Del libro «Sensación de Moebius», dos historias de Gavrí Akhenazi

Post scriptum

En mi corazón late un frío sonoro, pálido por momentos. Late, indisciplinado como la rabia. Se apaga y vuelve y vuelve y se apaga, como si estuviera hecho de mar profundo.

Llevamos un buen rato esperando a Al-Shawiri. Es un hombre puntual y meticuloso con el que me llevo bien. 

En general y a pesar de las complicaciones de este ramo, también en él se establecen simpatías y se otorgan votos de confianza. Habitamos en el archipiélago de los solos y, de vez en vez, hacemos señales hacia las otras islas. Señales sencillas, que puedan ser reconocidas sin dudar, reconocidas, como parte de un código del que se respeta su cifrado. Los que no lo respetan son invasores. Eso también forma parte de nuestro códice de supervivencia.

Con Al-Shawiri puedo conversar de muchas cosas. Compartimos el sesgo de otras vocaciones a las que le dedicamos un tiempo que intentamos guardar en los bolsillos, robándolo al tiempo que nos roba la vida. Escribe, como yo, e igual que yo tiene momentos de debacle y brillantez que oculta en sus libros con un nombre de guerra que no usa en la guerra. Ni él ni yo usamos nuestro nombre de tanto usar nombres de guerra que nos permitan escribir de guerras y de todas las miserias subrepticias que abonan el territorio del terror al ejercicio de la condición humana.

Al-Shawiri y yo solemos encontrarnos en alguna que otra Feria del Libro de tal o cuál lugar. Damos conferencias breves y escapamos de la multitud, con ese anonimato protectivo que tienen las arañas: cazan y desaparecen en sus lugares cuevas. Solamente vamos a puntuales sitios donde estamos a gusto y podemos retirarnos rápido por las puertas laterales.

David no es escritor además del trabajo oficial. Él es anticuario. Posee una tienda mágica en Tánger que las otras rutinas le obligan a abandonar o delegar en manos de otra miembro de la raza que además de ser de la raza, es pintora.

Al-Shawiri sostiene que vivimos fuera del mundo de los demás y que por eso podemos escribir historias que parecen películas o sencillamente, ficción, novela negra. Eso nos da un plus en el campo de la realidad. Vivimos en una especie de cuento por no decir que vivimos en una mentira constante en la que nos enriquecemos de tanto empobrecernos. La única fortuna es poder poner en una hoja de papel esta colección de monedas de miseria que vale lo que somos. O no vale. En realidad, no vale nada ese aspecto prescindible en que nos sumimos de jóvenes por aventureros y de viejos porque no servimos para nada más. 

Acabamos viviendo en dos cuentos: el de la cruda y ardua realidad y el que escribimos para soportar el primero.

Dos cuentos al fin, ni más ni menos. Como si fuéramos sólo un personaje. 


Manual del reptiliano

La cama es angosta y huele a no sé qué, un tufo pringoso y perfumado que se nos adhiere conforme el vaivén lo desprende de sus sujeciones y en esa libertad viaja, movible, hacia el olfato.

La cama, angosta y tufosa, chirría con espasmos, hipa de manera deprimente, como un bicho decrépito que a sacudidas se desarticula y mientras lo hace intenta con extrañas contorsiones acomodar sus partes más ruinosas.

Pienso en ajustar la cama estrecha que cesa de gemir en cuanto me tumbo de espaldas. Pienso en ajustar los bulones que unen las partes de madera que hacen ñec y pienso también que los orificios deben estar agrandados o flojas las tuercas y si es así tendré que ir a comprar algo para suplir esa sonora deficiencia y también un destornillador y alguna pinza. No he visto herramientas en el territorio de David.

Seguramente le haré una lista a Said y que él se encargue de traerme las cosas para ajustar definitivamente esta orquesta de cacofonías que es la cama de…

Giro los ojos y choco con los ojos de la mujer que está a mi lado, mirando mi perfil. Trato de recordar su nombre si es que me lo dijo en el trayecto que recorrimos para acabar aquí. Pero parece no estar en mi memoria y ni siquiera tengo la sensación de un nombre en mí que le pertenezca a la mujer de sonrisa tranquila y cabello amarillo arenoso.

Ella me observa con curiosidad. Está de bruces y con el torso un poco levantado porque sustenta su cuerpo en los antebrazos y los codos, hundidos en su espacio de colchón mojado. El cabello cae sobre un solo hombro. Recuerdo que ella lo llevaba sujeto y yo no lo liberé, contrariando mi gusto por el cabello suelto de mujer.

Quiere hablar, pero yo soy un silencio que anda.

Le deben haber explicado que debe hacerme hablar. Para eso está aquí. Para eso sucedió la planeada causalidad de encontrarnos casualmente, como en un mal guión de una película de enredos tan mediocre como previsible.

Pero yo solamente hablo cuando quiero y para decir solamente lo que quiero.

Entiendo, por sus gestos, que esa parte no se la explicaron porque ellos siempre creen que saben mucho más de lo que saben y que entienden cosas de las que en realidad no entienden nada. Por eso ella está aquí y ha sometido su cuerpo a tener sexo con el mío aunque es joven y tentadora y sin duda podría aspirar a alguien mucho más apetecible que mi vieja contextura de gárgola fósil.

Me los imagino, como antes a la pinza y al destornillador, explicándole a esta rubia novata lo que tiene que hacer en función del deber patriótico, porque ellos (como nosotros) lo conciben todo desde esa perspectiva de heroica inverosimilitud.

Ellos se han buscado minuciosamente todos sus enemigos. A nosotros, los enemigos, nos crecen en las macetas, así que ni siquiera tenemos que buscarlos. Ya están incorporados a nuestra forma de sobrevivir.
No le hago preguntas a la mujer joven que enciende un cigarrillo y dice ¿smoke? mientras me enseña la cajetilla abierta y estrujada por horas de tensa mala vida. Niego con la cabeza y en silencio.

Ella, en cambio, se interesa por todos mis tatuajes. Los estudia como se estudia un libro en otra lengua, arrastrando por ellos los ojos y los dedos y haciéndome preguntas que apenas le respondo. Yo conozco su especie, pero ella no conoce la mía. Esa es la diferencia entre nosotros de la que aún parece no haberse percatado.

Insiste en conversar con mi mudez. Pregunta tonterías que en contexto responden a las premisas de un interrogatorio, pero que aquí, en esta cama bulliciosa y escueta, pasan a ser el diálogo casual de dos desconocidos que in-tentan no sentirse tan ajenos ni solos en un país extranjero y hostil.

Quiere saber qué hago, dónde vivo, si los hombres con los que hablaba cuando ella se zambulló en la escena son mis amigos, y algún que otro detalle que debe averiguar y no averigua porque yo solamente le hago gestos que no responden nada.

Cuando la vi me gustaron sus piernas. Ahora descubrí que tiene lindos pies. Los senos son demasiado pequeños, como dos puñaditos erectos que apenas curvaban su blusa liviana en un inaparente rasgo femenino cuando giré los ojos y la advertí en el café, con un libro en la mano que no me explico de dónde sacó (aunque ellos se las ingenian hasta para conseguir un libro de edición agotada que sirva de señuelo a su propio escritor) y con sus ojos de un azul sajón, fijos en mí.

David me deslizó: “Hay una de los otros que te mira”. A lo que Said agregó: “Le tiene en la mira, di mejor.”
Yo lo supe en cuanto vi el libro. Esa era la excusa para hacerse conmigo e instalarse a mi lado, tal como ahora yo estoy instalado en su cama pequeña y odorífica, de melancólica hembra sola, intentando no resultar ni descortés, ya que se prestó al sexo, ni alerta, para que no alce la guardia ella también porque intuya que advertí la trampa, aunque creo que sabe que yo sé pero se hace la tonta tal como le enseñaron.

Deben haberle dicho que yo solamente reacciono si me obligan a reaccionar. Si no me obligan, prefiero mantenerme en actitud agazapada, de pacífica espera. Quizás se lo hayan dicho, quizás no. Deberían saberlo, en todo caso y haberla prevenido.

Ella quiere saber por qué no le pregunto –como todos, aclara– si le gustó lo que hicimos, si estuve bien y si está satisfecha.

La miro con abulia y con abulia sonrío, dándole a entender que no me haga preguntas idiotas al tiempo que le respondo justamente eso: No hago preguntas idiotas.

Debe ser el tono en que lo digo lo que le da la pauta de que no me importa como ella se sienta o haya procesado este momento sexual que consumamos. Eso la fastidia, la incomoda y la agrede, porque entiende que su objetivo está incumplido y no adquirió dominio sobre mí, cosa que deben haberle recalcado hasta el tedio y que además la obliga a mantener más tiempo esta relación innecesaria para la vida de ambos, con todo lo que mantenerla implicaría para su heroica y patriótica juventud.

Cuando regreso, David está sentado en mi lugar y sonríe. Parece un muñeco rechoncho y descuidado detrás del escritorio.

Said también sonríe. Sobre su dentadura enorme cae la luz y la vuelve sobredimensionada entre los labios gruesos y caníbales. Said tiene un aspecto feroz y desaliñado, dulcemente animal.

Ninguno de ellos me pregunta nada. Regresamos metódicamente a lo que vinimos a hacer aquí, porque aquí, cada uno sabe lo que tiene que hacer.

Said, solamente, me pone una carpeta entre las manos. En la primera hoja está la fotografía “de legajo” de la mujer que acabo de dejar. Ahora, para mí, ya tiene un nombre, un trabajo y un objetivo definido.

«En completa sinestesia. Tres poetas de mi credo»

Por: Ovidio Moré (Osvaldo Moreno)

Imagen by Ovidio Moré

(Con perdón de mi admirado Cuervo Gavrí, de quién tomé prestado el símil de lo sinestésico para hacer esta reseña).

¿Se puede saborear un poema como si lo hicieras con tus papilas gustativas, o sea, conocer su auténtico sabor? ¿Se puede ver el color de un verso? ¿Se puede oler una estrofa? Por lo visto, si padeces de sinestesia, sí. Yo no la padezco, no tengo ese bendito talento, pero la poesía me toma de la mano y me lleva a transitar por esos caminos sinestésicos, transfiguradores y metamórficos. La Poesía tiene ese raro don o esa extraña y deliciosa virtud de transportarte a mundos paralelos y suministrarte experiencias cognitivas, sapienciales, gustativas, auditivas y transfiguradoras en un juego mágico que está muy cerca de la imago, del éxtasis, del nirvana. La poesía es esa cosa que no podemos definir, ese caracol nocturno en un rectángulo de agua, al decir de Lezama, esa posibilidad infinita (para seguir lezamiando); una conversación en la penumbra, según Eliseo Diego; un animal marino que vive en la tierra y que quiere lanzarse a los aires, al decir de Carl Sandburg; esa irrealidad real (valga el oxímoron) según yo,  que nos pone la carne de gallina y nos hace sucumbir ante la melancolía o la alegría, y nos erotiza con su belleza sublime o siniestra, y nos da la fuerza necesaria o nos la quita, y nos explica el mundo desde otra perspectiva,  y ella, en sí misma, es otro mundo, tan, pero tan diferente a su prima la prosa que, a veces, nos resulta ignota, desconcertante, hermética. 

La poesía es, o quiero pensar que es, sinestesia pura. Una bestia indomable e irreductible que se metamorfosea, y como una enorme vagina (crisol de la vida y de la creación) se adapta al pene-lector que la desflora en toda su rotundidad.

La poesía es todo aquello que está al otro lado del azogue, donde puedes sentir (con los cinco sentidos) y ser (con los cinco sentidos) todo lo que queramos. Donde descodificas y creas nuevas imágenes con los elementos que te da el poeta y realizas tu propia alquimia, y puedes convertir el agua discursiva en autentico oro con el leve roce del verso, logrando que tu conocimiento sensible sea como la dorada lluvia que bañó a Dánae, que, a la vez que te llena de luz, te fecunda. Y puedes, en grávido o ingrávido arrebato, hacer el verso tangible, y sobarlo, olfatearlo, lamerlo, oírlo en su tintinear, verlo del color que su esencia  dictamine.


Eso puede hacer la poesía, eso pueden hacer los poetas. Dentro de la pléyade de estos últimos he escogido a tres que forman parte de mi catauro. He tenido la dicha de conocerlos de una manera o de otra (personalmente o virtualmente) y disfrutar de su obra de manera ininterrumpida, convirtiéndoles en mis poetas contemporáneos de culto, de referencia, de cabecera; son mi tridente, son mi triada.  Aparecen aquí en el mismo orden en que tuve el placer de conocerlos personal y poéticamente.

