Ovidio Moré – Cuba

Imagen by Lorri Lang

Azúcar para crecer

Nacer en una isla tiene sus consecuencias. Y nacer en una isla bloqueada, aún más. Nacer en una isla bloqueada que dice que está construyendo el Edén definitivo, es vivir en las proximidades del infierno. Nacer para vivir cerca del infierno en una isla bloqueada que por su situación geográfica es el infierno mismo, no es vivir, es sobrevivir. Nacer en un pueblucho de esa isla y vivir toda tu infancia, adolescencia y juventud en ese “culo del mundo” es ser un zombi. Un zombi siempre hambriento. Agapito Elizondo, nacido en Naranjos, provincia de Guásima, y en la Isla, lo sabía bien. Agapito Elizondo, aún así: famélico y quijotesco, fue un niño casi feliz.  Agapito Elizondo habiendo nacido rodeado de agua, sin contacto ninguno con el exterior; bloqueado y con hambre como un zombi, fue un niño casi feliz.  Y es que “los niños son las esperanza del mundo, los niños nacen para ser felices”, decía aquel gran y sabio hombre, el del anillo de acero,  y Agapito lo sabía, y era casi feliz,  pero tenía hambre. ¿Y qué esperanza hay para un niño casi feliz y con hambre en una isla bloqueada que no llega a construir nunca el paraíso, y siempre, pero siempre, está a las puertas del infierno? Pues, la verdad, poca.

 
Ah, pobre Agapito Elizondo, ahí está, en Naranjos, descalzo, flaco y lleno de parásitos, correteando por el patio de su abuela, jugando a Los Mosqueteros. Pero no sólo le gusta el juego a Agapito, también le gustan los libros y hasta le gusta dibujar monigotes y flores y los bichos del patio. Su abuela dice que tiene talento, y él, Agapito, no sabe qué significa esa palabra, pero debe ser algo bueno si lo dice la abuela. La abuela siempre dices cosas bonitas, y cuenta historias de países perdidos y de seres estrafalarios, que luego él supo, cuando fue un poquito mayor y comenzó la escuela,  se llamaban seres mitológicos… ¡Qué palabra tan linda!  se dijo Agapito. ¡Mitológico! Fíjate tú, rimaba con zoológico y con biológico y con lógico! ¡lógicamente…! jajajaja…. Así se reía Agapito en medio del patio. Luego se quedaba meditabundo e imaginando. Imaginaba que un día viajaría a Grecia y a Roma para conocer a los centauros, los tritones, las arpías, las ninfas, los colosos, los faunos, etc… A Tenochtitlan o Teotihuacán; a Machu Pichu o el Cuzco… Y podría ver de cerca, y quizás  hasta tocar, a la gran serpiente emplumada Quetzalcoatl. Qué inocente era Agapito, aún no sabía que de la Isla no había escapatoria alguna. Sólo siendo un ser mitológico, como un pegaso, por ejemplo, podría salir volando de aquel terruño tan verde, tan lindo, tan largo, tan cálido, pero a la vez tan, pero tan jaula. No obstante a Agapito le gustaban también mucho los mitos de su isla: los de los aborígenes y los de los africanos, y por temporadas olvidaba sus planes de periplos por la antiquísima Europa. Un día se casaba con aquella hermosa taína y bajaba en canoa el Cauto y conocía a Aipirí, la muchacha que se convertía en tatagua, y otro luchaba al lado del fiero Shangó y repartían la justicia por los montes y sabanas. Bueno, esto último lo logró, Agapito estuvo en las arcillosas tierras de donde vinieron los Orishas, y, como Shangó, llegó a ser un guerrero de verdad.

Sí, Agapito era un niño con mucha imaginación, con muchas sueños, con muchas carencias y con mucha hambre. Hambre de todo: de comida, de conocimientos, de cultura… Pero ya lo hemos dicho, aún así, era casi feliz. Agapito tenía madre, padre, abuelos y hermanos. Agapito tenía libros y libretas y lápices de colores. Agapito tenía un patio grande con árboles frutales. Agapito tenía una niñez. Sólo le faltaba poder viajar hasta el horizonte y sobre los mares y sobre las montañas y por los cielos. Y le faltaba estatura, Agapito era pequeño y raquítico, siempre el más pequeño de entre los amigos de la clase, del barrio o del pueblo. Agapito quería crecer. Agapito quería crecer y tener alas. Agapito quería crecer, tener alas y ser libre. Agapito quería ser alto, grande, enorme, gigante, imponente… Agapito no quería ser pequeño, enano, microscópico, insignificante… Agapito quería ser un niño sapiente y grande, dibujante y grande, lector y grande, cuentero y grande, rimador y grande… Sí, sí, rimador… también rimador, porque Agapito un día descubrió la poesía y Agapito entonces quería crecer y escribir versos, crecer y dibujar lo que decían sus versos (o viseversa) y crecer y crecer y crecer como el aguacatero del patio o la mata de mamoncillos, tal alta, tan frondosa, que daba tantos pero tantos frutos… Agapito quería dar muchos mamoncillos, o sea, muchos frutos. ¡Ah Agapito, pobre e iluso Agapito! Agapito se olvidaba del talento, esa bonita palabra de la que hablaba la abuela.  Y es que Agapito no entendía que el hecho de tener vocación por algo, o por hacer algo con todas tus ganas y con lo que te sentías tan, pero tan bien, algo que era puro gozo, que te producía tanta felicidad, no era sinónimo de tener talento. Su abuela se equivocaba, pero Agapito aún no lo sabía y, para cuando lo supo, ya era demasiado tarde, Agapito ya peinaba canas  (bueno esto es sólo una expresión, porque era alopécico perdido), para cuando lo supo ya era un hombre maduro llegando a lo podrido y había perdido toda la dentadura de tanto comer azúcar o, como decían en la Isla, de tanto “comer mierda”. Aunque la verdad era que sí, Agapito, de verdad, de verdad de la buena, comía mucha azúcar, comía mucha azúcar para crecer.


Cuando Agapito tenía como cuatro o cinco años, en la televisión ponía un spot que rezaba así:

¡AZÚCAR PARA CRECER! 

Y Agapito, que ya comía azúcar para saciar el hambre fisiológica, ya fuera a puñados, disuelta en agua o con gofio, se lo tomó a pies juntillas y aumentó su dosis de azúcar diária; él quería crecer, ya lo saben. Si lo decían en la televisión de la Isla tenía que ser verdad ¿no?. Claro, lo del “azúcar para crecer” era para crecer la economía, pues era el primer renglón económico de la Isla, pero la mente infantil de Agapito no lo lo entendió así, a pesar de que en las imágenes salían plantaciones de caña y macheteros y alzadoras y cosechadoras. No, no lo entendió. Y Agapito no creció, tampoco lo hizo la economía, ambos siguieron iguales, iguales que como estaban, o quizás hasta peores, porque Agapito carió todos su dientes, y la economía… bueno, esa también se carió de mala, de malísima manera.

Y ahí tenemos de nuevo a Agapito, sin crecer, con los dientes cariados, con la piel pegada a los huesos, con la barriga hinchada y con una Tenia más grande que Agapito. Y ahí tenemos a Agapito algo tristón, meditabundo, ojeroso, dibujando sus garabatos, escribiendo sus rimas, sus cuentos de brujas y submarinos y leyendo a Verne y a Salgari. Y, por eso, era casi feliz. Y un día, sin que él mismo se diera cuenta, había crecido un poquito, nada,  había alcanzado una estatura normalita, ni fú ni fá, pero ya no estaba enanoide. Y le salió la pelusilla del bigote y, junto con ella los primeros pendejos, y Agapito se alegró, pero no tanto, porque su miembro viril tampoco es que se hubiera desarrollado mucho, aunque ya podía lucir, sin complejos, aquella rala pendejera y el badajo asomando coqueto entre ella. Y Agapito empezó a sentir cosquilleos y cosas inexplicables allí, en su entrepierna, a excitarse cuando alguna muchacha le enseñaba más de lo permitido, y comenzó a enamorarse de aquellas muchachas voluptuosas. Y mientras más se enamoraba más leía, y mientras más se masturbaba más dibujaba, y mientras más sueños eróticos tenía más escribía. Y descubrió que tanto el amor como el arte eran su fuente de placer. Que en la creación artística había un componente sexual inigualable.


Y cuando con dieciséis años Agapito hizo el amor por primera vez con Mirna, aquella muchacha achocolatada salida de un lienzo de Rembrandt, Agapito sintió que había pintado un cuadro, Agapito sintió que había escrito una novela, Agapito sintió que había escrito el mejor verso de todos los que había escrito hasta el momento. Por eso, Agapito, hoy, alopécico, gordo y sin dientes, cuando dibuja, escribe o lee es como si estuviera singando con su mujer y tuviera un orgasmo superlativo, y viceversa, cuando está haciéndole el amor a su mujer es como si estuviera pintando un cuadro o escribiendo una novela. Sí, porque Agapito, a pesar de todos los pesares, se casó, a pesar de todos los pesares engendró hijos,  a pesar de todos los pesares un día, aunque no creció, se metamorfoseó en un pegaso y surcó el cielo y recorrió la antiquísima Europa, y lloró en la tumba de Rafael, y el corazón se le salió por la boca en el Coliseo Romano y en la Capilla Sixtina, y conoció a los centauros y a lo faunos y a las ninfas y y y y y y y …. y hasta conoció, de tú a tú, a la Gioconda, a la Maja desnuda y a las Tres Gracias de Rubens, estas últimas tan sensuales y voluptuosas; mayestáticas y ampulosas como la mulata Mirna.

Y Agapito fue padre varias veces, y Agapito sintió que no había dicha como aquella, y Agapito era el hombre más afortunado de la galaxia, y Agapito era padre y escribía, y Agapito era padre y dibujaba, y Agapito era padre y leía, leía, leía y leía mucho, tanto, pero tanto, que llenó su casa de libros. Y Agapito era esposo y amaba, y Agapito era esposo y lloraba, y Agapito era esposo y sentía en su interior algo que las palabras seguro, pero seguro que pueden explicar, pero él no las hallaba para explicarlo. Pero, aún así, Agapito, también, en su interior, tenía un agujero negro de añoranza y morriña. Y Agapito se dio cuenta que volvía a ser casi feliz. Se percató que la felicidad es una quimera que nunca se puede alcanzar del todo. Por más azúcar que comiera para crecer, la vida, tiene su punto de amargor y no hay quien se lo quite.


Y Agapito aunque no creció ni crece físicamente (sigue con su mediana estatura), creció de otra manera mágica, de otra manera que no hace falta explicar. Agapito creció de la única manera en la que puede crecer un hombre Odiseo, un hombre Ícaro, un hombre Juan Candela, un hombre Odilon, un hombre Martí, un hombre. Y, no obstante, sigue comiendo azúcar, pero ahora de remolacha. Es otra azúcar para crecer, otra azúcar con la que escribe, con la que dibuja, con la que ama, y no es una azúcar mejor ni peor, es otra azúcar, y Agapito sigue siendo casi feliz, porque ahora las carencias son otras, son del alma. Ahora Agapito tiene allá, en la Isla, una parte de su corazón zozobrando. Allí quedaron sus padres, sus abuelos, sus hermanos, sus sobrinos, sus amigos, sus colores, sus palabras autóctonas; quedaron la mata de mamoncillos, el aguacatero, lo bichos del patio y su niñez. Y ahora Agapito tiene síndrome de Estocolmo, ahora Agapito añora la Jaula, esa jaula tan verde, tan cálida, tan linda, tan larga, y con tanto sabor al azúcar de caña, al azúcar para crecer con la que no creció, pero con la que Agapito era casi feliz como lo es ahora. Y es que del azúcar y de la Isla, no hay quien escape.

Ángeles Hernández Cruz – España


Esta poeta canaria vive en Tenerife. Es licenciada en Filología Inglesa y lleva algo más de tres décadas enseñando inglés en la Escuela Oficial de Idiomas de la capital de su isla.

Su preparación universitaria le permitió conocer la poesía hispana y la anglosajona.
Dice de sí misma que disfruta mucho en su trabajo como docente, pero más aún en su faceta de aprendiz. Se define como muy curiosa y autodidacta en el mundo de la cultura y ha hecho alguna incursión, siempre amateur,
en la música coral, en el teatro, en la pintura y ahora en la poesía.

No se considera poeta sino aspirante a escritora de versos ya que empezó a escribir hace muy poco como una necesidad vital de contar sus propias vivencias y expresar sus ideas de una forma diferente. No sabría definir su estilo porque cree todavía no haberlo encontrado, aunque el poeta canario José Manuel F. Febles la ha calificado de realista. Lo que sí puede
afirmar es que ahora siente a la poesía como una parte esencial de su vida, en la que vuelca
sus recuerdos, tristezas y alegrías y su particular percepción de los sentimientos.

Marta Roussel Perla – Irlanda

Marta Roussel Perla nació en 1985 y desde entonces ha tenido la elegancia de seguir viva.

Profesora de clases particulares de español en Irlanda, entre otras cosas, y natural de España, suele hacer acopio de todo el tiempo libre que puede.

Desde que se enteró de que se encuentra dentro del espectro autista, decidió escribir historias que incluyeran esa condición, mayormente porque no tenía nada mejor que hacer y porque en su momento parecía una buena decisión.

Marta Roussel Perla – Irlanda

Herejes e idiotas

Edición tradicional

  • ISBN 9781678134358
  • Copyright Marta Roussel Perla (Standard Copyright License)
  • Edition Segunda edición
  • Publisher Marta Roussel Perla
  • Published March 1, 2020
  • Language Spanish
  • Pages 110
  • Product ID 24451626

E-book

  • ISBN 9781678134402
  • Copyright Marta Roussel Perla (Standard Copyright License)
  • Edition Segunda edición
  • Published March 1, 2020
  • Language Spanish
  • Pages 100 File
  • Format PDF File Size 696.16 KB
  • Product ID 24451889

Jordana Amorós – España

Fresas salvajes

Moverse en la neblina.

Esa es la condición de los que eligen
buscar dentro de sí
y apenas hallan
un escueto manojo de relatos
pacientemente urdidos.

Hicimos todo un arte
de la conciliación de lo imposible,
la cicatriz turgente del dolor
y la supervivencia,
cultivando a placer la desmemoria.

No hay ningún vestigio de racionalidad
que consiga explicarnos qué nos trajo hasta aquí.

Por qué metamorfosis
la vida nos transforma
en fantasmas vivientes que avanzan como a tientas,
ya perdidos
el rumbo y la esperanza.

En seres sin futuro ni humedades
que llevarse a los ojos.

