Un ejército sin bandera desafía nuestras vidas, nos mantiene estacados en la tierra para obligarnos a ser testigos de cómo sus minúsculos soldados babean sobre el paisaje de nuestras rutinas mientras deambulan buscando más y más víctimas. No sabemos liberarnos de esta guerra que no escuchamos declarar pero imaginamos en miles de películas; una guerra que está cambiando nuestro todo, nuestro mañana y la manera con la que miramos el ayer.
Quienes son alcanzados por las manos de este extraño enemigo permanecen en silencio para no sentir más intensamente cómo se rompe el aire a su alrededor mientras entregan su sangre al destino. Un destino que pudo ser menos hambriento y solo dependía del nosotros.
Ahora el planeta sigue el movimiento a merced de un piloto automático mientras la gente cae de él porque ha soltado las manos de las manos de otros y espera con miedo que nadie toque en la puerta de su vacío. Cae mientras extraña el sabor dulce de un beso, el color celeste del cielo, la fuerza de un abrazo. Cae después de comprender que nunca agitó las alas mientras sobraba el aire y se podían proyectar vuelos. Cae mientras los invasores que huelen lo vulnerable y se relamen, giran a su alrededor como gira un perro cuando decide acomodarse en un lugar del mundo.
Hasta hace nada, cada cual vivíamos la vida dentro de su normalidad, con nuestras rutinas y monotonías; nuestras comodidades y carencias; problemas, dolencias, quejas, planes y proyectos.
Pero el mundo siempre está en estado de convulsión, es obvio que nadie lo ignora. Es un organismo vivo y en ese organismo, las personas, con nuestros comportamientos, somos su enfermedad. Lo atacamos constantemente por tierra (a nuestros semejantes con guerras y por extensión todas las consecuencias que de ahí derivan). Por mar (contaminación, masacre de especies). Y aire (contaminación, polución, calentamiento global).
Ahora, algo tan pequeño y silencioso nos ha detenido. Es un enemigo invisible y letal; da miedo.
Cuando desde China se dio la noticia de la aparición de este virus y de sus efecto en las personas, se veía como algo lejano. Casi impensable que pudiera extenderse de la forma en que lo ha hecho en tan poco tiempo.
Un exceso de confianza nos puede costar la vida, y en parte eso es lo que ha pasado.
Recuerdo que aquí, al principio de que se diera la noticia, la gente acudía a comprar a lo loco y, de esa manera, para las personas que iban a hacer su compra con normalidad ya no quedaban existencias de lo que necesitaban. Te veías obligado a tener que hacer lo mismo pero ¿quién no pudiera, qué? Ese comportamiento a mi me asustaba. Yo pensaba:«si hubiera una guerra, antes de que nos caiga una bomba ya nos hemos matado unos a otros». El miedo también saca nuestro egoísmo. En ese momento uno solo piensa en sí mismo y en los suyos, es normal, por eso ha sido y es tan importante poner orden dentro del caos.
Del mismo modo, superado el shock, amanece la cara más humana y solidaria de la persona. La entrega sin reservas del personal médico, que son personas especiales en su función pero con el mismo riesgo ante este problema como cualquier otra persona y con sus miedos, y ahí están, dándolo todo.
Así que, como se puede comprender, cuando escucho quejas porque hay que estar recluido en casa no me cabe en la cabeza qué tan tremendo esfuerzo se está pidiendo. A mí me gustaría que mi hija se quedara en casa hasta que todo pase, y yo misma también, porque cuando vuelvo del trabajo no sé lo que puede venir conmigo.
Comprendo también todas las consecuencias a nivel económico y laboral, porque una cosa es que tengas ahorros si te quedas sin trabajo, o que puedas cobrar un subsidio hasta que te puedas reincorporar al trabajo, entiendo todo lo que nos quedará como convalecencia. Cuando pasemos esto no volveremos de la misma manera. Tocará remontar el vuelo, quién sabe cómo, pero hay una cosa que tenemos que mirar como horizonte y que ha de ser nuestro motor: estamos.
Pienso también en que todos quisiéramos un remedio ya y ahora. En cuestión de medicina se está improvisando día a día, probando la funcionalidad de ciertos medicamentos que están dando resultado. No hay vacuna de momento. Y ésto también tiene que llevarnos a pensar en esas personas que, me da igual dónde estén, necesitan comida, medicamentos, vacunas que sí existen para todos, refugio, y que se les hace oídos sordos. Ahora que estamos todos sintiendo esa onda de miedo y necesidad y urgencia ¿se entiende mejor?
Ahora no podemos ver más allá que lo que hay delante, es lo que ocurre dentro de la niebla, pero iremos dando pasitos y poco a poco continuaremos viendo más camino.
Lamento profundamente todas y cada una de las vidas que se han perdido. Y agradezco infinitamente todos los esfuerzos y la entrega de las personas que se están dando a los demás porque es lo que mejor saben hacer.
La humanidad, jinete apocalíptico, creía sojuzgar a la naturaleza, y hasta se planteaba clonar al ser humano en inmortal en perversa simbiosis con la máquina. Alguien predijo: “El hombre será dios”; pero haberlo inventado, para tener poder sobre la plebe, no es lo mismo que serlo.
