Sobraba en todas partes.
Inclusive al humor de Tomás, que tuvo que prestarme un par de pantalones y una camisa ancha en la que entraba mi cuerpo varias veces.
Los pantalones me los arremangaba y los metía adentro de las medias, porque Tomás me llevaba más de una cabeza.
La camisa la dejaba suelta y me disfrazaba de fantasma.
Total, tampoco nadie me veía en esa casa.
Nos alojaron en la pieza de atrás, que daba sobre el huerto.
La abuela dejó dos juegos de sábanas que olían a mucho sol, pero que estaban duras, como plastificadas por el agua de pozo y el jabón.
Eran sábanas blancas, poderosamente blancas, de una tela dura, rígida, como la abuela.
Yo hice mi cama. Mi mamá se acostó sobre el colchón y se subió el acolchado hasta los ojos.
Supongo que lloraba debajo.
Era lo único que hacía últimamente.
En la habitación, había además una cómoda con un espejo en medialuna, enorme y un ropero de madera tan oscura, que parecía negro. También tenía un espejo en la puerta central.
Yo nos miré ahí, retratadas en ese espejo alto.
Mi mamá era un bulto, una apariencia, cubierta totalmente y aún así, no invisible.
Yo, no sé lo que era.
Las trenzas mal atadas dejaban escapar pelos de todos las medidas. Se notaba mucho que la camisa era la parte de arriba de un pijama que no pegaba con el pantalón. Estaba fea, como un pájaro que no acabó el emplume, todavía con el polvo que entraba por las desvencijadas ventanillas del tren, adherido a mis formas.
No podía imaginar un lugar más polvoriento que aquel en el que estábamos.
Otras veces habíamos llegado igual, como una imposición. Pero era la primera que no llevábamos valija ni bolso ni una muda de algo. Pensé si la gente se habría dado cuenta en el tren que yo viajaba vestida con pijama.
La abuela lo notó.
– Usted…vaya a bañarse.- me dijo, desde lejos, apareciendo como una sombra estricta en la suave penumbra del corredor que llevaba a nuestra habitación.
Esperó que pasara junto a ella, sin otro gesto que su dedo señalando el baño.
Después, se acercó a la puerta, para hablar con mi madre que seguía debajo del cubrecama.
—Podrías haber traído ropa —dijo, solamente.
Yo me encerré en el baño.
Pensé en las otras veces de mi tan larga historia de paquete.
Siempre terminaba vestida con la ropa de otro, contribuyendo a mi estilo de adefesio.
La abuela abrió la puerta y me miró todavía sin desvestir, de pie junto al lavabo.
—Báñese rápido, que no se desperdicie nada de agua. Acá tiene.
Dejó sobre el banquito de junto al bidet la ropa de Tomás.
Me tuve que desnudar delante de ella, para que se llevara la mía y la lavaran.
– Su madre tendrá que coserle alguna cosa. No va a andar siempre vestida de varoncito, pidiendo ropa ajena- comentó y volvió a cerrar la puerta mientras yo me metía bajo el agua.
Pero mi madre no salió durante mucho tiempo de debajo del cubrecama.
Y yo tuve que andar vestida de Tomás, que tampoco tenía más ropa sobrante que la que me había dado y que le hacía a él tanta falta como a mí.
La abuela le dijo varias veces a mi madre : Ocupate de tu hija, que para eso sos la madre.
Después, le encargó a Tomás que me cuidara.
Cuidar para Tomás era enseñarme a hacer lo que él hacía. Ser mandadero, peón de patio, andar entreverado con los otros peones, un poco acá un poco allá, aprendiendo el oficio de los hombres. También la libertad de andar tan suelto.
Lo fastidiaba hacerme de niñero pero no se animaba a traspasar el límite y transformarme en su propio peón.
Yo, más que su peón era su perro.
Andaba todo el día atrás de él, tratando de no molestar al único que me dirigía muy de vez en cuando la palabra, o me compartía una galleta, un pedazo de pan, un mate en el galpón, alguna broma, además de la única ropa que tenía yo para vestirme.