Por qué misterio somos, al tiempo, todavía
capaces de sentir intacta la pasión
y aún todas las hambres
rebullendo en la boca.

De qué modo nos muerde,
implacable, en los labios la evocación precisa
del intenso dulzor de las fresas salvajes.

El brillo en la mirada (séptima entrega) por Eva Lucía Armas & Gavrí Akhenazi

Capítulo 11

Cuerpo y alma

Por Gavrí Akhenazi


Eleuteria, al principio, se puso muy nerviosa, pero después regresó a las cocinas y lo dejó hacer sus caprichos.
Sabía que era inútil metersele en el medio, tratando de modificarle las conductas, porque Daniel se empecinaba en ellas cuanto más otros intentaban torcérselas.

Como todos se habían ido hacía tanto, Eleuteria acomodó los muebles a su gusto, para sentirse cómoda y no fantasma, habitando entre disposiciones de otros.

A él, la disposición de las cosas lo sacó de quicio y estuvo durante días y días yendo y viniendo con jarrones, estatuas y sillas, que no pudo acomodar.

Sumido en un estado de desquicio, por eso de la salida de quicio gracias al desprolijo y absurdo sistema de los objetos en los planos de sol y sombra de la casa, optó por lo más sanitario que encontró.
Sacó todo al patio y le prendió fuego.

Eleuteria, que lo vio a punto de arder el universo de su mundo con una tea, le dio un grito de alto y ofreció una solución casi ideal.

Vio que en los ojos de su niño se encendía una llama extraña, maravillosa.

Durante varios días, todos los pobres de los alrededores se estuvieron llevando las cosas de la casa, transportando aquel mobiliario costosísimo, mientras formaban sobre el horizonte y el atardecer, con tanta portación de cosas, una fantasmal caravana de emigrantes.

La casa quedó tan vacía, que cualquier cosa que habitara en ella además de sus habitantes de carne y hueso, no encontraba dónde meterse.

Eleuteria ya se había acostumbrado a los demás que pululaban tan fantasmales como ella que había sufrido la gracia de conservar los cueros sobre el ánima, por eso el bochinche que hacían al no encontrar sus cosas, no la perturbaba.

A Daniel, en cambio, las voces de las cosas lo ponían de pésimo humor.

Había conservado para sí el dormitorio cerrado.

Eleuteria tuvo que abrirle aquella habitación, porque no consiguió meterlo en otra ni con buenos oficios ni con amenazas. Luego él se mudó.

La habitación era tan austera como una celda de convento, pero se llenaba por la tarde del dulce sol oeste.

Daniel era muy parecido a ese momento. Él mismo era un crepúsculo que se reclinaba pesadamente sobre el aire encerrado, poblándolo con aromas de pasto y de limón.

Mientras pensaba, Eleuteria mojó otra vez el paño en la jofaina y lo extendió, lavando los restos sangrientos que persistían encima de la piel.
Su niño, enmudecido en brazos de un desmayo que no lo abandonaba, respiraba en un hilo. A los pies del camastro, el peón nuevo, que lo había traído hasta la casa cuando lo halló boqueando sobre el polvo, lejos de su caballo espantadizo y en un barro de sangre, esperaba alguna orden de la nana Eleuteria. Pero ella no hablaba. Se limitaba a lavar aquella herida –seguro que un cornazo– imaginando que Dios le guiaba la mano sobre el vientre tenso de su niño.

—Mucha sangre perdió —le dijo el peón nuevo a la nana, por decirle alguna cosa.
Ella lo miró apenas. Después rezó, porque no sabía hacer nada mejor que eso. Rezó y encendió velas y siguió rezando hasta que todas las velas se apagaron.

Así, durante varios días.

El peón nuevo la acompañó como un perro durante todo el tiempo. Fiel como un perro. Callado. Guardián. Veló de noche y de día ante la puerta, combatiendo fantasmas y atendiendo preguntas de los otros peones que intentaban saber qué hacer, ya que el señor no estaba en persona para ordenar el mundo.

Pero el señor no estaba. Se debatía en una rara atmósfera entre fiebre y quebranto, como un reo condenado a muerte al que todos los días le suspenden sentencia y ya no sabe cuál será su último. Había perdido tanta sangre –seguro que por el cornazo– que no resucitaba. A la vida, lo sujetaba un hilo estertoroso de respiración como de fragua, porque así son las fiebres.

Eleuteria quiso saber que había pasado.
Fue un cornazo, seguro, pero no supo más que lo supuesto.

Por las dudas quemó en el mismo hogar del dormitorio las ropas entintadas con la sangre del niño –porque para ella era y sería el niño Daniel– mientras los dientes del frío masticaban los gruesos postigones.

Para ella fue una larga semana, en que se acosumbró a ver llegar la muerte y pararse ante el umbral de la puerta, donde el peón nuevo le echaba unas palabras. Qué le decía, Eleuteria no alcanzaba a oír, pero la muerte hacía un gesto suave y se iba a otra parte.

Los Irala, por lo menos los de la rara rama de Juan Luis, tenían esas cosas de los aparecidos y las voces. Nunca quiso aceptar la nana que Daniel tuviera aquellas partes, aunque siempre lo supo.

Después de muchos días, Daniel abrió los ojos, mucho más negros y más grandes, porque con la fiebre y la hemorragia, la piel le forraba la calavera como una especie de guante magro que destacaba grotescamente las desproporciones entre rasgos.

Eleuteria se apresuró a ofrecerle leche tibia, pero él estaba desconcertado.

—¿Qué me pasó, nana? —preguntó, atónito frente al estado de calamidad en que se despertaba y reconocía.
La nana le explicó lo poco que sabía, intentando a la vez alimentarlo con la leche con miel.

-—Tu peón sí sabe, pero no quiere contarme nada a mí. Alguna cosa mala habrás hecho y por eso… —dijo la nana, señalando la puerta.
—Quiero darle las gracias —dijo Daniel—. Llámalo, nana.

Eleuteria descubrió que en tantos días de compartir el hilo de la vida, nunca le había preguntado al peón desgarbado su nombre.

Como Daniel insistió en que quería agradecerle el salvataje –fue un cornazo, nana, fue un cornazo– ella llamó.

Eustaquio Ocaña giró suavemente la cabeza y saludó a Irala desde lejos.


Capítulo 12

Los secretos ocultos

Por Eva Lucía Armas

Mi madre había encontrado por la mañana el relicario. Muy descuidada yo, había abandonado el trofeo sobre la mesita de junto a mi cama, cuando debí habérmelo colgado del cuello y mantenerlo así a resguardo de todos los ojos indiscretos. Ahora, ella lo sostenía entre sus dedos, a la luz difusa de los ventanales, absorta, contemplándolo como si fuese a ella a la que se le hubiera extraviado la joya.

Era un relicario muy antiguo, de oro, labrado en filigranas maravillosas. Una miniatura costosísima, que el clandestino quizás había recibido de manos de doña Matricia, como prueba de su amor o que se había robado del cuello de ella. Dentro, no tenía ninguna imagen. Sus dos tapas se hallaban vacías o sea que lo que estaba destinado a guardar, no estaba guardado. Lo que me daba a pensar que era más probable el robo que el recuerdo.

Mi madre, sin embargo, parecía pensar otra cosa.

Sus dedos acariciaban los repujados del oro de la tapa como si estuviera leyendo algún mensaje secreto solamente destinado a ella. Los acariciaba y miraba la distancia de los campos hacia el horizonte de pájaros y vacas. No quise interrumpirla así que pasé de puntillas hacia la puerta de salida pero ella, con el oído de un ciervo, me llamó a su lado. Me acerqué, mientras el relicario pendía de la mano de mi madre, recibiendo la luz del sol de la siesta.

—Lo encontré en la enredadera de los Ibarguren… No vaya usted a pensar que lo tomé de otro sitio —me excusé.
-—¿¡Dónde lo hallaste!? —se asombró ella— Oh… Dios mío…entonces…

No dijo más. Ocultó su dolor en un silencio obligado, llevándose mano y relicario hasta los labios como para sellarlos.

—No sabía que era suyo, mamá —murmuré, sin saber qué decir ni qué pensar.
—Lo extravié hace demasiados años… —me dijo ella— Alguien lo robó. Ahora sé quién fue. Tantos años… y se lo habían quitado…

Con un ademán, lo colgó de mi cuello.

Hablaba consigo misma y no conmigo. Reflexionaba sobre los supuestos de su vida, pero no quería la joya. «Prefiero que lo tengas tú…» me dijo sencillamente «Tú lo recuperaste».

Si con recuperarlo se refería a habérmelo traído de la casa de los Ibarguren, ella también había traído cosas de allí. Se había traído a Lumilla, que con la muerte de su ama había quedado desempleada y le había rogado, llorándole por detrás, que no la abandonara a la indigencia. Mi madre, de corazón vulnerable, se hizo cargo de la tragedia de la pobre.

Lumilla era joven y chispeante. Tenía un carácter más saludable que Magnolia, porque no andaba de rezos y admoniciones todo el día. Además, sabía a detalle el romance de su señora lo que la volvía de contar suculento para los ávidos oídos del resto de la servidumbre. Como yo andaba siempre de mezclada entre ellos, aproveché para aprender las cosas que Lumilla contaba y que yo no alcanzaba a imaginar en mis viajes hacia el infinito.

Fue durante el pelado de las papas, que, acosada por Berenice y Camila, Lumilla se puso a narrar la última noche, mientras yo, desde mi rincón de quitarle la vaina a las habas, conseguía estirar mis oídos hasta sus secretos.

Al cabo le dije: «Habla más fuerte que me interesa…» y ella, seguramente por miedo a ser corrida de su nuevo hogar si me desobedecía, comenzó en voz alta su relato.

Todas queríamos saber cómo era el galán en cuestión. Pero la descripción no variaba. Moreno, fuerte, lo de siempre. La casa siempre estaba muy oscura como para que se viera bien o nadie quería ver demasiado y se contentaban con adivinar. ¡Con la falta que me hacían a mis los detalles para entender como se hacían de verdad las cosas!

«A la señora le gustaba que la vieran hacerlo… por eso dejaba la puerta abierta o lo hacían por cualquier lado…» nos contaba Lumilla sin distraer su movimiento de pelar las papas «Chillaba como gata encelada la señora…»
La voz de Lumilla me transportaba a mis propias fantasías. Pobre doña Matricia, si tenía un infierno tan caliente como el mío, por supuesto que necesitaba que alguien se lo enfriara con urgencia. Yo sólo pensaba en Daniel. Ningún hombre me producía lo que él me producía de solamente verlo, de solamente pensarlo. Soñaba en las noches sueños indecentes que me agotaban y me levantaba con un humor pésimo a la mañana. Estaba ansiosa, desasosegada y ya viajar al infinito en mi propia fantasía no me resultaba suficiente. Quería su boca. Quería sus manos. Quería su fuerte olor cálido.

La última noche de doña Matricia fue en la capillita que tenía en su casa. La había mandado construir cuando todavía su amor estaba consagrado a los santos y lo único que le importaba era ser santa a pesar de don Ferdinando. Pero esa noche , no se salvó ni el reclinatorio.

Contaba Lumilla con tantos detalles que a mí me resultaba hasta difícil ubicar los sitios, como el amante, un salvaje de aquellos, hacía aullar a su señora mientras se le metía por detrás y la sacudía como un saco vacío a la vista de todos los santos, mientras ella, su señora, se metía por delante un crucifijo chillando como una chancha, de parados, en el reclinatorio y que sé yo qué más, porque la geografía anatómica se me extraviaba con tanto que jadeaban y gemían los amantes y exclamaban las sirvientas.

«Al menos se murió contenta» comenté al fin, mientras Berenice se servía agua y Camila se apantallaba los calores con ambas manos.

Lumilla era la mejor narradora de relatos que yo había escuchado en mi vida. Nos había transportado hasta tal extremo, que todas habíamos llegado a ser parte de la locura amorosa de doña Matricia como si la hubiéramos visto protagonizándola.

Las habas estaban todas por el suelo. Las papas habían ido a la olla a medio pelarse. El maíz hacía olor a requemado sobre el fuego. Y nosotras cuatro nos mirábamos como que debíamos cada una ir corriendo a buscarnos un cubo de agua fría en el que meternos hasta el cuello.

Josefina irrumpió en nuestra complicidad, haciéndonos notar que todos aspiraban a cenar en la casa.

—Además, tenemos visita, Luisi. Estás al comando de la cena. No haga pasar un papelón a la familia con tus extravagancias culinarias esta vez —dijo y se fue.
—Esta doña se parece a mi doña Matricia…—nos comentó Lumilla— Era así de mandona ella. Todo estaba siempre mal, hasta lo que una hacía siempre bien.

Lo de la visita ya lo sabía. Siempre los novios de mis hermanas, (porque ambos estaban de visita ese día y por eso yo había quedado confinada a la cocina), eran gentilmente convidados a compartir la mesa por mi padre, que insistía en apurar los trámites del casamiento de Josefina, como si su insistencia fuera capaz de adelantar la fecha ya fijada para el principio del invierno.

No sé qué temía tanto mi padre. Si hubiese podido, además de adelantar la fecha también hubiera cosido el vestido más rápido que la tía Felicitas, por más que el pobre Faustino fuera un idiota incapaz de meterle una mano a Josefina ni el día de su boda.

Quizás quería sacársela de encima, para tener un mal carácter menos que aguantar. Pero le hacía deferencias especiales a Faustino, para que el tipo no fuera a arrepentirse y soltar a mi hermana antes de subirla al barco.

Félix, en cambio, se veía tan enamorado y tan apurado, que no necesitaba empujón de nadie. Lo que necesitaba era una buena esclusa que le contuviera tanto torrente amoroso como le profesaba a Cayetana.

—Cuéntanos más… —le dije a Lumilla, mientras por el suelo iba recogiendo habas que meter en la fuente y las otras pelaban bien las papas. Luego le dije a Berenice que se fuera hasta el salón de recibir para ver si estaba solamente Faustino o si Félix también se quedaba al convite. Para el imbécil que se peinaba como si lo hubiese lamido una vaca y que nunca decía que no a las invitaciones de mi padre, yo no preparaba manjares extravagantes. Para mi hermana Cayetana, yo preparaba manjares fabulosos, que hubieran agasajado el paladar de un maharajá, solo para que Félix se sintiera bien apreciado en la familia.

Berenice volvió al rato.
—Hay otro más, niña —me dijo con descuido.

Yo odiaba las visitas.
Con mis futuros cuñados ya tenía confianza, pero con los invitados tenía que comportarme como una damita. Vestirme bien, hablar con recato, lucir con modales y sonreír como lela estúpida. Además, tenía que callarme la boca y no opinar de nada. Estar sentada allí en la mesa, haciendo de figurita.