La creación, venga de donde venga, se venga y pone las cosas en su sitio. Un virus microscópico se muda del animal al hombre, que descubre lo débil que es su fuerza, lo poco que conoce, lo mucho que amenaza su futuro. Se acabó el “just in time”, vuelve la cuarentena, la peste ha regresado al “altoevo”. La cura de humildad no cura al cuerpo, pero avisa a las almas.
Cuando todo esto acabe, quizá tengamos la oportunidad de empezar otra era cambiando paradigmas y parámetros. Pero mucho me temo que olvidemos y, por recuperar el estatus perdido, empiece otra carrera que lleve a recorrer errores anteriores y cuya meta tenga por rótulo “Extinción”
Haikúes del aislamiento
El aislamiento es algo más que físico, es mental.
Y te planteas si tu entorno más próximo tiene futuro.
Sigo encerrado, miro por la ventana nubes y lluvia.
¡Quién caminase por sendas embarradas sin chubasquero!
Lo confortable no siempre es lo mejor para este preso.
Diciembre del 2019 un nuevo virus afecta a China, Coronavirus los noticieros comunican todos los días las actualizaciones de cómo va afectando a toda la población acompañadas de impactantes imágenes. Pero esto sucedía en China un lugar muy alejado de nosotros.
Me daba pánico y tristeza ver lo que estaban sufriendo y al mismo tiempo alivio porque no pasaba por mi mente que este virus también nos pudiera afectar.
Pero sucedió.
Una mañana de febrero de este 2020 dieron la noticia del primer caso de contagio del coronavirus en México.
Llegó con suavidad, como cuando el mar está en calma y humedece las playas con delicadeza.
Era solo el inicio, un preámbulo del terrible tsunami que pronto nos golpearía.
De pronto nos vemos obligados a permanecer en casa, sobre todo las personas de más riesgo.
En mi caso que tengo diabetes y estuve enferma de neumonía, así que tengo que extremar más los cuidados.
En casa solo estamos mi esposo y yo con nuestros tres perritos chihuahueños sintiendo el peso de la soledad acompañada de temor. Ya no podemos ir al parque a ejercitarnos; nuestros perritos no entienden el porque ya no los sacamos a pasear; el Coronavirus nos ha cambiado la vida.
Mi hija trabaja en un hospital de la Secretaría de Salubridad; está en una zona de riesgo y por mis problemas de salud no viene a casa; solo nos comunicamos por video llamada.
Me preocupa mucho que vaya a contagiarse. Veo cómo a muchas personas las han enviado a trabajar desde casa, pero mi hija tiene que acudir a su área de trabajo y eso nos llena de temor y angustia. Ya tenemos quince días que no la podemos abrazar ni darle un beso.
Me llena de impotencia ver como va afectando en la economía a todos en la familia, sobre todo a los que trabajan por su cuenta como mi cuñada que trabaja en una financiera y no puede andar en las instituciones promoviendo los préstamos; a mi hermano que tiene un negocio de tacos frente a un panteón que cerraron por la contingencia y él también tuvo que cerrar por falta de clientes; a mi cuñado que es taxista y tuvo que entregar el coche porque no hay pasaje y no saca para pagar la renta; a mi esposo que es pensionado y tuvo que hacer compras de abarrotes con el dinero que tenía para el resto del mes porque está escaseando el alimento y lo están aumentando de precio.
Las autoridades de salud hoy en el informe avisaron que ya no podían estar ocultando a la población la situación. Nos dieron el recuento de contagiados en la ciudad donde vivo según la estadística que tiene la Secretaria de Salud y son 60, pero a partir de hoy agregaron 37 más que se hicieron el examen en hospitales privados y lo habían estado ocultando. En total son 97 enfermos. Tenemos más que la ciudad de México que tienen 44. Así están las cosas con nuestro gobierno y sus mentiras.
La economía es otro virus que viene hermanado con el Coronavirus y nos afecta a todos.
En la familia ya hay dos personas contagiadas por el virus. Que Dios nos proteja, perdone y tenga misericordia de todos en el mundo.
Cada noche doy gracias por el día que pude disfrutar, con lo bueno y lo malo, y ruego a Dios que me permita ver un nuevo día en compañía de mi familia con salud; pido por todos mis hermanos en el mundo que terminen las guerras y haya un plato de comida para todos.
Yo he vivido la experiencia de una guerra con la muerte que se llevó a mi hija, pero esto del Coronavirus me sobrepasa. Es como una película de terror. Se me hace un nudo en la garganta al saber que están muriendo solas las personas contagiadas, muriendo sin poder despedirse de sus familias. Esto es algo doloroso muy difícil de superar.
Estamos viviendo una dolorosa lección de vida.
Ojalá podamos aprender de ella y ser mejores seres humanos.
First they came for the comunists, and I did not speak out— Because I was not a comunist. Then they came for the trade unionists, and I did not speak out— Because I was not a trade unionist. Then they came for the Jews, and I did not speak out— Because I was not a Jew. Then they came for me—and there was no one left to speak for me.
Martin Niemöller
Digamos que nunca fui propenso a escribir distopías.