Cuando le preguntaban los jornaleros quién era yo , él se encogía de hombros. No lo tenía claro. Solamente obedecía el encargo de la patrona. “Una parienta”, murmuraba entre dientes sin conseguir asegurarme un rango de parentesco con los patrones. Y los peones farfullaban : “¿pero es hembra?”
Así fue que le pedí el cuchillo que llevaba cruzado sobre los riñones, una tarde.
Me lo alcanzó sin otro ademán que el de alcanzármelo ni otra recomendación que la de su gesto.
Yo me corté el cabello a cuchilladas delante de un pedazo de espejo que él usaba para afeitarse sus principios de bigote.
—Ya no soy más mujer —le dije a su mirada.
Él., como siempre, se encogió de hombros.
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«2015 – Año del transplante», Gerardo Campani
Rosa Sarmiento
La tengo. Ahora la tengo. Había estado buscándola toda la vida sin darme mucha cuenta de que lo hacía, y al fin ahora la tengo. Mi mente está despoblada de recuerdos, de planes, de pretensiones. Solamente la tengo a ella, recobrada y a la vez novedosa. Es la tía Mery, Juana de Ibarbourou y Chiqui, a la vez. Por lo pronto ellas tres, pero también otras más que no consigo determinar. Su nombre es Rosa Sarmiento, lo sé; no tengo claro si me fue revelada, como un título anunciado a través de un altavoz, o es una convicción íntima que tengo desde siempre y recién ahora se me hace actual. Viene de mis tiempos remotos, totalmente olvidados y de golpe presente. Rosa Sarmiento, santo cielo, nunca la hubiera sospechado, y sin embargo es ella, estoy seguro ahora.
Me mira de una manera que no puedo definir, se me antoja como miraría una madre adoptiva a un hijo reencontrado. ¿Por qué la olvidé todos estos años? No sé, tampoco ahora recuerdo nada más que el hecho de que alguna vez estuvimos juntos. Y ahora ha vuelto.
Piedad
Abro los ojos. La veo a Ana, mirándome con una sonrisa compungida y tomándome suavemente del brazo derecho. Me dice, en broma, algo así como que por fin he engordado. Se refiere al grosor de mis brazos, que se ha duplicado por el edema. También las manos y los dedos. Es bastante terrible verse así. La piel parece querer explotar; los dedos están como chorizos y no puedo cerrar los puños, ni tan sólo un poco. Me miro las palmas de las manos, absolutamente moradas y con las líneas quirománticas muy marcadas. Resalta la eme de la muerte; lo percibo sin alarma porque no creo en esas cosas.
La herida duele, pero, extrañamente, no tanto como la de vesícula de veinte años atrás. Todavía no la vi, así que ignoro si tengo un costurón horizontal o vertical, o quizá en forma de y griega.
Hay dolores constantes: el de espalda el principal, y el de las piernas. Otros dolores van y vienen. Dos sondas a ambos lados del cuello me lastiman apenas muevo la cabeza. También las otras dos, a la altura del estómago, a la izquierda, y a la altura del vientre, a la derecha. Aunque más que dolor producen molestia importante. Como me han quitado la prótesis dental, apenas si me hago entender cuando respondo a alguna pregunta. En cuanto a mis dientes propios del maxilar inferior, los siento como de corcho petrificado, y pasarme la lengua por ellos es una sensación de lo más desagradable. Cuando no duermo me miro las manos sin poder evitar sentir piedad por mí mismo.
Calamidad
Uno no es el que supone ser sino el que los demás ven, y abandonar la suposición y enfrentarse con ese uno mismo objetivo (el que ven los otros) es un chasco. Percibo al mismo tiempo la doble realidad que se me presenta: el ámbito cerrado del padecimiento y el exterior del paciente que debe recuperarse. El registro es íntima y cabalmente una contradicción, paradoja, angustia.
No hubo en la frontera de la existencia la vertiginosa secuencia de mi vida pasada, ni el túnel de luz, ni ninguna experiencia de las que se cuentan. Nada más que despertar y encontrarme en este estado de calamidad.