Ellos tres me transportan a esos mundos in-verosímiles donde puedo palpar el verso y comprobar su tacto áspero o aterciopelado, comprobar lo dúctil, lo pétreo, lo orgánico, lo vivo de su cuerpo y de su piel; donde puedo catar el sabor dulce o amargo, ácido o acre de su carne; puedo ver el color de cada palabra cuando conforman ristras de estrofas con tintes rojos, verdes, violetas, azules, grises, blancos, blancos puros y negros negrísimos; con ellos puedo ser sinestésico sin serlo, y ellos son: Luis Marimón Tápanes, Heriberto Hernández Medina y Gavrí Akhenazi.

Tres maneras distintas de enfrentarse al objeto poético y, al mismo tiempo, tan parecidos por su visceralidad, su fuerza, su magnetismo, su desgarro, su imaginación deslumbrante, su calidad literaria: poiesis en conjunción y conjugación. Materia poiética de refracción rica en metáforas e imágenes, tan propias, que los definen y los hacen únicos. Tres poetas que han modelado el barro, como lo hizo Dios, a su imagen y semejanza. Fieles a su identidad; contestatarios, rigurosos. Ellos mismos son su sinonimia y su antonimia: la realidad y el mito, el héroe y su némesis, el alfa y el omega, la luz y la sombra.

Ellos tres convergen en sus ríos discursivos, son concomitantes y, paradójicamente, son diferentes.


Son los artífices de versos que te flagelan y te acarician, que te laceran, te hacen sangrar con sus afiladas aristas; versos musculosos, titánicos, crueles y bellos, de una belleza que mata, que se te atraganta y te sofoca, que son Jonás y La Ballena, el espino y la amapola o el cardo y la azalea; la crucifixión y la apoteosis, pero que te abren caminos como Eleguá, que te bifurcan las realidades para crear otras nuevas; y tensan  y trenzan sus hilos de palabras cromáticas y camaleónicas que saben a fruta madura, al mejor vino; que huelen como la pureza, la raza, la lágrima, el sudor, la rosa… Versos que se adentran en la oscuridad y salen convertidos en luz, que son su propia antítesis, su derivación, su ciclogénesis explosiva; calma y vendaval. Trueno, relámpago, aguacero, lluvia que anega, lluvia que ahoga y sana. Lluvia. Lluvia que limpia, que arrastra lo malo, como ese rabo de nube silvético.

Sus poéticas nacen del yo, se desnudan, se abren en canal y nos muestran sus vísceras. Lo vivencial desmenuzado con la  fuerza de la mejor metáfora, la precisa, esa metáfora roja como el fuego, sabrosa como el pecado y que suena como violines gimiendo su catarsis en las arenas movedizas de esta “puta” vida. La imagen convertida en novia virgen a punto de perder el celibato y convertirse en rotunda y poderosa amante que sabe de anamorfosis, de écfrasis y de multiplicidad. Brujos, ellos son brujos que exorcizan sin miedo cada sintagma, cada verbo, y los devuelven lúcidos y precisos a la cama sedosa, al lecho verde de la verosimilitud.

La poesía como sanación, como ungüento que, a la vez que cura,  transforma el universo y lo estira y lo retrae en un juego infinito de espejos. Lo abstracto y lo concreto. Lo particular y lo universal. 

Hay en ellos un discurso polisémico, a veces nítido, a veces oscuro, un discurso de matices varios; pintores que juegan con los sfumatos, las veladuras o la pincelada consistente, matérica, reveladora de una cartografía, de un relieve poético extraordinario.

El poema de Marimón huele al barrio de la Marina, sabe a uva y a granada y a chirimoya y a mango, a veces maduro y dulce, a veces verde y ácido, o ácimo, como el pan cuya harina sólo necesita del agua del Yumurí, con su ictio-fauna de la podredumbre, para ser horneado  en su propio fuero; el poema de Marimón huele a ron, sabe a ron, sabe a azúcar prieta y sabe a vida amarga, sabe a sangre, sabe a tierra, sabe a miel cimarrona, a jutía, sabe a hojas de té, a naranjo en flor; tiene el color del San Juan; es un abanico cromático blanco, negro, gris, violeta, azul, naranja; es incendio, es día, es noche. 

Marimón es hechicero, es un   flautista de Hamelin que toca su poderosa flauta mágica en los lindes del desgarro para llevarte tras él en frenética comparsa, y, a la vez que se fustiga la espalda y muestra sus heridas de guerra santa, te convierte en cruzado y en acólito de por vida y te muestra los caminos a la salvación y al abismo.

Heriberto alza templos y verdades, su orfebrería tiene desde el hierro más rudo a la plata más pulida. Cada verso tiene esa pátina sapiencial y barroca, heredera de los imanes fragmentados, de las analectas incólumes, de la magnificencia y meticulosidad y precisión del maestro relojero. Su poema sabe a zumo de púrpura fruta de algún mundo perdido allende la galaxia o de otro mundo antiguo de cítaras, laúdes y salterios, porque habla con la voz de otro tiempo, como un caballero antiguo, un juglar que versa el presente y lo filtra a través del tamiz del pasado,  pero también rezuma aroma de piña cubana, huele a valentía, es enérgico y trágico, y tiene su regusto a desaliento, a desarraigo, a tristeza y, aún así, engasta sueños.

Akhenazi es potencia viva, honestidad, redención, compromiso, identidad, calvario… Es un cuervo de alas poderosas; el cuervo que cuando inicia el rito ya es chamán y soldado y saca la bayoneta de acero para en cualquier muro dejar la huella de su historia, de la historia.  Su verso es auténtico, tiene el color de las tierras áridas y de los candentes desiertos y de las nubes nimias (en su tercera acepción según la RAE) que juegan a metamorfosearse en  enigmáticas figuras del raciocinio; el color de los lucernarios que nunca se apagan; el sabor de los frutos prohibidos, el olor de la madrugada y de la penumbra, de la guerra y del sol y la verdad, el tacto de la carne erotizada de una mujer irredenta, voraz, litúrgica; su poesía es una rosa de Jericó que resucita siempre para desafiar y arremeter contra la banalidad del mundo.

El verso de Akhenazi es disparo certero, es ráfaga que mata y embriaga, es disparo por el que vuelves sumiso al paredón para volver a ser fusilado. Suena como el címbalo y te eriza la piel y hasta te marca como lo hace el hierro al rojo vivo.  El verso de Akhenazi está curtido con los sinsabores y los triunfos de un soldado cuya mejor arma es la palabra.  El verso de Akhenazi tiene el tacto de la piel del tigre, los colores del tigre y ruge como el tigre.

Ellos, los tres, son esos funámbulos que pueden hacer lo que se les antoje encima de la cuerda, cualquier juego malabar que se precie está en su poéticas. Son prestidigitadores, acróbatas de lo fabulatorio. Los tres hablan y diseccionan la vida, la muerte, el futuro, el amor, las ciudades, los templos, los hombres, los naufragios, los presagios, la redención, la pertenencia, el arraigo, la familia, el esplendor, la decadencia, la catarsis, la guerra, la paz, la locura, la cordura, los puentes, los infortunios, la inteligencia,  la brevedad, lo eterno, lo efímero, el paisaje en el azogue, los sueños… Son, coño, poetas, grandes, enormes poetas.

Luis Marimón y Heriberto Hernández Medina ahora habitan otro Parnaso, allá, en la inmaterialidad y en la eternidad, en el reino de los ausentes, pero nos han dejado una obra suculenta para poder practicar la sinestesia. Gavrí Akhenazi sigue afilando cuchillos, tejiendo tapices, domando sus bestias interiores y convirtiéndola en la mejor poesía y prosa poética que puedas imaginar. Hasta las novelas de este insomne Cuervo son poesía viva, cruda, bella.

Marimón hizo decidirse a Ulises, le dio al demonio el arpa, halló el lugar de la trama desde su jergón lunático y, en la herencia de la soledad, fue bibliotecario del infierno y supo de las memorias de un bufón y de los insomnes logogrifos; Heriberto descubrió los frutos del vacío, y le dio otros filos al fuego, compuso el discurso en la montaña de los muertos, encontró las sucesivas puertas y predicó verdades como templos en la patria del espejo; Gavrí echó a volar sus  pájaros de Ionit, sangró en los diarios del asco y en la temblorosa opacidad, tiene su propio campo de maniobras y sus calcetines usados, y a molido vidrio oscuro y ha vivido otros holocaustos y siente la nostalgia del Edén…

Y yo, vuelvo y repito, en la más agnóstica liturgia, los he convertido en mi credo cada vez que he palpado sus versos, los he olido, los he visto o les he encontrado el color y el sabor exacto, que es el sabor de cada uno y que yo he hecho mío, y me he dormido oyendo aún, en la infame duermevela, el tintineo de sus palabras descorriendo las cortinas de lo vívido y de lo imaginario, para devolverme la certeza de que en materia poética nada está perdido; ellos son una raza inextinguible.


Recuerde amigo lector, esto no es un axioma, es mi manera de descifrar, de ver, de catar, de palpar, la poesía. Usted seguramente lo verá, lo catará u oirá de otra. Cada interpretación sinestésica es diferente; cada nivel de entendimiento lector es igualmente disímil.

Hay tantas experiencias a la hora de enfrentarse a la poesía como granos de arena en una playa o estrellas en el universo.

«Cristales oscuros», Ana Bella López Biedma

Imagen by Lisa Runnels



Criaturas extrañas, las casas sin cristales iluminaban sus ojos con la tristeza de las farolas.

Él era la boca de tragarse noches y las manos del hambre. Y yo carne de pérdida.

Fue más la forma de violar el pensamiento, cuando la lengua taladró un agujero pulcro en mitad del cerebro y puso allí su nido de serpientes.

Eres mala.

Cierro los ojos. Veo el mar y una playa desierta. Canturreo sin mover los labios. No estoy aquí.

Tú eres la culpable.

Él me robó el apellido de todos los hombres. Después odié a mi padre. Lo odié tanto que casi lo perdí.

Cantar me devuelve la parte de mí que no sobrevive.

***

La sonrisa es un ave migratoria.

Con los dedos palpo su vacío en mi rostro. Toco la piel del llanto. Toco la nada.

No existe la primavera. Es una excusa del destino para volver más crudo el invierno. Yo no sentía el frío cuando era cadáver.

Migró también la luz de las pupilas, el tiempo de soñar y el cielo virgen. Ya no me encelo más con la alegría. Es demasiado agudo su filo para mis venas. Y al final lo pongo todo perdido.

***

A veces me siento enferma de ruido, ese ruido que alguna vez será silencio y ahora es un murmullo gris, espeso, desquiciante.

Soñarse en otra boca es ahogarse en un mar escuálido y turbio. Derramarse por la boca en una marea que se mueve siempre de dentro hacia fuera, que anega la otra boca y hace desaparecer el mundo. Lo otro es besarse sólo. Y solo.

Anoche soñé que estaba condenada a muerte. Esperaba en un patio que parecía un desierto. Nadie venía a despedirme. El miedo se agarraba a mi costado como un dios terrible y la muerte no era el dolor, el dolor era la soledad infinita, ese patio infinito, ese mar infinito.

Soy un alma diminuta que guarda las distancias para no romperse.

***

Besar una lápida es tan triste… se quedan ahí los besos, afuera del silencio, descolgados y en ruinas. Y tú los miras, tan ajenos, mientras aún te humean los labios y piensas que parecen las guirnaldas de un árbol de navidad en febrero.

Algunas veces me alegro de ser tan diminuta por dentro. No me cabe el dolor y sobrevivo a base de anestesia y prisa.

Reconozco el sabor de los charcos y todos los te quiero que se me quedaron varados en la boca.

***

No hace falta conocer el día exacto. Está ahí, agazapado, buscándote la lluvia y los despojos. Como el olor de un trueno, como el hambre que viene tras el hambre, se acomoda dentro de tus entrañas y espera. Es el final que llega y con él, el silencio.

La primera ventana al mundo emerge de los labios del deseo. Letanía dulce que acalla la razón y vuelve la piel líquida. Es el sueño que vive en otro sueño, del que nunca despiertas. La voz incandescente, la premura de un beso sin esquinas, la estación de un tren desnuda como un páramo y tus pasos, y sus pasos…

Y luego viene el pensamiento en vilo, el tragaluz de los quizás, el vuelo del mañana que no llega, las manos en un cuerpo como interrogantes, querer clonar la vida y converger dos líneas paralelas. Y todo goteándote la boca porque el alma también tiene los muslos de una mujer sin luna. Y así pasan las noches…

El último balcón tiene vistas al vacío. Allí, donde los días no son sino recuerdos de agua que destilan las manos y las lenguas, es donde te emborracha el dolor y desdibuja el sol de tu silueta, volviéndola de sombra y de costumbre. Allí se cierra el círculo y el mundo se vuelve inhóspito y fugaz como las cosas que no importan.

Por qué, dirás, por qué, sabiendo ya el destino de un infierno diminuto y febril donde sólo cabe tu nombre, por qué seguir siendo parte de un presente imposible. Porque estoy viva hoy y ves, es más de lo que dije nunca antes.