Cuando uno se acostumbra a vivir dentro de una, la describe
como su realidad. En absoluto esa realidad le resulta distópica. Sabe que hay
otro mundo, otro escenario que es de los otros, pero el suyo, el diario, es esa
distopía en la que vive, ese lugar al que nadie entiende de verdad y al que
nadie llega como a una realidad ocurrente, sino como algo que está «en otro
país, en otro espacio, hasta en otro mundo» y que provoca en los que se
anotician de que existe, comentarios conmiserativos y tristones, comentarios de
alarma, de «¡cómo puede ser que no tengan agua, que los niños mueran de
enfermedades ridículas o que mueran de hambre; que en los campos de refugiados
se pudran los cadáveres junto a las tiendas hasta que llega el extenuado
personal a llevárselos y quemarlos por ahí para que no se propaguen más pestes
de las que ya hay!» Comentarios hechos desde el confort del sillón en el living;
desde la comodidad alimentaria de una cocina nutrida; desde el mullido colchón
en que se descansa frente al televisor.
Puedo seguir enumerando estas cosas de la irrealidad en la
que media humanidad está sumida, pero no es la cuestión de estas palabras.
Los que vivimos en las distopías no observamos con horror
las películas catástrofe ni nos hace preguntarnos nada The walking death. Somos
«the walking death».
No nos asombra la muerte porque camina con nosotros a todas
partes y chocamos con ella cada diez pasos, mientras imaginamos a cuántos
podremos salvar de todos los que están destinados a morir y a cuántos deberemos
resignar, porque los suministros no alcanzan y el orden de prioridades a veces
debe estar incluído en el protocolo de nuestra conciencia.
Veía, desde esta cuarentena de hoy y aquí, las imágenes de monos,
jabalíes, cabras, coyotes y ciervos invadiendo ciudades desiertas y
aterrorizadas. Un oso famélico paseando por una avenida. Veía «un mundo sin
humanos».
Y veía, también, todos esos microcosmos de los primeros y
segundos mundos que tanto se compadecían desde su zona de confort de este
último mundo de las distopías humanas donde el agua, el pan y la salud está
negado, tomando conciencia de que el hombre es tan lábil como su destino y que
frente a algunos enemigos de material genético invencible, con la capacidad de
mutar en un abrir y cerrar de ojos y alzarse en su bolsa de espanto con la
Humanidad en su conjunto, no hay nada que hacer.
Y este es un virus sereno, no es el Ébola de las distopías,
por nombrar uno de «alfombra roja». Es un virus mortalmente sereno, cuya
ferocidad consiste no en las muertes que causa sino en la velocidad con la que
contagia de forma exponencial y sí, cuando abre la caja de Pandora de su
letalidad, la muerte también es terrible, porque de los serenos todos dicen:
«cuídate de la ira de los mansos».
Es un virus destinado a enseñarle algo al hombre que el
hombre olvidó en cada ocasión en que se le intentó enseñar algo, sea mediante
una epidemia o una guerra. Olvidó que la humana es una especie frágil,
olvidadiza, innecesaria y dañina per sè.
Alguna vez debería aprender que la verdadera distopía no consiste en vivir donde yo he vivido, sino en la zona de confort en la que viven los demás. Esa es la verdadera distopía, la que crea la inopia: olvidarse de todos los prójimos y por sobre todo, olvidarse de que a pesar de ser muy vasto, el barco es uno solo y que, tarde o temprano, el aleteo de la mariposa en la popa, provocará el tsunami que hundirá la nave por la proa.
Auguro que este texto será un caos y pasará de un tema a otro sin más lógica que la visceral.
Siempre he considerado que el órgano que contiene al alma es el estómago y estos días de emociones contradictorias me lo confirman: la gente está muriendo por asfixia en nuestros hospitales y asilos (residencias de ancianos es su denominación políticamente correcta, pero es tiempo de mandar a la puta mierda el lenguaje políticamente correcto) y el corazón late, el cerebro ordena, pero el estómago se niega a asentar la comida en mi cuerpo.
Por suerte yo no soy político y puedo hablar con las tripas, llorar por las esquinas si me sale de los cojones, enfadarme con el mundo como un niño pequeño, tener atisbos de depresión e, incluso, ser irracional y a la vez humano.
Ya no tengo trabajo, de la noche a la mañana vivo de las rentas y las ayudas que pueda proporcionarme el estado, el mismo estado que me prohíbe trabajar para preservar el bien común, esa idea casi utópica que tantas veces he defendido vehemente.
Mi generación se enfrenta por primera vez a un recorte brutal de las libertades personales y nunca pensé que lo aceptase con tanta mansedumbre. Creo que estamos asustados porque nos hemos dado cuenta de que el futuro es incierto; yo lo estoy aunque lo esconda.
Lo disimulo porque tengo una hija. Hoy ha llorado a las ocho y cinco de la tarde, hacía frío y hemos salido al balcón para aplaudir a nuestros sanitarios, llevamos una semana con esta rutina y se ha convertido en la oportunidad de ver gente diferente a su padre y su madre, el resto de las horas es una niña de cinco años confinada en casa.
Cada mañana leemos y hacemos juntos los deberes, le encanta mostrar a sus padres lo lista que es y tenemos que buscar en internet más tareas que las que nos envía su profesora por email. Después de comer jugamos al fútbol o a las muñecas en el hall y escuchamos música. Pero su momento preferido son los aplausos y yo sospecho que es porque ve niños en las ventanas de en frente.
Cuando la niña duerme el estómago se me sube a la garganta porque tengo tiempo para pensar.
De repente tengo demasiado tiempo para pensar y mandan las entrañas.
