Sola y desnuda viajas libre por el espacio a velocidades irreales, en espera de contactos que suplan tu soledad.
Tu silvido trágico es la canción fúnebre de un vampiro en vuelo en busca de alimento para saciar codicias de otros a tu espalda.
Manipulada eres sin concesión alguna. Un ave indefensa sin voluntad, sin decisión.
Tu éxito depende del talento criminal del experto en blancos y negros augurios.
Te conozco puedo dar fe de tu beso ardiente
o, quizás fue un aviso para el acto final y no tendrás la culpa.
Las cargas
Salgo a la calle remolcando bloques que pesan como un mundo, pero siempre sonrío -más por vergüenza que por propio orgullo- pues si muestro flaquezas soy carne de pirañas. No es mi norma la imprudencia, miren, quizás por eso es que obtuve algunos años de vida más.
Mostrar el alma no es propicio allí, además, he encontrado un lugar franco en donde desnudarme por completo, sin prejuicios ni miedo a que se noten las muchas cicatrices que me adornan.
Si me miran escualos (esas bestias de letras y palabras) creo haber ubicado el oasis perdido. No tendré que morir con lágrimas podridas pues ya sé cómo evacuar fantasmas y dolores ocultos.
El conocimiento conduce al Amor, y el Amor conduce al conocimiento, son inseparables. Smarc.
A Morgana y a Gavrí.
La palabra correcta en su metro y su rima se convierte en peligro, en el arma terrible que sonriente utiliza el poeta de altura sin mostrar las costuras, los cortes horribles, el envés de sus versos precisos y bellos.
Exorcista inefable, alfarero de estirpe el orfebre de letras consigue sus alas acechando la zarpa dorada del tigre, releyendo la sombra de todas las nubes en el antes de Adám y los frutos del crimen.
Transcurridas las horas, los años, los versos, se conoce el amor, la unidad, los jardines que florecen azules –hebreos o hispanos–, los colores, las luces –entonces decibles–, el valor de las pausas en todos los ríos.
Lo viví, de primera escritura, sin rifles apuntando mi sien, con ejemplos enormes presionándome a ser en mi letra sin límites.
Y para qué nos vamos a engañar si a pesar de las alas solemos caminar con pies de plomo porque sabemos que el peligro no está en la palabra expuesta ni en la murmuración que la leyenda amplía y desfigura rostros imposibles y tensos tras la verdad oculta por la máscara.
El peligro es abrir las ignoradas puertas que cada cual mantiene bajo llave con el afán ingenuo de enterrar los errores en tierra olvidadiza, como si la mudez los desapareciera.
Tú me susurras selvas yo glaciares y ambos nos miramos a las letras como si fueran ojos
-sin bajar la mirada sin acusar los golpes-
con la fiera fijeza de carnívoros que se miden los dientes y el talento.
Si he de morirme un día en la palabra que rompe tus cerrojos no dudaré en llevarme por delante tu épica soberbia.
Seguro que serás un muerto hermoso.
Arma letal
Dónde escondes el brillo cuando cruzas las calles convertido en muchedumbre.
Con qué disfraz de gato pardo eludes las miradas ajenas, sus balas asesinas, para que no descubran la luz que te desborda el ojo moro.
No me lo explico. Es tanto el esplendor antiguo de tu boca y estás tan fisurado, tan roto y transparente, que el fulgor se te escapa por todas las hendijas y cualquiera con ojos lo percibe.
Si alguna vez te olvido, si por ceguera un día no sintiera en la retina el brillo de tu aura, su fuerza golpeando en mis cristales, no te andes con rodeos y dispara.
Dispara al corazón.
De volarme la mente, te descuidas, que ya me encargo yo.
Y digo pájaro.
Entro en el ascensor y digo pájaro.
En los largos pasillos cuajados de denuncias pienso pájaro.
Con la exigencia muda de los muertos con su fe inquebrantable
digo pájaro
pájaro
pájaro
y espero que se llene el Juzgado de alas ruidosas.
Qué empeño loco el mío soltar pájaros en medio de un sarcófago.
La flor insomne.
Yo no busqué volar con estas alas tísicas ni salvar las distancias entre el quiero y el puedo.
Yo decía jamás si intuía la entrega, tapándome el escote de mis ojos de estreno, era una mano arisca que no se sorprendía de no ansiar la caricia ni el golpe del recuerdo. Estaba ensimismada deliberadamente sabiendo que no habría penúltimo regreso.
Si me besó la lluvia en un perdido otoño, lo olvidé como olvido que un día tuve miedo de no poder amar tanto como me amaron los hombres que no amé con suficiente empeño.
Yo no buscaba nada. Estaba aquí, tranquila, feroz si hacía falta defender algún sueño que no era el mío nunca, porque yo no soñaba, era una flor insomne viendo pasar el tiempo.
Tampoco te busqué, pero llegaste a horcajadas del viento, como llegan los hombres malheridos, oscuro y violento.
