¿Quién te dijo, niña hermosa, que no vales para nada? Nadie ha sabido mirarte, no todo el mundo ve el alma, como no vemos el aire ni a los duendes ni a las hadas ni a la Virgen amorosa que a ti te cantaba nanas.
Marianela, quien te supo dentro de su sensación perlada, te construyó fea y chica, huerfanita y desgraciada, para demostrarle al mundo que la belleza es un ancla -el cuerpo sólo es la nave- y en la tempestad te amarra para que el mar no te arrastre. Esa eres tú y tus palabras.
Entre dos conchas, la perla, entre las piedras, el oro, entre la flores, la tierra, y en Pablo luz de sus ojos.
Mas no supieron mirarte, sólo un hombre lo vio todo, Benito Pérez Galdós bella te sacó del lodo;
aunque de harapos vistieras, aunque soñaras descalza, aunque un mendrugo de pan en tus manitas llevaras.
Los besos que no te he dado
Se están muriendo en mi boca los besos que no te he dado y mira si son valientes, si son como toros bravos, que para alcanzar la muerte lo quieren hacer luchando.
El clavel que hay en la tuya se los pondré al enterrarlos porque a la mía, mi niño, siempre se lo estás negando y no quiero que se vayan tristes y desconsolados.
A dónde irán sin tu boca. Eso me estoy preguntando.
Si van al cielo ¡qué gloria! pues si arriba estás mirando como ya no habrá frontera bajarán hasta tus labios
Hadas
Qué dulces son las hadas, las de la infancia. ¿Recuerdas cuando niñas nos abrazaban? Nos llevaban corriendo sobre sus alas alejándonos de ogros y de las zarzas. Y ya, ¿por qué no vienen? ¿no quedan hadas? No llaman a la puerta de nuestra casa. ¿Qué habremos hecho, dime, para asustarlas?
Tan sólo, hemos crecido. Siente el amor, y encontrarás la Magia.
¿Cuál era el artilugio que te agotaba el gesto de mujer y te volvía esa muñeca víbora?
A veces me pregunto si –como la mía– tu vida no era otra cosa que un reproche agresivo al que había sellado el desamparo.
El desamor te vuelve impenitente ya sea porque vas de eterno huérfano haciendo de mendigo o porque como yo te ponés ácido como una cosa a la que ganó el moho e intoxica a cualquiera que la acerca su lengua con el raro placer de lo querible.
Heredé esa toxicidad de tus efluvios y esa toxicidad de tus ausencias y esa toxicidad de lo irredento que mastica su mundo de enemigos. Esa faceta de lo imperdonable y esa dureza de lo despreciado.
La casta del veneno que obliga a no querer a nadie que nos quiera.
De historias para no dormir
Finjamos un crepúsculo. Un aquelarre horrendo donde el coro se eleve con un salmo de espanto y les cuelguen los sayos a las voces antiguas Hermanas Promesantes del Perpetuo Sollozo.
Abramos a dos manos el monasterio pulcro que erradique la vida de los malos rincones y atienda al panegírico del dios de los pequeños urbanitas sociables, serenos en su inopia.
Que canten sus romanzas de pájaros y estrellas las suaves voces húmedas de las tranquilas madres que no ven como en ciernes, la niebla se hace muerte y la costumbre acalla lo que nadie murmura.
Maníaco blasfemo, sepultador de cisnes, hirsuto animal viejo de lengua con espinas no me dejas soñar con príncipes ni elfos licántropo del alma, vampiro de la fe.
Canta el coro y eleva sus tan conspicuas voces y sus buenas costumbres y su moral prestada de espaldas al desagüe donde todas las vidas se van a la cloaca religiosa y oscura.
Pecados pecadores de la verdad del clima que no llueven tomates ni café ni promesas. Con los monstruos de mundo, el coro del sollozo tiene para cantar hasta el fin de los tiempos.
Pero con la verdad que raja la postura nadie se desayuna con mascarpone y fresas. Masca Escherichias coli o uranio empobrecido, indignidad, masacres, hambruna,violaciones.
El mundo desarrolla su farsa circunspecta. Este demonio calla. Haya paz en los hombres de buena voluntad.
Vocación de silencio
Yo me caigo en el arte de caerme como un fractal oscuro siempre huérfano o como una ecuación que no responde al alto resultado del silencio. Yo me arrodillo a veces, no me caigo, con la boca en la piel del desencuero para que uses tu látigo de seda en la sangre copiosa de mi cuerpo.
Yo a veces me arrodillo y nunca en vano, porque me da la gana; nunca es miedo de que un día me escupas en la tumba o te escapes del piélago violento en una barca inútil de promesas con quién no sepa jota de sus remos.
Yo agacho la cabeza si tu mano escribe en mi cabello un manifiesto donde el sol se haga frágil como un niño que cree en las promesas y en lo eterno, porque apuesta a saber que hay en tu idioma un río metalúrgico y sediento del agua de mi espada y la victoria de nuestro amor es cosa del destiempo.