Un poema
Hoy, que me sobran fuerzas, me permito llorar, porque aún tengo fuerzas me permito llorar,
porque nuestros relojes puede que no se encuentren pero siguen marcando el mismo tiempo,
porque ella está en la guerra y yo me quedo en casa con su silueta azul en la memoria,
porque noto las lágrimas surcando mis mejillas y sé por qué brotaron,
porque tiembla mi estómago y desbordo salud,
porque nos asoló una puta pandemia para volver a hablarnos,
porque ningún amor, por muy platónico o imposible que sea, se merece acabar en un cuarto de hotel,
porque queda esperanza, porque puedo escribir,
porque seguimos siendo los mismos dos idiotas: ella capaz de renunciar a todo y yo incapaz de renunciar a nada.
Hay una línea roja en el umbral de mi casa. Una línea viscosa que repta sin moverse ni un milímetro, que vigila día y noche todos mis movimientos. Cada mañana despierto y mi primer pensamiento es para ella. Tiemblo. Tiemblo como una niña escondida en el armario, esperando que se hagan realidad aquellas pesadillas de la infancia, queriendo gritar y sin poder articular ningún sonido. Después me levanto y comienza mi rutina diaria, un hilo del que tiro incansablemente cada jornada para mantenerme a salvo, paso tras paso, ocupando las horas de este silencio áspero que no me deja nunca. Sola, siempre sola.
Alguien vive enfrente de mí, detrás de una de las ventanas de esa colmena inmensa. A veces mientras voy con precisión militar del salón a la cocina a prepararme el café de media mañana, o después de cerrar el portátil del trabajo cuando acaba mi turno, me asomo afuera y busco su silueta. Casi siempre su ventana está triste, con la cortina mustia, a oscuras. Pero hay momentos en que se deja ver una luz y se dibuja, igual que una sombra chinesca, el difuso perfil de un hombre solo. No sé si lo imagino, pero en ocasiones creo que lee algún libro muy grueso, o teclea velozmente frente a una pantalla, y en las mañanas cálidas con la ventana abierta me parece escuchar las notas de alguna melodía que casi nunca reconozco. Y salgo a la terraza, intentando averiguar si aquello es cierto, o si es este aislamiento el que me hace imaginar que a ratos, como una bandera que llamara a la tregua, un pañuelito blanco se asoma a aquel alfeizar y me saluda.
Hay días que no creo ser capaz de poder levantarme de la cama. Son esos días en los que tengo que salir, porque faltan comida o medicinas, o porque se me ha acumulado la basura. Cuando llega el momento de abandonar mi casa, el temblor es tan fuerte que apenas puedo asir el picaporte, envuelta en tela y plástico asfixiantes, mientras repito como un mantra que no pasa nada y cruzo aquella espesa línea roja. Si no fuera porque es imposible, diría que no respiro durante esos minutos, que me quedo ahí dentro de ese envoltorio como un puercoespín ya viejo, con las púas gastadas, esperando que nadie se dé cuenta de la fragilidad que encierro, de lo fácil que sería quebrarme. Y sigo temblando todo el tiempo, aguantando el oxígeno, sintiendo que cada superficie que toco con mis manos, con mis pies, es fría y pegajosa, y que se agarran a mí innumerables e invisibles partículas mortales. No puedo respirar, sé que me ahogo. Me alejo cuando me cruzo con alguien mientras martillea en mi cabeza como una pelota de goma rebotando en mi cráneo un único pensamiento, volver a casa. A casa. Y mientras camino por la calle, sintiéndome desfallecer, miro arriba, y tan solo esa minúscula señal en la ventana me ancla ala realidad, me da la fuerza para terminar, para volver sana y salva. Y cuando al fin regreso y cruzo de nuevo la frontera que separa mi hogar del mundo, apenas soy capaz de quitarme el sudoroso caparazón de plástico y ropa. Y tengo que ir corriendo a ducharme para librarme de todas aquellas partículas invisibles que siento adheridas a mi pelo, a mi piel, a mi vida.
Muchas veces me pregunto si voy a ser capaz cuando todo termine de volver a salir a la calle sin miedo. Y no sé contestarme. Entonces me asomo a la ventana.
—Nathy, soy Juan. Han decretado el confinamiento. Es oficial.
—Pues ni me enteré. Llevo días sin ver las noticias. ¡Luca, deja esa silla. Lucaaaa!, mierda. Perdona un momento, Juan.
Tengo que esperar que ella atienda al crío y regrese a coger el teléfono.
—Ya sé que la semana pasada te dije que no era mi mejor momento para empezar algo, pero me sentiría más tranquilo si vinieras a casa —le digo.
—Si estás buscando peña para pasar la cuarentena ya puedes olvidarte, Juan.
—No, no ando buscando nada, Natalia. Lo que estoy es acojonado, así que no me cabrees. Recoge tus cosas y las de Luca. Voy para allá a buscarte.
—Vete a la puta mierda, Juan. ¡Luca, suelta esa cortina inmediatamente! Si te asustaste de mí o te faltó coraje para quererme como un hombre es tu problema. Yo no le temo al virus.
—Puedo transferir dinero a tu cuenta para que no les falte nada a Luca y ti, pero no podré hacer más si esto empeora. Por dios vives en cuarenta metros cuadrados y estas en paro.
—¿Y eso a ti qué te importa?