«Timba y amor», John Madison
Eras un cigarro rubio apagado en mi lengua: la horrenda maravilla de poderte tocar hasta saberme vivo.
(Pedro Andreu)
Bobby me regaló un diario y ahora dedico parte de la mañana a escribir gilipolleces. Sí, me he cambiado al día. Las ideas están menos empañadas por el cansancio mental. La noche está, indiscutiblemente, asociada a todas esas cosas insanas que yo debo evitar. No te voy a mentir, bebo. Solo que he bajado la dosis y ya no consumo coca.
El día que celebramos el cumple de Giubi vino Franky. Bueno, es Franky; traía de todo lo habido y por haber en el reino para gozar sin reinas.
Los consumidores habituales no hacemos caso de las pibas cuando estamos de fiesta. La coca nos hace la putada Jekyll y relega la libido a un plano secundario. You know, eres el otro tú. La mente tarda lo suyo en aunar ambas versiones. No sirve una mierda para el sexo a quema ropa, pero es la hostia para el combate largo. Se expanden otras cosas menos físicas. Así que pasas del asunto por mucho que ellas revoloteen –y esa noche lo hicieron hasta el punto de proponerme una felación en los urinarios si me dejaba caer con una invitación–. Me puse tan al límite que no pude conducir de regreso a casa. Desde entonces no consumo más que CBD. Me ayuda a dormir.
Escribo mucho en relación al año pasado, aunque es solo para mí. Mis prosas no tienen la calidad literaria que me exijo. Pero estoy en paz. El diario me devuelve al fragor de aquellos días en los que comencé en Ultra y me tiraba todo el día con un bloc de notas batallando a brazo partido con la métrica. Aún conservo ese cuaderno. Fue mi mejor terapia para despertar. Ultraversal es sin duda una marca en mi carrera de fondo por entenderme todo.
Algunas noches vienes a mis sueños. Todo es muy colorido, suave en las escenas y en las conversaciones. Hacemos cosas tan sencillas como pasear por el jardín, beber té bajo el olivo…
Sí, es el efecto del CBD.
Asumir la muerte es el mayor problema que se impone en el diario del familiar directo del desencarnado; bregar con la costumbre. Hasta hace poco te llamaba por teléfono cada día, algunas veces no me cogías la llamada y cuando saltaba la contestadora yo aceleraba a doscientos por hora y te ponía de puta, de traidora y de todos esos infantilismos capciosos que cumplían el acto despreciable de llamar tu atención a lo Tangana.
Sí, siempre funcionaba.
Podría escribir la infinitud de cartas con la carga similar a una central nuclear en llamas amenazando toda vida. Pero la muerte lo cambia todo, me da igual si te follaste a Beni en mis narices, en la mesa de la cocina o en nuestra cama.
Ahora ya no me dedico al negocio de fabricar veneno, paso de las ofensas barriobajeras. Tu marido se está volviendo pijo y ahora te escribe cartas estáticas que nunca enviará. Todas de amor aunque hable de cosas tan corrientes.
Te quiero.
«Un desorden de fotos con tu nombre, Gavrí Akhenazi
En el color del té yace el silencio como yace la voz en la memoria.
Observo el té con un romanticismo infantil y casi desapegado, de la misma forma en que observo el mar cuando navego y me abstraigo en él hasta que siento cómo renacen las cambiadas alas de mi espalda. Porque un demonio no es otra cosa que un ángel con las alas cambiadas, dije o dijiste o dijeron para ahí y cada uno hizo de esa frase algo para reflejar su imagen/semejanza.
Miro fotografías como quien sigue un mapa. Han viajado conmigo en la caja de esconder polizones y cosas que ya no he de mirar.
El humo frágil ni siquiera consigue transformarse en fantasma sobre el pequeño vaso marroquí. Es un hilo tenaz que asciende un blend sin alas a mi nariz fanática del té.
¿Por qué te gusta el té? me repetías, como una incógnita insoluble. Pero yo nunca supe responder, así que respondía: «solo porque me gusta».