«Maldición… maldición… maldición…» me enfurecí con el papel y mandé a Berenice a averiguar quién era el inoportuno que desguasaba mi tranquilidad. ¡Y yo que pretendía quedarme toda la noche en las cocinas, oyendo los relatos de Lumilla!

Berenice regresó enseguida.

—No sé quién es… No lo conozco —me dijo.

Había ajusticiado un pavo en el interín de sus idas y venidas, así que alguien había elegido por mí el menú. Lo estampó en medio de la mesa. Camila se apresuró a meterlo en el agua caliente y comenzó el festival de las plumas. Mi madre apareció un rato después. No porque dudara de mi papel como jefa de cocina, sino para permitirme acicalarme.

—Ve a ponerte bonita —me ordenó, sonriente.
—Mamá, no estoy de buen ánimo… Si quisiera usted excusarme, prefiero hoy comer en las cocinas —no agregué «y escuchar los relatos de Lumilla», porque mi madre hubiese dicho que no.
Igualmente dijo que no.
—Ve… Luisina —repitió muy seria ahora e insistió—. Ponte bonita.

Le dije a Lumilla que me acompañara para asistirme. Como no tenía aún un lugar fijo en la casa, ella me siguió. Y nos acomodamos en la habitación, intentado encontrar un vestido acorde, un peinado acorde, un perfume acorde. Ella echaba ropa sobre la cama y yo le advertía «No que es de Bernardina… No que es de Cayetana… Esa no me gusta». Al cabo le pregunté si doña Matricia se desnudaba cuando estaba con su amante.

Lumilla me dijo que sí. Me dijo que él le arrancaba toda la ropa porque le gustaba ella desnuda y que ella lo desnudaba a él también.
Le pregunté que era eso de por detrás y por delante y ella me explicó muy sabihonda de esos temas que por detrás es para no tener niños y por delante es para tenerlos porque «salen por el mismo lugar por donde te los meten». Y yo repetí «Ah… ah…» Y ella me explicó que doña Matricia tenía terror a quedarse preñada, aunque se veía bien que le hacía buena falta una cría. Pero que, me imaginara yo, si la doña se quedaba preñada del moreno, como iba a hacer para explicarle a don Ferdinando que no creía en el Espíritu Santo, que la había embarazado un crucifijo. Aunque no fuera a creer yo que el moreno no se la montaba también hasta hacerla gritar.

Acabó explicándome que las mujeres tenemos muchos orificios para que el varón sea nuestro dueño. Así me explicó que doña Matricia se volvía muy promesante, de rodillas delante del moreno. Le pregunté qué cosa era esa de promesante y como mi madre me llamaba a gritos, decidió que me le explicaría en la próxima ocasión y que «mejor se pone bonita… porque de seguro que le han hallado pretendiente allá abajo».

—La boca se te haga a un lado, Lumilla —le grité.

Lo que me faltaba es que mi padre se pusiera a disponer sobre mi vida, como si yo fuese una sobra en la suya.
Lumilla me dijo que a veces las cosas no son tan terribles como parecen y que debía darle una oportunidad al destino.

La cuestión es que llegué al salón, cuando ya todos estaban sentados y Magnolia comenzaba el servicio alrededor de la mesa.

El invitado era Daniel Irala.

Parecía que lo había arrasado un desastre natural. Estaba pálido, demolido, más delgado que la última vez y su colorcito sabroso de aceituna había desteñido hacia un verde amarillento, propio de un tifoso.
Lo único que no desteñía en Daniel era la oscuridad tersa de su mirada negra. Me sorprendió tanto verlo casi deplorable, que sin saludarlo le pregunté: «¿Y el sarcófago?». Me corregí al instante.

—Perdón… es que lo veo a usted tan… desmejorado…

Mi padre se encargó de explicarme sin dejar que Daniel se explicara, que un toro le había dado una cornada «aquí», (mi padre se señaló el vientre, por debajo de las costillas y antes del cinturón), «cuestión que es de mucho sangrar».

—Pero ya estoy mejor… —acotó el Irala, porque si algo no le ha gustado nunca, es que hablen por él.
—Se ve… —murmuré yo y ocupé mi sitio que algún malhadado había situado justo frente al de Daniel. Por supuesto, Josefina me reprendió hablándome sobre mi poca disciplina, mi falta de urbanidad y mi mal aprendizaje de la buena educación que mis padres trataron de inculcarme. Para ser urbana, cortés y disciplinada le pregunté a Daniel cuando había sido el episodio en cuestión.
—El martes —me respondió Irala. Sus ojos negros, ardientes y serenísimos, se me metieron dentro como el día de la misa.
—No fue un día muy afortunado el martes —dije, haciendo referencia a la muerte de don Ferdinando y su mujer, la santa.

La tía Felicitas lo llevó por el lado de la luna. Según su versión de la desgracia, la luna había influido sobre todos los que se desdicharon el martes. Y agregó: Ni te cases ni te embarques. Y pasó a narrarle a Daniel el fin de los Ibarguren.

Todos, incluyéndome, estaban interesadísimos en Irala. Al fin, el hombre lobo había abandonado la madriguera para dejarse ver y tratar y eso no podía desaprovecharse con silencios en la mesa. Entre la tía Felicitas y mis hermanas, lo atiborraban de preguntas a las que mi padre imponía un cierto coto de modo que Daniel pudiera llevarse un bocado a los labios y no tener que estar toda la cena explicándoles a ellas las estupideces que le preguntaban.

La tía Felicitas le salió enseguida conque «si no supiera que está muerto el difunto, diría que usted es Juan Luis Irala».

Mi madre la amonestó con los ojos. Con los mismos ojos que no le quitaba de encima a Daniel, buscándole alguna cosa que solamente ella conociera y que perteneciera en realidad al otro.

Yo, hacía lo propio. Le miraba las manos, huesudas y secas, heridas por el duro trabajo rural. Le miraba los labios, el mentón, el cuello, las orejas. Los ojos los evitaba porque él se apoderaba de mi mirada al instante como un ave de presa.

Durante la conversación, me enteré que Daniel había rescatado la famosa hipoteca de mi padre y que aquella actitud de presentarse a negociarla, como quién le echa una soga a un ahogado, había fascinado la buena disposición natural que mi padre le profesaba a la gente honrada. Por eso, el Irala estaba sentado ahí, como invitado de honor y mi padre no terminaba nunca de agradecerle aquella oportunidad de recobrarse monetariamente sin perder su patrimonio endeudado por culpa de los Mirándola y su tenebroso banco.

Faustino le habló sobre su caballo. Era un padrillo gris, bellísimo, nervioso y salvaje. Nunca había entendido yo cómo Daniel lo dominaba. Cómo conseguía que esa bestia furiosa se amansara en sus manos y le hiciera los gustos. El caballo era un verdadero demonio, al que no hubiera podido resistir ningún jinete. Al parecer, había sido presa codiciada para varios cazadores, pero ninguno había tenido certidumbre en el lazo, según narraba Faustino que agregó a su disquisición, en un tono casi sentencioso como si velara una amenaza «Es un caballo que no pasa desapercibido, señor Irala…»
Daniel lo había bautizado Fantasma.

Mi padre le dijo entonces algo como que a mí me gustaban mucho los caballos y tenía gran manejo de ellos y que lamentaba mucho que yo no fuera varón, porque así podría delegar muchísimos asuntos para que yo los resolviera, dada mi capacidad, pero «lamentablemente era mujer».
Daniel lo escuchaba atentamente , pero estaba pensando en otra cosa. Conocía yo bien su facilidad para distraerse cuando la conversación no le interesaba.

Como ya íbamos hacia el café, le dije a mi padre si me permitía ver el tan ponderado caballo del señor Irala y agregué «Me acompaña usted, por supuesto, Daniel…»

Cayetana y Félix se vinieron con nosotros hasta la cuadra, pero se quedaron a mitad del recorrido, entre los árboles. No le creí a Cayetana que ella y Félix no se dieran los besos del matrimonio como había querido hacerme creer. Para que querrían atrincherarse allí en lo oscuro, si no para hacer cosas que la luz no permitía.

Daniel, como si tal cosa, me pasó su brazo fuerte por encima de los hombros y me pegó a su cuerpo, para que camináramos abrazados. No era cuestión de estar peleándome con él, después de haberlo extrañado a rabiar, así que le aferré la cintura con mis dos brazos, fuertemente.

—Ayyy… me duele… —gimió— Es verdad lo que te dije de la herida.

Me reí, desprendiéndome del abrazo para abrir el gran portón de la cuadra.
El potro estaba allí.

—Si lo quieres, es tuyo —me dijo Irala.

Deslumbrada y avariciosa, acaricié su morro plateado y sus crines de luna. Era un dibujo de mis fantasías hecho realidad.
Daniel, detenido detrás de mí, me observaba. Consideraba cumplida la etapa de las paces y seguramente ya pergeñaba como continuar adelante, por encima del cadáver de todas sus amantes. Ya, con regalarme el caballo, bastaba para halagar mi vanidad femenina y que, resarcida ya de sus faltas, pudiéramos regresar a andar juntos. Luego, si tenía otro desliz, ya vería la forma de arreglarlo también, porque para los hombres, las flores y las joyas zurcen los corazones. Este se la había jugado por algo más que un ramo de flores. Había apelado a algo que sabía que yo no podía resistir.

Lo miré al fin, con los ojos temblando de agradecimiento.

—¿Qué quieres a cambio? —gestioné.
—Una sonrisa… —me respondió— ¿Sigues tan enojada?.. Te ves más bonita, tan enojada.
—Acaba Irala… qué tu y yo nos conocemos bien… Y tu no das puntada que no lleve hilo… Dime que quieres y abreviamos.
—¿Qué cosa te ha hecho enojar tanto? —me preguntó directamente.
Le expliqué brevemente su romance con la hija del banquero.
—¡Qué cabecita más loca tienes! —exclamó riéndose— ¡Estás celosa, Luisina! ¡Estás celosa de ese papagayo chillador! ¿En qué puede aventajarte? .. En las estupideces que habla, solamente…

Me tomó entre sus brazos y me apretó contra él. Sus manos me revolvieron el cabello, corriendo por el contorno de mi rostro hacia mi nuca, hasta alzar mi boca hacia sus labios que se entreabrieron como a mí me gustaba, listos a envolver los míos en esos besos que me quitaban el buen tino.

El «Luisi… Luisi…» de Cayetana nos obligó a soltarnos como repelidos. Me dediqué a estudiar las formas del potro que Daniel me había obsequiado, mientras él se recostaba contra un puntal, muy pendenciero, sosteniendo el candil, mientras mi hermana y Félix hacían su irrupción en la escena, seguidos de Josefina y Faustino.

Nosotros los miramos con fastidio.

El Fantasma, fue el centro de atención del novio de Josefina.

Se dirigió directamente a donde el mozo de cuadra lo había dejado y se puso a observarlo, como si supiera mucho de todo.

Los ojos de Daniel se le fueron detrás, sin que él se moviera un centímetro. No alteró en nada su posición reclinada ni varió el ángulo con que sostenía el candil para que yo estudiara al potro ni bajó la pierna que había recogido para apoyarse en el puntal, pero el relampagueo en lo profundo de sus tormentas negras me alertó de que la actitud de Faustino lo preocupaba.

—No te vaya a patear… —le dije a mi cuñado— Yo que tú ni me le acerco.
—No hay muchos caballos como este… De hecho, es un pelaje poco común en la zona… —murmuró Faustino. Su voz no me sonó bien en los oídos—. Qué casualidad que sea el suyo…

Daniel no cayó en la obviedad de preguntar ¿por qué?

Hizo como que no escuchaba y reclinó sus ojos encima de mí, que había dejado su regalo para acercarme. Entendí que si él no preguntaba, yo tampoco debía hacerlo.

—Nos vamos… antes de que papá venga con la escopeta a buscarnos—sugirió Cayetana.

Salimos los seis. Ellos adelante y Daniel y yo los últimos, para cerrar la cuadra.

Él, por supuesto, me puso su brazo encima, porque ya me consideraba de su propiedad. En realidad, fue para retrasarnos un poco y distanciarnos de mis hermanas.

—No le hagas caso a Faustino… Está celoso porque siempre él fue el consentido de mi padre y esta noche, lo ha sido tú —le dije, reclinándome en su pecho para escuchar su corazón— Le caes bien a mi papá. El no es tan amable con los desconocidos.

—Tu padre es un buen hombre —me respondió Daniel.

La producción de sentido vs la producción de significado

Por Daniel Adrián Leone

Imagen by Enrique López Garre

Es interesante poder pensar en la diferencia vital que existe entre la producción de sentido y la producción de significado, ya que ambas producciones pertenecen a dos dimensiones diversas y por lo tanto implican diversos registros, por más que ambas producciones, sean el efecto y el resultado de una articulación entre significantes.

La producción de significado básicamente consiste en instaurar un nuevo expediente (modo de uso) en el código del lenguaje. Es decir, producir una articulación nueva entre palabras o algunas unidades más pequeñas, (significantes) que sea pasible de ser tomada por referencia como parte del acervo de articulaciones posibles dentro del uso del lenguaje (código del lenguaje).

La producción de sentido, es efecto de una articulación entre significantes que no alcanzan el estatus suficiente para insertarse como “modo de uso” del lenguaje y por tanto, no está destinado a formar parte del código del lenguaje.

Por ejemplo, los dichos o fórmulas populares (refranes, sentencias, etc.) son expresiones que pertenecen al registro del significado inaugurado por las formas de uso del lenguaje que instauran un modo referencial de “uso del lenguaje”, ganándose un lugar en el código del lenguaje.

Así, la primera persona que dijo “dos por tres llueve” inauguró, sin saberlo, ni poder pronosticarlo, una expresión de referencia propia del registro de la producción de significado. Cada vez que nosotros pronunciamos esa frase, estamos a nivel de la evocación del registro de la producción de significado, expresándonos en su registro por medio de una expresión típica (de valor más o menos universal para una determinada comunidad).

En cambio, si decimos por primera vez, por ejemplo, “calor en serio es el de las polillas” quedamos reducido al registro de la producción de sentido. ¿Por qué?, porque es algo legíble e interpretable pero que no pertenece a una fórmula expresiva tomada por referencia, esto es, no pertenece al registro propio del código del lenguaje como modo de uso del lenguaje en virtud de la comunicación.

Alguien atento podrá objetarnos con justa razón: ¿pero, en qué reside esta diferencia? ¿Acaso, cuando se dijo por primera vez, “dos por tres llueve” no se estaba produciendo un mismo tipo de frase, es decir, no se estaba a nivel de la producción de sentido?