—Déjate ya de bronca, Nathy. El confinamiento va a ser duro para el crío.
—Espera un segundo, Juan. ¡Luca Salvatore! Mira, Juan, ya lo hablamos mañana.
—Te cedo el estudio —digo apresuradamente—. Si no espabilo ella colgará el teléfono y tendrá toda la noche para reafirmarse en esa postura de la que no saldrá.
—¿El estudio?
(El estudio es independiente y reúne las condiciones de habitabilidad: calefacción, cocina, dormitorio, TV…)
—¿Tu estudio de grabación dices? —vuelve a preguntarme. Ella quiere asegurarse de mi propuesta.
—Sí. Tiene entrada independiente. Piénsalo. Luca tendrá un jardín enorme para correr, un patio, podrá jugar con Drako. Los perros no transmiten el coronavirus.
El silencio entre los dos me descoloca. ¿Qué se puede esperar de una mujer que es exactamente igual a Covi19? Imprevisible, silenciosa y letal.
…..
No todos los que me importan duermen ahora bajo mi techo, pero sí los que mi radio de cercanía pudo abarcar. Son las 9:00 de la mañana de nuestro primer día en confinamiento. Soy el primero de la familia en llegar a la cocina, además de mi asistenta, Ivana, quien ya tiene preparado el café y parte del condumio.
—Ivana, voy a acercarme al kiosko a por la prensa. Regreso enseguida — le comunico.
—Señor Juan.
No, no me da tiempo a decirle ¿qué pasa? ni nada porque Ivana, una mujer más Rusa que la ensaladilla y que la estepa siberiana misma me abraza con un ruego:
—Por favor, señor, no salga.
Sí. Covid ha logrado que Ivana me abrace y eso es un logro del carajo teniendo en cuenta que lleva veinticinco años aguantando mis malcriadeces sin salir del marco sobrio que imponen las sociedades laborales.
Me quedo congelado. Ni la abrazo ni le digo que ningún virus es lo suficiente imbécil para exterminar a toda una raza y quedarse sin huéspedes solo para mostrar su poderío. Ese es un riesgo que Covid19 no va a correr. Tampoco le recuerdo que las bajas irán en aumento porque Ivana sabe tan bien como yo que en toda guerra solo sobreviven los más fuertes e inteligentes y que en España tenemos, por desgracia, un alto índice de ancianidad. Esto es una batalla destinada a zarandear la consciencia colectiva y llamarnos a leer el capítulo que toca: dejar de mirarnos el puto ombligo. Eso tampoco se lo digo, sólo lo pienso.
¿Sobrevivirán los más fuertes y listos?
El problema es que no estoy en ninguno de esos grupos. Emocionalmente estoy hecho una basura y de salud… Ni toquen esa tecla que se nos jode el piano. Soy asmático. Vivo con el permiso del ventolín y el Spiolto y esa verdad es lo que ha hecho que esa mujer que todavía me llama señor como si yo fuera el amo de un cortijo andaluz me impida salir a comprar la prensa con su efusiva muestra de amor breve.
No, no salgo a ninguna parte y espero a que el personal baje de los cuartos. Ya está toda la peña en la cocina, menos mi invitada. Ella llega la última y trae a su hijo Luca de la mano. Me adelanto a saludarla.
—¿Qué tal has dormido? ¿Todo bien? —le pregunto.
Como si un OVNI me hubiera dejado hace un par de minutos en el jardín. Claro que sé cómo durmió porque durmió conmigo. En el estudio, como «habíamos quedado». Pero, no la dejo hablar y la conduzco hasta su lugar en la mesa.
—Familia, esta es Nathy —anuncio.
La verdad, creo que mis hijos no saben si aplaudir o si correr, o si escupirme en la cara el café, que es peor que el zumo de manzana que Ivana ha puesto en la mesa, porque mancha de cojones la camisa blanca que llevo puesta.
(Pensamiento errado. De inmediato me doy cuenta que no es ni lo uno ni lo otro al ver la rapidez con que mi hija mayor, Vivíana, ataja la situación).
—Bienvenida, Nathy. Siéntete como en tu casa.
Diez comensales entre hijas, yernos, invitados e Ivana. Todos actúan con normalidad aparente pese a la presencia de la invitada y el nerviosismo acojonante que los medios se han encargado de contagiarnos con su inyección letal entre pecho y espalda compuesta por su ranking de cifras de muertos y contagiados en Madrid, Barcelona, Italia y… Pero Natalia no parece asustada pese a tener a sus hermanos y a su madre en el ojo del huracán, Milán. Y si lo está no me ha participado nada ya que ambos andábamos en otros menesteres.
Mi hija mediana, Marie, bendice la mesa con su voz de soprano. Sé que no está todo lo calmada que su voz muestra. Nada me salvará del interrogatorio al que me someterá.
Mi yerno, Ché, mira al crío y a Nathy como si fueran dos criaturas que han escapado de Jurasic Park con la intención de defendernos del ataque de Covid. Claro, cómo diablos iba a saber él que iba a compartir mesa con un crío de dos años. Era de madrugada cuando los traje a casa.
A mi hija pequeña Rossi le da igual que su papá traiga a E.T a cenar, pero a Marie no. A esa le va a dar un soponcio cuando se entere que Nathy solo lleva dos meses saliendo conmigo y que su edad es igual a esa cifra que apellida a Covid: 19.