Solo porque me gusta, como todo aquello con lo que me comunico en un idioma que ni yo conozco pero en el que me es muy fácil habitar. Habitar, sí, como a salvo.
Las fotografías de aquel tiempo en que los dioses eran seres próximos y la esperanza un hábito, tienen en mi particular cartografía el mismo espacio extraño que este espejo de té. Son un espejo amarronado y lento, que devuelve, desde su quietud, otras imágenes. No las que se reflejan, sino otras.
No rozo su intensidad. Fue otra intensidad y ahora, solo es un espejo que devuelve una vaga sensación de haber vivido, hasta casi demás.
Hay tantos muertos hoy en este espacio, en este espejo. Hay tantos muertos hoy en este té que bebo a solas en un cuarto lleno de penumbras de mí.
Porque yo también me he vuelto una penumbra.
Después de tu silencio, una penumbra.
«Simplemente un romance», Gavrí Akhenazi
Para el ramo de tu boca
y en el penal de mi carne,
escribo con estorninos
solas palabras de nadie.
Desembocadura y dique
del caudal de mi desastre,
sombra de luz en mis ojos
de acritud itinerante,
bebo de tu orilla calma
la hierbabuena y el aire.
Estás entre mis silencios
como una luna que arde
en un día anestesiado
hecho con dolor y arrastre,
para decirme que al cielo
tengo una vez de mi parte.
Viejo de mudez y áspero,
sin finales rutilantes
llego con la lengua rota
de prédica en los eriales
hasta tu recodo mágico,
donde acontecen tus árboles
y en el borde de tu mundo
obligo a que ardan mis naves
aferrado de tus costas
con mis palabras de sangre.
«Romance para una duda», Morgana de Palacios
Nos citábamos a ciegas
en el motel de los versos
y era como un suicidio
lentificado en el tiempo.
Sin programación mental
desgranábamos silencios
con la paradoja a punto
de convertirse en misterio.
Todo era un baile loco
que siempre bailamos cuerdos.
De futuro nunca hablamos
ni del contraluz del sexo.
Del pasado alguna vez
si es que llegaban los muertos
a resucitar de noche
las lenguas de los lamentos,
mas con cada madrugada
estar vivo era lo cierto,
lo único que importaba
para conjurar los miedos.
Si te creí, da lo mismo,
pero en el confín del sueño
eras la pura metáfora
del amor que estando lejos
te excita la inteligencia
y te solivianta el cuerpo
con las manos tormentosas
al rozarte con los dedos.
Cómo encendimos hogueras
que atizamos con los vientos
de todas las latitudes
para quemar los secretos,
y cómo nos tradujimos
boca a boca el sentimiento
con las espadas en alto
pero el abrazo en el gesto.
Te hubiera reconocido
como reconoce un ciego
la llamada de la luz
desde el corazón del fuego.
El presente está plagado
de instantes de desencuentro,
de historias que nos mantienen
de las circunstancias presos
con los tobillos atados
y la rebeldía en cueros.
Entiendo que tengas dudas
y te asalte el desconcierto
porque la vida que apaga
hasta el resplandor del cielo,
haya llegado a la cima
de cualquier descubrimiento
y nos sepamos las mañas
de ser dos polos opuestos
con la sangre predispuesta
a dejar huella en el verso.
Con respecto a mí no dudes
ni me uses de pretexto,
que por algo estoy de vuelta
de tus íntimos infiernos
y sigo creyendo en ti
con los ojos bien abiertos.
Yo soy la misma y escribo
únicamente si siento
y te estoy sintiendo tanto
como siento el sufrimiento
que te lleva hasta la duda
si piensas que no te quiero.
Y es que te quiero, varón:
frágil corazón de acero.
«El culmen vanguardista», Eva Lucía Armas
Qué asfixiante resulta su estulticia,
pipirigallo de inflexible gola,
que nada escucha más que su vitrola
ajustada a su ritmo y su impericia.
Hasta el mejor plantado se desquicia
oyendo sus rebuznos opulentos
fundados en nubajes flatulentos
decorados con falsas etiquetas.