Ahora, ya lo ves, sería inútil decir que no te siento.
El arma del amor
Yo no inventé el amor. Estaba escrito con todos sus misterios y celadas, con sus filias y fobias, sus miserias, sus miedos, sus torturas, sus mandalas.
Yo no inventé el amor pero si amo, si me entrego a lo oscuro de su causa, me da lo mismo el cielo que el infierno, suya es la voz y suya la palabra y es en la palabra que inauguro cada matiz con que el amor me mata.
Nunca me enamoré como otras muchas de un espejismo azul de hielo y agua, si conflictiva soy, por el disturbio se decanta el amor cuando me atrapa, pero me ofrece más que a todas ellas, su mística del mal sólo es un arma que me vive y desvive, me atormenta, o me hace reír si se dispara.
Algo de predador tiene su boca que liberta, clausura y arrebata, algo de una constrictor sobre el cuerpo algo de guerra química en el alma.
Yo no inventé el amor. Estaba escrito que llegaría náufrago a mi playa y si me hace sufrir es cosa mía como es suya la herida que declara.
Porque también es animal de láudano y yo no he sido nunca suave y mansa, no le dejo caer si se silencia ni en el silencio deja que me caiga.
Mi enemigo tendrá las manos rotas de golpear la vida encanallada pero nadie acaricia como él ni nadie dice más con la mirada.
Nunca tuve en mis manos un arma de fuego. A los críos traviesos, desobedientes y caprichosos los justifican: «Es muy inquieto». Extrapolando, yo era un niño quieto, incluso demasiado quieto. Pero también, impulsivo e iracundo.
Mis amigos del pueblo disparaban con escopetas de perdigones y apuntaban igualmente a botes de conservas que a pardales. Esa caza infantil me aburría. Yo observaba a los demás sin hacer ni un solo ademán para unirme a la ronda de tiro.
Recuerdo el ruido metálico del perdigón contra el bote, el aleteo de los pájaros asustados y el sonido seco del impacto en algún tordo o pardal que distraído descansaba sobre el tendido eléctrico.
Después el pajarillo caía al suelo, el infante cazador lo recogía y comprobaba su puntería buscando el orificio de entrada del perdigón.
El primer día que presencié el juego se me ocurrió proponer que disparasen a los pájaros escondidos entre los árboles porque sobre los cables se exponían demasiado.
Me contestó Miche ofreciéndome la escopeta: —Toma, dispara tú donde quieras. Lo rechacé diplomáticamente. —Yo no quiero, no me gusta. Pero José insistió: —¿Te dan pena los pájaros? No jodas, seguro que comes pollo. —No me interesan, ni muertos ni vivos. —Se nota que eres un pijo de ciudad.
A los diez segundos la escopeta descansaba sobre la hojarasca y un urbanita estampaba repetidamente sus puños contra las mejillas de Miche.
Otra vez perdí el control.
El abuelo
Mi abuelo tampoco era partidario del uso de la escopeta. No me lo dijo, pero en su casa no había armas y nunca lo vi salir de caza.
A los ojos de su nieto se veía como un hombre tranquilo y lleno de las contradicciones que los ancianos no necesitan disimular.
Su medio de transporte habitual era la bicicleta, aunque las carreras de motos televisadas ocupaban todas sus mañanas de domingo.
Le gustaba jugar a la baraja, pero sin contrincantes. Las tardes de domingo escuchaba la radio y jugaba a las cartas en solitario, partidas que no finalizaban hasta que se completasen sin hacer trampas.
En muchas ocasiones sus nietos nos quedábamos a su lado en silencio aprendiendo las reglas de esos juegos contra el azar.
Entre semana cuidaba de su huerta y de un par de canarios y un jilguero. Los trinos nos despertaban cada mañana de verano. A veces él limpiaba sus jaulas mientras los niños desayunábamos.
Una de sus comidas favoritas era el arroz con pichón, un plato típico de los pueblos interiores españoles y muy recurrido en la cocina de la posguerra.
Nuestro vecino, el padre de Miche, intercambiaba palomas por ciruelas o manzanas de nuestra huerta.
El primer recuerdo que tengo de un pájaro muerto por un perdigonazo es que lo desplumaba el abuelo. Él me explicó la causa de la muerte cuando extrajo el balín de la paloma.
La carcasa del ave, una vez limpia, daba sabor al caldo en el que se cocía el arroz. Sobre el otro fuego de la cocina de leña mi abuela sofreía un poco de ajo y pimentón, y en la misma sartén añadía la escasa carne del pichón. Los olores perduran en mi recuerdo.
El plato final era una especie de arroz caldoso con trozos de paloma. En mi infancia se me antojaba desagradable. Hoy pagaría por probarlo.
Mi cama estaba situada junto a la ventana que da a la calle. Desde allí podía escuchar a los niños que jugaban al salir de la escuela, sus risas, gritos y voces, incluso podía ver cómo volaban sus cometas.