***

Estaba sola antes de estar sola. Envuelta en un papel de estraza arrugado y triste.

Estaba sola con mi soledad de orilla sin agua, sin pisadas, tan de arena que ni sed tenía.

Y me inventé un reflejo de luna para las noches largas, luminoso y frío, trazándome una línea en el suelo. Yo era la equilibrista de la sonrisa pintada y la pértiga sin límites.

Me lo inventaba todo. Por eso ya no hay nada.

«Vértigo», un relato de Juan Carlos González Caballero

Imagen by Cong Dug Nugyen

Aquella mañana había pensado en los últimos años de vacío, el abandono de las emociones, la vida que se le escapaba y el terror de no ver a nadie más que a nadie en el espejo.


Entendió su papel en aquella reunión que se celebraría más tarde y el pulso se le aceleró. La respiración se volvió dolorosa de solo pensar en lo que iba a ocurrir. Al mismo tiempo, el vello de la nuca volvía a erizarse como cuando era muy joven.

Había intercambiado alguna mirada con la de las pestañas que le agitaban la sangre cuando ocultaban y mostraban un misterioso fuego azul en fugaces parpadeos. Igual de fugaces que aquellos momentos en que se cruzaban por los pasillos, pero que nunca fueron más allá de los buenos días o las buenas tardes.

Él no tenía muy claro cómo iba a reaccionar ante la decisión de su padre, el dueño de la empresa, ya que tenía a la mayoría de accionistas en el bolsillo. Pero llevaba mucho tiempo rumiando sentimientos como los que albergó al despertarse esa mañana.

Su infancia siempre fue cómoda, de niño bien, y nunca se había despistado del itinerario que vigilaba un equipo de seguridad hermético y efectivo, hasta tal punto, que no podía distinguirlo de entre la rutina de días de colegios privados y todo tipo de actividades extraescolares, que lo aislaban de un mundo de realidades consideradas como de riesgo.

Había sido un hijo obediente hasta el extremo, incluso a veces, obligado bajo presiones y amenazas cuando ponía en duda la ética de actos que se tambaleaban en los límites de lo legal, por encima del cielo y del infierno. Su madre, fallecida pocos meses antes, se encargó de convertirlo en una pieza clave dentro del comité de accionistas al hacerle heredero de sus participaciones.

En la sala, muchos mostraron sus sonrisas de hiena y él no quiso mirarlos cuando ocupó su asiento. Le invadió una horrible sensación de mareo, como perder la gravedad desde el cuenco más alto de una noria de feria.
La de aquellos azules reconoció la desolación y el vértigo con sólo ver la palidez de ese hombre tímido de los pasillos. Le hizo revivir un rictus familiar que le había transfigurado el rostro en demasiadas ocasiones. Y entonces le guiñó, desde aquel azul pestañeo, cómplice, frente a decenas de silencios y muecas paternalistas.

Él la vio dejar su silueta esbelta, su perfume y su buen hacer detrás, en las oficinas en las que había trabajado mucho y bien a cambio de muy poco y de tratos humillantes. No les iba a dar el placer de que la echaran, así que se anticipó a esa ceremonia bochornosa.
Mientras pasaba junto a él, que continuaba observándola, se inclinó para besarlo en los labios, como un susurro.

Nadie se sorprendió tras el portazo ni al verla tropezar, debido a sus tacones,
antes de dejar atrás el quicio mental de los miembros del comité que llevaban horas tramitando despidos improcedentes de sus empleados. Los diezmaban bajo las estrategias que proporcionaba un equipo de abogados.

Él la siguió hasta la calle. Se sintió pletórico.
Hacía frío afuera, el otoño tomaba las riendas con su luz menguante y la ciudad amenazaba con engullir la estela de una melena suelta y brillante que intentaba abrirse paso entre los transeúntes.

Le costó alcanzarla porque ella iba ahora descalza, con los zapatos en una mano, mientras que con la otra intentaba apartar a la masa de gente que entorpecía aquella especie de fuga. Consiguió que se girase al llamarla por su nombre y sus cuerpos chocaron en un abrazo como en un vuelo de baile. A ambos les brillaban lágrimas en la cara que no terminaban de romper.

A él lo estuvieron buscando como si fuera un delincuente durante el resto de la jornada, porque su padre se negaba a asumir que algo escapase a su control, incluida la familia.

El rastreo se prolongó hasta que la noticia fue trepando hasta la última planta de aquel avispero de cifras y muertos vivos trajeados.
Al día siguiente, el hombre poderoso dejaba caer el teléfono sin percatarse de que el auricular había quedado colgando, como un ahorcado, del borde de la mesa señorial de madera noble y sutiles filigranas doradas.

La voz al otro lado del cable le había descrito la imagen de una pareja joven que se besaba envuelta por las luces rutilantes de la gran avenida.

«Hiperbreves, breves y otras delicadezas», Silvana Pressacco

Imagen by Olcam Ertem

Poética hiperbreve

Inventé un mundo tan lejos de mí que ahora no encuentro un pájaro que me quiera regresar.




Ante la oscuridad del mundo abro las ventanas hacia mi adentro porque allí los fantasmas son conocidos verdugos a los que ya no les temo.




Por proyectar tantos vuelos he olvidado cómo agitar las alas.





Deseo un pedacito de brillo entre las sombras para que mi memoria vislumbre lo que tengo antes de que la vida reproche mi ceguera.




Hay batallas que nunca suceden porque las manos se encierran para lastimar la propia carne, para que el dolor que causa esa impotencia silencie la boca de los vía fora. Es inútil enfrentarse al enemigo si nuestro corazón es el que lleva su estandarte.




En muchas oportunidades me propuse modificar la rapidez con la que transito por la vida porque, siempre confabulada con mi responsabilidad, impidió que disfrutara de muchos paisajes que dejé atrás. No puedo victimizarme porque mientras mantenía la mirada fija en el cartel de llegada sabía que no había caminos de retorno.
Mis talones nunca encuentran una fuerza externa que resista el empuje de las obligaciones. Sigo el trayecto vencida por la inercia.




El aire que regalaba por estas fechas gestos y mates sin apuros, se convirtió en un huracán que empuja y que bate todos mis costados. Nunca sospeché que las estaciones nacían y morían dentro de uno y que mi invierno fuera inmortal.




Cuando me busco cierro los párpados. Cuando necesito sentir o pensar apago la luz del afuera. ¿Será que la verdad se pega al reverso de los ojos? ¿Qué es lo que ellos ven que enceguece el entendimiento? ¿Por qué si en el silencio oscuro de mi habitación la verdad es tan clara, por la mañana ando a tientas?




De qué vale la fortaleza de las raíces, para qué el crecimiento y el cuidado de las ramas para albergar muchos nidos.
Se están robando la tierra y las semillas y hasta la lluvia quiere abandonar el ahora y el futuro.



Mi yo monocromático


Estoy paralizada ante un campo de matas y espinas. Permanezco rígida hasta en mis pensamientos, agobiada de tanto color marrón. Marrón el camino que atraviesa la planicie como si fuera un tajo de muerte en un cuero incapacitado de sangrar. Marrón el horizonte, el cielo, el reloj. Marrón seco, marrón amarillento como el color de la muerte, de la desilusión. Todo es marrón afuera, todo es marrón en mi adentro, todo es del color de la tierra gastada, sin aromas, sin semillas; del color de la tierra que solo vive inviernos.
Aguardo
Y sigo aquí, en la esquina de los intentos, aguardando que el tiempo se detenga alguna vez ante un semáforo para que pueda cruzar la vida sin miedo a que su hambre egoísta arranque las plumas que resguardo apretadas a mi carne. Quiero recordar el sonido de mis propios pasos, reconocer entre tantas sombras mi silueta y sorprenderme de nuevo con el alumbramiento de esas palabras que me tomaban de la mano para llevarme por la vereda que conduce hacia mi adentro.



No es traición


Desde que las palabras son de mi propiedad tus ojos están llenos de preguntas. Duele tu mirada mientras escuchas la verdad. Una verdad que limará las costras viejas y permitirá reencontrarnos con lo que somos y con lo que sentimos.

Los motivos de mi decisión quedan sobre la mesa junto a tus manos entrelazadas. Unas manos grandes que no saludan al desamor que presento y reprimen el deseo de ahorcar mis razones.

Mi sinceridad sin anestesia colgó algo pesado de tus hombros. Tu aspecto de niño triste conmueve; tanto, que me confunde. Pero logro ignorarte porque me resulta difícil continuar sin restos y abandonar a la guerrera que soy detrás de un escudo de conformismo.

En la vida nada es definitivo y mis sentimientos entregaron las armas convencidos de que luchaban por una causa de mentira. Llamalo locura si querés, egoísmo, pero no traición. Traición sería el silencio y seguir compartiendo un maquillaje cada vez más inútil.

No me retengas, esta vez gana mi fuerza sobre tu dolor

«Le Professeur», «La abeja reina», «La Vanidosa y yo», relatos de Sergio Oncina

Imagen by Hermann & Ritcher

Le Professeur



De niño quería ser periodista deportivo y escribir, no sé si por ese orden. El deseo consistía en trasladar las emociones que a mí me provocaba la competición y que el lector supiera que se enfrentaba a un texto escrito desde la admiración. Permanecer cerca de mis ídolos y saber qué se siente en los momentos de máximo esfuerzo.

En esa época el ciclismo era un deporte épico y, sin duda, el preferido para que volase mi imaginación con las gestas de mis ídolos.

Me quedé con las ganas de narrar como el norteamericano Greg Lemond arrebataba el Tour de Francia en la última contrarreloj a la figura local, el francés Laurent Fignon, amado y odiado al mismo tiempo por su carácter indómito.

Después de más de 3.000 kilómetros en sus piernas llegaban a la última contrarreloj con solo cincuenta segundos de ventaja para el corredor galo. Un espectacular recorrido entre Versalles y París dirimiría el ganador de la edición del Tour de 1989.

Fignon era un ciclista con aspecto intelectual, gafitas redondas y coleta al viento, pero de sangre caliente, espíritu guerrero y pocos pelos en la lengua. Cariñosamente apodado como Le Professeur, en contraposición a la imagen tosca de su primer gran rival Le Blaireau (El Tejón) Bernard Hinault al que privó de superar el récord histórico de victorias absolutas en el Tour.

Greg Lemond era un corredor frío, alejado de las pasiones que provocaba su deporte en Europa. Competía para ganar, medía sus esfuerzos y guardaba las fuerzas para desgastarse en el lugar adecuado.

El Profesor, imagen de un ciclismo antiguo y pasional, fue derrotado por el profesional americano. Tan solo una diferencia de ocho segundos, la más nimia de la historia, le separó de la gloria. Los aficionados franceses lloraron esa derrota como si fuera suya, como si predijeran que 40 años después persistiría la sequía de triunfos nacionales en su carrera. Digo su carrera porque para Francia el Tour no es una competición más, es un símbolo del país, un orgullo, ¿y qué puede haber más orgulloso de sí mismo que un francés?

En el resto del mundo se celebró más el varapalo recibido por el díscolo Fignon que la victoria del estadounidense. Yo tenía ocho años y fui feliz.

Hoy en día, con Laurent Fignon fallecido y Greg Lemond convertido en imagen del primer ciclismo moderno, los aficionados neutrales echamos de menos la furia del viento, la mala leche, el ataque inesperado del más débil y las declaraciones desde las entrañas después de las etapas.

Su cuerpo descansa en el cementerio parisino de Pere Lacheise, y los guías turísticos lo nombran junto a nombres como Moliere, Oscar Wilde, Jim Morrison, Chopin, Édith Piaf o Cyranno de Bergerac.


La abeja reina



En 2020 por primera vez en la historia el Tour no se ha corrido en julio, la pandemia lo trasladó al mes de septiembre. Los franceses que partían como aspirantes quedaron muy pronto descartados para la victoria final.

El ciclismo es un deporte paradigma de los avances tecnológicos, cada corredor cuenta con un potenciómetro que mide los watios que usa en cada esfuerzo, los directores de equipo dan órdenes precisas a sus corredores a través de auriculares inalámbricos, los miembros de cada formación están supeditados a su jefe de filas y trabajan como un bloque para él.

Con estos mimbres es difícil que la épica surja, que el aficionado se levanté del sofá con el corazón acelerado porque su corredor favorito busca un imposible derramando en solitario a cien kilómetros de la meta. Y, sin embargo, algunos aún confiamos en ver un nuevo Fignon al que después odiar y amar a partes iguales por gabacho.

La edición actual transcurrió de un modo similar a las de las últimas décadas: un duro esloveno se colocó líder de la general muy pronto. Su equipo, que vestía de amarillo y negro, dominaba la carrera en todos los terrenos y su abeja reina, el esloveno Primoz Roglic, parecía inexpugnable.

El segundo de la general había perdido tiempo en una etapa intrascendente debido a una caída de varios ciclistas. También se trataba de un esloveno, el joven Tadej Pogačar.