Un vendedor de humo, un anti esteta,
con la lengua falaz de los violentos.
Un otario que abusa de su suerte
-porque de razonar, nada de nada-
y solo se dedica a la estocada
de un discurso que todo lo subvierte.
Es un jetita más ya que no advierte
lo cansina y obtusa que resulta
hasta su mala leche cuando insulta.
Insustancial, retórico, aburrido,
se cree innovador por retorcido
jugando a ser la rata sabia-inculta.
Mas repetido que puré de ajo,
no cambia sintonía ni a garrote
porque de estrecho peca su marote:
le cabe media idea a este burrajo.
De su raro disfraz ¿qué habrá debajo?
¿Un resentido, un infeliz, un mono
que lucha por ser hombre, tener trono
escupiendo en la boca de la gente?
No podremos decir que no es ingente
su vocación por mantener su encono.
Un inútil pazguato con dos copas,
que se las da de eximio transgresor
sin conocer de nada ni el olor,
mientras insulta nuestro guardarropas.
Payaso rellenado, solo estopas,
un triste comic de la misiadura
que juega a ser la voz anticultura
del fundamentalista, sin ideas.
Cuánta pena me das mientras te creas
el culmen vanguardista en tu chatura.
«De copas con Escocia», Gavrí Akhenazi
Que no falte la víctima, señores,
que somos puro gesto victimario
contra el que esgrimen como escapulario
las voces impolutas sus rencores.
Vienen de vieja data sinsabores
mal resueltos al pie de la palabra.
Vano intentar que el corazón se abra
y que pueda leerse en su interior.
Sinceramente, ya me da pavor
tocarle el caramillo a tanta cabra.
Siempre la queja a punta de plumero
como un hábito más que se prodiga
sin que haya gesto alguno que desdiga
esa repetición del cancionero.
Nunca un poco de humor, siempre aguacero,
siempre la moralina y la frontera
al pensamiento abierto y la montera
a lo que, transgresor, despliega el ala.
Es gota de veneno que hace gala
de conducta ejemplar por lo severa.
Así que aquí me encierro y hablo solo
con mis ganas de hablar conmigo mismo,
mientras me circunscribo a mi ostracismo
por mantener intacto el protocolo.
Que aunque sea león, conozco el dolo
que provoca mi zarpa si la extiendo
y por eso también me recomiendo
este retraimiento y esta purga.
Los huevos tengo al plato con la murga
y estoy cansado de ofrecer remiendo.
Al final, acá estamos, perdidosos
ya por hache o por be de la quejumbre
que obedece a su propia y sola lumbre
poblada de argumentos quejumbrosos.
Todos somos tan malos, tan mañosos,
tan pero tan, tan, tan hijos de puta
que nos place mirar que no disfruta
quien quiere disfrutar de su centrismo.
Qué generosa prueba de egoísmo
damos, cuando al centrismo se refuta.
Y nada viene bien, nada es bastante,
así que comprendiendo aquí la idea
dejaré de bailar con la más fea
y me iré con Escocia, en adelante.
Que bien ya me explicó con buen talante:
«hacerse a un lado trae beneficio
y deja de atraparte el maleficio
de contemporizar con lo inconforme,
que escribas como escribas el informe
para quejarse, hallará resquicio».
«Elegía», Isabel Reyes
en memoria de Gerardo Campani
Al pensar en tu estado presentí
que el tiempo de tu vida es un cobarde
que se esconde en la hora del adiós
y es incapaz mi pena de ablandarle.
Que perdido en la noche de la ciencia
lo hermoso que te aloja no le vale.
Ignora cómo dar tiempo a tu tiempo,
vida, salud y sístole a tu sangre.
El hígado prestado que portabas
no responde al deseo de arrancarte
de las oscuras garras de la muerte.
¡Qué cobarde es el tiempo que nos barre!
La cera que tu cara desdibuja,
el dolor de tu ser, inabarcable,
me dice que eres tú el elegido
y nada más me queda que llorarte.