Y vos, entre la duda y la promesa, vas de la fruta al jugo o al pelecho si mi boca reclama, intempestiva, que por fin fructifiquen los anhelos.
Vos sos esa raíz avariciosa que sostiene en la tierra todo el huerto y yo soy ese viento que deslinda la gran docilidad de los desiertos
y un mar…un mar hecho con diques con arrecifes, pulpos y alfabetos en que el coral -en púrpura- madura y escribe que me encallo en los «te quiero» con esta vocación por lo inaudible,
como un profundo voto de silencio.
Apúrate mujer, ponte bonita, no te tiñas el pelo y trae vino tinto y dos cebollas… Yo cacé dos conejos.
Sin que lo espere llegas, invadiendo el solitario espacio de mi nube, llenándome de sed con el perfume parido por tu piel, que huele a cielo.
Sonríes suave, fuera de tu tiempo venciendo mi tensión, mis hondas cumbres, con la seguridad de quien sus cruces supo sobrellevar perdiendo miedos.
Yo me dejo, entregado tomo fuerzas y subo hasta tus ojos a mirarme, a extraviar las ausencias anteriores.
Tú dejas que te asalte a tu manera exigiendo destroce tus pesares con mis modos de diablo vuelto hombre.
Mañana, nuevamente, nuestros nombres sabrán que, diferentes, son iguales.
Como un alivio que se escapa
con las distancias insertas en el debajo de mis párpados solos erigiendo como un mástil y su bandera la aridez de los caminos que transité necesitando de todos y sin pedirle nada a nadie encallo sin furia y sin timidez el borde de mi mirada al límite de sus ojos que me observan y me juzgan más allá de las leyes que los normales se permiten
irreverente y de algún modo temeroso reverencio la estatura de su voz que calla sentencias palabras que cualquiera diría memorias repetidas de manual los gestos verbales con que impúdicamente la gente sin rostro me insulta si acaso naciendo antes que yo carece de heridas o curas qué ofrecerme
a diferencia de mí por su costado ella sangra dos hijos criminales parientes sin semilla lo abyecto de varias religiones y una sonrisa sana como última bandera
me besa boca abajo su manera de beber mi whisky de entregarse y pedirme seamos uno de hacerme pontífice más allá de los sonidos que no tienen más público que yo que sí que escribo para mí carajo
sonrío como un alivio que se escapa del agobio que lo define y de un golpe la desnudo sobre mi historia en una desesperación tranquila de acantilado que sabe una sola vez golpeará la roca una sola vez eterna una eterna sola vez
cumplido el oleaje los fractales en un rincón sus ojos dormidos me miro las notas que no pulsé la vez que no apoyé la frente contra el muro
Sobre el límite
En el último segundo, el que separa la primera de las noches futuras de todos los anteriores recuerdos, indefectiblemente uno se mira en las manos la huella que en los dedos dejaron las cuerdas cuando la mayoría de edad era una ilusión y los años vividos ya eran demasiados.
Por un instante hay que ser el adulto que necesitamos en esa infancia edificada a cintarazos justicieros logradores de la excelencia en la puta libreta ¡y qué honor lo del puto pabellón patrio ahí en el desfile! Entre desconocidos cuyos rostros todavía persigue mi saliva.
“Jamás con el más chico”, decía el salvaje y yo le buscaba los ojos a su rabia cuando alguna tarde me azotaba nervioso, como derrotado de sí mismo. Le paseé roturas, después, obediente, mi puño siempre fue de abajo arriba. Sediento, insaciable, coseché el llanto ajeno ganándome el oro de la distancia.
En la precisión de lo efímero, en lo fugaz no existe la visión periférica, uno cree ver por el rabillo del ojo, sí, pero lo que sucede es un oleaje en el corazón; es uno que intuye lo inmutable que ha ido construyendo por eones y que siente, a fuerza de dolor y placer inicia su brutal y suave trabajo de parto.
Ah…, sí lo que dije de ella, también lo que dije de nosotros, igual; en un concurso justo ganaría algún trofeo, lo sé. Mas, lo que callé su nombre las fechas constituyen las dagas en las gargantas precisas lo que soy, que existe, y nadie alcanza.
Como muñeco endeble, rojo hielo, como lago vertido en una mano que no logra atraparlo, partisano incapaz de romper su turbio velo.
Como límite azul de mar y cielo: indefinido, lánguido y lejano. Como perfil de luz glauca, liviano acompaño la senda de tu vuelo.
Revoloteo tras de ti, estornino sin bandada que insiste en tu camino pues no hay otro mejor para sus pasos.
Y no reclamo, pero sí me asusto cuando despierto solo en el injusto lecho de las derrotas y fracasos.
Frialdad
Hoy no quiero arrastrarme por el suelo llorando como un cínico payaso, he obviado alimentar un porsiacaso que frene con excusas el canguelo.
Hoy toca desgranar, a golpes, hielo y beber con su frío cada vaso que sirven anunciándome un fracaso creyendo que mi piel es terciopelo.