Nada me va a salvar de los reproches de Marie por no tener en cuenta que quizá Natalia o Luca podrían estar infectados o que cualquiera de nosotros puede estar ahora incubando ese bicho al que no sabemos cómo derribar de su bestia y podríamos, perfectamente, perjudicar la salud del niño.
Ese es el verdadero virus, el miedo irracional que a todos nos ocupa hoy: quién es el infectado o quien tocó qué cosa en el super o quién usó el cajero antes que uno y dejó a Covid preparado para para darnos por el culo.
Pero la vida sigue y nadie me va a disuadir de comenzar una relación con Nathalia en medio de este apocalipsis. Ni siquiera ese virus al que pretendemos mantener alejado de la cancela y los muros de esta casa mientras jugamos a Modern Family.
…….
La Habana es una ciudad detenida en su tiempo. Creo que esa atemporalidad es la que nos une a ella. Las ciudades mutan, la Habana permanece. En la Habana todo se mueve en Slow Motion: las guaguas, las colas en los comercios, la puntualidad, el sudor, las charlas… Soy un hombre acostumbrado a la elasticidad horaria y me tomo mi lapsus para todo. Aunque este tiempo de acuartelamiento obligado que cruza el mundo es diferente a las horas en cámara lenta con las que juega el trópico a pervivir por siempre en las costumbres de los antillanos.
Cuando vivía en Cuba, nunca fui consciente de las ventajas que ofrece la lentitud del día para hacer todas esas cosas que hasta hace poco iba moviendo de una fecha a otra en mi apretada agenda.
Una hora tumbado en mi cuarto de la casa familiar en la Habana era una eternidad exasperante que yo siempre acababa quebrantando.
Es la primera vez que tengo todo el día para mí y la primera que permanezco tantas horas viajando instrospectivamente por mí mismo y a merced del silencio junto a una mujer.
No hablamos de trabajo. No hablamos de mi divorcio ni del padre de su hijo ni de su familia en Milán. No hablamos de mi madre. No nos preguntamos qué será de nosotros cuando llegue el mañana o si cabe la posibilidad de un mañana ni si voy a cumplir el rito del anillo ni de los muertos que Covid va anotando en su libro de débiles.
No hablamos, vivimos el ahora de este cuarto, desnudos y serenos.
Deseo que no acabe jamás este confinamiento. Llevo tanto tiempo sin detenerme a contemplar la vida minuto a minuto. Tantos años pendiente de las horas, de mi ex mujer, de los aviones, de engordar la cuenta bancaria, de no dejar un hueco libre en mi agenda de trabajo, de mis hijas… que ni siquiera pienso en que pedirle a Dios que no nos regrese a la vida de antes es un pecado aún mayor que pernoctar en una sala plena de infectados sin traje protector ni protocolo.
No hablamos el lenguaje evolutivo de los hombres. Ese regalo que hemos ido adiestrando con el paso del tiempo sobre el mundo; la herramienta con que los escritores novelan las catástrofes, las guerras, sino la lengua madre de las almas: la lengua de mis ojos en sus ojos cerrados. La de mis labios en su frente. La de su olor a juventud en mí. La lengua de mi lengua en un encuentro mojado con su sexo. La lengua de mis manos gozando del viaje por el arco de su espalda. Ella le habla a mi historia de hombre naufragado con suspiros.
Son las 3:00 de la tarde de nuestro séptimo día de confinamiento. Luca duerme.
Esta pandemia es una de esas cosas que colocan al humano frente a realidades que existen por siglos pero solo cada cierto largo tiempo nos recuerda que si no cambiamos de rumbo, un día nos sorprenderá algo que ni siquiera el aislamiento o cualquier otra medida nos será suficiente para sobrevivir.
El hecho de que hayan existido varias civilizaciones a través de millones de años nos demuestra que algo ha pasado en cada una de ellas. No podemos decir mucho ,pues sabemos muy poco de que sucesos han ocurrido. Poco nos han enseñado en escuelas y en la historia. Tendrán sus razones. Un virus como este no creo que naciera del aire, pero eso no es el tema ni el saber de donde provino nos va a salvar. Lo importante es darse cuenta de lo extraña que es la vida y como tu actitud es modificada como una tragicomedia.
Anoche, a unos 50 metros de mi casa y en pleno toque de queda, unos gritos desesperados despertaron a todo el barrio, un joven falleció y los familiares perdieron el control y fueron horas de quejidos mientras los policías no sabían que hacer pues el drama se trasladó a las calles circundantes con personas llorando y corriendo como locos. Una escena dantesca
En una guerra puedes salvar personas con solo darle albergue o esconderlos de persecuciones y también matar para salvar a otros, pero este virus trastorna toda la psiquis humana y las secuelas son peores que la propia guerra.
Un poema
Cobarde
Si miro a ese prójimo aturdido tambaleándose sin fuerzas rogando por su vida que se escapa, tendré que huir lo más lejos posible del escenario.
Nunca pensé mi cobardía ayer me creí solidario para siempre pero me han convertido en un cobarde, ¿será obra del destino o de maestros de la perdición?
Sicarios sin caretas y sin nombre y otros que dan la cara exponiendo su vida que no saben de tramas, escondiendo sus lágrimas y su impotencia.