Mirada de hombre bueno que confiaba
superar nuevamente adversidades
en idas y venidas; tu destino
me indica que te queda largo el traje.
Escrita tu conciencia ultraversal
se nos va el literato y el amante
cuando un gélido viento ya acaricia
tu bondad, tu retina y tus afanes.
Compañero del alma, compañero,
hermano del misterio del que naces,
cuando siento tu vida que se agota,
tu dolor, como leña, a mí me arde.
«En carne viva», Idella Esteve
Te podría decir que nada escondo
que se pueda pudrir en mis adentros
y me doy al poema en carne viva,
despojado de piel todo mi cuerpo.
Te podría contar lo que en mí mora
que enturbia mi razón, mi sentimiento,
y sale desbocado por mi pluma
volando al infinito con mis versos
en pos de la anhelada fantasía
cuando mi vida es todo desconcierto.
Te podría nombrar miles de cosas
de cruda realidad, de dulces sueños
que me anublan las luces de mi mente
y me ponen en sombra el pensamiento.
Te podría explicar que ando desnuda
para dejar los males que acarreo
prendidos a un saliente en una esquina
y abandonarlos solos a sus fueros,
sin que vuelvan a mí de ningún modo,
que no habré de acogerlos ¡no los quiero!
Escribo en carne viva, ya lo sabes,
mostrando lo que está dentro del pecho.
Muerte por aburrimiento
Lo mío ya no tiene compostura
y va pasando el tiempo sin remedio.
No sé si brilla el sol o todo es sombra,
con el desgarro se me estanca el verso
en una poza llena de cuchillos
y el poema me sangra hasta los huesos.
Porque nunca nadé las superficies
en lo profundo por asfixia muero
sin querer. En lo más hondo de mí,
de todo lo que escribo nunca encuentro
esa vena interior que me reviva
-estoy viva quizás, aún no he muerto-
y me saque del fondo de estas aguas
y me implante unas alas para el vuelo.
Quedo en mí con mi verso, anquilosados
los dos vamos muriendo en este encierro
uno al lado del otro, sumergidos
en este fuego frío, en este infierno
donde vuelan al aire las cenizas
de un ardido furor. Mi aburrimiento,
a falta de ilusiones que lo animen,
cabalga por la vida por sus fueros
y al cabo viene a ser como una muerte,
partículas de mí siempre al acecho.
«El grito», Sergio Oncina
A veces la recuerdo y me repito
que no debo llorar por tonterías,
que soy un hombre libre de utopías
de las que solo viven en lo escrito.
Aunque sea su sombra donde habito
y su luz la tristeza de mis días,
he de saber fingir entre ironías
y retener las lágrimas y el grito.
Pero todo es minúsculo si falta,
menos el desconsuelo que me asalta,
y no hay ningún remedio para mí.
Entonces, surge de mi voz, potente,
un alarido, un llanto que es torrente
de la vida exultante que perdí.
Llama presa
Preso, péndulo y llama mortecina
que tiembla con el aire que lo apaga,
Rígido movimiento, gime vaga
en una vela frágil, roma y fina.
Paisaje de la nada, lienzo y ruina
del color y la luz, la falsa daga
que rasguñó lo ajeno, que se embriaga
y enferma en la belleza adamantina.
Lumbre que pudre y seca, que se extingue
sobre la cera vieja y no distingue
amor de esclavitud, y cuando llora
expira más deprisa y se deshace,
y cuando goza no le satisface,
y, si calma su hambruna, se devora.
EDITORIAL
El perverso arte del mal competidor
por Gavrí Akhenazi
Las competencias entre ciertos movimientos «literarios» y sus protagonistas, que buscan su expresión a través de internet, no son novedosos, porque eso ha ocurrido en todos los tiempos.
Lo nefasto de ciertos planteos de competencia se da cuando los protagonistas de esos movimientos que surgen entre aparatosos autobombos y extensísimas exposiciones de sus atributos –como si poseer algún titulillo universitario (propio o inventado), asegurara la potencia de un escritor– se cimentan en destruir a la oferta contraria, sibilinamente y escupiendo sapos sobre los demás que puedan ser competidores.