Penetremos en su inteligencia.

La primera hipotética persona que forjó la frase “dos por tres llueve” al concebirla y pronunciarla, se encontraba a nivel de la producción de sentido, de la misma manera que la persona que diga por primera vez, “calor en serio es el de las polillas”. Si “dos por tres llueve” es algo que hoy por hoy, pertenece al registro del significado y por tanto al registro propio del código del lenguaje, no es por casualidad.

La producción de significado es una producción que siempre involucra la aceptación de un tercero.

Sin la aprobación de un tercero, que en su lugar de receptor, legitima lo que le he dicho, no podría jamás producir un significado.

La producción de sentido, en cambio, no precisa de tal legitimación por parte de un tercero.

Mientras el lenguaje porte alguna referencia que me permita expresar el sentido de lo que quiero decir, la producción de sentido se hace posible.

Esta diferenciación es sumamente útil para todos los que nos abocamos a escribir, y de hecho, no por un mero interés teórico, sino por una aplicación directa que podemos y debemos hacer muchas veces a raíz de nuestro oficio.

Retengamos por ahora, los rasgos esenciales que hemos descubierto como descriptores para diferenciar una producción de la otra y definamos mejor estas diferencias.

1. Respecto de la comunicación

La producción de significado es efecto de un acto comunicativo más allá del interés o no de comunicar por parte de la persona que la concibe o pronuncia.

De hecho, la intencionalidad es superflua en este punto, puesto que, aunque no tenga intención de comunicar nada con lo que digo, si otro lo toma como expresión significativa, legitimándolo como tal, se transforma en un acto de comunicación.

La producción de sentido, es un acto expresivo no necesariamente comunicativo, puesto que no es preciso de algún otro receptor que legitime lo que digo, puesto que basta la legitimidad del uso del lenguaje.

El lenguaje me permite hablar de los “elefantes rosados a pintitas azules” por ejemplo, por más que no exista ninguna realidad concreta por referencia. También el lenguaje me autoriza a decir, “yo miento” frase que a nivel del significado es contradictoria y difusa, puesto que si afirmo que miento, digo la verdad, pero, no digo la verdad porque afirmo que miento.

2. Respecto de la forma expresiva.

La forma expresiva de la producción de significado está sujeta a la sanción del uso del lenguaje en una determinada comunidad lingüística. Puesto que la producción de significado depende de un acto de comunicación y la comunicación solo se da en el seno de una comunidad y en tanto, tiene valor alguno, como manifestación de esa comunidad y para esa comunidad.

La forma expresiva de la producción de sentido, es mucho menos restringida, puesto que no depende de lazo social alguno. Basta para ello, las posibilidades y articulaciones propias del lenguaje. Puedo decir por ejemplo:

“Ver con los oídos las palabras rotas
por el silencio acuoso de un iris olvidado”.

En este punto estoy en pleno registro del sentido, y no del significado. De hecho, una persona cualquiera podría pescar un significado en lo que digo, pero, debería someter la frase a una re-producción del sentido, puesto que no encontraría, significado alguno que le permita decodificar el mensaje con alguna precisión.



3. Respecto de la intencionalidad y el sujeto del enunciado.

En la producción de sentido, no se puede tomar como intencionalidad básica, un interés por comunicarme. Puede que tan solo me fascine escuchar la sucesión de palabras que he elegido, o que solo exprese algo que me representa con exclusividad de todo lazo social y por tanto de todo acto comunicativo.

En cambio, en la (re-)producción de significado, hay una intencionalidad clara de comunicar algo.

Introduzco en este punto el neologismo re-producción de significado puesto que una persona jamás puede producir un significado (sin otro).

Dicho de otra manera, la producción de significado no es algo que ataña a un solo sujeto. La producción de sentido sí.

Así, tenemos dos registros básicos, a los que podemos remitir todo tipo de expresión:

1. El registro de la producción de sentido.
2. El registro de la re-producción de significado.

Esta división así realizada nos permite pensar los géneros literarios, pero, también, ciertas dificultades al momento de escribir.

A simple vista, podríamos decir que el registro de la producción de sentido es natural al registro poético y el registro de la reproducción del significado es natural al registro de la novela y el relato.

Pero nos estaríamos apresurando demasiado en sacar esta conclusión.

Veamos cómo aplicar a nuestra práctica la diferenciación entre los dos registros de la expresión.

Siempre que escribimos, soñamos, fantaseamos, incluso, cuando conversamos con otros, estamos a nivel de la producción de sentido. El otro, puede, legítimamente, tomar lo que hemos dicho por una ocurrencia, o por un equívoco. Solo si el otro lo sanciona como acto de comunicación estaremos a nivel de la producción de sentido, por más que, intencionalmente, nos hayamos esforzado por re-producir un significado.

Basta con que hablemos con algún argot típico de nuestro pueblo, a un foráneo, para que este deje nuestro mensaje reducido a la producción de sentido por más que nuestra intención haya sido comunicarnos.

Por ejemplo: si digo que “lo que más me molesta de las conservas es la lata que dan las góndolas” a alguien que no sepa, que estoy llamándole góndola a las estanterías de los supermercados, en las que pueden haber conservas para vender y que tanto las conservas como las góndolas son de lata, seguramente, no podría entender lo que intento comunicarle. La intencionalidad de comunicar queda reducida a una mera ocurrencia, a un golpe de efecto, no captado como mensaje.

Si la intencionalidad es re-producir un significado, algo preestablecido, y por tanto, sujeto a convención y fácilmente decodificable e identificable como mensaje, por algún otro al que nos una una determinada comunidad, podemos incluso, caer por error, en la producción de sentido, produciendo un desplazamiento mínimo o una condensación mínima.

Por ejemplo, si queremos decir: “dos por tres llueve”, y decimos, “dos menos tres, llueve” este desplazamiento nos lleva al error. Si en cambio decimos (cada)“dos por tres hay elecciones”, estamos produciendo un chiste, que aunque no sea gracioso en sí, tiene la estructura del chiste puesto que en un enunciado mínimo se da por sentado una equiparación llueve-elecciones como si se tratara de algo en sinonimia, a lo que podemos extrapolar el contexto y las características de uno al otro. (la lluvia y las elecciones, son cosas inevitables, que suceden por azar, que son molestas, etc).

Ahora bien, para el poeta, aprender a hacer uso de este recurso de producción de sentido, es fundamental, particularmente cuando se encuentra atrapado en un lugar común o planteo tópico, es decir para salir de lo que podríamos llamar expresión típica o peor aún, la tipicidad de la expresión.

Veamos un ejemplo.

Hay un tiempo para morir y un tiempo para vivir. (Expresión típica y por tanto a perteneciente al registro de la re-producción del significado).

Hay tiempos en los que la muerte vive sin tiempo. (Desestructuración de la tipicidad de la expresión por medio del desplazamiento de sentido, tiempo-temporalidad-eternidad-muerte).

Una poesía puede encontrarse, entonces, tanto en el registro de la producción de sentido o bien, en el registro de la re-producción de significado, y es importantísimo, entender en qué registro se está para saber también, cómo corregir la poesía, potenciando sus ideas, reafirmando sus intenciones y reflexiones, etc.

Una novela por ejemplo, muy difícilmente pueda encontrarse en todo momento en el registro de la producción de sentido, sin apelar, a una referencia sólida del registro de la re-producción de significado. Puesto que las novelas tratan básicamente de contar una historia, hay alguien que cuenta y que se la cuenta a una determinada persona o conjunto de personas.

Digamos para ser más claro, que la intención de relatar, se ve muy pobremente respaldada por el registro de la producción de sentido, y naturalmente soportada por el registro de la re-producción de significado.

Un cuento, es decir, ese género tan pronto poético como narrativo, posee una capacidad mayor de aprovechamiento del registro de la producción de sentido aunque tampoco es probable que pueda sostenerse por sí solo en este registro, sin apuntalarse, mínimamente en el registro de la re-producción de significado.

En cambio, una poesía, puede, efectivamente, ser una expresión en la que no haya intencionalidad de comunicar nada. Dado que, por ejemplo, no es lo mismo mostrar lo que siento, que comunicarlo. No es lo mismo dar a ver lo que me afecta que relatar lo que me afecta.

Así podríamos decir que una poesía puede hacer uso del registro de la re-producción de significado pero no necesariamente precisa de este registro para expresarse. En cambio, la narrativa, puede acceder al registro de la producción de sentido como efecto determinado, pero, sin desligarse del registro de la re-producción de significado.

Así podríamos decir que la diferencia básica entre poesía y narrativa, más allá de su aspecto formal (distribución de lo expresado, en ritmos, formas, etc.) se sustenta en el registro al que pertenecen. Una poesía puede centrarse en el registro de la re-producción de significado pero siempre tenderá a producir algún desplazamiento, alguna condensación en este registro, una revuelta, que reintroduzca elementos, frases y expresiones de este registro, en el registro de la producción de sentido.

La narrativa, en cambio, puede tomar elementos del registro de la producción de sentido, incluso, puede figurar centrarse en éste, pero, solo para reordenarlo en el registro de la re-producción de significado.

Aprovechemos entonces y reafirmemos lo que hemos captado: el registro de la producción de sentido siempre es revolucionario cuando actúa dialécticamente en el registro de la re-producción de significado y el registro de la re-producción de significado siempre es reordenador cuando interviene sobre el registro de la producción de sentido.

Mujeres – Charles Bukowski

Por Silvio Rodríguez Carrillo

Enfrentarse a una novela biográfica tiene ya su cosa, porque uno como lector permanece en un estado de alerta extra respecto de las posibles omisiones y de las posibles exageraciones acerca del protagonista, además de que resulta inevitable el ir contrastando la información ya recibida anteriormente. Si la novela es autobiográfica el lector eleva los niveles de alerta, porque va sopesando la coherencia histórica de la emocionalidad del autor con su conducta, esto es, uno constantemente se pregunta sobre lo veraz de la intensidad con que tales y cuales hechos afectaron, como dice que le afectaron, al sujeto y también emisor.

Con «Mujeres», yo directamente apagué todos los sistemas de alertas y me entregué de lleno al relato, como si Henry Chinaski no tuviese nada que ver con Charles Bukowski y el aviso de «basado en hechos reales» apareciese recién al final. Es así como accedí sin trabas a la piel y huesos del escritor, a su manera particular de concebir diferentes aspectos de la realidad y al por qué, a veces casi mecánico y a veces imprevisible, de su modo de actuar como también de su manera de no hacer absolutamente nada respecto de algunas cosas que pudieran exigirle su participación.

La historia está marcada por las relaciones que Chinaski sostiene y quiebra con diferentes mujeres, todas ellas (mujeres y relaciones) muy por fuera de los rangos de lo usual, en una maraña de invasiones y evasiones donde los abusos son provocados, generados y permitidos, como si marcadas carencias sólo pudiesen ser compensadas con excesos mayúsculos. El panorama, así, es un tobogán por el que uno se deja caer, subir y girar, desde lo tórrido del deseo sexual fijado a lo puramente carnal, hasta la idealidad amorosa proyectada en la esencia íntima del besar, sin la posibilidad de pausa en el recorrido.

Pero, aunque son las mujeres de Chinaski las que se ganan la mayoría de las cámaras, también hay lentes enfocados hacia los otros lados del prisma. El cómo interactúa el escritor con sus amigos o allegados, la tensión o distensión que siente cuando le toca poner el cuerpo en una reunión social, lo que opina de sus colegas (exitosos o no), y toda la previa, el durante y el después de las sesiones de lectura, son ángulos expuestos como en un segundo plano, y que, sin embargo, constituyen el marco fundamental con el cual la imagen logra ir más allá de sí.

Pasando de Chinaski a Bukowski, ya cayendo en la cuenta de que son uno, tiene alguna cuota innegable de belleza la autenticidad y la sinceridad. Es decir, uno lee que la rudeza de los hechos se condice con la sencillez del discurso, y sabe que así lo quiso el autor, como expuso que lo hizo. Uno siente que las construcciones fueron escritas de golpe, que tuvieron alguna corrección después, y que entre duda y confianza venció esta última como se debe, por puntos, aguantando todos los asaltos uno por uno, con el rival enfrente y el público a los costados, mirando.

Hablando

Por Gildardo López Reyes

Creo que es absolutamente liberador poder hablar sin ningún tipo de filtro, sin ninguna pena ni temor por decir algo que no deba ser dicho; poder hablar de tu oscuridad, o de la parte que conoces, recibiendo por respuesta información que te permite continuar armando tu rompecabezas. 


Aunque es bastante complicado poder llegar a ese nivel de sinceridad luego de demasiados años archivando cosas y aprendiendo a fingir. Es algo muy complicado, dejar fuera de la puerta los prejuicios y las vergüenzas, que se resisten a irse y que al día siguiente puedes encontrar instalados como si nada hubiera pasado.


Es tan placentero hablar y hablar y hablar sin sentirte juzgado. Hablar e intentar desentrañar eso que acabas de sacar de quién sabe dónde, eso que creías haber olvidado, eso que salta y se muestra sin pudor.

El Perseguidor – Julio Cortázar

Por Silvio Rodríguez Carrillo

Comentario

Como muchas otras cosas que le pasan, el excepcional saxofonista Johnny Carter sencillamente no puede explicar cómo ha extraviado su instrumento en el metro. Su pareja de turno, Dédée, oscila entre la rabia y la decepción, en tanto que Bruno, amigo del músico (y de profesión crítico de jazz) promete conseguir otro saxo, cuando sólo faltan un par de días para una serie de conciertos en los que se espera que Johnny arrase con el público. En estas circunstancias, y en el marco de un penoso departamento en París, Julio Cortázar inicia su relato. A los tres personajes mencionados, podemos agregar a la acaudalada amante – y mecenas – del instrumentista, y al infaltable par de compañeros de banda, con lo cual queda generado el reparto suficiente para desarrollar esta historia, cuyos temas de fondo esencialmente lo constituyen el original talento artístico que puede llegar a tener una persona cualquiera, la manera en la cual lo desarrolla, y la crítica que suele generar esta realidad. Estas cuestiones son tratadas desde el punto de vista psicológico de los implicados, valiéndose el autor para esto de uno de los personajes, Bruno; el cuál es, en principio, un partícipe más en los hechos que ocurren, pero que luego va convirtiéndose, sutil e inexorablemente, en el protagonista principal de toda la trama.