Inexplicablemente un pequeño país balcánico sin casi tradición ciclista contaba con dos opciones de victoria. Todo apuntaba a la victoria final del corredor más veterano.

Llegó la crono final y Primoz aventajaba a Tadej en un minuto, en esta ocasión la etapa finalizaba en un puerto de montaña al que se llegaba tras un llano. Los equipos lo tenían todo medido y preparado: habría un cambio de bici cuando comenzase la subida, cada ciclista sabía cuál era el máximo de potencia que podría desarrollar y el número de dientes de los platos y piñones que usaría en cada segmento de la prueba.

Tadej sale fuerte y al llegar a pie de puerto ha recuperado la mayor parte del tiempo perdido, posiblemente haya forzado más de la cuenta en este terreno. Cuando se produce el cambio de montura se desprende también del potenciómetro y comienza la ascensión dejándose llevar por sus sensaciones. En cada pendiente se retuerce y sus gestos de esfuerzo contagian su dolor al espectador.

La carrera cambia. El joven Pogačar mejora los tiempos de todos sus rivales. Su compatriota entra en crisis y pierde el Tour de Francia. Como en 1989 la última contrarreloj decide quién es el ganador final y, esta vez, el corazón vence al cerebro.


La Vanidosa y yo



El mismo día que me fabricaron ya presumieron de mí subiéndome el ego hasta las nubes: «Es perfecta, de cuero como las de antes y le hemos añadido un protector de piel para que ni se moje ni se estropee. Mirad que diseño, es moderno, aerodinámico y ligero. Si os la calzáis veréis que es como un guante».

No cabía en mí de orgullo. Tenía una gemela, idéntica pero asimétrica. Qué guapa era la jodida, tanto como yo. Me miraba en ella como Narciso en el agua.

«Su precio es, nada más y nada menos que 189€, estas botas no las va a comprar cualquier mindundi, están fabricadas para profesionales. Van a ser aplaudidas y veneradas»
Luego me señalaron, a mí directamente, no a mi hermanita: «Fijad la atención en esta, qué elasticidad y tersura. Amortigua la pelota como si la agarrases con la mano. Tiene suela multitacos y puedes montar tacos de goma o de aluminio ¿Cuántos goles meterá? Cientos o miles por lo menos. Se van a caer las gradas de los estadios celebrando sus goles. Si las compra un delantero se va a hinchar porque es ideal para patear faltas y penaltis»

Cuánta gloria me esperaba. Mi gemela estaba un poco mosca porque yo era siempre la elegida para las demostraciones. Fue envidiosa, egoísta y mala desde que nacimos. A partir de este momento la llamaré «La Vanidosa» para que quede claro quién es y cómo actúa.
No quiero decir que yo no tenga mi vanidad o mi orgullo, pero yo nunca me hubiera comportado como se comportó ella. La Vanidosa es una pécora traicionera, una víbora con afán de protagonismo.

Qué felices estábamos cuando nos compraron, nos llevaban en un palé junto a varias compañeras, todas en nuestras cajitas. Yo iba arrimadita a La Vanidosa porque aún no sabía lo maléfica que era.

No pasamos por ninguna tienda. Llegamos al club directamente. Un señor muy amable nos acarició con un trapo y nos colocó debajo de unas taquillas con las fotos de nuestros futuros dueños. A La Vanidosa y a mí nos correspondió la taquilla de un jugador rubito con melenita, una gomita para sujetar el pelo y pinta de guaperas nenaza. Mal empezamos, pensé.
Al lado posaron su equipación. Busqué con avidez el número de la camiseta esperando un dorsal 9, un 10 o, como mal menor, un 7, un 11 o un 8. Pero ni siquiera era un número entre el 1 y el 11, nos habían colocado en la taquilla del 14. Comenzaba a caerme mal el tipo que vestía ese número insulso y todavía ni siquiera habíamos olido el césped recién cortado.
Yo tenía nociones futbolísticas del pasado, puede que en otra vida fuese un balón de fútbol porque me acordaba del 14 de Johan Cruyff y del 23 de David Beckham, que pese a su aspecto impoluto era un centrocampista goleador. Yo hubiera encajado a la perfección en el pie derecho de David, hasta se hubiera olvidado de Victoria Adams por mí.
Así que, gracias al ejemplo de Beckham y Cruyff, aún conservaba una pequeña dosis de esperanza. Leí el nombre que figuraba en la camiseta: Guti. No me gustó. Qué poco atractivo. Ronaldinho, Mijatovic, Caniggia, Rui Costa… esos sí son nombres de cracks. ¿Pero Guti? Ese es el apodo de un niño gamberro en un colegio.

Pues el muy cabronazo de Guti resultó ser un gran jugador, en su campo le aplaudían muchísimo y en los campos de los rivales le pitaban y cantaban con pasión: ¡Guti, Guti, Guti… maricón! El primer día que salimos juntos fue como visitantes y me dolió el insulto. Con el paso de los partidos yo misma coreaba el cántico y apostillaba para mis adentros: «Hijoputa y cabrón».

La Vanidosa lo idolatraba, eran tal para cuál. Qué falsos con sus cintas y sus regatitos, haciendo como que me pasaban la pelota y, cuando ya acariciaba la idea de dar un pase o disparar a puerta, todo era parte del engaño y La Vanidosa la pisaba, la dormía y la mandaba con suavidad a algún otro compañero, que, por caprichos del destino, sí sabía manejar la diestra. Porque el capullo de Guti pasaba olímpicamente de su pie derecho, no me hacía ni puto caso, había partidos que en noventa minutos yo solo rozaba el balón un par de veces y sin ninguna emoción.
Cuando marcábamos goles siempre eran La Vanidosa y El Vanidoso los protagonistas absolutos y, si uno de sus pases finalizaba en gol, se arrodillaban a sus pies y frotaban a La Vanidosa como si el mérito fuera solamente suyo, como si yo no hubiera corrido y no me hubiera apoyado a la perfección en el césped para mantener el equilibrio.

Reconozco que algo (un poco) de envidia sí tenía. Daos cuenta de que aguantaba humillaciones tales como que el balón fuera perfecto para que yo centrase al área y Guti, el muy capullo, doblara su zurda por detrás de mí y usase a La Vanidosa para golpear el balón en un escorzo que llamaban rabona.
La gente los aclamaba enfervorecida y yo solo quería que me quisieran. ¿Tanto era pedir un poco de cariño?

Una vez nos quedamos solos los tres, enfrente de la portería y con el guardameta vencido. Era mi momento, presentía que por fin me dejarían empujar el balón a las mallas. No estaba nerviosa, al revés, estaba preparada, atenta y ansiosa por recibir los parabienes del público.
Qué decepción cuando El Vanidoso no tuvo la delicadeza de pensar en mí. Preparó la parte interna de su pie izquierdo y no lo pude evitar. Sé que no debí, pero usé todas mis fuerzas para llegar a la pelota antes que La Vanidosa. No salió bien ya que Guti va de estrellita, pero es muy torpe y se cayó dejándome sin gol.
Salimos en todos los resúmenes deportivos de la semana. Fuimos el hazmerreír del mundo futbolístico. ¿Qué le costaba dejarme ser, por una vez, feliz? Desagradecido. Después me echaba la culpa delante de sus compañeros «la bota derecha no se agarró bien al césped». Me quiso jubilar, menos mal que el señor amable, que era el utillero, le convenció para cambiarme solo los tacos.

El Vanidoso es un desagradecido y un desgraciado, cuando el terreno está embarrado o los jugadores rivales sueltan alguna patada malintencionada no hay distinciones, eso nos toca sufrirlo a todos por igual. Cuánto he galopado yo de lado a lado de la cancha para lucimiento de La Vanidosa y El Vanidoso.

Para qué no tengáis dudas de lo que hablo os voy a contar el ejemplo supremo de egoísmo y falta de lealtad:
Jugábamos en Coruña y Guti vestía de negro, el equipo jugaba bien y, como siempre, yo no rascaba bola. Pero de repente El Vanidoso recibió el balón en la frontal, se escoró a la derecha mientras avanzaba hasta el borde del área pequeña. El portero se adelantó y dejó un ligero hueco entre el palo y él. Yo lo tenía clarísimo, si me usaba era gol seguro. ¡Un golazo!, ¡un golazo mío!, me relamía.

Pero La Vanidosa no pensaba lo mismo y, cuando El Vanidoso amagó golpear conmigo, se entrometió. La muy atrevida se cruzó y acarició la bola con el taquito desplazándola hacia atrás en una jugada ilógica.
Robó mi gol. Me robaron la gloria.
Iba a abroncarla cuando apareció nuestro 9 por detrás y empujó a la red el balón.
Tuve que callarme otra vez. Los odio.

«Carne rebozada fría», relato de Jordana Amorós

La carne rebozada fría no vale nada.

En cambio la tortilla de patatas incluso está mejor de un día para otro, pero hoy no toca.

No necesita ni abrir el recipiente para saber lo que va a encontrar. Su madre es previsible….claro que tampoco tiene demasiado tiempo por las mañanas para ponerse creativa , así que es fiel a sus rutinas: Lunes, albóndigas, martes, pescado empanado, miércoles, ensalada de pasta …

Pero… ¿ Qué día es hoy? ¡ Conejo con tomate!


Y está para chuparse los dedos.
Acaba de comer y regresa a su tarea.

En las primeras horas de la tarde, los apresurados viajeros, sin darse apenas cuenta, ralentizan un poco su paso .

¡ Qué bien suena hoy ese violín!

Y los desangelados túneles del metro se llenan por un momento de un ambiente festivo de domingo .

**************

La carne rebozada fría no vale nada.

Era algo que, quizás por habérselo escuchado a su madre, siempre se decía. Y que era un crimen echar a perder un estupendo filete no comiéndolo recién hecho. Aun así, el que se había preparado para cenar esa noche, por más que desprendía un aroma apetitoso, se enfriaba, olvidado sobre la mesa….

Pero es que era superior a sus fuerzas, apenas percibió su presencia ,no había tenido más remedio que coger el espray y buscar compulsivamente al intruso.

Desde niño había sentido una intensa fobia hacia los insectos, hacia cualquier «bicho» en general, que últimamente se había agudizado, pues ellos ,como sintiéndose atraídos por aquella aversión, habían decidido perseguirlo.

Ciempiés, cucarachas, escarabajos, arañas…apareciendo en los lugares más insospechados, estaban convirtiendo su vida en un verdadero infierno.

Y ahora aquel zumbido … ¿Dónde diablos se escondería la mosca que estaba a punto de enloquecerlo?

Pero sabía cómo burlarse de ella.

Abrió el aparador y sacó del fondo la botella.


**************
La carne rebozada fría no vale nada.

Pero es que no queda mucho más en el frigorífico, apenas unas cuantas hortalizas sin demasiado lustre, aunque no es la primera vez que se enfrenta a la situación y con un poco de ingenio sabe cómo solventarla.

Cuando suena el timbre , la mejor de sus sonrisas los recibe en la puerta.

—¿A que no sabéis qué tenemos hoy para cenar?
Con el hambre que traigo me comería un elefante.
¡Que exagerado eres, Toño!
¡Os he preparado… ! «¡¡¡Piratas del Caribe»!!!.


Los niños devoran con rapidez las humildes viandas, dispuestas en los platos con esmero

Y de postre ¿ Qué hay, mami?
No, hoy no nos queda nada, cielo.


Esa noche ella se cena su vergüenza.

Mañana volverá a la esquina.


*************
La carne rebozada fría no vale nada.

Siempre es igual, después de las obligadas celebraciones familiares, una semana comiendo sobras.

Y rumiando indirectas dirigidas con puntería a la zona de flotación:

a)- ¡Cuánto tiempo llevo sin ver a Alberto!
b)-Yo pensaba que hoy,«en tu cumpleaños» , haría una excepción y sacaría un ratito para estar con nosotros…
c)-Lástima que lo «desborde el trabajo»
d)-Y eso que por lo que dicen su «secretaria» es « muy eficiente
»

e), f), g) ,h), i)……

El puding también fue a parar a la basura. Nada sabe bien frío.

O quizás sí…

Imaginó la escena :

A la jubilación de la prima Conchita pensaba presentarse en su flamante descapotable rojo.

Y del brazo de su amante cubano.

«Al encuentro del día», «En aras de la libertad», «Dèjá vù», relatos de María José Quesada

Imagen by Paolo Chieselli

Al encuentro del día

Tomó el abrigo que colgaba del perchero de pared y se vistió con él cerrando toda la abotonadura. Después se caló el sombrero y salió de casa.
Avanzó por la vereda de árboles huesudos y otoñales, desprovistos de ternura: ni una hoja ni una flor, y una cancioncilla que empezó a merodear por su cabeza terminó bailándole en la boca:

—En la noche de la nochebuena cuando los pastores…

Más tarde, ya a pie de prado, buscó una piedra donde sentarte y allí, acomodado en ella, se mantuvo pensativo al tiempo que pulsaba el borde de su sombrero dándole vueltecitas entre sus manos.