Sinceramente, uno trata de mantenerse moderado, cuasi haciendo un voto a la indiferencia más ecuánime. Es más, uno intenta reflexionar y ser fiel con su ideas y siempre manejarse poniendo en el contexto adecuado los conocimientos que ha adquirido.
Más de una vez, siguiendo esta metodología, he intentado –diría que infructuosamente y eso que se trata de palabras, cosa que deberían entender todos los que se dicen escritores– llegar al diálogo de forma serena, educada, trabajada en base a la lógica, cosa que desde ya dota a una argumentación del equilibrio necesario, pero digamos que hay veces en que uno se topa con gente que le pone las cosas difíciles, porque albergan una ponzoña disfrazada de interés y un interés hipócrita que disfraza aviesamente el deseo de hacer daño, solo con el fin de no tener competidores de fuste. Los otros, no les interesan.
La literatura, como todas las artes, carece de la generosidad necesaria para remontar vuelo asistida por sus artistas o sea, los escritores. Por el contrario, cuando en realidad se ve algo así, esos que nombro anteriormente buscan de manera despiadada crear una pelea en el barro y lo que no son capaces de decir de frente, lo murmuran en todas esas orejas incautas o ávidas de saborear la sangre ajena.
O bailan el agua, doran la píldora y, literalmente, chupan el culo –permítaseme aquí la falta de temor a la expresión– solamente para ser recompensados por la babosería ajena a la que, posteriormente, ofrecerán un lugarcito primoroso en el proyecto que llevan a cabo, sin importar en realidad la calidad literaria de lo expuesto.
Se leen cada cosas por ahí que hablan más de sus editores que de los propios convocados a participar.
Pruebas… como para hacer dulce. Pruebas de ambas cosas, también.
Lo mal nacido no prospera. La literatura lo olvida y mucho más aún en estos tiempos pasatistas y apócrifos, en que se han perdido los lectores de fuste que puedan opinar objetivamente.
Lo que avala la calidad es la trayectoria y el sostén en el tiempo. No exponer, a guisa de panegírico refrendatorio de solvencia, una innumerable cantidad de ítems que llevan a pensar a quien los lee: «sacaron a pasear el trapo de lustrar bronce de la abuela».
«Apunte realista», Jordana Amorós
No sé si es que leí mal los prospectos
de la vida o es que no traduje
bien su argot, que por mucho que me estruje
las neuronas, no cuajan mis proyectos.
Cuando a tu alrededor el mundo cruje
al sentir que te fallan lo afectos,
un buen boceto de los desperfectos
no habrá ningún Da Vinci que dibuje.
¿Quién no tiene en su haber un cataclismo,
virus, error o eructo del abismo
que le ha puesto la vida bocabajo?
Si alguien te viene a hablar del optimismo
existencial… enfréntalo allí mismo
y, sin remite,!mándalo al carajo!
Y si no es ahora
Después de pelearse, tan a brazo partido,
con la vida, hasta el borde del desfallecimiento,
¿Quién hay que no ambicione recobrar el aliento,
mientras dentro del pecho se aquieta su latido?
Yo le mantuve el pulso, pero que lo he perdido
hoy me predice el aire con su temblor friolento,
y, si no es ahora, ¿Cuándo será el momento
de iniciar el regreso hasta el calor del nido?
Allí donde al rumor de un mal presentimiento
acallan los arrullos, donde no existe un ruido
que distriga al espíritu y florece el olvido
benefactor, que ignora cualquier resentimiento,
En el que abandonarnos al ensimismamiento
y volver a soñarnos los que habíamos sido.
«Sea sombra», William Vanders
Sea sombra -me dijeron-
y fui reflejo colándose
por los resquicios de las rejas.
Luego me gritaron: Sea callado.
Y junté todas mis voces,
las insospechadas, las ocultas, las no tan mías;
y fui atronador dentro de la palabra incesante.
Me insistieron: camine derecho mirando al piso.
Y fui recto por rumbo torcido viendo al cielo.