Mi invierno es un favor al mundo ocre que aunque muda sus hojas cada octubre no consigue un matiz menos mediocre.
Hoy resisto perenne a cielo abierto, aguanto la tormenta que nos cubre y pese a congelarme no estoy muerto.
Tocar la magia
Hay momentos que escapan de la realidad y se guardan en planos impropios de la física:
Los riesgos de acercarse a un contacto ficticio. Los dedos revolviendo mechones de su pelo, la sonrisa intangible del adiós, la luz que no ilumina la penumbra y, sin embargo, es.
La posibilidad latente de fugarse a otro mundo ajeno, la incertidumbre exótica de saberse distinto.
Y una lógica sobrevuela el alma y exige impertinente resolver los enigmas del lugar corporal donde contengo la magia de un quizá.
Jamás tuvimos garbo pero aún así danzamos con la vitalidad de un sentenciado a muerte salmodiando al perdón frente a su cena.
Danzamos, y el resto del concurso que nos mal imitaba nos mostraba su enojo.
Ingrávidos danzamos, tú amarrada a mi cuerpo yo al vuelo de tu falda tú llenando mis manos yo atado a tu cintura, en breve contrapunto.
Apoyado en tu pecho sobre mi fe tu voz danzamos indomables hasta que la locura, dejó de intrepretarnos el vals de los amantes y el tiempo y los silencios, nos quitaron las fuerzas.
Habana inmaterial
Estoy aquí, viviendo con los pies enraizados a esta casa magnífica minimalista y ancha, confortable, con los labios sellados y el corazón penando los ojos ya desérticos y mudos ante esta geografía sin límites con las manos raídas de tejer al presente direcciones y rostros, de retener en la memoria turbia papalotes sangrando tinta china en las nubes solares bulliciosos habaneros y esquinas, los autos con sus sones de salseros modernos boleros sumergidos en tragos de daiquiris.
Estoy aquí vestido de pasado mecido por las aguas sin ventura ni suerte de este mayo europeo nostálgico y sin trópico mal viviendo, muriendo, amortajado en ésta habanidad distante que se me antoja cada vez más rota.
Jack Skeleton
En voto de silencio me declaro aunque la «verbi gratia» me desborde que puede mi discurso no ser claro si mi voz de poeta es monocorde.
Y ya puede mi Sally tras la reja pedir que rompa en dos mi mandamiento que no daré cordel a la madeja de versos sin tener conocimiento
Hay silencios que dictan en su arrastre una suerte de efecto mariposa no temas, Sally Persson, si el desastre alcanza a mi liturgia clamorosa.
Te vuelves por momentos adictiva a amores que alimenten tu brasero, yo soy tu Frankenstein y tú la diva que doma la pasión del romancero.
Y mientras la metáfora resiste a regalarme su divino encanto carcelera es la sombra que te asiste hasta que el verbo anuncie el contracanto.
Si no puedo sellar mis grietas que permiten que se inunde mi pensamiento cuando la lluvia me atrapa alevosa, y con el sol a la vista,
solo bastará un ligero tremor para disgregarme y servir de alimento a los poetas que solo han respirado dentro de sus burbujas de murria.
No sé si podrán digerir mi sangre sin tipo definido y las arterias quemadas por el odio humanista que me corroe, hacia la claque de humanos sin humanidad.
Podrán nutrirse de verdades y mentiras que enuncié para salvarme y salvar a otros de la soga del cadalso. Conocerán de la tristeza de muchos sin nombre ni apellidos a través de mis células que podrían horrorizar al peor de los indolentes.
Mientras sigo buscando el mortero que se adapte a mis cicatrices, hago el autorretrato que se niega a plasmarse con exactitud. Solo la imagen de un Frankenstein moderno y pesaroso se vislumbra en el lienzo.
Una fantasía
Pudiste ser la niña que debió estar presente para tender tus manos cuando corrí directo hacia ese mar de fuego donde encontré destinos ocultos en la sombra.
Allí perdido me formé soldado para vivir en pleitos hasta con mi conciencia. Hoy no sé cómo abandonar las armas y hasta mi catre, creo, es mi baluarte frecuentado de espectros.
Avanzo con el ritmo de alguien que no pasea sino que trota hacia un carretón donde estoy atrapado como en las pesadillas que tenemos de niños.
Voy y zafo las amarras del otro yo más joven con la esperanza de que vuelva atrás no para que claudique, sino para que busque dónde quedó escondido el espacio de paz que me toca por ley. Y me declaro inútil para lograrlo hoy.
Sólo espero con calma el resultado -toda una fantasía- pero… quién sabe.
La madre que conspira
Miro esa madre conspirando en fugas, que imagina trepar por las fachadas como una Gárgola que busca cúspides y se aleja del mundo terrenal.
Sueña con Ángeles que buscan nido para esconder lo amargo del destierro, como si hubiesen profanado al mundo.
Teje en su mente alas de raíces que va escondiendo en un rincón del cuarto donde se siente presa de mil monstruos.
