuda,
es signo de inteligencia;
también saber cuál licencia
has de usar ante una duda.
Pero abusar sólo engruda
y logras un gran pastiche
que ni mojado en ceviche
habrá quien pueda tragar
porque esto suele acabar
en un tremebundo enchiche.
Y a mi prima la semántica
la dejaste patitiesa;
en el desencanto y lesa
como heroína romántica.
La poiesis nigromántica
que te has sacado del gorro,
es vetusta como el Morro,
y es tanto y tanto estropicio
que ni un nuevo frontispicio
arregla este chorroborro.
“Ya que coplas componeis”
y hasta públicas las haces...
¿nos es hora que las amases
con tino…., o no sabéis?
La monorrima que hacéis
sin métrica ni cordura,
es safia literatura
y sólo leerla prueba
que la llevaba el “Esgueva”
en “gongorina” andadura.
Y creo que hay buena fe
en tus remedos atroces,
y también que hay ciertas voces
que te encienden el quinqué.
Dicen saber el por qué
escribes estos panfletos
que son intrincados setos
que esa “voz” viste de flores
rindiéndoles mil honores
a lo que son esqueletos.
Yo no juzgo a la persona,
estoy juzgando al poeta
de poiesis incompleta
y de atrofiado genoma.
No pretendo que un axioma
sea esta exposición,
tampoco una expiación
de mis pecados veniales,
son sólo ciertos retales
de inane improvisación.
Yo sólo espero, Florindo,
que te vaya todo bien;
no hay maldad, lo juro. Cien
achés con la paz te brindo.
Tú piensas que escribes lindo;
yo entiendo que escribes mal.
La antonimia es abismal,
pero si tú eres feliz,
siguiendo esa directriz,
lo afirmo, lo soy igual.
Originalmente había escrito otro editorial. No estaba mal, porque es exactamente lo que pienso del asunto, pero estoy cansado de divagar sobre el mismo punto: «qué es ser escritor».
Es imposible explicarle a alguien qué es ser escritor y aunque todos los escritores divaguemos hasta encontrarnos con las mismas conclusiones en el mismo camino y luego terminemos repitiendo una y otra vez las conclusiones a las que todos arribamos, es como en la crianza: el consejo del padre está pero la experiencia es lo que termina por hacerlo cierto en el hijo.
¿Para qué seguir renegando en la realidad de los molinos de viento?¿Hasta dónde el otro está dispuesto a entender, si es que escucha, aquello que se le dice y podría servirle de provecho en su propio camino?
La literatura está concebida como un arte fácil: se juntan unas cuantas letras, se ordenan en unas cuantas palabras que a su vez, con suerte, se ordenan en frases coherentes y se terminó. Cualquiera que esté alfabetizado puede producir esta secuencia sin mayores altibajos y expresar «sus sentimientos».
Esto ha vuelto a la literatura un arte reduccionista, jibarizada por un simplismo que la demuele en sus componentes más básicos. Ha terminado el tiempo de las catedrales y estamos en el tiempo de los barrios en serie, todos cuadraditos y sin otra aspiración que ser todos iguales de cuadraditos, con todas las habitaciones exactamente en el mismo lugar y pintados uniformemente, porque parece ser que eso es lo que da resultado.
La creatividad ha perdido territorio frente al poder tecnológico de la fotocopiadora.
¿Para qué construir una catedral si al público le sobra con un monoambiente?¿Para qué la orfebrería del detalle creativo si las paredes están pintadas y eso alcanza?
Dentro de la actualidad on-line de las piezas literarias en danza dentro de las grandes cadenas de comercialización del rubro, no son los escritores los que se han terminado. Se han perdido los lectores, porque mantener la vigencia de la buena literatura es patrimonio exclusivo de los lectores ya que ellos bajan o suben el pulgar frente a la obra.
Los críticos han pasado a la inexistencia. Ya no importan a la hora de elegir qué leer. Sus opiniones son todavía menos leídas que las obras que intentan destacar o terminar de sepultar –como otrora fuera la costumbre–. Incluso, hasta para los autores «con peso», los críticos se han transformado en un mal menor que ya no se tiene en cuenta porque el avance de la pacmánica (neologismo de Pac-man) literatura on-line es lo que realmente sepulta en la mediocridad cualquier obra digna de ser destacada.
Algún que otro idealista repite en los reportajes sus divagues y sus «consejos para escritores noveles», basado, como mencionaba al principio, en la propia experiencia: Talento, herramientas, búsqueda interior de la voz propia, trabajo, trabajo, trabajo.
Intercambiando opiniones con otro colega, me observó que hasta el talento parece haber pasado de moda y que la literatura es como una playa llena de turistas veraniegos. Cuando se van, queda todo tipo de residuos sobre la arena y la arena parece muy pero muy sucia. No deja de ser arena. Es arena sucia. «Hay que buscar con buen ojo para encontrar otra vez las caracolas».
Entonces, concluyo diciendo: Lo que ha perdido el lector es el ojo para encontrar las caracolas y tiene sus frascos de guardar, repletos de tapitas de plástico.