Entonces los pájaros migraron a mi ojos
y me sentí aumentado en cosas buenas.
Me buscaron, me golpearon y me encerraron.
Me obligaron a borrarme.
Me volví arena entre grilletes,
y salí por pies
a coleccionar caracolas en playas redimidas.
Agradecido
Mientras exista gente más vieja a tu alrededor siempre serás joven. Si sufres, calla, aguanta, sé fuerte hasta el final. Es de hombre tragar nudos y no soltar lágrimas. Vamos, hombre, la vida es dura, enfréntala con valentía.
Desde niño escuché este tipo de sentencias como si se tratara de una receta para el vivir bien. Hoy no gestionaré mi muerte en silencio. Me cansé de ocultar este dolor enemigo. Haré lo correcto: otorgarle al tiempo espacios para las despedidas, una ventana de vida en la agonía. Y como dice Silvio, en ansi dejaré una lista de voluntades:
a.- La docena de bisagras para ataúdes que me debe Raúl, que se las pague a Florencio con 3 arrobas de naranjas. Y que Florencio se dé por bien pagado.
b.- Los sillones de caoba agradezco los pongan en la buhardilla mirando a la ventana. Eso es por si confirmo que uno se vuelve fantasma. Me gustaría en el más allá sentarme un rato junto a mis abuelos-padres.
c.- A mis tres hijas, les heredo todas las pinturas, la hacienda y los poemas inconclusos por si quieren, algún día, continuarlos. Si tocan las bocas de cualquier lienzo apareceré para darles un abrazo y decirles cuánto las amo.
d.- A mi esposa, le debo cada cosa del todo . Convivimos en el triunfo, en la derrota y sobrevivimos sobre rescoldos de velones. A mi esposa, le dejo un te amo eterno sentado en el mueble del ático; ahí cabremos los dos como siempre. Dejo rollos de btc ocultos dentro de un código memorioso, para cuando lo material sea necesario. La maravilla de la añadidura seguirá forjándose, es un imán que nos ganamos a pesar de haber creído en la penuria inmortal.
e.- A mis padres, lamento irme anciano en sus tiempos de vejez milenaria. El tiempo es del tiempo y todos somos la misma semilla. En la arena seremos uno, pronto.
f.- A mi entrañable amigo de las letras y el teatro. A quien rescató de la hoguera mis libros y los acunó como suyos. La trova de esperanza juro sembrarla en el incendio como prueba de su inmortalidad.
g.- A quienes espantaron mi hambruna cuando el vientre se hizo espalda.
h.- Casi siempre se deja algo cuando el habitáculo es abandonado. Se debe a los ojos. Solo vemos átomos lentos. Pero existe la maravilla de lo intangible, eso esencial que pervive en el recuerdo y alimenta el alma. Dejo todo aquello inmaterial que honró mi humanidad estando vivo.
El dolor se amiga de mis huesos. Es cómplice del destino y no pacta con los tiempos extras. Agradecido del mar, agradecido
de las orejas en mis suelas y del dios sin boca que me habló en el silencio.
«Criatura celeste», Ronald Harris
venías abrazada a tu planta y al desenfado
luminosa
sonreíste y eran las seis
y latías como una criatura celeste al principio de la noche
al tocarme
me convertiste en un ser al otro lado de la sombra
algo que brilla lejos de una paciente y bella oscuridad
traías el día a cuestas y aun así
tu corazón acarició mis ojos
y cualquier egoísmo fue imposible
Desnudo
Me atropellan tus multitudes sin misericordia, para hacerme caer en esta lengua exquisita, cuando quisiera no saber suplicar de esta manera: tan ángel y genuino, tan deliberadamente bello, cruel y frágil sobre mi sangre hasta la dicha. Pero soy ésto y te suplico con un pájaro en los ojos, y me aferro a tu calor en este arácnido oscuro, cuando todo en mí es la alegría de tu sueño que me calma, sabiéndote prisionera de mi lecho como una ofrenda brutal y maravillosa. Hoy la felicidad es un episodio inmóvil de la memoria, atesorado para siempre.