Debido a mi frágil salud nunca tuve la oportunidad de hacer esas cosas y por eso no las echaba de menos, pero los envidiaba.
Las armas que yo tenía para correr, saltar, y vivir un sinfín de aventuras eran los libros.
A través de ellos fui mosquetero; estuve en el centro de la tierra; dentro de la tripa de una ballena; en la prisión del castillo de If, …
Pero un día todo cambió. Entré en un profundo sueño y cuando desperté me invadió una gran sensación de libertad y ya no hay cama ni ventana ni he vuelto a escuchar a los niños de la calle.
Ahora vuelo entre montañas, profundos valles y planeo en las corrientes de aire. Mis armas, ahora, son alas.
Vagando entre los blogs del ciberespacio intentaba sacar con mis torpes palabras lo que me estaba aniquilando y veía el abecedario en el cual apoyarme sin poder alzar vuelo.
Morgana de Palacios me encontró en mi derrotero. ¡Bendito sea ese día en el que me enseño que había una luz en el camino de las letras para mí, de esas letras que carecían de alas y de voz.
Cuando llegue a Ultraversal me sentí una inmigrante al ir leyendo la excelencia en los trabajos de los ultraversales, me llene de temor volviéndome a sentir tan insignificante como cuando era niña. Eso no me detuvo. Aunque yo sea nerviosa e insegura también soy tenaz para aprender y conocer mas sobre lo que me gusta.
Comencé a compartir lo que solía escribir sabiendo bien que estaba en un taller de crítica literaria. Al principio me sentí avergonzada y muy desanimada al ver tantos errores en mis trabajos principalmente de ortografía. Sobre métrica y estructuras estaba en cero. Más me avergonzaba pensar en cómo me había atrevido a publicar en un blog lo que yo llamaba poesías.
En varias ocasiones quise tirar la toalla y retirarme rendida con la cabeza baja y si no lo hice fue por la generosidad que tenían los administradores y compañeros ultraversales conmigo, por esa ayuda desinteresada que me estaban dando. Siendo yo una persona poco instruída, ellos me estaban dando su tiempo y sus conocimientos para que las palabras en mis trabajos pudieran tener alas y luz.
Me hicieron sentir que yo podía hacerlo, aunque tuviera que corregir una y mil veces mis trabajos para poder captar lo que ellos querían que yo entendiera.
Poco a poco me fueron ayudando a cerrar las cicatrices en mis alas. Sintiéndome segura y apoyada me atreví a confesarles que yo le había hecho la promesa de un libro en memoria de su vida a mi hija Erika Adriana, algo para mí muy difícil de lograr porque no tenia las armas necesarias que se necesitaban.
Fue aquí en Utraversal en donde me brindaron las armas, en donde experimente que existen las diosidencias desde el momento que Morgana de Palacios me encontró y me trajo a esta gran familia de ultraversales, en donde todos han sido una parte importante en el libro «Su corto vuelo» que logre escribir en memoria de mi hija.
No tengo manera de retribuirles.
Queda en el libro para siempre su generoso apoyo y la ayuda que me brindaron y que siguen brindándome.
Escribir el libro para mi hija, tomada de la mano del Taller de perfeccionamiento literario Ultraversal, ha sido una hermosa experiencia en mi vida. Al ver a todos involucrados en el proceso como una gran familia me sentí acompañada y eternamente agradecida.
Nota del Director: Este editorial que firma la poeta mexicana Eugenia Díaz Mares no tiene ánimo de propaganda ni está destinado a seducir lectores para que el producto se compre. Más bien, lo contrario, aunque algún suspicaz, seguramente, intentará llevar la cosa por ese lado.
Ultraversal es un proyecto gratuito, un mecenazgo. No tiene ningún fin de lucro sino que su único fin es solidario.
La solidaridad, sobre todo en el mundo de los egos artísticos (y por qué no, en cualquiera de los demás mundos), es mal vista y peor mirada, porque contraría las normas del «me lo guardo para mí», «si alguien va a destacar, seré yo» y todas esas cosas que vuelven a las artes, en vez de un hecho expresivo que comunique a los hombres entre sí, un hecho mezquino que solamente busque el lustre propio y el preponderar de unos por encima de otros.
Elegí para el Editorial de agosto las palabras de Eugenia, porque para nosotros es un ejemplo de tesón, afán de superación personal y lucha desde la resilencia más extrema, por el logro de un objetivo fundamental en su vida.
Somos nosotros, los ultraversales, los que estamos agradecidos a Eugenia ya que su entrega al aprendizaje, su humildad inveterada, su empuje solidario y sus progresos incalculables, nos han enseñado que a pesar de la mezquindad humana, no todo está perdido.
Las personas necesitan de la solidaridad en todos los aspectos de la vida. Y ser solidario, aún en el arte, donde lo único que prevalece es el ego del artista sobre cualquier otro bien mayor, es una forma de hacer humanidad, una mejor humanidad, y que el arte perdure más allá del hombre.