Hurta maderas del galpón del fondo y recoge los clavos que descubre en sus paseos que mantienen vivas sus ansias de escapar hacia los mares.
Sueña con una hermosa barca verde que dirige la proa al infinito.
No sabe si sus fuerzas, que ya merman, le bastarán para lograr su hazaña.
Una voz la sorprende cuando dice: ¿por qué tu hijo trae un remo aquí?
No tuve un hijo (pero sí una hija). No planté ningún árbol (pero en la escuela germiné judías).
Escribí varios libros aceptables aunque muy pocos los leyeron. Y no se culpe a nadie.
Creo que conquisté el promedio de la mediocridad de esta vida tan rara. Así que en paz, igual que Amado Nervo.
Candidatura
Ella me dijo: —No me gustan los hombres con pelos en la espalda. —¡Bien! ¿Por qué? —pregunté. —Cuestión de gustos. Y tampoco la barba tipo Valle Inclán. Y debe ser más alto que yo misma. —Tiene su lógica… —Que no le falte un brazo, o una pierna. —También es razonable. —Ni tatuajes ni piercings. —Ajá, voy bien, correcto. —Que sus besos no sepan a cebolla cruda, ni a ajo. —Claro, es muy atendible. ¿Y qué del cigarrillo? —Eso no me molesta, yo soy fan de Marlboro. —Pues entonces pongámonos de novios —dije, muy confiadamente. —Hum, gracias, pero no. Cuestión de gustos. Justo pasaba un taxi, y lo tomó.
Anas
Tantos poemas, tantos, tan diversos de todos los poetas que acertaron tocar mi alma y luego se quedaron también entre mis versos.
El viejo madrigal de De Cetina, de mis amores representativo; el nocturno de Silva, amor prohibido a un paso de mi esquina.
El soneto a Jesús crucificado, que es el amor a Dios tal cual lo siento y el amor cómplice del pensamiento de un Borges inspirado.
¿Por qué las elegías y las odas y todos esos cánticos inútiles siguen poblando mis recuerdos fútiles si las detesto a todas?
Quizá debiera huir de tanta cáscara y concentrarme en el carozo mismo de mi alma, y buscar el paroxismo oculto tras la máscara.
Ah, la mujer incógnita se oculta detrás de tantas cosas cotidianas: la Virgen del rosario y tantas Anas que ya son turbamulta.
Sólo un poema de un amor cualquiera me distrae del miedo de la muerte. Tal vez un día yo también acierte y escriba mi quimera.
Busco ensimismado El contorno de una letra Lamiéndome La ausencia Enquistada en mis sílabas balbuceantes.
Regalame una palabra Ocurrente, dulce e inquieta Ma chère amie, y ¡lo juro! Amanezco poeta.
Sobre el odio
¿Acaso es ésta piedra a mitad de camino que no se decide a ser hija de la inercia ni esclava del acto y yace, ahí, como dormida en un lecho de sueños coagulados?
¿O es aquel horizonte turbio que se yergue autoritario sobre todo ojo, sobre toda esperanza recayendo con la brutalidad de una piedra capaz de obturarlo todo con su gravedad aplastante?
Tal vez sea solo una palabra muerta en unos labios muertos
una expresión torturante de unas almas torturadas
el punto de fuga para un ser-a-presión que se horroriza al imaginar que el otro existe -más allá y más acá- de su propia inconsistencia.
Vanidad centrífuga
De vez en cuando me gusta dejarme caer y deslizarme por palabras puntiagudas -de esas que atragantan- desafiándoles el filo aunque me desgarren el cuero y no me queden ni los jirones de alguna excusa calentita con la que cobijarme.
*
Otras veces simplemente me pasa y soy el recorrido caprichoso de una fuerza inhóspita que en su vanidad centrífuga insiste con arrojarme fuera aunque me fuerce, a un mismo tiempo, a sostener sus incertidumbres centrípetas con mis balbuceos.
*
Lo más divertido de ser yo es que puedo ser eje y centro recorrido e inercia de las contradicciones que me habitan y a la vez un albañil improvisado jugando a reiventarme ladrillo ahí donde otros solo ven barro.
Como estamos todos encerrados, con esa frase que empleo como título para esta editorial, comencé la clínica virtual para mis alumnos de la Universidad. La docencia me vuelve un tanto verborrágico…
«Si hay algo que jamás debe detenerse frente a nada es la educación de un pueblo, porque la educación es creadora de pensamiento y el crear pensamiento es el reaseguro que tiene la libertad.
Un pueblo que piensa es un pueblo que se plantea interrogantes, que tiene búsquedas, que analiza, sopesa, reflexiona. Es un pueblo al que no se puede llevar de la nariz, que siempre hará una pregunta incómoda frente a una duda turbia, que desafiará con su afán por las respuestas, a todas las respuestas.