Quien ha estudiado por algún tiempo un instrumento musical, quien le haya dedicado una parte de su vida a la pintura, o quien quiera haya intentado varias veces lograr un poema o un cuento, sólo por mencionar un par de ejemplos, sabrá muy bien de la cuota de frustración que acarrea perseguir a la belleza por medio del arte, y por ello, sabrá quizá apreciar más intensamente ese toque irónico que habita en el talento que algunos poseen. En nuestra historia, Johnny es una persona común, mirado de lejos es uno más en el montón, hasta que ejecuta el saxo y se funde con la música rebasando lo preestablecido. Sin embargo, fuera del jazz, Johnny es capaz de confesar “la verdad es que no comprendo nada. Lo único que hago es darme cuenta de que hay algo.”, pues el músico padece de lo que E. Bleuler denominó esquizofrenia, patología caracterizada por un distanciamiento de la realidad. De manera que Johnny percibe, o cree percibir cosas que los demás no pueden; puede estar en una sala de grabación y darse cuenta que está tocando lo mismo que tocó mañana, o caminar por un parque y ver urnas sobre la tierra, y lo que percibe le ocurre, y vive con eso, más allá de que le aplaudan a rabiar.

En estas circunstancias es que Johnny respira sus días, ensayando animado por un traje nuevo antes de presentarse al público, interrumpiendo sesiones de grabación simplemente porque no está con ganas, prendiéndole fuego a su departamento, tocando el rostro de su amigo desde la camilla de un hospital, y preguntando después si es que no lo ha echado todo demasiado a perder. Y es en estas circunstancias en la que su entorno le sigue y hasta le acompaña, tolerando y olvidando sus acciones que se salen de lo normal, pero, detalle gigantesco, esto por una suerte de balance entre lo desastroso de ciertos comportamientos, y lo esplendoroso de su talento cuando lo manifiesta en la música. En este punto volvamos a la balanza, pues, si bien Johnny tiene un talento tan precioso que es capaz de generar un entorno íntimo de fieles seguidores, se trata de un entorno carente de irracionalidad, carente por completo de desinterés. Lo que tiene de talento y es parte de su ser, atrae más de lo que tiene de esquizofrénico y que también es parte de su ser, y lo primero pesa más, y el entorno lo sabe y lo acepta, pues negar lo primero “Sería como vivir sujeto a un pararrayos en plena tormenta y creer que no va a pasar nada”.

Quien da cuenta de todo esto es Bruno, el cual es el que más logra acercarse a los perturbados razonamientos del saxofonista. Por otra parte, Bruno ha escrito un libro sobre la música de Johnny y el nuevo estilo de la postguerra, y sabe muy bien que “Johnny ha pasado por el jazz como una mano que da vuelta la hoja, y se acabó”, al tiempo que también sabe los otros aspectos. De esta manera Bruno transcurre entre su libro (que se convierte en éxito), en el que exalta el estilo del músico, pero en el que guarda silencio respecto de su patología, y de cualquier otra referencia biográfica que pudiera resultar negativa para la imagen de Johnny, pero no por un afecto incondicional, ni por una decidida imparcialidad, sino simplemente porque hacerlo no ayudaría a las ventas del libro. Sin embargo, Bruno vive también su propio infierno, pues aunque su obrar es egoísta, no está desierto de cariño, y esto lo lleva a una lucha interna entre la pasión por el arte mismo, el afecto por quien lo desarrolla, y la tarea de crítico de por medio, en donde su racionalidad le vuelve también, y por sobre todo, crítico de sí mismo y de su realidad, cuando la misma implica a un tiempo todas estas variables.

La de Johnny Carter es la historia de un artista excepcional y renovador – “En su caso el deseo se antepone al placer y lo frustra, porque el deseo le exige avanzar, buscar, negando por adelantado los encuentros fáciles del jazz tradicional” – rodeado de quienes no lo son, en donde el autor, valiéndose del aliento narrativo que lo caracteriza, logra imponer intensidad y densidad, al dibujar personajes que se salen de lo común y corriente, como muchos que viven muy ligados a alguna forma de manifestación artística. Por otra parte, y aquí lo más resaltante del libro, Cortázar no se limita a la exposición de un relato, sino que propone una revisión respecto de la conducta crítica respecto del arte primero, y un análisis de la conducta moral general después, cuestiones que ya las ha tratado en otras obras, por supuesto, pero que en esta adquieren un brillo superlativo, pues, sin cerrarle la puerta al lector que busca entretenimiento, con precisiones técnicas que pudieran resultar irrelevantes, no deja de ofrecer su discurso desde el tono de quien conoce ampliamente lo que dice. El perseguidor es un libro recomendado para quienes ya se han iniciado en el doloroso camino del arte, pues hallarán el porqué de una premisa inicial “Sé fiel hasta la muerte”. Apocalipsis, 2, 10.

El brillo en la mirada (sexta entrega) Por Eva Lucía Armas & Gavrí Akhenazi

Capítulo 9

Histeria colectiva

Por Gavrí Akhenazi

Imagen by Stefan Keller


La nombraban «Oculta».

Porque no tenía alma, según se decía, le resultaba fácil comunicarse con los espíritus de todo tipo, buenos y malos, sin correr peligro de fallar en sus trabajos. No cedía a ninguna de las dos tentaciones y por eso sus conjuros eran los más efectivos de la zona.

Hasta el cura había ido a consultarla una vez, tantísimos años antes, para que lo asesorara sobre como combatir al Demonio, porque sus artes sacras no le daban el resultado esperado en la batalla. Y el Demonio aquel se le estaba empezando a transformar en ángel, con la ayuda de la superchería de la gente. Y lo demonizaba a él, quitándole los menesteres de Dios, como eso de la ayuda, el amor al prójimo, el pronto consuelo y algún que otro milagro inoportuno.

La Oculta lo había mirado con sus raros ojos de lechuza y le había contestado simplemente : «Porque Juan Luis Irala no es un diablo, Monseñor».

Con este nuevo Irala, la bruja no estaba tan segura . Así que miró a Monseñor, de nuevo ahí con la misma cantinela, con un gesto que develaba su estado de duda.

-—¿O sea que es un demonio? —preguntó el cura.
—No lo aseguraría —replicó La Oculta— Le tiene a Monseñor muy alborotada la grey… —se burló después, acariciando el aire— Y todo lo que vendrá, que Monseñor ni espera.

—¿Algo que me puedas decir?

Ella arrojó sus runas sobre el polvo, dentro del círculo mágico y cantó un canto de esos del Demonio. Mientras lo hacía, observó que el cura no se persignaba ni aferraba el crucifijo, así que pensó que entre demonios todos se entienden y Dios sobra en estas cuestiones tan prácticas.

—Uno por uno…ninguno —murmuró La Oculta, más alegre que tétrica, mientras su boca mostraba la lengua filante, recorriendo los labios como si se saboreara con la agorería.

Por el pueblo, los rumores corrían hacia abajo y hacia arriba como un reguero de pólvora, que iba quemando cosas sin detenerse.
De Irala, entre lo que se inventaba y lo que él mismo impedía que se inventara porque lo hacía explícitamente, cualquier cura en su sano oficio habría dicho que le tocaba el Diablo por vecino. Más aún, con las cosas que tenía que escuchar en el confesionario, de las atribuladas damas a las que «el íncubo» les ponía sus ojos.

Pero eso no lo preocupaba tanto. Con alguna cosa tenía que matizar tanta confesión meliflua. Lo que verdaderamente le preocupaba eran las astucias negociadoras de Irala, cuya influencia sobre Fausto Mirándola se hacía cada vez más perjudicialmente notable.

—Por supuesto que si pone en mi mesa un pago en efectivo que ninguno de ustedes es capaz de epatar, voy a venderle a él hasta mi alma —se había excusado, cuando le reclamaron en el cónclave de los poderosos, la liviandad con que había soltado la hipoteca de Huberto de León.

Enseguida se defendió diciendo que todos le habían dado vueltas para comprarla, y que como Huberto no la pagaba en término y siempre venía con temas de prórroga, él no tuvo más remedio que ejecutarla si quería resarcirse. Entonces, oportunamente, llegó Irala y le acomodó el precio completo, comprándola para sí, porque según le dijo, los campos eran colindantes y él tenía toda la intención de agrandar su propiedad hacia los ojos de agua que Huberto poseía.

Le pareció a don Fausto por demás de razonable la actitud de Irala y ya que, veladamente, le había ofrecido la venta, no rechazó la compra que el otro le esparcía encima de su escritorio.

También veía con buenos ojos el poder acomodar a la mayor de sus hijas a la masculina tentación de Irala, porque se le estaba pasando la edad del compromiso y estaba entrando en la de los santos.

El tipo demostraba aunque no demasiado interés, casi el necesario como para llevarse el premio, porque al fin y al cabo, tendría una mujer para atenderlo y llevarle la casa adelante, que Eleuteria no le iba a durar para siempre con lo vieja que era ya. Entonces, qué mejor que asegurarse una mujer con un apellido y un futuro pecuniario de considerables proporciones. Tanto como el que don Fausto Mirándola se aseguraba, consiguiéndose al Irala como yerno.

—Divide y reinarás —murmuró el cura, mientras La Oculta sonreía.
—No Monseñor. El mensaje no es ese —murmuró la voz húmeda de la bruja, mientras ella se mojaba los labios otra vez con la lengua.
—Tendremos que repetir lo de Juan Luis. Malditos todos estos malditos Iralas. No se cansan nunca. A éste no me lo esperaba. Pensé que Francisco había dado buena cuenta de él, tal como le aconsejé.

La bruja echó de nuevo las runas sobre el suelo dentro del círculo.

—Yo no lo intentaría de ser usted, Monseñor —murmuró, señalando las piedras con los dedos.


Capítulo 10

Historia sobre historias cruzadas

Por Eva Lucía Armas

Otoño by Kushen Rustamov

Cuando llegó la noticia de la muerte de don Ferdinando Ibarguren y de su esposa, la beata Matricia, no pude menos que recordar la muerte de Eustaquio Ocaña. Y me corrió un escalofrío.

En mi casa estaban alarmados por lo sucedido y hablaban en voz baja sobre qué cosa pudo llevar a don Ferdinando a vaciar una pistola en su mujer y luego «volarse la tapa de los sesos» según decía mi padre.

A la tía Felicitas, que seguía cosiendo el vestido de Josefina, la preocupaba el hecho de que el párroco no iba a querer enterrar al muerto en el campo santo, por haberse quitado la vida, cosa que solamente puede hacer Dios y «habrá que cavarle una tumba por ahí».

Una tumba por ahí, como la que le cavó Irala a Eustaquio.

Ahora, don Ferdinando estaba tan muerto como Eustaquio y doña Matricia como la mujer de Eustaquio.

Mi madre dijo enseguida que ella no iba a ir al velorio, porque ni velorio se merecía don Ferdinando. «Era muy mala gente» agregó, pese a la mirada de reconvención de mi padre, antes de irse del salón.

La tía Felicitas, que había dejado el vestido de Josefina, volvió a decir lo de «la tumba por ahí» y agregó, cuando se fue mi padre a vestirse los negros «Y si el cura supiera… tampoco la haría enterrar a ella…»

La exclamación de «¡¿supiera qué?!» , acorraló a la tía contra un sillón, mientras mis hermanas y yo avanzábamos sobre ella que siempre sabía algo más que nadie más sabía.

Habrá sido que doña Matricia se lo contó entre jaculatorias, porque le pareció más confiable confesarse con Felicitas que con el cura mismo o porque mi tía en realidad tenía el don de la adivinación. Se excusó diciendo que no eran cosas que niñas decentes debieran saber. Pero contar chismes era su eterna debilidad, así que con un poco de presión por parte de Bernardina, cuyo único interés fue siempre agregar más capítulos a novelas de amor complicadísimas, soltó la lengua.

Nos acomodamos veloces a su alrededor en los sillones.

—Además… lo sabe todo el pueblo —dijo la tía, como si aquello sirviera de excusa a la infidencia que estaba por cometer y que, al ser voz popular los sucesos, era lo mismo que fueran la voz de Dios— Matricia… tan discreta, tan severa y tan santa como se la veía… tenía un amante… —aseguró, en voz baja, mientras todas arrimábamos la cabeza como confabulando.

Hubo exclamaciones sofocadas. Y la tía se despachó con tantos detalles, que no pareció la tía. Se olvidó, en su afán por relatarnos todos los pormenores que la misma Matricia le había relatado, de que ella era la custodia del recato y nosotras, sus sobrinas.

La relación de la señora Matricia, fue de una fogosidad descomunal y de una desvergüenza inapelable y en el relato de la tía, pareció aún más arrebatada y loca.

Conocía tantos detalles de la intimidad de doña Matricia y su amante, que nos asombró que no supiera el nombre de él. Fue un secreto que la beata no le reveló. El único que estaba ajeno a la cuestión era don Ferdinando, porque la relación era cosa pública para los criados de la casa que no dudaron en desparramarla entre otros criados, de modo que todas las orejas, menos la del marido, escucharon un poco de las cosas que le hacía el amante a la beata y que según mi tía «sólo se les pueden contar a las casadas, aunque ni los casados hacen todas esas porquerías…» ¡Cómo si la tía Felicitas supiera!

Mientras la tía hablaba, yo pensaba en como Daniel separaba los labios para besarme, como inclinaba sus ojos, como sus manos se afirmaban gravitando sobre mis senos, como se pegaba su cadera a la mía y su pecho a mi pecho y su aliento a mi aliento.

No quería buscarlo. No quería andarle detrás ni hacer que no había dicho lo de Genara, aunque la tía Felicitas se había encargado de confirmarme que no era cierto que Irala estuviera pretendiendo a la hija de don Fausto y de dónde había sacado yo semejante cuento. «Todavía dijeras de las demás, pero no con Genara», había agregado, para ponerme contenta.

De cualquier manera, me martillaba en el tímpano eso de «mis hembras» y no me dejaba en paz. Martillaba más eso que lo mucho que yo le importaba. Cuestión de inexperiencia, supongo, para manejar sentimientos tan contundentes.

Bernardina quería saber cómo era el hombre en cuestión. No fuera que se le hubiera pasado el príncipe azul para enredarse con Matricia. O quizás, para comparar como eran los príncipes azules de otras y no ser tan exigente con el suyo.

La tía Felicitas le hizo un buen retrato. Podría haber sido cualquier mozo de cuadra de los tantos que había. La cuestión es que éste tenía dotes particulares que habían arrastrado a la beata a la perdición y ahora estaba bien muerta.

Nos fuimos al velorio, por esa cuestión de los compadres. Mi madre, por obediente o cediendo a la rogativa de mi padre para el que los velorios son un tedio infernal en el que no le gusta estar solo, vino con nosotros.

De Matricia y su amante, era de lo único que se hablaba en el corrillo.

—Ves, Milagros, por qué es mejor vivir lejos del pueblo —dijo mi padre a mi madre. Todos intentaban contarle los mil y un detalles.