Una bandada de aves le hizo levantar la mirada persiguiendo su ruta.

—Míralas, qué felices van ellas, y no digo nada del rebaño del tío Paco, que por allá se escuchan los cencerros y el ladrido de Japonés.

Marcial lo sorprendió en sus divagaciones. Llegaba el hombre montado en su bicicleta con un pedaleo tan lento que era cosa de magia que conservara el equilibrio.

La dejó apoyada en un árbol y se acercó a Ignacio.

—Qué hay, paisano —dijo a modo de saludo.

El hombre del sombrero se giró dándole los buenos días, se levantó del duro asiento y le palmeó la espalda.

—Nada, aquí andamos, estirando las piernas y dándole gracia a la vista.
—Oye, pues llevo en el canasto de la bicicleta un vino y un tocino que ese sí que va a darle gracia al estómago.

Marcial sacó aquellas poderosas viandas contra el frío y la misma piedra que antes sirvió de asiento se ofreció ahora de mesa.


Tengo también una navaja en el bolsillo—añadió, buscándola en su pantalón—, me la trajo mi hijo cuando vino de Suiza, es, no veas la de utensilios que lleva, hasta sacacorchos.

El tío Paco, que andaba entre su rebaño color crema, destacando como una viruta de chocolate en medio de una tarta, los vio de lejos. Oído tenía poco pero gozaba de una vista de lince.

Levantó la mano desde la lejanía y los dos hombres le correspondieron agitando las suyas en signo de convocatoria. Cinco minutos más tarde ya estaba Paco en derredor del inesperado almuerzo.

El pastor sacó del zurrón un trozo de queso y otro de turrón y lo añadió al festín.

En esto que pasó por allí Manuela, la sobrina de Marcial, que iba a repartir el pan nuestro de cada día, y le hicieron el alto con toda la autoridad que el parentesco y la amistad admite.

La muchacha detuvo la camioneta y tras los correspondientes y correspondidos saludos añadió un pan redondo y hermoso. No la dejaron marchar sin probar bocado.

No se sabe qué diría la muchacha en el pueblo porque, al rato de haberse ido, advirtieron a un grupo de gente que se acercaba por el camino.

—Parece una manifestación, —dijo el pastor.

Cuando aquel grupo compacto estuvo más cerca se dieron cuenta de que no era tanta gente como parecía, contaron seis cabezas a lo sumo, que portaban bultos en las manos y todos tenían cara, y nombre y… empanadillas y pasteles de carne, mantecados, una botella de anís dulce, una guitarra, una pandereta…
Y aquella mañana, sin esperarlo, se armó el Belén.


En aras de la libertad


Atravesando la vereda de cedros que daba la bienvenida, llegaron al pueblo en un carromato tirado por dos mulas . Un hombre recio y de amable semblante lo conducía. A su lado, aprendiendo, posiblemente, el mismo oficio, iba un chiquillo de doce años que con un palito en la mano hacía como que azuzaba a los animales. En la parte de atrás del carro, cubierto éste de arpillera sobre un marco de madera, había toda clase de enseres: sartenes, cazos, tazas, cuchillos, coladores, una piedra de amolar, saquitos de poleo y otras hierbas digestivas y, pegado al asiento donde sus espaldas hacían frontera con la tienda de atrás, un hueco libre donde ellos pasaban la noche.


Cuando las mujeres escucharon aquel tintineo metálico comenzaron a salir de sus casas. Era la visita semanal a aquella villa y muchas de ellas iban a recoger los encargos de la semana anterior.


Un corro de niños acudió al encuentro. Les gustaba curiosear aquella guarnición y acariciar a las mulas que muy dóciles se prestaban a ello. El niño auriga se unió al grupo infantil y se las presentó, les dijo que la de color marrón se llamaba Flora y que la otra más morena era Lunar.


—Qué suerte tienes, siempre viajando de pueblo en pueblo, viendo cosas nuevas —le dijo uno de los muchachos.
—Sí —respondió el niño sintiéndose importante—. Dice mi padre que nunca nos detenemos en un lugar fijo para siempre porque somos espíritus libres.
—Mecachis, es verdad —contestó otro chiquillo del grupo— nosotros tenemos que ir a la escuela aunque llueva y todo, y los domingos nos obligan a ir a misa aunque no entendamos lo que dice el cura pero cuando yo sea mayor también voy a ser un espíritu libre.

Al cabo de tres horas el conjunto ambulante se perdió en la lejanía ofrecida por los brazos del camino.

El niño, muy calladito, buceaba en su interior, imaginaba la prisión de aquellos que quedaron en el pueblo, luego miró atrás, a su habitación, dirigió la mirada a su padre y le preguntó:

—Papá, ¿cuánto nos falta para dejar de ser libres?


Déjà vu


Había llegado el momento de su final, ya no era útil, su tiempo de actividad había terminado y alguien tuvo la gentileza de darle una despedida digna conforme a su clase. No hubo sonrisas ni lágrimas pero a ella le habría gustado un último viaje por la ciudad, volver, una vez más, a las calles por las que tanto la habían llevado aunque ésta vez fuera sola.


La enterraron mal, en una fosa común demasiado llena y dejándole una mano o una oreja afuera. Pero fuera lo que fuese no hizo falta más para que el viento la reviviera proféticamente con un: levántate y anda.


Elevó su ligero cuerpo y comenzó su tránsito por las calles del barrio. Un rosal, en la prisa de su carrera, le desgarró parte de su tejido, hecho que no le importó y continuó su sprint hasta darse de bruces con la cara de un transeúnte que se la quitó de encima mascullando palabras de asco.


En su prisa cruzó el tráfico rodado de la avenida principal, con el semáforo en rojo, esquivando los coches hasta llegar a la otra acera en donde fue perdiendo fuerzas para caer al suelo dando vueltas como una peonza. Se arrastró unos metros y volvió a su correteo sorteando a la gente, la gente evitándola…Fue fantástica aquella sensación de sentirse libre así que no consentiría que la usaran más ni que volvieran a meterla en aquel departamento de las cosas sin vida. Pero toda acción necesita un stress vital y el viento cesó. Quedó entonces arrinconada, tirada contra la pared de un edificio hasta que un hombre vestido de uniforme y con un arma letal en la mano se fijó en ella. Sintió que su tiempo de gloria había acabado y así fue. El hombre arremetió contra ella con su escoba y fue depositada nuevamente en el contenedor amarillo.


Es posible que alguien tenga una bolsa que cada vez que sale a la calle siente un déjà vu, como la mía, que dice, según por dónde pase, yo ya he estado aquí.


«Entre lo reflexivo, lo poético», prosas breves de Morgana de Palacios

Imagen by Nika Akin

Las palabras, los gestos, los énfasis, los silencios, los hermetismos metafóricos.
La incógnita soy yo y el agujero negro de mi historia.



Entre el arrebato y la reflexión


A mí me falta el aire por momentos. Tengo un bloqueo alveolar, sin duda, porque el oxígeno se niega a mis pulmones.
A mí me falta el aire y yo le echo la culpa a los cuarenta cigarrillos diarios y a este andar con prisa de la Ceca a la Meca, solucionando entuertos propios y ajenos, con la certeza de que surgirán otros, así que ni siquiera disfruto de una victoria mínimamente duradera.
Ya sé que las cosas podrían ir peor (alguien saldrá con Murphi) pero a mí me sigue faltando el aire y me enrabio miserablemente porque, si lo pienso, es lo único gratis que te da la vida.

Todo lo demás cuesta un riñón y, repito, a mí me falta el puto aire, aunque la espirometría que me acabo de hacer diga que estoy al cien por cien de mi capacidad respiratoria, pese a tantos años fumando, y mi amiga la doc se empeñe en que en esa prueba es imposible el fallo.
Hay pulmones y pulmones, me dijo la incrédula enfermera que se jactaba de no haber cedido jamás a ningún vicio. Y la creí, vaya que la creí, tenía cara de desconocer incluso la tentación, cuanto más el placer que puede suponer caer en alguna, de vez en cuando.
Ya veo que van a empezar con el cuento de los ataques de ansiedad por algún tipo de estrés. Antes nadie sabía qué era el estrés, todo lo más se hablaba de esplín y si era asunto femenino, de histerismo, pero ahora todo es consecuencia del estrés y hasta los cosechadores de nabos padecen estrés por la rutina.

No me gustan las connotaciones porno de la palabra ansiosa, porque siempre se me viene a la cabeza la imagen de una tipa de ojos desorbitadamente lelos y boca enorme engullendo cualquier cosa con forma de banana como si le fuera la vida en ello, y estresada es de la familia del estragada que, según mi abuela, era algo como estar cagada y el agua lejos, así que me quedo con el histerismo que es más literario y guarda un cierto enigma. No es nada raro escuchar eso de ¿qué le pasara a esta tía que siempre está histérica? aunque la contestación siempre sea la misma carente de toda imaginación: nada, no le pasa nada, salvo que necesita un buen polvo.

¿Histérica?, psssssssss, como que tampoco, pero empiezo a pensar que este hijo de puta se me ha llevado el aire colgado de la boca, y va a ser eso.
Todo, con tal de no echarle la culpa a los 140 kilos, obvio.

Miputamadre.


El blog


Tendré que hacerme un blog para escupir lo que malinterpreto.
Un blog rojo pasión, lleno de insinuaciones, donde pueda decir aquello que no digo, mientras oigo comadres, distraída y cazo musarañas.

Un blog de amor y odio, de reverberaciones y silencios, de qué lista que soy-jódete y baila, de sólamente escucho mis voces interiores.
Un blog que recopile los peros y las dudas, los para qué sin un por qué que llevarse a la neura y el arsenal de cartas que nunca te escribí.

Un mandala inexpugnable que me haga un ente en exclusiva entre la marabunta de blogueros.

No me explico qué hago sin un blog, si hasta el más idiota tiene uno, porque si no, no existe.
Un luminoso blog que avale cualquier crimen que pueda cometer en defensa propia, y donde tu nombre no aparezca jamás entre los cientos de nombres que se nombran.

Ahhh un blog, un vacío conceptual esperando mi cicuta de relleno, un estruendo letrálico, un sinvivir a machamartillo, el paso definitivo a la posteridad gloriosa, porque el que calla, otorga, y no me da la gana otorgar un carajo.

Un blog, sí, un blog, ni más ni menos que un puto blog.
Y sálvese quien pueda.



De lo conmovedor


Ahora que soy mayor para opositar a hindú, me da pena la vida.

Todo lo que está vivo me conmueve, así que evito pisar bichos en el campo, aparto delicadamente a las hormigas culonas que se me suben a la tortilla, o a las empapuzadas de Coca Cola, no vaya a ser que me trague alguna sin apercibirme, y me la paso eludiendo los nuevos brotes cuando camino por el pinar cercano.

Algo extraño me está sucediendo. Las malas hierbas rebosan mis arriates de flores y tienen toda la pinta de llegar a convertirse en algo parecido a la selva orinoco-amazónica. Ayer mismo se me cruzó en el paso una cucaracha de color caramelo y desvié la vista, simplemente, pese a la enorme fobia que me inspiran y que siempre me llevó al pisotón certero sin pensármelo dos veces.

Me estoy ablandando como un soufflé y me dedico a mantener vivos a animales viejos y con taras: Un periquito índigo con una sola pata útil, que no se mantiene en pie ni entrenándose; un perro absolutamente sordo que me mira con cara de desconcierto porque el silencio mundial debe parecerle una conspiración en toda regla; una gata bulímica que disfruta provocándose el vómito a base de hierbajos y decorándome las alfombras, y algún loco que otro, consentido.

Ahora que me queda poca, me da pena la vida.
Sin duda, estoy kaputt.


Yo no era


Yo no era una carta de amor, aunque escribiera cientos. No era un cúmulo de preguntas idiotas que se lanzan al aire sin esperar respuesta con tal de figurar como escritora, ni una traducción al esperanto de poemas ajenos.
El exotismo en mí se limitaba a ser lo más cercano desde la enormidad de la distancia, la hondura frente a frente y día a día, porque no hubo uno en que estuviera ausente del latido, con el talento intacto y palpitante y la caricia pronta.

Nunca fuí insomnio, sino voluntad. Mi férrea voluntad como un viático nocturno de extrema transparencia.

Pero llegó un mal trece con su aguijón de Agosto, mientras ardía el mundo a mi costado y me mudé al sótano de sombras como otros se mudan a casas imposibles a buscarse a sí mismos, en medio de una taiga imaginaria alfombrada de libros que despierten a los asombros muertos.

Nunca me imaginé tanto temblor en la voz del silencio.
La seducción del agua intentando abrir brecha, gota a gota de poesía líquida, en una piedra larga, lisa y lánguida, tan pagada de sí como inmutable, me aguaceró los ojos de insistencia.