No puedo solo huir, he de esconderme como aquel criminal sin cuerpo del delito, tapando mi ruindad aquí en lo oscuro.
No es un consuelo que en la lista estén millones de cobardes a la fuerza queriendo ir al entierro de sus padres y solo despedirlos por el móvil.
Nos han asesinado lo poco que quedaba de humanidad en nuestro recorrer, diseñando el estadio para el juego final.
Todos somos un producto de algo y ese algo es lo que nos proveyeron las circunstancias para ser lo que somos. Qué hacemos con nuestras experiencias, con nuestros errores y nuestros aciertos y cómo vemos y procesamos hacia nosotros los de los demás.
Somos lo que vivimos (además de lo que comemos y de lo que escribimos, en nuestro caso particular de escritores). Somos lo que vivimos pero fundamentalmente, creo yo, somos la forma en la que vivimos lo que vivimos. Qué hacemos con eso.
Sinceramente, no tengo miedo, porque ya pasé varias veces por el cuello de la botella y sé que pasás o te atascás. No hay muchas variables.
La vida, en eso, es inexorable. No pasás a medias ni te atascás a medias. Las leyes son iguales para todos, porque la vida no hace distingos entre unos y otros cuando le cede el paso a la muerte.
El enemigo no se ve porque los verdaderos enemigos no se ven. Solamente se ven las consecuencias que producen. En general, son sustantivos que no tienen forma, solamente consecuencia.
¿Qué forma tiene el hambre como tal? Ninguna. Vemos sus resultados, sus manifestaciones. ¿Qué forma tiene la muerte? Ese cuerpo que queda ahí y al que velamos. ¿Qué forma tiene la guerra? La de los hombres que la hacen posible. ¿Y la peste? Hoy por hoy, la fibrosis pulmonar. Antes las variolas, las cavernas tuberculosas, las bubas que explotaban dentro de los pulmones en la Edad Media. La peste tiene todas las formas y por eso, no tiene ninguna.
Digo esto por Los cuatro jinetes. Desde qué tiempo se nombra a esas cuatro entidades como lo aterrador.
Y aquí estamos, con los cuatro presentes, galopando cada uno por donde el hombre le ha permitido hacerlo, pero presentes, como en todas las épocas en que el hombre se ha negado a escuchar lo único que debe escuchar: «ama a tu prójimo como a ti mismo».
Dice mi nuera más joven, la que ve gente muerta (porque nosotros pertenecemos a una familia tan extraterrestre que le daríamos envidia a Alf), que somos demasiado antiguos, que somos «los antiguos», almas que ya han aprendido la mayoría de las cosas que la Humanidad se niega a aprender y eso que ha probado por las buenas y por las malas para hacerlo y que por eso, ninguno tiene miedo. No es porque vivimos en Argentina, porque hay pocos casos, porque cumplimos la cuarentena. Es porque ya sabemos que lo que deba ser, será, haga el hombre lo que haga, porque las leyes que no son las del hombre, funcionan de esa manera.
(No se rían que el tumor temporal ya me lo sacaron, pero yo sigo igual que antes, o sea que no era el tumor. Soy yo así).
Nos reunimos sobre el final o sobre algún final de los tantos que jalonan las historias del hombre.
Siempre me pregunté por qué, después de varias experiencias fallidas, ahora tengo estas tres nueras tan pero tan afines a mí que parecemos cuatro hermanas (prometo foto) que tenemos discursos comunes, ideas comunes, cosas tan en común que algo así no puede jamás ser azaroso sino una reunión de causalidades.
También me pregunté muchas veces por qué estamos en Ultra personas tan afines más allá de la mera escritura. Por qué personas tan pero tan afines que hasta podrían ser la misma, son los administradores de este lugar. Morgana, Aira, Ángel, es como si fueran yo.
No existen las casualidades en el universo. Existe la causalidad. Todo sucede «por algo» y siempre está en el hombre entender el porqué. Pero el hombre no se esmera. Prefiere inventar patrañas conspiranoicas, echarle la culpa a oscuros laboratorios bajo tierra, a los Iluminati o al pangolín. No se hace cargo de su inquebrantable torpeza.
Pude morir muchas veces hasta hoy y de muchas maneras diferentes, así que esta es una más. Nunca tuve miedo.
Vi morir todo lo que amaba y acá estoy. Lo acepté porque a la muerte no se le opone resistencia. Se asimila al aprendizaje de la soledad y del tener que resolver ese «de ahora en más» que se une de pronto a nuestra vida. Y hacer algo con ese «de ahora en más». Compensación: mi nieto. La vida es equilibrio.
¿Estoy en riesgo? No más que los demás que también lo están. Soy una del montón. Una más del montón.
En resumen, no me gustaría morirme en esta época porque quisiera saber que el hombre, al final de esta pandemia aprendió alguna cosa, pero estoy segura de que eso no lo verán mis ojos tampoco esta vez y que la vida, como siempre, sigue y se renueva todas las veces que sea necesario porque es algo que no se detiene.
¿Cómo explicarle al pájaro por qué ya no me embebo escuchando el despliegue de lírica armonía con el que me despierta ,cuando ante mí compruebo que vivo en una especie de horrible distopía?
¿ Cómo contarle al aire que apenas si me atrevo a respirarlo a fondo, pues lo siento ardentía helándome la sangre, trayendo un temor nuevo sobre un mal que nos cerca con ruin alevosía?