Dentro del sueño, el pan tostado se deshace en su boca y el aroma de ese mordisco llega como en la infancia, esculpido con crujidos tibios y untuosos que impregnan la conciencia de una dulce gratitud.
Trata de encontrar una palabra que defina la consistencia de ese pan que sueña, pero no la consigue. El sueño se la niega y le aproxima, en cambio, palabras que nada tienen que ver con lo que él sueña, mutilado al fin por el cansancio. El sueño insiste con aportaciones caprichosas como: “mordisco fluo, pan volátil, miga desesperada, espuma despanada”.
El hombre busca angustiosamente la palabra que defina a ese pan de sus sueños como el pan de su infancia, hasta que pierde la palabra y el pan.
Duerme en un rincón que comparte con la oscuridad y la vigilia. Todo lo sobresalta en los momentos en que no busca el pan. Allí los hombres reposan como pueden, bajo un constante murmullo de quejumbre que levita insistente, lo mismo que un fantasma usa la noche para alimentarse. Es un mismo tono sostenido en una grave perpetuidad. A veces, un niño se despierta gritando. Llora y llora, con voces angustiosas. Provoca un remezón del aire, un sobresalto que avasalla al fantasma y sus gemidos, como avasalla al sueño. Entonces, otros niños lloran de igual forma, como una rabiosa reacción en cadena, inconsolable.
Pero cuando sólo existe la quejumbre sobre todos y el resto está en silencio por afuera, existe, también, un mal presagio. La calma se transforma en un presentimiento que se solaza en la vigilia y nadie duerme, porque el afuera, ese afuera desconocido, oscuro y silente, es una garra pronta que está eligiendo, en soledad, el momento para cerrarse sobre los hombres desprevenidos en sus sueños. Por eso, nadie duerme, realmente. Ni los que están de guardia ni los que aguardan su turno para hacer la guardia.
El hombre se recoge en una posición aún más fetal. Se enrolla sobre sí, como un ciempiés, para aferrarse al pan con el que sueña o con el que quiere soñar todavía un rato. Evoca desesperadamente al pan. Lo edifica cien veces en su mente vigil, para soñarlo. No pide más que eso. Un sueño en que haya pan.
Luego ocurren el fuego y el estruendo. Ocurren los gritos y las armas, sobre ese brusco campamento insomne en que los hombres se levantan y buscan posiciones de defensa, atrapados repentinamente por la garra que ha saltado desde la oscuridad y corre libre, incendiando las pocas chozas precarias que persisten en pie, luego de su último asalto hace seis noches, cuando aún no habían llegado los que ahora, con armas, le hacen frente.
El hombre que soñaba relega el pan, aparta el pan, olvida el pan y se transforma en uno de esos feroces animales del miedo, que dispara sobre otros animales. Los fogonazos van llevándose la noche con incendios.
—Perdimos un camión —susurra alguien en la oscuridad. Una voz conocida, que jadea detrás de algunos tiestos que la ocultan.
La corresponsal de la BBC, cámara en mano, intenta rescatar esas secuencias en que los hombres corren y combaten. Toma fotografías compulsivas, apresuradamente instintivas.
El camión incendiado es una luminaria majestuosa, intrépida, que se eleva en la noche como un fuego sagrado e invencible.
—Son niños… son niños… —grita alguien, pero el fuego no cesa, aunque los que atacan desde la furia de la garra, sean niños soldado.
Uno de esos niños se detiene.
Queda frente al lente de la cámara y a la mujer que lo ha enfocado mientras avanzaba disparando contra el hospital. El niño soldado se detiene allí, mirando a la fotógrafa y de espaldas al fuego del camión. Sonríe. Se acomoda en una pose marcial frente al objetivo, como un niño que se toma una foto. Baja el fusil y simplemente sonríe para su retrato, con una sonrisa ancha y orgullosa.
Suena el disparo. El niño cae hacia adelante y su cuerpo se desarma sobre el suelo. La fotoperiodista observa al hombre que ha disparado y se acerca hacia ella.
Entonces, una descubre que está sola, absoluta y completamente sola, con su teléfono vacío de amistades lejanas al horario de los dramas y a las que no llamar, inoportuna-mente.
Una está sola. Sola, sola, sola. Y llora sola y llora y llora y llora mientras la ira le come las ideas y no consigue a nadie en quien confiar.
Irremisiblemente, una está sola, más sola que la una, sola, sola, como ha enfrentado al mundo tantas veces y como está cansada de matar.
Se muere al matar lo que se quiere.
Pero una, como la una, está absolutamente sola. Y mata y muere sola
sola
sola
Y se levanta sola al día siguiente de matar y morir.
Luego me vienen con llanto los llorones, los que se tienen lástima en las vísceras y los que se acumulan en su ombligo juzgando a los demás.
Los pobrecitos del ombligo grande y del ego más grande que el ombligo.