A esta altura de mi vida –y ya pueden ver el estado en qué he quedado así que mi propio estado da fe de que lo que digo es verdad– he visto toda clase de catástrofes y he presenciado todo tipo de epidemias, desde el Ébola hasta el cólera y algunas que ni nombre tenían. Estoy viejo, así que pocas películas de pandemias me impresionan porque las he conocido en primera persona. Solamente puedo decir que «esto es muy raro», porque todos esos interrogantes de los que les hablaba en un comienzo y que nacen a partir de la educación creadora de pensamiento, no me permiten aceptar lo que los medios masivos de comunicación están imponiendo a nivel planetario. Hay virus de tantísima más letalidad que andan sueltos por el mundo sin que nadie les haga sombra ni los encumbre al podio de «gran virus». Virus comunes, que nos encontramos todos los días, como otro tipo de patógenos comunes de alta contagiosidad que andan haciendo estragos en poblaciones vulnerables (el sarampión en el Congo, sin ir más lejos) y nadie cierra sus fronteras por ellos ni se decretan cuarentenas ni se asaltan los shuks ni te aplican multas. Nadie les aplica el rigor de la ley a los «antivacunas» con el riesgo que conlleva a esta altura de la Humanidad, un tipo de conducta semejante.
La sumisión por el miedo es más antigua que el mundo. Si un pueblo tiene miedo, busca un referente, un pater que lo guíe y le diga qué hacer y cómo comportarse. Elige el mesianismo a la razón. No discute, no opina, no se interroga. Olvida otro tipo de cuestiones importantes, porque nada hay más importante para un ser vivo que seguir vivo. El miedo, entonces, produce una parálisis de las ideas reflexivas y aparece el cerebro primario de los animales de sangre caliente, que obedece al alfa de la manada social casi de manera ciega o responde al instinto de conservación y destruye a lo diferente –o civilizadamente asalta el shuk y termina a puñetazos con otro asaltante de shuks por un rollo de papel higiénico–.
Al miedo caliente se opone la reflexión que otorga la educación. Al miedo infundido y fogoneado por el bombardeo de información catastrófica, se opone el orden en las ideas que otorga la educación. El miedo es el opositor primario de la coherencia y de la razonabilidad y en esta clase de situaciones, juega en contra y no a favor de los hombres.
En estas excepcionales condiciones, este miedo que parece ya inyectado a presión por los profetas de la catástrofe, es el arma de alguna guerra que no es epidemiológica aunque la epidemiológica sea su excusa. Tampoco vamos a restarle importancia, que no va por ahí el discurso, sino tratar de darle la que realmente tiene, comparándola con otra serie de cosas iguales o peores y analizando esa particularidad.
El arma que se opone al miedo y con la que contamos para encontrar o al menos intentar encontrar la verdad es la educación, el conocimiento, el pensamiento lógico y sus interrogantes, sus búsquedas, sus cuestionamientos a la obviedad.
Dos armas para la misma incógnita. El hombre, en el medio».
Ya no soy el tipo de los poemas. Mi divorcio no solo se llevó por delante una parte de mí, también mis versos. Gladys dice que me tenga paciencia. Que algún día de estos volveré a ser el hombre de los cuentos bonitos y que estaré curado del fanatismo enfermo por mi mujer (y al que llamé erróneamente amor), cuando al mirarla sienta lo mismo que se siente al observar un biombo o un armario: nada. Y no hay cosa que la rubita de mi vieja, Gladys, no suelte por esa boca de pitiminí que no acabe por hacerse realidad.
Ahora estoy junto a la cama de hospital de esa mujer a la que Gladys llama celosamente y con desdén «la puta», mi mujer, y a la que agradezco mi visión excepcional del arte, mi profesión de publicista y mánager y mi habilidad poética.
Cierto, Gladys. Ya no siento esas ganas enfermas de comerme a mi mujer a muerdos limpios ni me pongo nervioso en frente suya, ni gageo como los gilipollas mientras ella se parte de la risa. No.
Estoy con mi mujer; con mi mujer medusa toda llena de cables y de tubos. Con mi mujer —transmutada en una reverenda porquería—, pensando en que fue esa misma mujer quien me cagó la vida, y que ahora no se entera, en lo absoluto, de que estoy aquí, de pie, mirándola. Ni se entera, tampoco, de haber sido quién me llevó a escribir bajo un seudónimo, aún más hijo de perra que ella misma, los mejores poemas que escribiré jamás.
Estoy con mi mujer que ya no se da cuenta que de su marido no queda más que el tipo de ficción que un día apareció para salvarlo de la muerte por colapso espiritual: John Madison.
El año pasado era increíble que mi mujer fuera para mí aún mejor que la octava maravilla, pese a tener setenta y uno. Sin embargo, ahora parece como si algún encantamiento de esos que usan las brujas de Perrault para poner la pista de palacio bien caliente hubiera borrado a la mujer narcisa, a la mujer genio que yo amé y puesto en su lugar a ese montón de huesos cenicientos y cabellos podridos.
Quiero que vuelva la meretriz del crack. La yonki del vasuko para ponerme a cien km/hora y cantarle los cuarenta principales y zarandearla y hacer de su papá, de ese papá que siempre le faltó, con una buena cachetada.