Bram Stoker de caza y yo en la inopia, espantando vampiros luctuosos con las manos atadas por el sueño.
Siempre se cumple Agosto y termina clavado como una estaca canicular en el corazón del pánico, incluso si equivoca el objetivo y se le escapa incólume la presa.

Porque la virtualidad es una inválida que esconde la verdad de la cojera, soy un daño colateral con el que ya contaba y el único que no puede asombrarle.

Siempre lo supe, el ático de pájaros no existe.


Una cuestión de hambre


Será porque ha pasado por demasiadas pérdidas, que no pasa por mí como algo inefable, como algo líquido y fluyente que arrastra la miseria de la memoria y alguna que otra brizna de esperanza.

Se ha vuelto consistente y necesario como un desayuno cotidiano para un estómago repleto de vacío.
Podría prescindir de él hasta el almuerzo con sólo una molestia controlable, mas a la hora de la cena ya tendría un motivo imperioso para llevármelo a la boca de la desmotivación.

Qué belleza letal la de su desnudez devolviéndole el ansia a mis papilas, desperezándose en blanco y negro sobre mi lengua.

Qué extraño estar tan cerca con tan sólo el asombro de por medio para paliar el hambre.


Escalada


Siempre estoy escalando en el vacío, con el cuerpo pegado a mi sombra erizada en el reto. Siempre interpretando gestos irremediables y díscolos para cualquier ojo, terminando las frases que se quedan a medias, como si realmente me importaran.
Podría dejarme caer desde la altura sobre cualquier poema donde recuerde a un hombre caleidoscópico, y sería una forma de venganza sutil.
¿Acaso no lo son todos los sacrificios?.

¿Qué estás planeando tan seria y tan sola? me preguntó, la muerte, contesté, y se puso a llorar la muy estúpida, como si se tratara de la suya.

Ya no recuerdo cuando fue la última vez que fruncí el ceño por puro placer, y es que depender de la herida para seguir viviendo es sólo una putada más que añadir al carro de la compra diaria.


Con-versar


De qué me sirve estar paralizada mientras la bestia del mundo se hace fuerte y me abarca.

El mordisco sólo respeta al mordisco, allí donde más duela.

Qué más quisiera yo que fueran besos y no tener jamás que revolverme, pero me revuelvo y ocupo los silencios a medida que escribo, y me sorprendo, pensándote, con los músculos tensos.

Aún estás aquí. No sé si por purgar el vuelo de tus alas por los vientos del mundo, con ese malditismo que arrasa realidades, o por prender la luz en las habitaciones donde se esconden todos los espectros de aquellos que has matado con las manos, con las letras, o con la indiferencia.

Aún estás aquí, sabiendo que es inútil intentar bloquear los engranajes del odio, con la lengua viva de penumbra, y casi tumefacta de tanto descreer.

La umbría en ti se expande, igual que en un retrato en blanco y negro, de sombras estratégicas, que nunca dejan ver el fondo de los ojos, su espesura.

El universo es un gran vacío negro, hecho de soledades. Las nuestras siempre acaban por hacerse compañía, entre arcada y arcada, sin airbag que nos proteja del asco.

No sé, pero me da, que hasta el vómito nos une cuando ataca.

————–

No sé si he sabido vivir. Probablemente no, pero seguro que sabré morir.
Seguro.
Tiempo al tiempo.

«Historia de una baldosa», relato de Ángeles Hernández Cruz

Soy una baldosa de gres color beige, de las baratas, fabricada hace más de 30 años. Me eligieron para la edificación de un enorme bloque de viviendas de alquiler y unos albañiles me fijaron con una pasta pegajosa al suelo de uno de los pequeños apartamentos oscuros que dan al interior. No me quejo, pues mi situación es privilegiada, soy la segunda baldosa según se entra por la puerta de la escalera, en la confluencia entre la entrada, la cocina, el salón-comedor y el pasillo; todo un lujo.

En todo este tiempo han pasado muchas cosas sobre mi superficie, cada vez más desgastada y no siempre limpia. No sé por qué, pero por alguna extraña razón tengo una sensibilidad especial para detectar las emociones de los humanos -y no tan humanos- que me han pisado. Comprendo que es difícil de entender. Puede que haya sido un defecto de fábrica o que yo sea la reencarnación de algún ser mezquino, despreciable y soberbio cuyo destino era ser pisoteado por los demás.

Pero aquí he estado muchos años viendo como pasaban (o pisaban) historias sobre mí, sin poder abrazar a sus protagonistas en los momentos duros o reír con ellos en los de felicidad.

Entre mis primeros recuerdos está el de una pareja muy joven. Entraban apresurados, devorando el tiempo con manos y bocas inexpertas, y en el pequeño espacio que ocupo daban rienda suelta a sus deseos. No esperaban a llegar al dormitorio, a pocos pasos, no; preferían la frialdad del gres para llenarla de una excitación que me llegaba a traspasar. Luego se vestían con las mismas prisas y se marchaban. Ahora que lo pienso, y atando cabos, creo que en realidad no eran inquilinos porque el edificio estaba a medio construir.

Más tarde, un matrimonio de mediana edad se trasladó a la vivienda. Ella andaba como si sus pies estuvieran atados por algún tipo de grilletes que no eran sino su anclaje a la tristeza y a su obsesión por mantener la casa siempre impoluta. Me cepillaba con lejía todas las mañanas, algo que yo odiaba profundamente. Era justo sobre mi rectángulo, donde cada noche esperaba a su marido de pie, inmóvil. Por el pequeño temblor de sus zapatillas de andar por casa, yo notaba una débil señal parecida a la esperanza, que sabía a ilusión desgastada. Entonces él abría sigilosamente la puerta y entraba tambaleándose y soltando improperios. La mujer se quedaba un rato más allí y luego, remolcando sus pasos, se iba a dormir al sofá del salón.

Sobre mis centímetros cuadrados han ocurrido cosas terribles pero también otras de gran ternura. Como aquel adolescente que giraba una y otra vez sobre sí mismo mirándose al espejo de la entrada. Yo percibía su nerviosismo a través de las suelas de sus lustrosos zapatos mientras él seguía atusándose el pelo, la chaqueta y el pantalón. No quería defraudar a aquella muchacha en su primera cita.

Y cómo olvidar aquel perro de raza y color indefinibles que esperaba horas y horas enroscado, calentando mi espacio cerquita de la puerta, hasta que llegaba su dueño: un joven callado y gran amante de la música. Todos los días se repetía el ritual del encuentro entre el perro y su amo. Quizá fueron los momentos más llenos de dulzura que mi corazón de gres haya sentido; mucho más gratificantes que los que he presenciado entre algunos de los humanos que han pisado por aquí.

Sin duda lo más trágico y duro que he vivido ocurrió hace pocos años, cuando la cabeza de una joven y bella inquilina impactó sobre mí después de que su pareja le propinara el último puñetazo. El rostro inerte ya no tenía la belleza de antes. Sus rasgos quedaron desfigurados por los golpes y en sus ojos el miedo pedía ayuda. Unos minutos más tarde, que para mí fueron eternos desde mi impotencia, alguien echó la puerta abajo y sentí las pisadas urgentes de la policía y de los sanitarios que llegaron alertados por los vecinos del apartamento contiguo. Demasiado tarde.

También fue aquí donde se arrodilló la señora que vino a vivir sola al apartamento. Era tan delgada que apenas me dí cuenta de su presencia. Aquella tarde alguien había metido un sobre por debajo de la puerta y ella se agachó para recogerlo y leer su contenido. Allí se quedó de rodillas llorando en silencio, abrazando con fuerza aquel trozo de papel y meciendo su frágil cuerpo hasta quedarse dormida hecha un pequeño y triste ovillo. Al día siguiente recogió todas sus pertenencias y se fue para siempre.

Durante un tiempo, una pareja joven vivió en el piso. Cada vez que se encontraban sobre mi territorio, se paraban muy juntos durante un segundo, probablemente para regalarse un beso o una leve caricia. A los pocos meses, detecté cómo los pies de ella se detuvieron y un líquido tibio cayó sobre mí como una lluvia espesa llena de vida . Percibí gran agitación, idas y venidas de pies temblorosos, hasta que salieron. Los siguientes meses se convirtieron en un peregrinaje, día y noche, pisándome con pasos cada vez más fatigados, para intentar acallar el llanto del bebé.

Han sido muchas las personas que han pasado por este sitio: familias numerosas que apenas tenían espacio para moverse y, como consecuencia, yo siempre tenía algún pie grande o pequeño encima. Familias pequeñas y tranquilas que pasaban casi flotando. Parejas que se pasaban el día discutiendo entre la cocina y el comedor. Estudiantes que organizaban fiestas en las que todo el suelo retumbaba por la reverberación de la música y el baile… Muchos vinieron pero todos se fueron.

Pero ahora, después e todos estos años, llegó el momento del final. Los dueños han decidido colocar parqué de madera sobre una capa aislante. Empezaron a instalarlo desde las habitaciones del fondo y probablemente mañana me cubrirán con esa capa que me desconectará del mundo, como un sudario, y dos o tres tablones a modo de ataúd. Ya no podré sentir los pies de la gente que pase por este lugar oscuro, pero lleno de historias.

Nadie me quitará lo que he vivido pero espero volver a reencarnarme en algo diferente: un piano, por ejemplo, o en un botón de ascensor. Creo que también podré percibir las emociones de la gente a través de sus manos.

«Me tocó una señorita», «Algunos códigos gárgola», «Breve recado a la parca», relatos de Orlando Estrella

Imagen by Dimitris Vetsikas

Me tocó una señorita

En la zona norte de la República Dominicana esta ubicado San Vito. Con sus pocas calles, es un poblado situado a pocos metros de la carretera principal que comunica varias provincias de la zona.

A ese lugar llegó una tarde una mujer ataviada con un vestido que no se correspondía con una persona joven y que le cubría las piernas hasta los tobillos. Llevaba una mochila al frente, además de su bulto de viajera.

Muy lentamente recorrió las pocas calles del sitio viendo los frentes de las casas como si buscara algo de su interés. Se detuvo ante una vivienda en la que un letrero rezaba «Pensión familiar económica, agua constante».

Al ver la puerta abierta entró y entabló una breve conversación con la propietaria para luego dirigirse hacia una de las habitaciones.

Allí se estableció la viajera y de inmediato salió a visitar todo lugar donde hubiera conglomerado de personas: parque, iglesias, eventos públicos y demás.

Una noche, durante una de las visitas que acostumbraba hacer al parque, observó a un hombre que gesticulaba con un vaso en la mano compartiendo con unos amigos. La mujer se acercó para observar de cerca mientras fingía hablar por su teléfono celular.

Luego de un buen rato, ese hombre que había llamado su atención se retiró con pasos tambaleantes y ella lo siguió a una distancia prudente. Cuando él se detuvo frente a una casa y se disponía abrir la puerta, la mujer se le acercó al tiempo que preguntó: «¿es aquí que vive una modista que creo se llama Eufemia?». Él se sorprendió por tan inusual visita y luego de observarla por breves instantes le manifiestó que no y que la única que conocía vivía a la entrada del pueblo -sugiriendo con eso que podía llevarla-. Ella le sonrió de manera provocadora al tiempo que le pedía excusas y agregó que hacía unos años la conoció y quería aprovechar su estadía en el pueblo para saludarla.

Luego mantuvieron una conversación de rutina en la que ella siempre introducía algún elemento para extender el diálogo. A medida que hablaban la mujer se le acercaba más y luego dijo que «si no fuera tan tarde me hubieran gustado unos tragos». el hombre se entusiasmó y la invitó pero la mujer le señaló que no estaría correcto que fuera a una barra a esas horas y que prefería algo más privado.

La conversación se tornó en un intercambio más íntimo y decidieron entrar a la casa. Ya sentados en la sala compartieron unos tragos mientras él se sentía el hombre más dichoso del mundo.

Al poco rato y despues de una conversación muy amena, él la invitó a su habitación y no habían transcurrido unos minutos cuando se escuchó un sonido apagado y la mujer salió guardando en su mochila un revólver calibre 32. Se marchó sigilosamente no sin antes llevarse el vaso donde hacía apenas un rato tomaba un trago.

En su retirada iba evocando aquel momento de hace seis años cuando, en una reunión festiva de delegados políticos de la zona, ella se encontraba algo embriagada y este hombre -que ahora yacía con la cabeza destrozada por una bala explosiva disparada desde su boca- le ofreció llevarla a su casa y en el camino la condujo a un lugar apartado dónde la violó siendo ella virgen.

Ella solo recordaba -en aquel trágico lugar, dentro de su embriagues y dolor-, las palabras que retumbaban en su cabeza cuando él decía con un aire de triunfador:

—Cooño que suerte, me tocó una señorita.