La soledad es árida y tremenda.
Y una llora si mata y una llora si muere en esa soledad en que está sola sin nadie en quién confiar ni nadie en quién creer, sin nadie en que apoyar la soledad y con la ira multiplicando tantos dientes hembras.
La soledad es eso. Un campo de batalla donde me quedan pocos contendientes con los que me encarnizo más y más porque me hieren más y más y más me hieren.
Yo soy la soledad. Y estoy tan sola.
Hay amores
Mi amor se había puesto esclerótico y era un jubilado que planeaba poemas en la franela de lustrar los muebles.
Los escribía con el polvo de los días inútiles.
Después los guardaba en el armario con la escoba de barrer cenizas y con la radio vieja que había olvidado la onda corta.
Era un amor lejano a la comunicación en gigabaits, un amor de esos que llegan en las cartas no llamadas e-mail y que, a falta de buzones que no fueran hot, gi, yahoo no encontraba donde depositar su único sobre.
Era un amor en sobre, ensobrado después de perfurmarse, recoleto y modernista como el cisne de Ruben Darío, a su vez, antiguo como pocos, y caído en desgracia sanitaria.
Un amor en medio de un alzheimer que sacaba al amor de su galera y corría con él por los pasillos de los hospitales que el mar fue devorando pez tras pez.
No se rindió a desalinearse con el mundo por propia vocación de desaliño.
Era un amor esdrújulo con una lengua renga que sabía besar.
Hablaba con el fondo de los ojos.
Polvo y sal
El sol ha suspendido su desnudo, se ha quitado su cáscara de seda sobre la voz del día y en pantuflas de niebla camina por la calle como un pequeño preso que no recibe cartas.
El frío llega a pie sobre su sombra.
Es un filo de cristal que punza la claridad más fértil y la deja caer, lluviosa y desangrada, lo mismo que un disfraz apolillado.
Todo parece diferente ahora. Yo no sé si más claro.
Diferente.
Será la procesión de las ausencias como una larga colecta interminable de robar las pequeñas alegrías. Ese rebrote a muerto que no termina nunca de morir y nace en todas partes enfrentándose al sol y al viento sur.
Yo no sé escribir cuentos cuando escribo poemas. Soy bastante primaria en ese aspecto. Escribo lo que late entre mis manos, lo que mi mundo siente y todas esas cosas pequeñitas que no reclaman nada.
Ya sufrí mucho. Ya fui una fruta rota y una canción mordida y un eclipse y un muerto.
Ya estuve muerta alguna vez también.
Ahora estoy viva tan de regreso como una clarinada
a pesar del otoño en que anochece.
Humito de vara verde
Viejas palomas sin aire se despeñan de silencio sobre la luz de un mañana que tiene en cueros al tiempo mientras mis ojos se calman en el fondo de lo negro, porque no ceja la sombra de proponerme sus duelos.
Mi brazo está desarmado, delicuescente y pequeño y mi mano culinaria se apaga como un mal fuego con humo de vara verde que no rebrotó en anhelo.
No voy a pedir la vida al genio de los deseos porque con las cuentas claras nada me deben ni debo.
No pienso llevarme lastre arrastrando al cementerio.
Un microcuento es un arma de múltiples filos, sobre todo para el autor, si acaso pretende lograr un efecto específico en quien lo lee. Dice Alejandro: «Los cuentos cortos, mínimos, son semillas de voluminosas novelas», señalando que todo microrelato es un resumen de una obra mucho más extensa, quizás, como esa parte del iceberg que puede ser vista por el ojo normal, y de la que un ojo entrenado es capaz de deducir su verdadera dimensión. En su brevedad, el microcuento debe lograr fijar un escenario, manifestar la trama y precisar los símbolos con los que habrá de transmitir su mensaje.
«El tesoro de la sombra» se compone de 199 relatos breves –que con el del prólogo suman 200–, de los cuales la mayoría pueden considerarse microrelatos, o microcuentos. A través de estas historias el autor busca dejar una enseñanza que queda en el espíritu de cada lector alcanzar, a su propio modo individual, porque, a diferencia de las fábulas, aquí no se cierra ningún relato con una «moraleja» universal, sino que la simbología expuesta queda en poder de quien accede a la misma para que sobre la base de su propio entendimiento aplique el significado que sus circunstancias le sugiere.
Dice uno de los textos: «”Y apareció Jehová a Abram…”» Abram vio a Dios. Es decir no vio nada más de lo que veía de ordinario. Sólo que se dio cuenta de que eso que veía –paisaje, animales y gente– era en realidad Dios». La realidad externa no cambia, sino la manera de ver del sujeto, de Abram. Ahora, luego de esta visión, ¿el sujeto habrá de realizar cambios en esa realidad externa? ¿Es un milagro estar vivo y saberlo? ¿Cuánto tiempo precisó Abram para alcanzar a ver a Dios? Son innumerables las posibles extrapolaciones, todas a la medida del descifrador.