Quiero que vuelva la mujer del puterío. La del tequila, la ramera por la que yo lanzaba auténticas riadas de ofensas metafóricas para jodernos la vida y que todo en el maldito cuarto salte por los aires, pero me dura poco ese deseo porque la anciana a la que alimentan a través de la sonda ya le ha dado agua al dominó y comenzado su charla con Ikú.
Acaricio débilmente su mano. Quizás del otro lado, el lado de las almas, recuerde la caricia que el cabrón de su hombre dejó sobre esa palma —siempre le hacía aquel gesto cuando quería follar y estábamos en público— e interceda ante Dios para que me regrese la palabra y la vida cuando él le pida cuentas.
Sí, estoy con mi mujer; con mi mujer que es ahora un despojo, invocando a mis dioses y no, precisamente, para que me revelen el conjuro que traerá a mi vida la curación que aseguraba Gladys para escribir mis versos:
«Olofin, libera a la mujer que fue mi amor del sufrimiento. Libérala de todo pacto sentimental conmigo para que pueda recorrer la senda de los muertos».
Miro a la mujer portadora del espíritu que en la hora del tránsito, del lado irrecordable que antecede a las reencarnaciones, ofreció sus servicios para ser mi enemiga: una enemiga despiadada, cínica, mala madre. Una yonki rebelde. Un despropósito al que quise arreglar sin entender que era yo el único tareco de su mundo que debía arreglar.
La miro inmóvil dentro de esa bata azul de algodón que allí le han puesto y que la hace parecer más pálida y jodida de lo que ya está. Pienso que no guarda, ni de coña, relación con su glamour y pienso, también, en el vuelco que supuso dejarla, en que hace un montón de meses que no me siento a escribir porque escribir es castigarme con el pasado y en que estoy limpio. Y en que hace un año justo que no me meto un pico de cristal ni de coca, desde que dejé a mi mujer.
Ni siquiera en esos días violentos tan cercanos al aniversario de la muerte de mi Manuel.
Me gustaría decirle a esa mujer que siento la manera tan trágica en la que nos amamos, o soltarle cualquiera de esas paridas estúpidas que le tiraba cuando a ella le iba mal en sus conciertos y que la hacían reír, pero no digo nada y sigo allí con mi mujer, mi mujer que es toda del silencio. Y soy ante su hiriente delgadez un hombre témpano. Un tipo sin pasión. Un infeliz al que su puta entre las putas le ha arrancado su humanidad de hombre y la ha arrastrado con ella hacia el submundo oscuro en el que se refugian los enfermos cuando ansían que la ciencia les permita dormir, de una maldita vez, su largo sueño en los albores del Antahkarana.
Nacer en una isla tiene sus consecuencias. Y nacer en una isla bloqueada, aún más. Nacer en una isla bloqueada que dice que está construyendo el Edén definitivo, es vivir en las proximidades del infierno. Nacer para vivir cerca del infierno en una isla bloqueada que por su situación geográfica es el infierno mismo, no es vivir, es sobrevivir. Nacer en un pueblucho de esa isla y vivir toda tu infancia, adolescencia y juventud en ese “culo del mundo” es ser un zombi. Un zombi siempre hambriento. Agapito Elizondo, nacido en Naranjos, provincia de Guásima, y en la Isla, lo sabía bien. Agapito Elizondo, aún así: famélico y quijotesco, fue un niño casi feliz. Agapito Elizondo habiendo nacido rodeado de agua, sin contacto ninguno con el exterior; bloqueado y con hambre como un zombi, fue un niño casi feliz. Y es que “los niños son las esperanza del mundo, los niños nacen para ser felices”, decía aquel gran y sabio hombre, el del anillo de acero, y Agapito lo sabía, y era casi feliz, pero tenía hambre. ¿Y qué esperanza hay para un niño casi feliz y con hambre en una isla bloqueada que no llega a construir nunca el paraíso, y siempre, pero siempre, está a las puertas del infierno? Pues, la verdad, poca.