Genara estaba también entre el tumulto del último adiós. Era la última persona que yo deseaba ver, pero era una de las que más detalles sabían sobre lo sucedido. No en vano viven jardín por medio y ella se la pasa con la nariz en la ventana, ya que no tiene otra cosa para ocuparse.

Salimos al patio, donde no hubiera ese olor a flores descompuestas y donde no se oyera el coro de las viejas de negro que lloriqueaban junto a los dos ataúdes de lujo y sus mortajas de seda y puntilla.

Ni Eustaquio ni su mujer habían tenido lágrimas por ellos. A Paula, Eustaquio la enterró solo. Para Daniel, enterrar a Eustaquio fue una diligencia. Sí, lo puso mal enterrar al niño.

Estuvo callado mucho tiempo junto a la tumba, con los ojos fijos en la cruz que Eleuteria le había hecho con dos maderitas. Le habían puesto de nombre Nazario pero no alcanzaron ni a nombrarlo. Tampoco tuvo lágrimas. Daniel no llora. Y Eleuteria llora mucho, así que lágrimas particulares para Nazario, no sé si hubo.

En cambio, alrededor de los féretros de los Ibarguren, todos vertían sus lagrimones de cocodrilo y ponderaban su paso por la vida, como si nadie supiera cual era la calaña de don Ferdinando y ahora, hubiera salido a la luz también la de su mujer.

Genara se sentó en el borde de la fuente que estaba en medio de los patios. Yo quedé de pie, con el viento del otoño en el cabello.

Me dijo que don Ferdinando estuvo espiando todo el tiempo lo que hacían doña Matricia y el amante. Que los gritos de placer de ella se escuchaban «hasta mi casa». Que a veces lo hacían «aquí mismo, en los patios, a la vista de todos… aquí, sobre la fuente… desnudos ¡te imaginas!…como si fueran gatos…»

Yo no me lo imaginaba.

-—¿Tú los viste? —pregunté al fin, suponiendo que eso la autorizaba a ella a contarme más cosas y no abandonar todo a que me lo imaginara. Me dijo que por culpa de las tapias no se puede ver, porque están las enredaderas grandes «y si me trepaba, me enganchaba el vestido», pero se podía oír.

«Fue para los fines del verano que empezaron…» Y agregó que el amante no era del pueblo, que debe ser un empleado de alguno «de ustedes« o sea de los campos, porque no era fino de hablar, sino que tenía modismos bruscos, como los cerriles. Luego dijo que estaban todavía juntos cuando entró don Ferdinando y que él se alcanzó a escapar, saltando por los techos hacia lo de don Fausto. “Todavía hay gotas de sangre en el pasto de los jardines de atrás» me dijo Genara, con lo que inferí que había recibido un balazo el amante también y que si no habían hallado al muerto tirado por ahí, no demorarían en hacerlo.
«Luego de los disparos… yo escuché el caballo que salía al galope» terminó de narrar Genara.

Le pregunté como andaba su asunto con Irala.

Evidentemente no quería hablar mucho de eso, porque se levantó de la fuente y se puso a caminar hacia el final del patio, donde estaba el tronco de la enredadera. «¡Mira… Luisi… hay sangre aquí!» me llamó.

Yo me acerqué a donde Genara señalaba. Efectivamente, había sangre seca sobre las lozas, en el tronco y patinando la tapia. La herida del amante era una buena herida también por la cantidad de sangre derramada en la huída.

—Supongo que se lo tiene merecido —dijo Cayetana, por detrás de nosotras, que mirábamos los restos del romance.

—El que se lo tiene merecido es don Ferdinando —dije yo a mi vez.

—A eso me refiero… —corroboró Cayetana y luego hizo un gesto de asco señalando la sangre— Le tocó en carne propia todo lo que le hizo a otros. Lo peor para él debe haber sido la humillación pública de ser el último en enterarse. No lo soportó, por eso se disparó.

—¿Tú crees? —pregunté.

—A él lo ponía poderoso el temor que nos metía a todos. Por una cosa o por otra, todos sabían que no había que enfrentarse a don Ferdinando, si no querías acabar muy mal. Una persona con tanto poder, burlada en su propia cama, en su propio dormitorio, por su propia mujer… con un mozo de cuadra… No hay orgullo que resista —comentó Genara.

—¡Qué arriesgado el amante, también! —exclamé yo— Si lo llegaba a pescar vivo… acabaría hecho carne molida ¿no creen? Yo hubiera esperado para pillarlo y luego sí, cuando los tuviera a los dos, cobrarme la trastada muy bien cobrada. Ya vería si me suicido o sí quedo en la historia como más terrorífico que antes, porque…

—Ya sé… Colgarías las cabezas de los traidores a la entrada de tu casa…—me interrumpió Cayetana.

Genara dijo ¡puajjjjj! Y como su madre la llamaba, regresó a la capilla ardiente con las flores, las velas y las lloronas.

Cayetana la siguió, argumentando que hacía mucho frío en los patios y que le daba impresión ver la sangre manchando todo.

—Estás malherido, muchacho valiente… —murmuré, porque requería de valor elegir a la esposa del ogro, vulnerar sus severos muros morales, (porque doña Matricia digan ahora lo que digan, podría haber sido monja de clausura), meterse en la madriguera y ganar la presa en el territorio del enemigo, considerando quién era el dueño de la presa.

Don Ferdinando no tenía piedad. Era de una perversidad malsana que lo llevaba a destruir a sus enemigos de una forma despiadada y brutal. Y éste, lo había destruido a él con una simplicidad aterradora.

—O eres un verdadero idiota —agregué.

El brillo en la rama baja de la enredadera, destelló un instante. Lo busqué con los ojos. Estuve un rato rondando, hasta que el viento volvió a mover lo que brillaba. Era una cadena cortada, seguramente arrancada en la huída, de la que pendía una especie de relicario.

Me trepé a la planta y alcancé a tomarla estirando los dedos cuanto más pude. La sentí, deslizando sobre mi palma y la encerré en ella, mientras me bajaba.

Josefina, al pie de la enredadera, me miraba con su eterna cara de «siempre serás la vergüenza de la familia».

—¡Puedes comportarte con normalidad!.. Estamos en un velorio y tus andas subiéndote a los árboles para espiar el patio de los vecinos —me retó, enfurecida, mientras yo metía el relicario en uno de los bolsillos del abrigo y bajaba la cabeza para seguirla al interior de la casa.

La pausa o cesura

Por Morgana de Palacios

PAUSA:

El DRAE define la pausa como: un silencio de duración variable que delimita un grupo fónico o una oración.

Las pausas influyen en el ritmo del verso. No sólo son importantes para la perfecta declamación, sino también para dar cadencia, énfasis, o cualquier otro sentimiento que se quiera reflejar con la utilización de las pausas, apoyándose en ellas la modulación de la voz. Si coinciden la pausa necesaria para la declamación y la pausa sintáctica, el verso será más melodioso y natural. Las pausas por razones sintácticas son: fin de oración, vocativo intercalado, oración adjetiva explicativa, algunas subordinadas oracionales, hipérbaton, y otras.

CLASIFICACIÓN DE LAS PAUSAS:

Pausa gramatical: La producida por los signos de puntuación y por la sintaxis.
Pausa versal: La que se hace al final de cada verso.

Sin embargo, cuando al final del verso no hay un signo ortográfico (coma, punto, punto y coma) no suele hacerse la pausa versal, excepto si el verso termine en vocal y el siguiente comience por vocal, con el fin de evitar la sinalefa. Igualmente no se origina pausa versal en el caso de encabalgamiento, que se produce cuando la frase concluye en el verso siguiente. El estudio del encabalgamiento se hará al final de la clasificación de las pausas. Ejemplo:

Eres mi faro y guía,

mi asidero, mi roca,

madre eterna y amiga

que mi olvido perdona,

tu mano en mis espinas

es caricia de alondra.


Se hace una pausa después de todas las palabras finales de cada verso. Si la palabra espinas del penúltimo verso fuera espina, en singular, la pausa sería más necesaria para no formar sinalefa con la vocal inicial del siguiente verso.

Pausa interna: Es la pausa que se produce en el interior del verso.

Los versos no llevan siempre pausa interna, si la contienen se denominan versos pausados, y si no la contienen, versos impausados. La pausa interna no rompe la sinalefa. Ejemplo:

Eres mi faro y guía,

mi asidero, mi roca,

El segundo verso lleva una pausa interna señalada por el signo ortográfico correspondiente. Otro ejemplo:

Cuando todo termine, en el final

que lleve hasta los límites la espera

de un próximo horizonte,

y tristeza, abandono, desamparo,

acompañen los últimos momentos;

En el primer verso hay una pausa señalada por la coma, sin embargo no se destruye la sinalefa, «ne-en», el verso tiene 11 sílabas métricas. El segundo verso es también de 11 sílabas, con dos sinalefas, «ve-has» «la-es». El tercer verso tiene 7 sílabas métricas, con una sinalefa, «mo-ho». El cuarto verso lleva dos pausas señaladas por el signo ortográfico, en la primera pausa se produce sinalefa, «za-a».

Pausa estrófica: La que se realiza al final de cada estrofa.

Ejemplo:

La caricia del mar vuelve a tu playa,
regresa del desierto a Galilea,

donde habitas, María, en tu atalaya.

Su visita enardece la marea
maternal de tu cálida dulzura

que en abrazos de espuma se recrea.

Trae la brisa apacible de la altura,
la sal de su oceánica mirada,
te invade su oleaje de ternura.

Al final de cada terceto se hace una pausa mayor que al final de cada verso.

Pausa media o cesura: La que se sitúa en el interior del verso y se repite en la misma sílaba de cada verso, sin cortar las palabras, separando un grupo de palabras del verso de otro grupo de palabras del mismo verso.

La cesura se produce en versos largos, los versos de hasta nueve sílabas se pronuncian fácilmente sin descansar, pero los de nueve sílabas en adelante necesitan una pausa, dividiéndolos en dos grupos. Si estos dos grupos contienen el mismo número de sílabas, son llamados hemistiquios; si no contienen el mismo número de sílabas, se denominan heterostiquios. El cómputo silábico de los hemistiquios sigue las reglas del aplicado a los versos independientes, tanto en cuanto al acento final, como a los acentos interiores. Nunca se produce la sinalefa entre la sílaba final del primer hemistiquio y la primera sílaba del segundo, pues el final de cada hemistiquio recibe el mismo tratamiento métrico que el final de verso. La cesura es un recurso poético que da carácter al verso, y recibe diversos nombres, por ejemplo la cesura del decasílabo dividiéndolo en dos hemistiquios de cinco sílabas, se denomina cesura épica; si lo divide en heterostiquios de 4 y 6 sílabas, siendo el primero llano u oxítono, se denomina cesura lírica, etc.

Ejemplo de hemistiquio:

Quiero conocer/ mis exactos límites
más allá del cuerpo,/ la mente y la tierra,
romper la ansiedad/ por lo inaccesible,
sentir la alegría/ de la Nochebuena.

Quiero amor y paz/ sobre mi arrecife,
la luz de la estrella/ brillando en mi vértice,
saber que soy lúcido,/ inmortal y libre
y sentir la dicha/ de ser inocente.

Los versos de esta estrofa son dodecasílabos métricos. Están formados por dos hemistiquios de 6 sílabas métricas.

A cada hemistiquio se aplica las reglas del cómputo silábico de los versos simples.

Analizando cada verso, tenemos:

En el primer verso, el primer hemistiquio termina en palabra aguda, «conocer», se cuenta una sílaba más, son 5 sílabas gramaticales y 6 sílabas métricas. El segundo hemistiquio termina en palabra esdrújula, «límites», se cuenta una sílaba menos, gramaticalmente tiene 7 y métricamente, 6.

En el segundo verso los dos hemistiquios son llanos.

En el tercer verso, el primer hemistiquio es agudo, por lo que se cuenta una sílaba más. El segundo hemistiquio es llano.

En el cuarto verso los dos hemistiquios son llanos.

En el quinto verso el primer hemistiquio termina en palabra aguda, por lo que se cuenta una sílaba más. El segundo hemistiquio es llano.

En el sexto verso el primer hemistiquio es llano. El segundo hemistiquio termina en palabra esdrújula, por lo que se cuenta una sílaba menos.

En el séptimo verso el primer hemistiquio es esdrújulo, por lo que se cuenta una sílaba menos. La palabra final de este hemistiquio termina en vocal «o», la primera palabra del hemistiquio siguiente comienza por vocal «i», pero como están separadas por un hemistiquio no se produce sinalefa. El segundo hemistiquio es llano.

En el octavo verso los dos hemistiquios son llanos.

Braquistiquio: Se produce el braquistiquio cuando entre dos pausas hay de una a cuatro sílabas, normalmente entre la pausa final del verso o pausa versal, y una pausa interior del verso siguiente, en este caso también recibe el nombre de hemistiquio corto.

El braquistiquio puede formar un verso bisílabo o tetrasílabo, quedando entre dos pausas versales. Es un recurso poético para dar énfasis a determinadas palabras, separándolas del resto por dos pausas que producen una elevación del tono.

Ejemplo:

cubren con una tela fina y blanca,
el sudario. Te vence el desconsuelo

El braquistiquio tiene lugar en «el sudario», 4 sílabas entre la pausa final del verso anterior y la pausa morfosintáctica.

Encabalgamiento: Se produce encabalgamiento cuando la oración de un verso termina en parte del verso siguiente, es decir, cuando una pausa versal no coincide con una pausa morfosintáctica.

Hay partes de la oración que tienen que ser pronunciadas sin pausa en su interior, son los sirremas. Los sirremas del idioma español son:

Sustantivo con adjetivo o viceversa: cielo azul
Sustantivo con complemento determinativo: flor de azahar
Verbo con adverbio o viceversa: estudia mucho
El pronombre átono con la palabra correspondiente: su elefante
La preposición con el elemento correspondiente: con afecto
La conjunción con el elemento correspondiente: ni Juan
El artículo con el elemento correspondiente: la casa
Tiempos compuestos de los verbos o perífrasis verbales: dejó de estudiar
Palabras que llevan delante una preposición: va de juerga
Las oraciones adjetivas especificativas: las personas que vinieron
El verso en el que comienza el encabalgamiento, se llama verso encabalgante, y el verso que lo continúa, verso encabalgado.

Clases de encabalgamiento:

En relación con el tipo de verso:

Versal: si se produce al final del verso y continúa en el verso siguiente.

Ejemplo:

El hijo que Isabel espera ansiosa
afirma, desde el seno, la existencia
del Mesías, que en tu interior reposa.

Medial: si se produce coincidiendo con la cesura en un verso compuesto.