Dice otro: «El árbol decidió viajar. Cuando logró desprenderse de la tierra, se dio cuenta de que sus ramas eran raíces celestes». Aquí, ¿es el cambio individual lo que permite una nueva percepción del entorno? ¿Al cambio individual, le sucede un cambio correspondiente en el entorno? Dice otro: «De pronto, mientras pataleaba, se dio cuenta de que su ataúd era un huevo». ¿Lo que nos protege, en realidad nos aprisiona? ¿Lo que nos limita, en realidad es lo que nos impulsa a la libertad? Como se ve, de un disparo se puede leer su sonido y el silencio a su alrededor.
La sabiduría de Alejandro Jodorowsky se vuelca en estos relatos de una manera sencilla, como también ilimitada. Cada una de estas joyas, breves en su extensión, refieren un largo caminar para conseguirlas, y es parte del disfrutarlas entrever, quizás apenas, quizás claramente, todos los procesos vivenciales como intelectuales que fueron necesarios para tenerlas a la vista. Todo escritor disfruta de escribir, y es por eso que lograr lo conciso sin renunciar al arte resulta difícil, aunque luego el resultado esté asegurado, un lector satisfecho. «El tesoro de la sombra» es uno de esos libros en los que sólo se puede ganar.
El profesor Adalberto Almeida daba una charla libre y gratuita en el salón de actos del Instituto de Estudios Sociales, que gentilmente cedía sus instalaciones. El tema era «Recursos poemáticos de la Gauchesca», y además de algunos de sus alumnos y alumnas de la Facultad -entre las que se encontraba Sol- había una inesperada concurrencia.
Durante casi una hora el profesor Almeida pasó revista, analizó y alabó autores, estrofas, tradiciones y originalidades. Después recalcó la superioridad de Hernández sobre Ascasubi. Después trató de demostrar que en esa superioridad no estaba ajena la elección de la estrofa.
—Las décimas, acriolladas —dijo en un momento—, se desmerecen; el hablar gauchesco las torna desprolijas. Las sextillas, en cambio, por su sencillez, parecen ir sólo un poco más allá de las coplas corrientes de los payadores. Esa ventaja, a saber: la escasa pretensión de la forma, resalta el contenido y lo jerarquiza.
En este punto, el profesor Almeida se interrumpió y bebió un sorbo de agua. En el silencio producido se oyeron algunos murmullos de la gente, como si ya a esta altura de la charla se hubiesen formado dos bandos de opiniones contrapuestas. ¿En qué bando estaría Sol? Después prosiguió:
—En la célebre primer estrofa del Martín Fierro es notablemente marcada la simplicidad de la rima y de los recursos empleados. ¿Recuerdan? «Aquí me pongo a cantar / al compás de la vigüela; / que el hombre que lo desvela / una pena extraordinaria, / como el ave solitaria / con el cantar se consuela.» Estos versos parecen decir más de lo que dicen, como si el verdadero hallazgo fuera una idea universal, de la que sólo se expone una de sus variantes. Fíjense que los versos 4 y 5 tienen una rima bastante pobre: a los adjetivos en femenino extraordinaria y solitaria podrían corresponderle estrafalaria, sectaria, milenaria, plenipotenciaria, etc. etc. Y la rima de los versos 3 y 6 no es más ingeniosa: a los verbos conjugados desvela y consuela le corresponden recela, desmantela, cancela, congela, etc. Como el verso 1 es suelto, sólo nos queda el verso 2, que termina con la palabra clave vigüela, que es la que estructura toda la estrofa y en la cual recae la única precaución del versificador.
En ese instante, las luces del salón de actos parpadearon, como suele suceder antes de un corte de energía. El profesor Almeida miró la luminaria que tenía por encima de su cabeza y los fluorescentes adosados a las paredes. Después paseó la vista sobre la concurrencia, como manejando el tiempo de su charla.
—Veo algunas caras conocidas, algunos alumnos, ¡hola, Federico; hola, Sol! ¡Qué tal, ingeniero Rubulotta! ¡Hola, doctor Saralegui! Mucha gente nueva… y este señor, se vino con la guitarra… ¿no será payador, no?
—Alguito —contestó desde la primera fila de sillas el hombre con cara de entrerriano, que no soltaba el instrumento.
—¡Qué interesante! Me gustaría conocer su punto de vista de todo esto.
—No sé…
—¿Cuál es su gracia?
—Olmo, Juan José.
—¡Ah! Seguramente aprovechará Juan José para ahí lo ve y Olmo para para colmo, ¿no?
—Y…
—¿Se animaría a ilustrar lo que hemos dicho con algunas coplas?
—¿En sextas?
—Bueno, sí, si pudiera ser en sextillas, mejor.
—¿A favor o en contra?