Extraña primavera esta que ahora empieza… nevarán los cerezos pétalos y tristeza sin que nadie se pare a gozar tal presente.
Pero la vida sigue… sé que habrá más veranos rebosantes de guindas, que los seres humanos construiremos cantando un mundo diferente.
Esta cárcel desencadena locuras la duda de palpar cualquier objeto al remover los llantos de otros ojos y gemir junto al yermo del cuerpo.
Quiero gritar mi atraso con cultura a la potestad de rodear la zozobra a poder indagar mis otros silencios entre las cantos que llevan mis dedos.
Tengo duda del aire en todo orbe que me falta y espanta en reflejos no hay máscaras en las oscuridades ni soles quemando sus destierros.
Una reflexión
No sé qué responder, salir da miedo y estar encerrado me vuelve loco. Si en el aire dura un poco de horas, hasta dejar pasar los fantasmas cuando tocan las ventanas, te llena la boca de más silencios. Ya no somos los mismos. Cuando me afeito veo a un hombre que desconozco, más triste que un payaso en un nido.
Hoy las cucarachas salen y se sirven agua de almuerzo; ya no se puede ni desperdiciar migajas con tanto control para comer los próximos días, si no son meses; a veces llorar no es suficiente sin entierros y sin fosas. Sigo aquí mirando los idiotas que no respetan el estado de sitio, mañana las nuevas sombras de los hospitales.
Creo que las desgracias nos hacen temblar con una escasez especial.
Hace varios años que te vengo jodiendo con el tema de que la solución era subir los impuestos y aumentar el número de funcionarios públicos, la misma cantidad de años durante los cuales vos venías defendiendo que el sector público tal, y el sector público cual. Te dije que con tres meses de desobediencia tributaria sería suficiente para que todo el funcionariado público no tenga de dónde cobrar, y que ahí saltaría la verdadera joda monetaria, porque el gobierno tendría que endeudarse a nivel interno (banco central), o a nivel externo para poder pagarle la joda a toda la fauna política.
Ahora, con la cuarentena obligada, con el cierre de fronteras y el sector comercial con las cortinas abajo resulta que en lugar de una desobediencia tributaria lo que se dará es una imposibilidad de recaudar dinero, con lo cual tampoco será posible mantener los niveles de joda que se tenían. Es decir, misma consecuencia pero con diferente causa. Lo que ahora habrá que ver es quién presta el dinero para mantener la joda, porque si hay algo difícil de abandonar es la joda, es decir, que un senador abandone su sueldo, su jubilación y su fuero, ¿o vos creés que sí?
Lastimosamente esta no es la mejor manera de que entendás que era cierto cuando te decía “tu sistema educativo es una mierda”, o cuando te decía “tu sistema de salud es una mierda”. Pero si ante una epidemia tus políticos dicen salí a la calle, no pasa nada, comprendé que algo no está bien. Y si tus políticos dicen quédate en casa, pero la gente igual sale a la calle a joder, comprendé que algo no está bien, y ese algo es la educación. ¿Vos te das verdaderamente cuenta de que estamos hablando de 30 años de educación completamente al pedo?
Y si no tenés velocidad de respuesta hospitalar, si no sos capaz de un sistema ordenado de aislamiento y tal, ni siquiera de proveerle de insumos básicos especializados a tus médicos, ¿vos te das cuenta de que los últimos 30 años pagaste impuestos para que con ese dinero se diviertan unos pocos cuantos y escogidos tipos que, incluso ahora, se están forrando con la desgracia de los que prefieren seguir siendo sodomizados antes que admitir que lo vinieron siendo ininterrumpidamente los últimos 30 años? Y todavía hay gente que cree que “el gobierno” será “el que” cubrirá tales y cuales gastos.
Desde mi casa, de la que no puedo salir, le paso clases a mi hija, dos horas por día, por video llamada. Como puedo mantengo la calma y el buen humor, cosas del noviazgo. Hoy, por ser domingo, nada de clases, pero le enseñé a hacer una trampa para cazar pájaros, no fue del todo sencillo, pero al final lo consiguió y quedó feliz. Mañana, lunes, por la terminación del número de carné que tengo, podré salir a comprar víveres; estoy seguro de que conseguiré unos pimentones buenísimos, y judías, Dios que me hacen falta. Quizás comente un libro de Sarmiento.
El poema se da lejos del aire, como una intromisión desde la ausencia piel abstinente de viejos maleficios, hiedra final y quemazón de higuera que un agua sin vigor ha abandonado sobre las rocas, en la playa isleña.
Un leño inútil que llorando arde la voz final de su madera intrépida; un mascarón de proa sin navío que con manos de sal zurce las velas y martilla a remaches sobre el casco las alas de su última quimera.
Llega un momento donde no hay sextante que acierte con el rumbo y con la estrella y en el mapa sin dios de lo divino, se vuelve circular hasta la pena y tropiezan sangrando viejos pasos una vez y otra vez contra la piedra.
Ya ves que hasta he perdido los alardes, y el tesón es un náufrago de niebla.
Me recluyo a mi sangre en mi conmigo y allí me quedo inmóvil, en alerta. Siempre llegará un Judas a besarnos con su beso de víbora en la lengua.
Me recluyo en mi sangre, en mi conmigo, muralla adentro y en mi propia guerra.