Ejemplo:

son las huellas del tiempo / escribiendo un destino
de noches de azabache / y mañanas de tul.

En relación con la unidad que escinde:

Léxico: Si la pausa versal divide la palabra entre el verso encabalgante y el encabalgado, poniéndose un guión para reflejar la división de la palabra.

Ejemplo:

Y mientras miserable-
mente se están los otros abrasando
con sed insacïable
del no durable mando,
tendido yo a la sombra esté cantando.


(Fray Luis de León)

Sirremático: Si la pausa se produce en el interior de un sirrema.

Ejemplo:

Isabel, por milagro, va a ser madre
del Precursor, profeta del Altísimo.

El encabalgamiento sirremático es: va a ser madre del Precursor

Oracional: Si se produce dividiendo una oración adjetiva especificativa.

Ejemplo:

Isabel, por milagro, va a ser madre
del Precursor, profeta del Altísimo
que mostrará el sendero del perdón.

El encabalgamiento oracional es: profeta del altísimo que mostrará el sendero del perdón.

Otro ejemplo:

Tú, María, adelantas la verdad
que viene a revelar tu hijo, el Mesías,

En relación con la longitud del verso encabalgado:

Abrupto: Si el encabalgamiento finaliza antes de la quinta sílaba del verso encabalgado. Este encabalgamiento proporciona dinamismo al verso, intensifica el tono de las palabras encabalgadas.

Ejemplo:

El hijo que Isabel espera ansiosa
afirma, desde el seno, la existencia
del Mesías, que en tu interior reposa.

Suave: si el encabalgamiento finaliza después de la quinta sílaba del verso encabalgado. Aporta suavidad, serenidad, a la expresión de la frase.

Ejemplo:

Tú, María, adelantas la verdad
que viene a revelar tu hijo, el Mesías,

El encabalgamiento produce subida o descenso del tono del verso. Es un recurso poético para dar más musicalidad a la declamación, más variedad de tonos, haciendo que el verso no sea monótono.

La escandalosa metáfora

Por Gavrí Akhenazi

«La atención del lector es atraída por estos pequeños escándalos semánticos». (Dubois, 1970)

La metáfora podría definirse como un fenómeno semiótico literario donde el sentido llamado «literal», o sea, el uso habitual de una palabra o el significado de la misma que encontramos en el diccionario, sufre una mutación o un tránsito desde el sentido propio hacia otro no ya «literal», sino profundo.

Cuando la metáfora es simple, se encuentra formando parte de una frase en la que sólo algunas palabras son «metafóricas» o no literales y el resto cumple una función complementaria «no metafórica».

La metáfora en sí es un fenómeno contextual, ya que el movimiento que se da entre el significado literal y el no literal de las palabras establecidas como metafóricas, resulta de la interacción de éstas con el resto que compone el enunciado.

Otras formas para definir la situación metafórica dentro de un contexto, aluden a que deben existir relaciones sintácticas tales que afirmen algo «imposible» siempre y cuando las palabras empleadas signifiquen lo que por uso significan habitualmente o que, entre el pasaje metafórico en cuestión y su contexto o sea, aquello en lo que está incluído, se genere una situación sintáctica o semántica que los defina como incompatibles.

En este caso, el sentido primero del pasaje metafórico parece resultar no pertinente o no concordante con su contexto y por eso, es el segundo, el «no literal» del que hablaba al comienzo, el que devuelve a la construcción su pertenencia o subsana la desviación creada por el abandono del sentido literal.

Toda metáfora se compone al menos de dos elementos básicos: textual y no textual, ya que la metáfora no es otra cosa que un acoplamiento anómalo entre sentidos, que puede verse como un «salto» alterador del patrón predecible dentro del fraseo. O sea que la anomalía semántica que provoca se produce cuando una palabra es empleada contra las normas aceptadas para su uso corriente.

En general, el sintagma metafórico es facilmente identificable, ya que representa una distorsión en la linealidad léxica en la que queda patente la existencia de dos significantes (ya hablamos de lo que es un significante en otro artículo) que no se identifican con sus significados.

La relación entre el significado sustituyente y su sustituído, establece la relación de la que hablé al comienzo entre lo literal (concepto superficial del lexema) y lo no literal (concepto profundo que entraña la palabra distorsiva).

La metáfora, entonces, se compone de un «foco», constituido por la palabra que se utiliza metafóricamente y un «marco», representado por los demás componentes de la frase en la que esa palabra o sintagma se integra. Por lo tanto, muchas veces encontramos que la variación semántica aplicada a la palabra foco, debe llevar necesariamente un acompañamiento acorde dentro del fraseo marco.

La estructura predicativa «marco» puede ser explícita o estar implícita en lo que se dice del foco, si este resulta coincidir con el sujeto gramatical.

La predicación metafórica, por tanto, lo que produce es una ruptura de la isotopía en la frase, ya que altera el acoplamiento de los campos semánticos que dan un significado homogéneo al texto.

Existe una amplia gama de modelos metafóricos pero en general, todos se basan en que se sustituya el significado literal de una palabra o palabras para quebrar la isotopía de una frase, situación que es revertida al mismo tiempo por el significado profundo (del cuál ya hablé) atribuído a esas mismas palabras y que es capaz de restituir dicha isotopía como un enunciado coherente. O sea, la frase tiene un sentido literal aparentemente desacomodado y al que el sentido profundo acomoda con una resignificación o significado nuevo y legítimo desde lo inteligible y esto aporta, por tanto, un mayor grado de riqueza expresiva.

Dentro de la metáfora encontramos, pues, los simbolismos y las alegorías como elementos resginficantes de la literalidad.

Isabel Reyes Elena – España

Prosas escogidas

Imagen by Majaranda

Niñalondra

A niñalondra se le transparenta el alma por el cristal de los espejos. La porcelana florecida de su cara es igual que un pecado luminoso, y de ella se puede esperar un corazón de niña-mujer como para sacar los colores a cualquiera. Como en esta tierra el verde es abundante, a su cara le dio por ser un paraíso, música desvestida y un mohín en la boca en espera del hombre que la cubra de ternura.

Si la miras te darás cuenta de que su cuerpo de hembra abarcadora se dirige hacia el edén de Proust recordándole a la memoria el tiempo desandado, como si se pusieran entre paréntesis las grietas del pan y el resfriado del viento en las esquinas, y desearan los sueños besarla en los labios con todo el sofocón de la canícula.

Al principio fue la locura. Luego llegó la luz. Hoy es un sol rodando incólume hacia un atardecer que encela al horizonte. Todo se lo debe al horóscopo desabrochado de haber nacido en esta tierra donde las lluvias son interminables. Por eso un rostro como el suyo muestra la boca de colegial que se hubiera soltado, al fin, de la mano de su madre.

Su perfil es como un madrugón de manzana. Todo su rostro un bosque que arde. Pura lírica pues.


El fotógrafo

Solía venir días antes de las fiestas del barrio, cuando las tardes ya se acortan y baja el aire fresco de la sierra de Guadarrama. Montaba sus bártulos a la entrada de la feria: un mural grande en el que se veía el océano azul y unas montañas altas y rojas, muchos sombreros y un caballete de cartón. Todo un poquito teatral.

No me saque usted de alma entera señor fotógrafo. Luego mi mujer en menos de un diostesalvemaría ve lo que soy y lo que no. Se planta uno delante de ese cacharro y nos asusta usted con ese zas como de fuego vivo.

Es muy atrevido que te retraten. ¿Qué andas pensando tú cuando te quejas en el momento en que el fotógrafo esconde la cabeza detrás de esa tela tan rara colgada del trasto ese? ¿Querrá examinarte hasta el pensamiento?

La vida es un retrato: las cosas están puestas donde están y de pronto no se atina a saber lo que son, el meneo de los visillos de las ventanas, los ires y venires de la gente, lo que miras de reojo y lo que no. Después está la cara que pones delante del aparato, cómo y dónde colocas las manos. Te sacan un retrato de alma entera y luego lo revisan los hijos, la mujer, la cuñada, los suegros y hasta el querido de la vecina de enfrente. Venga hombre, retrataos vosotros.

Los vecinos caminan con mucho cuidado por las perspectivas de su paisaje. Saben que pisan la raya del horizonte y de ahí su preocupación por no escurrirse de la superficie de la bola del mundo.

Se lo repito, fotógrafo, sáqueme bien parecido. Después no habrá modo de agarrarme al cristal del horizonte.

Dejas que aprieten delante de ti el botón de la máquina diabólica y aparecen a todo color en el fondo de la cartulina los hombres que besaste en el puente de Segovia. Permitir que te retraten es un peligro: te observan de arriba a abajo los habituales del balcón del fisgoneo.

Lo que más preocupa por estos lugares son los espejos. Porque la tierra es un espejo circular que da vuelta a las cómodas dentro de casa, y fuera, a la luna de los escaparates. Todos cuantos van y vienen se paran para ver el alma y el espejo de los vecinos. Ésta es una galería de personas que son y no son lo que parecen. Sólo tramoya y cristalería: la boticaria, el pintor, el poeta y las antiguas alumnas de las franciscanas de Montpellier.

Así que cuidado con el retratista, tan curiosón él, todos los años de la feria. Aunque no está tan mal eso de hacerse un retrato siempre que salgas igual que eres.

Cualquier día te olvido, de Morgana de Palacios & Gavrí Akhenazi. (España-Israel)

Venga, despiértame, que aún dormida
me siento atravesada por un rejón de celos
y me mana, insustancial, la sangre
de la mordacidad
cuando aprieto los dientes del poema.

Dale, despiértame de una lúcida vez
que el sueño es un glaciar que se derrite
y va anegando todas las palabras
con que te voy pensando en el vacío.

Mejor despierta cuando cruja el aire
y se abra la tierra bajo el pie de una vida
usurpadora
contra la que no puedo competir
si me volatilizo entre las sábanas.

Mejor puesta de pie que levitando,
y con todas las luces encendidas
como hirvientes luciérnagas
para ver que te alejas tras los párpados
del más perfecto olvido,

y volver otra vez
porque me extrañas.

(MdP)

La vida te da celos como una amante negra
que se pierde en la sombra del camino
arrebujada y álgida
añadida
al edredón de luz que no estrenamos.

Como un manual de las conjugaciones
en tu boca se aupan
congoja y libertad, águila y aire,
y es el pulso del vientre que recita
la lucha desigual de lo lejano

y se acerca sin alas
como un grito.

Ya está despierta tu voluntad firme
y tu lengua que roza
estas pieles cristales en que todo
va en clave de utopía.

Estabas como yo,
huracanada y presa
en la sólida red del desconcierto
y mirabas el mar
y yo miraba el mar
y el abismo era esa cosa única
que nos volvía un espesor de niebla
y un alfabeto para maldecir.

Ahora estás despierta
y así, descomunal como una diosa rústica
que no quiere ser diosa
masticas el quebranto de este batracio roto
que ha ganado la luna
en una zambullida hacia tus ojos.

(G.A.)

Yo hago malabares con la vida
que me tocó vivir, no porque quiera,
sino porque me empuja y pendenciera
disfruta estando a punto de estampida.

Tú te la juegas como si perdida
para cualquier futuro ya estuviera,
y en África la muerte concediera
alguna bula extraña a tu caída.

Y pasa el tiempo y ambos nos hallamos
en una cuerda floja que tensamos
a fuerza de ignorar las realidades.

Si tú bajas las armas, yo me muero,
y si las bajo yo y te libero,
será un día de fiesta para el Hades.

Nunca estoy en los planes de la muerte
aunque hay gente «que muere» o que «se muere»
constantemente todo el puto día
proclamándose muerto o anecdótico
desmedido en sus cuitas.

Anda como el del cuento cierta gente
¡Ay Muerte!
¡ven a mi!
¡Ven a mí, Muerte!
¡Acaba mi desgracia, buena amiga!

Y guardan en botellas sus congojas
para beberlas en las romerías
donde se juntan a llorar, dolientes,
sus hondas y vastísimas heridas.

La muerte de verdad es otra cosa.
Acampa sobre Dios
y lo devora.

A veces pienso en vos como en el este
por donde se alza el sol
sobre mi vida.

Yo no quiero morirme a plazos cómodos
de dentro a fuera, suave y despacito,
sin darme cuenta apenas
de lo que voy dejando en el camino,
ni quiero estar tan ciega que no vea
quien salta mi cadáver sin ruído
y pretende apropiarse de mis sueños,
de mis voces, mis hombres y mis libros,
como si fuera un ente transparente
en mitad del vacío,
o la ingenua vestida de arrogancia
que nunca reconoce al enemigo.

Hay formas de ejercer la violencia
en las que no hace falta pegar gritos
y son las más usadas por las zorras
que buscan rotos en cualquier bolsillo
para colar sus manos de traumadas
y hacerse con la verga del vecino
como si no tuviera voz ni voto
ni nada que oponer el susodicho,
salvo caer rendido y en pelotas
cuando la zorra jale del hilito.

Yo no acoso a los hombres
en las trastiendas de los entredichos,
ni busco comprensión ni voy de víctima
ni murmuro de nadie, ni me afilo
las uñas en la piel de otras mujeres,
ni las tiro por tierra, ni las piso.

Será por eso que me enferma el alma
la oscura suavidad y hasta el sigilo,
con que se mueven las saltacadáveres
buscándole las grietas a mi nicho,
por deslizar su realidad viscosa
como si fuera un venenoso líquido.

Yo no quiero morir a plazos cómodos
como mueren algunas por lo escrito,
gordas polillas grises que sedientas
se pegan a un erótico botijo
que les dé agua por cualquier pitorro
y les aplaque el ansia y el instinto,
ni me voy a morir por lo bajinis
silenciando la voz de mi cuchillo.

De golpe moriré, cuando se caiga
mi último colmillo.
Y mientras tanto que se aten corto.
Ya sabes lo que digo.

¿Qué te pasa, mujer?¿Ay… qué te pasa
que subida en la pila de ladrillos
levantás los cuchillos carniceros
amenazando a tantos corderitos
y degollás a mano y a mansalva
las insaciables bocas del instinto?

¿Que te alzaste la flor de la canela
y no perdona nadie que así ha sido?
¿Que el ganso desplumado se te ha vuelto
un altivo bocón capitolino
y caen en picada las gaviotas
las avutardas y las estorninos?

¿Que le piden en matrimonio al perro
desdentado y sarnoso y malherido
por tus tifones y por tus caricias
que con cadena corta está contigo?

¿Que ese caballo rengo de tu cuadra
pasó a ser pura sangre de prestigio
y se pelean varias amazonas
por ver si le funcionan los testículos
y al fondo de sus ojos de laguna
pretenden ahogarse en sus abismos?