—¿¡!?… como a usted le parezca…
Se hizo un breve e incómodo silencio, y cuando el profesor Almeida comenzaba a arrepentirse de ese convite fuera de programa, el hombre con cara de entrerriano se levantó con su guitarra, pasó al frente, y se sentó en la tarima sobre la que se encontraba la mesita del disertante. Acompañándose con una melodía indefinida dijo:
—Aquí me pongo a cantar al compás de mi guitarra, que el hombre que se desgarra por una pena secreta pruebe esta simple receta: salamín y vino en jarra.
Hubo algunas risitas en un sector del salón, al fondo. Desde la segunda fila de asientos alguien dijo, en voz baja pero no tanto como para que no se oyera:
—Esa se la trajo de su casa. Además, es bastante vulgar.
El payador no se inmutó, y siguió rasgueando. Del mismo sector, otra voz, con sorna, pidió:
—¡Pianoforte!
Sonriendo y enarcando las cejas, mientras asentía con un leve movimiento de cabeza, repitió unos acordes durante algunos segundos.
—Aquí me pongo a cantar al compás del pianoforte; que el hombre que se comporte como un estoico en la vida, no tendrá llaga ni herida ni dolor que no soporte.
—¡Ahí tenés —gritó uno del medio—, lo quisiste correr con el pianoforte y te retrucó con los estoicos!
—Además —agregó el de al lado— te escuchó lo que dijiste y empalmó el epicureísmo vulgar de la primera estrofa con otra digna de Séneca…
—¡Epa, no exageremos! —terció el ingeniero Rubulotta— ¿Por qué no continúa, caballero, con otros instrumentos de la orquesta?
Y el payador, que no había dejado de hacer acordes sin apartar la mirada de su mano izquierda, como si no le importaran las opiniones de los presentes, acometió de inmediato:
—Aquí me pongo a cantar al compás de los violines; que el cerebro no imagine ni el corazón se acelere: eso es cosa de mujeres que andan llorando en los cines.
Otra vez se oyeron risitas en el fondo. El que había pedido pianoforte dijo:
—Bueno, no se dirá que no es consecuente con la anterior… Esta es muy estoica también.
—Y machista —aclaró una flaca de anteojos de la primera fila.
El que había acusado al payador de vulgar pidió más instrumentos de la orquesta. Y un adolescente que estaba sentado cerca de Sol –y no dejaba de mirarla– se atrevió a decir, en voz alta:
—Timbales.
Y al punto el payador espetó:
—Aquí me pongo a cantar al compás de los timbales. No hay dos dolores iguales en la gente dolorida, yo conozco mis heridas y me acostumbro a mis males.
—¡Eso! —gritó uno del fondo.
—Eso ya más que estoico es masoquista —comentó el que había pedido pianoforte. Y en seguida exclamó, redoblando la sorna:— Pruebe con espineta.
—Sí, a ver con espineta —reforzó la flaca de anteojos, que no conocía de qué instrumento se trataba pero le había gustado la palabra.
—Aquí me pongo a cantar al compás de la espineta, que el hombre que no respeta las normas de convivencia, poco honor hace a su ciencia cada vez que abre la jeta.
—¡Eso es una grosería! —gritó el del pianoforte y la espineta, dándose por aludido.
—¿Y qué querés? —dijo otro del medio, donde se habían ubicado los estudiantes de filosofía— Es el lenguaje de la gauchesca…
—Haya paz, caramba —intervino Rubulotta, ya convertido en mediador—, esto es un acto cultural…
El profesor Almeida escuchaba pasivamente y miraba el espectáculo con fastidio, o con indiferencia, ya seguro de que las cosas se le habían escapado de las manos.
El adolescente de los timbales volvió a intentar una participación que, al menos, atrajera una mirada de Sol.
—Clarinete —balbuceó en una rima tácita que aludía a su emisión en falsete. E inmediatamente se oyó al payador:
—Aquí me pongo a cantar al compás del clarinete; si te molesta el juanete y no aguantás los zapatos, hay un remedio barato: caminar con los zoquetes.
—¡Ah, esto es extraordinario —bramó uno de los del medio de la sala, ya convertidos en una espontánea claque—, ha dejado lo epicúreo y lo estoico y ya anda en lo utilitarista!
—¡En lo pragmático! —aportó el de al lado.
El acusador de vulgaridad volvió a ejercer su desconfianza:
—Así claro que no es difícil versificar, este hombre no tiene discurso propio, va cambiando de voz según le convenga la rima. ¡No está seguro de nada!
—Corno inglés —insistió el del pianoforte y la espineta, que ya había perdido la sorna.
—Justo —murmuró el payador mientras terminaba un rasguido.
—Aquí me pongo a cantar al compás del corno inglés; que si sufrís un revés que te tira por el piso, levantate de improviso que eso es lo mejor. Tal vez.
Hubo unos murmullos de aprobación y otros de incomprensión. Desde atrás, alguien que comenzaba a perder la paciencia, o a entusiasmarse (quién sabe) gritó:
—¡Violonchelo!