Ah, pobre Agapito Elizondo, ahí está, en Naranjos, descalzo, flaco y lleno de parásitos, correteando por el patio de su abuela, jugando a Los Mosqueteros. Pero no sólo le gusta el juego a Agapito, también le gustan los libros y hasta le gusta dibujar monigotes y flores y los bichos del patio. Su abuela dice que tiene talento, y él, Agapito, no sabe qué significa esa palabra, pero debe ser algo bueno si lo dice la abuela. La abuela siempre dices cosas bonitas, y cuenta historias de países perdidos y de seres estrafalarios, que luego él supo, cuando fue un poquito mayor y comenzó la escuela, se llamaban seres mitológicos… ¡Qué palabra tan linda! se dijo Agapito. ¡Mitológico! Fíjate tú, rimaba con zoológico y con biológico y con lógico! ¡lógicamente…! jajajaja…. Así se reía Agapito en medio del patio. Luego se quedaba meditabundo e imaginando. Imaginaba que un día viajaría a Grecia y a Roma para conocer a los centauros, los tritones, las arpías, las ninfas, los colosos, los faunos, etc… A Tenochtitlan o Teotihuacán; a Machu Pichu o el Cuzco… Y podría ver de cerca, y quizás hasta tocar, a la gran serpiente emplumada Quetzalcoatl. Qué inocente era Agapito, aún no sabía que de la Isla no había escapatoria alguna. Sólo siendo un ser mitológico, como un pegaso, por ejemplo, podría salir volando de aquel terruño tan verde, tan lindo, tan largo, tan cálido, pero a la vez tan, pero tan jaula. No obstante a Agapito le gustaban también mucho los mitos de su isla: los de los aborígenes y los de los africanos, y por temporadas olvidaba sus planes de periplos por la antiquísima Europa. Un día se casaba con aquella hermosa taína y bajaba en canoa el Cauto y conocía a Aipirí, la muchacha que se convertía en tatagua, y otro luchaba al lado del fiero Shangó y repartían la justicia por los montes y sabanas. Bueno, esto último lo logró, Agapito estuvo en las arcillosas tierras de donde vinieron los Orishas, y, como Shangó, llegó a ser un guerrero de verdad.
Sí, Agapito era un niño con mucha imaginación, con muchas sueños, con muchas carencias y con mucha hambre. Hambre de todo: de comida, de conocimientos, de cultura… Pero ya lo hemos dicho, aún así, era casi feliz. Agapito tenía madre, padre, abuelos y hermanos. Agapito tenía libros y libretas y lápices de colores. Agapito tenía un patio grande con árboles frutales. Agapito tenía una niñez. Sólo le faltaba poder viajar hasta el horizonte y sobre los mares y sobre las montañas y por los cielos. Y le faltaba estatura, Agapito era pequeño y raquítico, siempre el más pequeño de entre los amigos de la clase, del barrio o del pueblo. Agapito quería crecer. Agapito quería crecer y tener alas. Agapito quería crecer, tener alas y ser libre. Agapito quería ser alto, grande, enorme, gigante, imponente… Agapito no quería ser pequeño, enano, microscópico, insignificante… Agapito quería ser un niño sapiente y grande, dibujante y grande, lector y grande, cuentero y grande, rimador y grande… Sí, sí, rimador… también rimador, porque Agapito un día descubrió la poesía y Agapito entonces quería crecer y escribir versos, crecer y dibujar lo que decían sus versos (o viseversa) y crecer y crecer y crecer como el aguacatero del patio o la mata de mamoncillos, tal alta, tan frondosa, que daba tantos pero tantos frutos… Agapito quería dar muchos mamoncillos, o sea, muchos frutos. ¡Ah Agapito, pobre e iluso Agapito! Agapito se olvidaba del talento, esa bonita palabra de la que hablaba la abuela. Y es que Agapito no entendía que el hecho de tener vocación por algo, o por hacer algo con todas tus ganas y con lo que te sentías tan, pero tan bien, algo que era puro gozo, que te producía tanta felicidad, no era sinónimo de tener talento. Su abuela se equivocaba, pero Agapito aún no lo sabía y, para cuando lo supo, ya era demasiado tarde, Agapito ya peinaba canas (bueno esto es sólo una expresión, porque era alopécico perdido), para cuando lo supo ya era un hombre maduro llegando a lo podrido y había perdido toda la dentadura de tanto comer azúcar o, como decían en la Isla, de tanto “comer mierda”. Aunque la verdad era que sí, Agapito, de verdad, de verdad de la buena, comía mucha azúcar, comía mucha azúcar para crecer.
Cuando Agapito tenía como cuatro o cinco años, en la televisión ponía un spot que rezaba así:
¡AZÚCAR PARA CRECER!
Y Agapito, que ya comía azúcar para saciar el hambre fisiológica, ya fuera a puñados, disuelta en agua o con gofio, se lo tomó a pies juntillas y aumentó su dosis de azúcar diária; él quería crecer, ya lo saben. Si lo decían en la televisión de la Isla tenía que ser verdad ¿no?. Claro, lo del “azúcar para crecer” era para crecer la economía, pues era el primer renglón económico de la Isla, pero la mente infantil de Agapito no lo lo entendió así, a pesar de que en las imágenes salían plantaciones de caña y macheteros y alzadoras y cosechadoras. No, no lo entendió. Y Agapito no creció, tampoco lo hizo la economía, ambos siguieron iguales, iguales que como estaban, o quizás hasta peores, porque Agapito carió todos su dientes, y la economía… bueno, esa también se carió de mala, de malísima manera.