No sería más fiel si se entrenara.
No sería más fiel ni más amigo
ni más ganso, más perro, más caballo
si se entrenara más en tanto vicio.

Porque el ganso que es perro y es caballo
reconoce por sí a los espejismos
y no se cree amores fabulosos
ni calenturas varias ni – promiscuo –
juega un sádico juego de dos puntas
para satisfacer su ego maligno.

No en internet al menos, está claro,
desde que vos estás en su destino.

Puedo elegir
dónde empieza la rabia
a desmayar su grito de distancia,
dejando en la garganta una hendidura,
o escribir un poema para un hombre
que se ha dejado atrás
un lupanar de orquídeas petulantes y bellísimas
que le echan de menos desesperadamente,
y rozar con mi voz su madrugada
porque sienta el temblor de los vocablos,
y deje de pensar que algo en ti falla,
si te observa llorar ante el cristal.

Puedo elegir el odio
y revolverme en él como una bruja
preñada de sarcasmo.

(Razones no me iban a faltar//ya te vas a dar cuenta).

Pero esta noche fría de sábado invernal,
he optado por mirarte ahí sentado,
sereno y penumbroso,
rodeado de puertas muy azules,
sudando por los poros de la letra
todo el calor abrasador del día
y reencarnado en ti, una vez más,
tras la última muerte.

Elijo amar tu mano mutilada
que no ha dejado un día de acariciar mis ojos,
la ceniza y la llama de tu boca,
y hasta el golpe de gracia de tu risa violenta.

Puedo elegir y elijo
porque puedo.

Me estoy haciendo hombre, compañera.
Me estoy humanizando suavemente
conforme el sol se astilla entre mis ojos
y la vida se astilla clavándose en mis manos.

Me estoy haciendo hombre como un niño que crece
y empieza a ver el mundo
y empieza a ver, también, que no está solo
como cuando nacía de él la bestia.

Me estoy haciendo hombre paso a paso.

Recupero la pausa, la sonrisa
de vez en vez las ganas de abrazar se me escapan
y abrazo a mis amigos
y te abrazo.

Siento de vez en cuando una alegría
que se atora en mis dientes
y separa el mordisco para que nazca el canto.

Juego con cosas nimias, cosas simples,
como si recuperara privilegios
con los que no nací.

Me estoy haciendo hombre
porque el agua de la vitalidad y la armonía,
el agua curadora de tus ojos
ha conseguido cincelar la piedra
y darle forma al mundo de los vientos
y moldear mi cansancio en utopía.

Tu enorme mar paciente
ha tornado en guijarros mis murallas
para que llegue el sol a bendecirme.

No intento ser feliz. Ya no lo intento.
Más allá del amor, no existe nada,
y el amor tiene más de sufrimiento
que de felicidad esperanzada.

No dejo que me anule el pensamiento
si me veo en sus ojos reflejada,
o se me instala, suave, en la mirada,
levísimo vilano cara al viento.

Cruzo, entonces, las calles del reproche,
sin exigirle sombras a la noche
que disimulen la verdad desnuda.

Y me sucedes tú, laaaaaaaaaaaaargo y sin prisa,
de tan íntimo, extremo, con la risa
dinamitando el tiempo de la duda.

Y sin embargo, el tipo es insolente,
cínico a veces y otras despiadado
para con el amor, desarraigado
con torpeza tenaz. Incoherente.

El tipo siempre está como alunado
y sus conflictos, espontáneamente,
le brotan desde el sino malhadado
como un miasma de bronca maloliente.

Ya le cuesta vivir. Tanto en los ojos
le depreció la piel con los abrojos
que le pudren la lana al Vellocino.

Siempre va cuesta arriba en la pulseada
y además sabe que no cuesta nada
morirse sobre el borde de un camino.

Quizás si esa mujer no lo quisiera
no existiría su última quimera.

Quizás abre las puertas, lentamente,
para que pase
el quimérico viento que de noche
ulula su canción desesperada
por lo que llaman vida, durante un día o dos.

Cuando se harta al fin de su sonido,
cierra de golpe el alma y se recuesta
en su imaginación para el sarcasmo
y en el poder de tiro del cinismo,
mientras le tiemblan todas las metáforas
que deja de escribir
por miedo a disgregarse con demasiado ahínco.

Es casi inofensivo cuando evoca la muerte
como una costumbre cotidiana,
y aún así me vulnera
porque suele mirarme con sus ojos
y siempre está presente
asomada al balcón del hermetismo.

La mía, sin embargo, no me importa,
se me olvida a diario,
aunque me siga aullando como un perro.

Será que no la llevo de la mano
como a una novia oscura
de la que no se quiere prescindir
porque es mucho el placer que proporciona
cada vez que se fuerza contra el muro
de la resurrección emocional.

En los más asombrosos parecidos
aparece el matiz, la diferencia,
que nos convierte en únicos
con Eros y Thanatos.

Cualquier día me quedo cara al cielo
contándole al vigor de las estrellas
este apagarse calmo
este apagarse nómade del hambre
nómade de la sed y de las aritméticas sin dioses.

Me quedo cara al cielo, imaginando
una albada vital sobre tus hombros
y una oceanada recia en tus pupilas.

Se han hecho las estrellas para eso.

Me quedo cara al cielo en estas noches amplias
como las palmas amplias del ser del universo
y este reposo amplio donde viajan las nubes
que no llueven aquí.

Me quedo en las estrellas, suspendido del arca,
navegando la incógnita de tu cuello ligero
de tu garganta altiva de mascarón de proa
de tus pies en la nieve de tantísimas penas
y cenizas de barcos arrancados
a los puertos del ansia.

Quizás desde tu mundo el cielo es gris, distinto,
o de un azul distinto
pero en la noche puedo rememorar estrellas
en las que cuelgo cartas por alcanzarte algo
con la mano del alma.

Es un jadeo grave, sudoroso, caliente,
tu aliento en el latir pulsante de la noche,
transparencia atigrada que me observa acechante,
esquiva nebulosa malherida de soles.

No me pareces tú con la mirada puesta
en los astros del sur. No veo tu uniforme
ni tu lábaro, rojo de sangre coagulada,
ni el vapor que desprenden tus alados dragones
tras la dura batalla. No me pareces tú
ritualizando el verso como un sacerdote,
con la mística absorta en la altura infinita,
olvidado del ser miserable del hombre.

Yo no sé para qué se hicieron las estrellas
que en este invierno gris escatiman temblores,
pero sé para qué se ondulan tus palabras
y el enigma malévolo de tus ojos ladrones,
y el porqué de tus luces y el porqué de tus sombras
jugando al escondite sobre mis callejones.

A la exacta medida de mi boca alunada
levitas en mi aura sin tomar precauciones.

Rabioso a veces, con la noche informe
haciendo de pantalla a mis películas
la frescura se obstina en reducir el tiempo
a un colchón de cenizas.

Largas cenizas quedan y un mar ronco
del fiasco que es la boca de la vida
y se pierde en el hábito de una luz ojerosa
toda tu vocación de maravilla.

Tengo la dentadura inapetente
siempre el pecado pronto a buscar víctimas
y esta no saciedad y este tumulto
que me corroe aprisa.

Tus ojos para mí son buenos ojos
que con mirada angélica me miran
menos deforme en mis deformidades
en mis calamidades y desdichas.

Tu boca de mujer que siempre me dibuja
mejor de lo que soy, me determina
contornos que no tengo más que a solas
en la desnudez íntima.

Por deberte te debo el mundo entero
y este quererme un poco, todavía.

Yo no te debo nada, no digas que me debes,
porque bastantes deudas mantienes con la vida
que hace tu realidad. Yo no te he dado nada
que no me dieras tú, un día y otro día.
El mal humor, también, la cruda destemplanza,
el hastío de ser un punto de partida
que huye hacia adelante y ansía el desarraigo
como otros la paz de un hogar con caricias.

De ángel tengo poco a la hora de mirarte,
ni me das pena alguna, si es eso lo que opinas,
porque nadie más libre que tú para el olvido
y nadie más dispuesto a morirse deprisa
con tal de sentir tanto que no sientas el tiempo
correrte por las venas como un ladrón caníbal.

Te pinto como eres, elemental y extraño,
sobre una cuerda floja del aire suspendida,
valiente cuando toca el peligro a la puerta,
intuitivo y cruel y verdad y mentira
y duro y disconforme y emotivo y risueño
y astuto y vengativo y noble y altruista
y reservado y triste y profundo y callado
y el cuerdo que trasciende en la locura escrita.

Ni te salvo de ti ni de mí ni del mundo
ni tengo vocación de absurda maravilla.
Me arrastro como tú, con las tripas al aire
sobre una realidad que crece en la embestida,
como un hambriento monstruo que todo lo devora
y deja poco espacio para las alegrías.

Otras y otros son los que hacen tu presente
digno de ser vivido, los que curan tu estigma.
Yo sólo te acompaño con las manos de viento
y el corazón de lluvia de las causas perdidas,
tormentosa en la letra que nos une y separa,
como tú, más o menos, cuando ciego me miras.

No me gusta la American Express
porque no tiene límite de compra
y cualquier día me hago con un oso koala
con un faisán morado
o con un ave lira
y te las llevo a casa para tu colección de Animal Planet.

Entro a la jaula del mundo todo el tiempo
para buscar tu nombre
porque tu nombre está prediseñado
con barrotes que cantan.

Tu nombre amurallado
hecho de resonancia vengativa
es un nombre feroz
intempestivo
que te levanta en armas solidarias
siempre fatal, ausente, oscura, impúdica
como si le exigiera a mis obligaciones
que de una buena vez dejara de mirarte.

Yo no me engaño y si me engaño
estoy feliz así.

No compro absurdos ni leo tus panfletos
de boca incentivada por la espina de tu fatalidad
que pugna por venderse descreída
casi mefistofélica, non sancta.

Yo conozco esa mujer en verdes,
pródiga en amuletos sanadores
equinoccial y honda, incomprable.

No me vendas a ultranza tus negruras
como si fuera un ciego que todo lo ve en negro
y que después de tantos años juntos
yo no te conociera.

Por eso uso la Visa.
Tengo acotado el límite de compra
sólo a las cosas buenas.

De donde no se vuelve, volví cuando era niña,
con las carnes abiertas y el ánimo maltrecho.
De entonces hasta hoy son muchas las tragedias
que me han pintado ojeras en los ojos del sueño.

No digas que te vendo mi fatalismo a ultranza
y que no comprarás mis absurdos panfletos,
porque sabes de sobra que ni como metáfora,
consiento que se dude de lo que llevo dentro.
Jamás manipulé los instintos de nadie
porque soy lo que escribo, más allá de los versos.

Si alguien quiso ver ferocidad en mí
o una oscura impudicia en la voz o en el gesto,
no fue por mi interés en ponerme un disfraz
ni por hacer partícipe de mis hondos secretos
a un mundo que jamás me atrajo lo bastante
como para olvidarme de mi yo verdadero,
e intentar seducirlo haciendo el papelón
de perversa sensual galopando misterios.

Tú no eras como todos, no lo seas ahora,
dándole a la leyenda consistencia de credo,
que ni tengo interés en dar gato por liebre
ni pretendo epatar con un golpe de efecto
a quien, por conocerme, a pesar de los golpes,
no se mueve de aquí velando por mi cuello,
no vaya a ser que un día, harta de tanta lucha,
me olvide del peligro de los degollamientos
y alguno me rebane la voz y la palabra,
las ganas de escribir y hasta los sentimientos.

Precisamente tú que inventas las murallas
para poder saltarlas en cuatro movimientos,
te vienes a reír del nombre amurallado,
malsonante a venganza, intempestivo y fiero,
como si lo tuvieras clavado en la garganta
sin poder pronunciarlo cuando lo silba el viento.

Y yo que lo elegí como parte de un rito,
que pude ser Ginebra, yéndome al otro extremo,
considero que en ese «Amor de Ana» oculto,
se condensa mi fuerza, mi memoria y mi fuego.

No digas que malsuena mi nombre de mujer
porque a la mayoría de hombres le dé miedo.
No eras como todos, no lo seas ahora,
que sabes que Morgana no es la bruja del cuento.

Bastante con que dejo que te embarguen mis verdes
mientras me llamas «Negra». ¿No te parece, Negro?

Yo no te veo hecha de rotos lutos viejos,
sino siempre de un fuego que lastima tu prédica vacante
cargando al hombro cuanta cosa pueda
desesperar tu espalda.

Mitad mujer que lucha, mitad galeote amargo
que rema por la vida en barcas carenadas
en navíos sin norte
en botecitos de cáscara de nuez, después de los diluvios.
Y sin embargo rema, contra marea y viento,
detector de los puertos y los puentes
con las manos callosas y el corazón calloso.

Sé cómo sos desde el minuto uno.
Sé cómo sos de enérgica y de diáfana,
de frágil y de sólida,
de cristal y de aire,
de terruño y relámpago.

Sé como sos desde el minuto cero de mi odio
y del minuto n en que resisto
perduro
manifiesto
reniego
cuido
escupo
hago las paces con los dientes rotos
y la lengua poblada.

Pensás que si este hombre no te conociera
podría hacerte bromas de las que no te gustan
sobre tus legendarias:
colección de cabezas y testículos
y tus estanterías y cunetas
y esa fatal vertiente de tu boca de púrpuras.

Si no te conociera en el instante en que todos se arredran
si no te conociera en la vigilia y en la debilidad
si no te conociera en tu invulnerabilidad tan vulnerable
como una flor de arena que embandera un castillo

¿qué cosa estaría haciendo entre tus uñas?
¿qué cosa estaría haciendo entre tus lágrimas?
¿qué cosa estaría haciendo
si no es construir el cada día
a pesar de lo inhóspito y las ferias?

¿Qué cosa haría este animal de músculo
si no es alzarte en brazos
cuando estás muy cansada de caminarte sola?

Abrir un libro suyo, se diría,
es impregnarse el párpado de niebla
a fin de protegerse del calor
que quema las pestañas de la tierra.
Es encontrarle vivo, se diría,
sudoroso de especias,
con la lágrima pétrea del sarcasmo
y la sonrisa entre viril y tierna.

Cerrar un libro suyo, se diría,
es como renunciar a las respuestas
de la vida brutal, cuando la vida,
en su boca de sol se manifiesta
con las tripas al norte del instinto
y el corazón al sur de la inclemencia.

Y abrir, de nuevo abrir, por siempre abrir
un libro suyo, se diría,
es toparse de frente con la ausencia
y el alarido turbador del tiempo
sobre la carne enferma,
muerta de amor, aún, sobrevolando
el amor propio y la pasión ajena,
furioso como un tango de Tom Waits
cuando acalambra el aire de un poema.