Algunos códigos gárgola

Una gárgola está posada sobre un pico de nieve. No está a gusto, pues los copos la hieren. Ella prefiere las lluvias que además de refrescarla le recuerdan su niñez.
¿Dónde se esconden los bebés gárgola? ¿En las cuevas, en las cornisas o en los recovecos barrocos de las azoteas?
Solo a las adultas se les puede observar en su constante vigilia.

En documentos que han sido encontrados en azoteas abandonadas, hay constancia de la educación y de los entrenamientos que reciben en el lugar oculto al que son llevados los bebés gárgola.

También se han encontrado ejemplares de «Juan Salvador Gaviota» que parece ser uno de sus textos favoritos, además de historias sobre fakires y manuales sobre yoga y de control físico y mental.

En manuscritos de poetas gárgola se percibe entre otras cosas la gran cultura que poseen.

Aquellos que fungen como profesores, llevan consigo unas libretas donde están los manuales y lecciones que han de aplicar a los bebés.

Les dicen los profesores:
«A pesar de compartir el mundo de los humanos, somos diferentes y tenemos otros códigos de vida».
«Nos diferenciamos de un dios en que nunca hemos creado nada, cosa que no debe de importarnos, como tampoco tratar de corregir al humano, pues hay que dejarlos a su libre albedrío» .
«No somos dioses aunque muchos lo piensan».

«De lo que podemos estar orgullosos es de vivir en las alturas, no en el suelo donde recibiriamos escupitajos, golpes y atropellos sin importar nuestra dura piel y nuestra horrenda figura, incluso nos ofrecerían limosnas y eso sería intolerable».

«Por esto y otras razones debemos mantenernos en nuestro hábitat, pues de no ser así nos convertiríamos en grandes guerreros y quizás en los peores asesinos. Entonces no habría diferencia entre un humano y una gárgola y nuestra historia y mística se irían a la mierda».

Por todo esto, se les esta prohibido bajar al suelo, so pena de muerte, y si en algún momento se enamoran de un humano, será este que deberá trepar las paredes o, en su defecto, aprender a volar.

Estos datos referentes a su educación se les dan por escrito a los niños gárgola, y dadas sus condiciones de poseer una inteligencia muy superior a la humana son asimilados en poco tiempo.

No es de extrañar lo poco que se conoce de las gárgolas y de su historia, debido a las estrictas normas de conducta en que se desenvuelven.


Breve recado a la parca

Cuando llegues a mí, certera como siempre, no encontrarás a un hombre ocioso, sino que verás a un ente con energía y no a un muerto-vivo como esos zombis que ya se han entregado a la nada y solo esperan el decreto que los declare oficialmente muertos.

Tendré en las manos un lápiz o pincel o una cortadora de metales o quizás, algún objeto que me permita honrar la soberanía .

Tendrás el orgullo de saber que encontrarás a un hombre de trabajo que no huirá de ti ni de su destino, como lo hace de aquellos vivos que no buscan su carne sino sus ideas, y esas, valen demasiado, para asesinos tan pobres.

«El aljibe», «Sermón de la meseta», relatos de Silvio Rodríguez Carrillo

Imagen by Phuong Nuyeng

El aljibe

Ató un extremo de la soga a su cintura, y el otro al tronco del arbolito de naranjo que estaba a unos dos metros del aljibe. El albino, de unos doce años, siguió la operación sin decir ni una palabra. Comprenderás, le dijo Li al albino, que estas son cosas que hacen los poetas, y que alguna vez harás si te dedicas a escribir. Seguidamente, Li comenzó a deslizarse por dentro del aljibe como una araña, extendiendo brazos y piernas hasta cubrir el reducido diámetro de ese túnel vertical que pareció tragarlo. La soga resultó una precaución algo más que molesta.

Al llegar al fondo, Li confirmó lo que los últimos meses habían predicho, una total y absoluta sequedad. No había llovido desde el último verano y el fondo del aljibe estaba completamente seco. Desanudó de su cintura la soga y se sentó sobre la loza, asumiendo en su respiración la tranquila oscuridad de ese fondo con el que convergía en frialdad y falta de luminosidad, y se entregó al desasosiego. Él había construido el aljibe y la aldea lo relacionaba con él, si en el aljibe no había agua era su culpa, no importaba que hubiese llovido o no. Era simple.

Li comprendía la locura y la culpa, y por eso sabía que su realidad no tenía salida. En la aldea pensaban que el aljibe se tragaba el agua de las lluvias antes de que caigan, y que él era el culpable de la situación, de ahí que le dieron plazo hasta esa noche para que llueva, de lo contrario lo torturarían. En su momento Li pensó en razonar, pero se dio cuenta de que esa gente era irrazonable, lo intuyó cuando celebraron que el aljibe podía contener el agua por semanas, y lo confirmó cuando lo nombraron ciudadano azul sin consultarle.

Ahorcarse le ahorraría la tortura, pensó Li, pero ahorcarse era una de esas cosas para las que no tenía práctica, y que exigía una cuota de valor que entonces puso en duda. Entre el terror a la tortura, y la falta de valor para el suicidio, memoró los infelices poemas que le escribiera a Sue Yang, que le valieron sus favores y cierta fama de poeta que le ganó un adepto incondicional, el albino, que más arriba hacia de custodio y cuya tarea era dar la voz de alerta si acaso decidía escapar. De eso se trataba, ¡del silencio del albino!

Volvió a anudarse la soga a la cintura y comenzó a trepar por las paredes cuesta arriba, convencido de que tendría éxito en lo que se habría propuesto, esto es, darse a la fuga y que el albino no diga nada hasta que se haya perdido en el horizonte. No pensó que toda la aldea estaría esperándolo arriba, ni que el albino había abandonado su puesto de vigilancia ni bien descendió, ni que la misma Sue Yang encabezaría a la muchedumbre, y menos aún, ahora que sentía el frío de las primeras gotas de lluvia, que comprendería lo que es salvarse.


El sermón de la meseta

Entrenas por curiosidad, por ver de qué va la cosa, hasta que le sientes el ritmo y algo te impulsa a ir a por más. Entrenas hasta cansarte, hasta el absurdo de llegar al agotamiento y lesionar lo que siempre debiste cuidar, pero que nunca te lo advirtió nadie. Entrenas hasta odiar imponerte cualquier entrenamiento mientras continuas entrenando. Entrenas hasta sentirte dueño de cada uno de tus movimientos, de cada pulsación y cada respiración, siempre a mitad de camino a ese equilibrio que no llegará jamás. Entrenas hasta que el único rival es tu reflejo cuando avanzas de espaldas al sol.

Viajas por oficio, y aprendes a ser el extraño que fue enviado porque sabe lo que ignoran los nativos. Viajas porque confían en que podrás hacerte similar a los lugareños y desde ahí establecer lo que no estaba previsto. Viajas porque en donde estabas no había sitio sino para lo de siempre todos los días, porque hay algo en el ticket que con cariño y desprecio sujetan tus dedos. Viajas porque puedes mirar a los ojos del que te pide el pasaporte y leer su vida entera, aunque te doble en edad, sin que él tenga posibilidades de hacer lo mismo.

Escuchas por impulso, midiendo la emoción alegre o rencorosa de quien cierra la puerta de un auto, la rabia el desgano o la fe en el roce del cuchillo con el tenedor cuando alguien cercena las verduras de su ensalada. Escuchas, veinte años después, el silencio de tu maestra de escuela antes de dormir, el griterío en el patio de recreo, y tu propio llanto desde la alta lejanía del castigado. Escuchas la mudez del que no habla porque se acostumbró a no tener con quién hablar. Escuchas el crepitar de los carbones relajando los modos del asador que nunca finge.

Transcurres la noche por estigma entre maldito y bendito, como si nada te faltara y nada te bastase, como si sin nadie estuviesen todos, o tan sólo los escogidos por tu querencia a prueba de juicios. Transcurres la noche como buscando llegar a la madrugada para decirle con los ojos abiertos cómo se soporta el día con los ojos entrecerrados, en una suerte de batalla que te tensa las espaldas no decirla, y que sabes es el precio de compartirla. Transcurres la noche con las manos abiertas a lo que no llega, por si ocurra la siembra, ese gesto genial, desconocido.

Y persistes, es así que persistes, con la altanería de un faro que ni busca ni se expone, tan sólo estando ahí, recibiendo la bravura del oleaje de silencios por abajo y la luminosa sordidez por arriba. Persistes en tu musculatura emocional, flexible e inquebrantable en su propio código de espiral que escupe como engulle. Persistes en tu condición de incondicional porque cuando ya nada queda levantas un nombre y lo vuelves tu aliento. Persistes porque siempre te queda otra, pero la que quieres es la que tendrás. Porque el vacío como el lleno no te acaban de poblar el pulso.

«Eternidad trasmutada», «Espantando a mis ojos de los otros», «Vendo libros», «Abandonado», relatos de William Vanders

Imagen by Gabe de Jong

Eternidad trasmutada

«Entré a la casa tocando con el dedo índice la pared del zaguán. Desde antaño supe que las paredes son archivos memoriales que rinden honor a los no presentes. También cuentan horrores, sospechas, suspicacias y a veces guardan el secreto de cada secreto susurrado. El dedo índice es especial. Es el dedo creador pero también el asesino. Pocos saben que en su milimetritud semicircular hay decenas de sensores capaces de traducir el significado de todas las humedades, de los salitres, de esas voces encapsuladas que aguardan el instante justo para pronunciarse. Sin dedo índice las paredes son mudas… pero la mudez es habladora, es una especie de excepción a la regla: si te concentras notarás un crepitar invisible de mariposas fantasmas y ahí está el código… cierra los ojos, camina en silencio, acerca tu palma derecha sobre el muro, sin tocarlo, y encuentra el significado de la vida oculta de un pasado insospechado.»

Lo mencionado con anterioridad es una copia exacta de una nota envejecida que hallé dentro una pequeña lata oculta tras un ladrillo falso sobre el dintel de entrada a la cocina. Nunca supe quién la escribió, ni si el autor habría sido el anterior dueño de la hacienda. Lo cierto es que hice la prueba, coloqué mi dedo índice en todas las paredes de la casa. No hubo susurros ni secretos ni voces encapsuladas ni mudeces habladoras ni mariposas fantasmas ni códigos revelados.

Esa noche fui a dormir temprano, cosa rara en mí. Jamás duermo a las 8 de la noche, casi siempre lo hago entre las cero y las dos horas porque tengo la plena facultad de saberme vivo en un día nuevo, de modo que si me sorprende la muerte antes de despertar, tendré acceso a la eternidad transmutada sin la polvareda de un día viejo.

Amaneció. No fue necesario abrir los ojos. Supe que amaneció por el característico frío de las siete de la mañana y por el mismo pájaro carpintero de hace 10 años accionando su eterna inconformidad: encontrar refugio diferente cada día. No sé porqué lo hace ni cómo lo logra, pero entre sol y sol siempre tiene una guarida nueva.

Me senté en la cama, giré mi cuerpo hacia la derecha, puse ambos pies sobre el suelo, respiré profundamente, subí mis brazos, entrelacé las manos, proferí voces ininteligibles y por fin me puse de pie frente a la pequeña ventana de la buhardilla. Caminé los mismos doce pasos hasta el baño pero ya no había baño. Las paredes tornaron su antiguo color marfil a uno cobrizo. Los espacios se habían reducido. La altura del techo se retrotrajo un treinta por ciento y hasta yo me hice más pequeño. Me dije: o estoy soñando o mientras dormía algo me hechizó para castigar mi osadía de evadir a la muerte. En medio de la confusión, recordé que este tipo de experiencias son producto de una alucinación hipnagógica en la que es imposible reconocerse despierto. Es como una cárcel onírica desprovista de cerrojos y la única salida es semiatarse en cada mano -previo al dormirse de brazos abiertos- una esfera metálica hueca, de modo que al soltarse alguna y caer al piso, produciría ruido suficiente para autoliberarse del trance y quedar completamente consciente y con el reconocimiento de la realidad real del entorno.

Lo cierto es que no puse esferas metálicas huecas, semiamarradas en cada mano, que tampoco estaba inmerso en mi sueño y que sí había despertado; que en realidad todo era diferente y más pequeño: me había convertido en un hombre diferente, de menor estatura; un habitante del espejo, un individuo hecho del reflejo de otro reflejo, sin relojes, sin luz ni oscuridad, solo una vida a secas y sin trascendencia.

Dicho lo dicho, este raro existir me pareció adecuado a mi soledad. Confieso que la sensación de extravío es indecifrable, pero se acomodó en mi nueva espacialidad sin desajuste. Lo sé, es extraño. Acaso he muerto en la vida o en la muerte estoy vivo?


Espantando a mis ojos de los otros

Los gallos suelen anunciar el amanecer con tres horas de anticipación, como si se supieran libres del influjo demónico de las cero horas. No importa que el sol se oculte, ellos saben que está ahí y que deben cantarle a las serpientes sus próximas rutinas de caverna. Los gallos no están en el mundo para despertarlo, están para las sierpes, son sus agoreros de luces.