Y ahí tenemos de nuevo a Agapito, sin crecer, con los dientes cariados, con la piel pegada a los huesos, con la barriga hinchada y con una Tenia más grande que Agapito. Y ahí tenemos a Agapito algo tristón, meditabundo, ojeroso, dibujando sus garabatos, escribiendo sus rimas, sus cuentos de brujas y submarinos y leyendo a Verne y a Salgari. Y, por eso, era casi feliz. Y un día, sin que él mismo se diera cuenta, había crecido un poquito, nada, había alcanzado una estatura normalita, ni fú ni fá, pero ya no estaba enanoide. Y le salió la pelusilla del bigote y, junto con ella los primeros pendejos, y Agapito se alegró, pero no tanto, porque su miembro viril tampoco es que se hubiera desarrollado mucho, aunque ya podía lucir, sin complejos, aquella rala pendejera y el badajo asomando coqueto entre ella. Y Agapito empezó a sentir cosquilleos y cosas inexplicables allí, en su entrepierna, a excitarse cuando alguna muchacha le enseñaba más de lo permitido, y comenzó a enamorarse de aquellas muchachas voluptuosas. Y mientras más se enamoraba más leía, y mientras más se masturbaba más dibujaba, y mientras más sueños eróticos tenía más escribía. Y descubrió que tanto el amor como el arte eran su fuente de placer. Que en la creación artística había un componente sexual inigualable.
Y cuando con dieciséis años Agapito hizo el amor por primera vez con Mirna, aquella muchacha achocolatada salida de un lienzo de Rembrandt, Agapito sintió que había pintado un cuadro, Agapito sintió que había escrito una novela, Agapito sintió que había escrito el mejor verso de todos los que había escrito hasta el momento. Por eso, Agapito, hoy, alopécico, gordo y sin dientes, cuando dibuja, escribe o lee es como si estuviera singando con su mujer y tuviera un orgasmo superlativo, y viceversa, cuando está haciéndole el amor a su mujer es como si estuviera pintando un cuadro o escribiendo una novela. Sí, porque Agapito, a pesar de todos los pesares, se casó, a pesar de todos los pesares engendró hijos, a pesar de todos los pesares un día, aunque no creció, se metamorfoseó en un pegaso y surcó el cielo y recorrió la antiquísima Europa, y lloró en la tumba de Rafael, y el corazón se le salió por la boca en el Coliseo Romano y en la Capilla Sixtina, y conoció a los centauros y a lo faunos y a las ninfas y y y y y y y …. y hasta conoció, de tú a tú, a la Gioconda, a la Maja desnuda y a las Tres Gracias de Rubens, estas últimas tan sensuales y voluptuosas; mayestáticas y ampulosas como la mulata Mirna.
Y Agapito fue padre varias veces, y Agapito sintió que no había dicha como aquella, y Agapito era el hombre más afortunado de la galaxia, y Agapito era padre y escribía, y Agapito era padre y dibujaba, y Agapito era padre y leía, leía, leía y leía mucho, tanto, pero tanto, que llenó su casa de libros. Y Agapito era esposo y amaba, y Agapito era esposo y lloraba, y Agapito era esposo y sentía en su interior algo que las palabras seguro, pero seguro que pueden explicar, pero él no las hallaba para explicarlo. Pero, aún así, Agapito, también, en su interior, tenía un agujero negro de añoranza y morriña. Y Agapito se dio cuenta que volvía a ser casi feliz. Se percató que la felicidad es una quimera que nunca se puede alcanzar del todo. Por más azúcar que comiera para crecer, la vida, tiene su punto de amargor y no hay quien se lo quite.
Y Agapito aunque no creció ni crece físicamente (sigue con su mediana estatura), creció de otra manera mágica, de otra manera que no hace falta explicar. Agapito creció de la única manera en la que puede crecer un hombre Odiseo, un hombre Ícaro, un hombre Juan Candela, un hombre Odilon, un hombre Martí, un hombre. Y, no obstante, sigue comiendo azúcar, pero ahora de remolacha. Es otra azúcar para crecer, otra azúcar con la que escribe, con la que dibuja, con la que ama, y no es una azúcar mejor ni peor, es otra azúcar, y Agapito sigue siendo casi feliz, porque ahora las carencias son otras, son del alma. Ahora Agapito tiene allá, en la Isla, una parte de su corazón zozobrando. Allí quedaron sus padres, sus abuelos, sus hermanos, sus sobrinos, sus amigos, sus colores, sus palabras autóctonas; quedaron la mata de mamoncillos, el aguacatero, lo bichos del patio y su niñez. Y ahora Agapito tiene síndrome de Estocolmo, ahora Agapito añora la Jaula, esa jaula tan verde, tan cálida, tan linda, tan larga, y con tanto sabor al azúcar de caña, al azúcar para crecer con la que no creció, pero con la que Agapito era casi feliz como lo es ahora. Y es que del azúcar y de la Isla, no hay quien escape.
Marta Roussel Perla nació en 1985 y desde entonces ha tenido la elegancia de seguir viva.
Profesora de clases particulares de español en Irlanda, entre otras cosas, y natural de España, suele hacer acopio de todo el tiempo libre que puede.
Desde que se enteró de que se encuentra dentro del espectro autista, decidió escribir historias que incluyeran esa condición, mayormente porque no tenía nada mejor que hacer y porque en su momento parecía una buena decisión.