Como preludio de alborada voy al cobertizo por madera para el fuego. Jamás me gustó el mate, siempre preferí el café. El mate cocido sabe a agua de hoja verde de banano y ni por más que lo endulce me agrada. Solo cuando le agrego leche de cabra es que puedo tolerarlo, además, entre mate y café, ni la costumbre hace que el amargo sea de mejor calidad que las semillas tostadas de las rubisáceas. El café es como el cacao, alimento de los dioses. Entre Bistrea y la Teobroma animo mi jornada labriega, sea porque labregue las páginas y junte letras para decir algo, o porque vaya por hilo pabilo para amarrar las ramas de los tomateros. Los indígenas aseguran que el matecito es un regalo divino, pero mi ancestros me enseñaron que no porque algo sea saludable debe provenir del cielo, uno nunca sabe con qué tierra infernal fue cultivada la yerba.

Digo para evadirme de la muerte. Nada de lo anteriormente dicho es lo que quiero contar. Solo es un divague o un espejismo. Algún yo haciéndome sombra y susurrándome tonterías. Lamento haberme perdido en años de lucha estéril. El minutero marca la palmas de mis manos y me cuenta que poco más allá de la línea 700, mi vida hallará una curva final y ya no retornaré más a este cuerpo. La madera carbonizada crepita. Es tiempo para beber nuevamente a los dioses y espantar a mis ojos de los otros.


Vendo libros

Era casi de noche. Los libreros bajando santamarías. El frío, penetrante. Entre las sombras de un ceibo, unas manos abiertas tanteaban nerviosamente el aire al mismo tiempo que una voz vívida, muy potente, resonaba: Soy un ignorante, vendo libros. Y lo repetía incesantemente con variaciones: Soy un ignorante. Vendo libros…no los leo. Señor, señora, vendo libros, soy un ignorante. Ignoro el contenido, vendo portadas. Vengan, vengan, tengo los mejores libros.

Asombrado de tan peculiar personaje y siendo asiduo visitante a la feria de libros de segunda mano, me acerqué poco a poco y pregunté:

—Señor, disculpe. ¿Ya va a cerrar?

Repentinamente, la luz de todos los faroles recién encendidos parecía desplazarse a los ojos del librero, al punto de iluminarlos con una especie de ceguera, como cuando alguien habla contigo y te mira como si no te mirara. Esa mirada del loco que se hace el distinto, el profundo, el especial: el imán que extrae del corazón de la tierra las verdades inquebrantables. Y justo ahí, con los ojos alumbrados, su voz golpea mi caja toráxica.

—Dígame, qué le trae a mi tienda, qué libro busca, qué cosa rara anda palpando en lo intangible.

—Pues, busco un libro que sacuda las risas y hable de cómo poner a caminar las cosas.

— Je, je, je. Si no me dice el nombre, me temo que no podré ayudarle. Al menos el nombre del autor.

—Fíjese, no tengo ni el título ni el autor, solo busco un libro que describa los artefactos que caen luego de sacudir a las risas y que especifique los detalles para armar los componentes capaces de hacer caminar lo inerte sin usar energías o combustibles.

—Mire, soy un ignorante, no leo los libros, sólo los vendo.

—Y cómo es posible que un librero nunca lea lo que vende, ni siquiera el resumen de las solapas.

—Sencillamene no me interesa leer.

—Entonces es un analfabeto.

—No, se equivoca. Sé leer perfectamente.

—Ah, entonces no es un ignorante.

—Llaman ignorante al que no lee, al que quien como yo, vende libros y no los lee o no conoce su contenido. Yo vendo libros, no el contenido de los libros. La gente viene aquí a comprar lo que otros dicen sobre los libros y se los llevan y los leen y hasta escriben sobre ellos o hablan con otros sobre el aprendizaje que les dejó el libro o simplemente leen y se quedan callados.

—La ignorancia tiene nombre pero desconocía que tuviera múltiples significados.

—En realidad no soy ignorante por no haber leído jamás a Foucault, Nietszche, Adorno, Bachelard, Khrishnamurti, Bergson, James, Lacan, Freud, Jung, Montesquieu, Piaget, Dewey, Unamuno, Cervantes, Huidobro, Neruda, García Márquez, Saussure, Pierce, Fromm, Asimov, Bradbury, Séneca, Platón , Aristóteles… solo leí 4 libros en mi vida, aparte de los libros de enseñanza primaria.

—Interesante. Y cuáles fueron esos libros que leyó:

—En orden: La puta respetuosa. La imitacion de Cristo. Un hombre acabado y el Mono vestido.

—Madre mía, usted sí que hizo una selección interesante. Y por qué no siguió leyendo.

—Ya lo ve en mi ojos. O es que acaso se está haciendo el que no sabe para molestarme.

—No le comprendo. No intento incomodarlo.

—Acérquese —el hombre me tomó del brazo con su mano zurda con tal fuerza que me creí hombre muerto—
Escuche mi susurro: La luz me cegó para siempre y desde entonces solo veo murciélagos blancos.

Hubo una pausa infinita y las luces, sin moverse, retornaron a los faroles.


Abandonado

Amanecí con un reloj anudado en la garganta y un tragarruído de adorno en cada oreja. Me sentí extraño todo el día. Los sonidos eran elefantes y mi cara el mutismo de un hambriento lleno de miedo.

Cuando retorné a casa todo goteaba. La vajilla repleta de agua de lluvia. La nevera hecha un bloque de hielo. La cama una piedra transparente y el espejo del baño lleno de cangrejos y despedidas.

«Dos poemas» de María José Quesada

Imagen by Brendy Pradana

Y te miro

Yo, la que mira de frente
lo que encuentra en su camino,
te he de mirar diferente,
que no se note el cariño.
Tú eres clavel de otra aurora,
la religión de otro templo
mientras que yo soy la autora
de lo que siento por dentro.
Y sí, te miro, distinto,
te miro disimulando,
sin que te des cuenta, niño,
de cómo te estoy mirando.


La tormenta que me aviva

Estás lejos, me lo está diciendo el aire,
no respiro tus partículas de hombría
no resalta entre sus ondas tu lenguaje
ni cabalga tu ansiedad sobre mi herida.

Porque no relampaguean las miradas
que encendieron los rincones que me habitan,
y no truenan poderosas las palabras,
se desploma la tormenta que me aviva.

Quiero el rayo de tu impronta, tu amenaza,
el estruendo de tu gen provocativo,
la catarsis de tu nervio con mi calma
como unión entre mi luz y tu sonido.

Dame el viento, remolino de mis aguas,
y fundiremos esta muralla de hielo
por caer después en libre catarata
empapándote de amor hasta los huesos.

«Desamar en tiempo de cólera», prosas breves, Gavrí Akhenazi

Pediluvio


Dentro de este lugar el silencio es un inmensurable eco que se hace maquinalmente pulcro en los rincones y ambiguo y anchuroso mientras flota pegado sobre el aire.

La elección de hacer las cosas sucias me está permitida en el contexto de la desolación, como a la luz se le ha concedido volverse magia refractando en un prisma.

Se ausentaron las moscas y los peces son gotas de alabastro panza arriba, o redondeles de mecurio cósmico, enredado en el moho de un agua podrida por cadáveres.

Me lavo los pies en ese charco quieto, donde la bruma verde se ha adherido a la cárcel del vidrio y el olor a abandono trepa todos sus muertos a mi olfato.

Dejé morir los peces del demiurgo como murió la luz cuando trabé con maderas las ventanas que siempre dan al viento y abandoné las plantas a un desierto cerrado hecho todo de muebles y sin sol.

Profano los recuerdos como un bárbaro.
Dentro de la pecera caen lágrimas.


De(h)errumbre

La luz se ha derrumbado.
Debajo de la luz, soy una sombra que escapa por un hueco.
La luz se ha derrumbado sobre mí, igual que la memoria.
Anaqueles de luz se han derrumbado con sus libros monótonos encima de mis libros y todos confundidos, somos papeles viejos.
Pero no llega el viento a hacer limpieza.

La luz no existe más.
Tampoco el aire.


Apex vacío

Larga piel de agonía. Subluxación del alma que no se amolda al hueco en que le sobra espacio porque es poca y se retuerce, tratando de agrandarse hacia la vastedad de estar sin nadie.

¿Quién entiende de luz en estas sombras en la que el grito es una flecha opaca y mata ciervos de tela y de peluche?

Sólo ambulan dragones de Komodo en la parafernalia de esta boca con más dientes que aquellos de lo humano y una lengua infecciosa como un antro de prostituir ángeles de vidrio.

Igual estoy en paz desde el retorno.
Toda sombra es aquello de lo impune.


Canto de la herida

Que todo sea un apagón de sangre. Un sitio de metales que rodean un latido penúltimo y disparan – fiera violencia rota – destiñendo la boca de la carne hacia un cementerio de cerámicos.

Que todo sea un apagón de sangre. Una boca deshecha que se abre con hondo estremecimiento muscular y tiembla, precipitada como alguien que corre, boqueando como alguien que gotea su último estertor amurallado y acaba, dulcemente, en un sopor de charco que coagula.

La sangre es lo más íntimo de un hombre.
Pinto en rojo tu nombre sobre el karma y luego resucito, ya vacío.


Las frases en la sombra

Es tan dulce que amarga esta boca sin fresas ni melones. Pero es así, preciosamente húmeda como todas las gotas en las que el sol estalla, como un diamante extraño en la más sumergida de las minas.

Es raro lo que pasa pero pasa.

El tiempo es tan escaso entre las bocas, que no voy a gastarlo con preguntas.


*

Luego la luna llueve esos pájaros torpes.
Y ella mientras no escapa, siempre se ingenia para perder el zapatito.

Sutilmente sabia, conoce la ansiedad de todo sapo por convertirse en príncipe en los cuentos.

Entonces fragua un cuento y soy feliz.


*

Ya estoy viejo y bruñido de huracanes.
Remonto mis riberas como un eterno y Caronte canoero, que va de un lado al otro con sus muertos a bordo.

¿La subo? ¿No la subo?

Hace dedo en la orilla y me hago el tonto.

Su dedo que hace dedo indica al sol.

Sobre mi espalda, cada vez más sombra.


Zonda


Ya sonaron las seis y sigo fijo en la espesura dócil de mi espanto, porque aparto una memoria y nace otra, como en la selva cuando vas abriendo y siempre hay hojas y hojas adelante y pienso en la malaria y en estas manos que luchan contra el viento.


Pero regresa el viento desde esta huella honda que es la vida debajo del esternón. Regresa el viento como algo incontenible y me llena los ojos con álgidos demonios de mí mismo.

Nunca me dije ángel, ni me concebi ángel ni busqué parecerme en algo a ser un ángel, pero me vendrian bien menos demonios royéndome los ojos mientras lloran.

Recuerdo demasiado como para estar vivo.

*

Lo malo es vivir para contarlo. O para callarlo.
Pero las manos tienen el tacto de la vida, como toda la piel; pero las manos que son ejecutoras se cuestionan el don de acariciar porque han tocado todo lo que es pólvora y conservan un largo olor de sangre que mi sangre no lava.

Y conservan un largo olor a piel ausente que mi sangre no lava.
No se lava.
Yo me seco una vez más las lágrimas.
Y el olor permanece ahora más húmedo.

*

Vos sos un poco sórdido, medio dark, siempre tan reservado y autosuficiente, tan observador de las conductas y tan oportunista a la hora de las resoluciones.

Oportuno, lo corrige Freak y Viktor asiente y dice, sí, sí oportuno, de dominar la oportunidad, de ser a tiempo.

¿ Un águila? susurra Iñigo desde más atrás.

No, un cuervo, le respondo y Víktor se sonríe mientras dice por primera vez : Bad Raven, Bad Raven…como si fuera la voz de un dibujito.


Amor de mi cólera


Hasta qué norte llegará el reclamo y hasta qué sur tendré que hacer silencio, como si yo jamás fuera importante en tu tablero raro de piecitas en orden decreciente.

Hoy leí tantas cosas que estoy mudo.

Se hicieron emigrantes mis palabras y apenas queda suelo en que poner la piel de mis zapatos. Y en el mar de las dudas pesco perlas de cal, perlas de arena y perlas que palpitan, cazadoras, pero infructuosamente.

En esta rota red, todo es memoria y dádiva y todo es pleitesía al rey de los adioses que no tienen remedio.


¿Y qué hago yo en tu templo, deshonrándote?

Y qué hago yo en tu templo y de rodillas, como un sacerdote que maldice al dios que lo alimenta y se lleva la ofrenda a sus estancias, para comerla a solas.

Tan sin y tan ajeno que me espanto de haber dejado de ser en quien confiabas.
El culto del amor me dejó solo.