Y con un gesto indulgente dijo el payador:
—Aquí me pongo a cantar al compás del violonchelo, que no hay mayor desconsuelo ni cosa más aburrida que vivir en esta vida pensando en ganarse el cielo.
—¡Colosal! —gritó en coro la claque.
—¡Piramidal, insólito! —bramó uno de ellos— ¡Más allá de Mill y de James! ¡Estamos en la declaración de un escepticismo radical y superador que nos abre quién sabe qué caminos de la especulación metafísica y ética!
—Parece mentira —dijo el acusador de vulgaridad—, parece mentira que gente instruida se deje engañar así. ¿No se dan cuenta de que este señor se estudió de memoria los instrumentos de la orquesta? A ver si es tan rápido con el ukelele.
Y sin mediar un instante se oyó la voz del payador:
—Aquí me pongo a cantar al compás del ukelele; si trabajás dele y dele sin poder juntar un mango, practicá chistes guarangos y probá suerte en la tele.
—¡A las pruebas me remito! —dijo uno de los filósofos de la claque— Ahí está la contestación, rozando el campo de la crítica sociológica.
Un joven de barba y amante del jazz, que parecía ajeno a la polémica pero tenía posición tomada, se incorporó de su asiento de la cuarta fila y sentenció con tono solemne y lapidario:
—Banjo.
Por unos segundos, que sintieron triunfales unos y fatales otros, sólo se oyó un lento rasguido apócrifo. Y en seguida la voz, segura y parsimoniosa, que decía:
—Aquí me pongo a cantar al compás del dulce banjo: este problema lo zanjo pronunciándolo con jota. ¡Qué fácil que es dar la nota, si encima me llamo Juanjo!
Entre la explosión de risas de casi todos y los aplausos de la claque se oyó decir al doctor Saralegui:
—No sé qué dirá el profesor Almeida, pero yo creo que la conferencia ha sido suficientemente ilustrada ya, y podríamos…
—Yo propongo… —alcanzó a decir el ingeniero Rubulotta, y en ese mismo instante se cortó la luz.
—¡Ohhhhhhhhhh! —se oyó como un coro entre la concurrencia.
Y todo el mundo supo que ahí se terminaba la cosa, porque no se había previsto una contingencia así, y la sala era una boca de lobo. Algunos encendedores alumbraron intermitentemente la desconcentración, que duró unos pocos minutos. Afuera no se formaron grupos para seguir charlando, como suele suceder a veces, porque hacía frío y corría mucho viento, y la gente ya estaba cansada.
El profesor Almeida, que no fumaba, aprovechó las lucecitas del encendedor del ingeniero Rubulotta y, tomándolo del brazo, caminaron juntos hacia la salida. Al llegar a la calle vieron al payador que se alejaba charlando animadamente con una chica.
—Tengo el coche a la vuelta. ¿Lo alcanzo hasta su casa, Profesor?
—Ahí va, con Sol —dijo el conferencista, como si no hubiese escuchado la propuesta de su alumno.
—Ah, sí, el payador se va con Sol. Y dígame, Profesor: al final, ¿la payada fue a favor o en contra?
—Me parece que en contra, Ingeniero. ¿Vamos?
Desde adentro del Instituto, como ya habían salido todos, el sereno, con una vela en la mano, echó llave a la puerta.
—Hey, Francis, ¿cómo va? —Hola, Luis, todo bien, ¿y vos? —Súper, estoy con un proyecto nuevo increíble. —Vaya, ¿y de qué va? —Voy a construir una casa. —¿Construir una casa? Pero si vos sos abogado. —Lo sé, pero desde niño he vivido en una casa. No puede ser tan complicado.
Si alguna vez has visto una carrera de F1 habrás podido observar que aunque hay un par de pilotos por escudería en la pista , hay más de una docena de personas haciendo que el equipo funcione.
Y aquí el detalle, ni el ingeniero que diseñó los alerones, ni el mecánico a cargo de cambiar el neumático derecho trasero nunca, en ningún momento se ponen a pilotar el auto. Igual, el piloto, al menos que yo sepa, nunca se pone a diseñar los alerones, ni se baja a cambiar los neumáticos.
Esto es, cada uno a lo suyo, al área en donde se destaca tras haberse preparado para ello. Esta es la palabra clave: preparación.
Un buen día Juan decide aprender a tocar el piano, así que hace las averiguaciones correspondientes y da con un profesor. Comienza sus primeras lecciones y, en la medida de sus posibilidades, sigue todas las indicaciones de su profesor.
En una situación similar, Juana decide aprender Taekwondo. Así que una vez inscripta en una academia cercana a su casa, ha comenzado a asistir a las clases, en las cuales va siguiendo las instrucciones del maestro.
¿Qué tienen en común Juan y Juana? Varias cosas:
Decidieron aprender algo nuevo.
Siguen las instrucciones de quien eligieron como tutor.
No se avergüenzan de no saber, o de que el tutor les indique fallas en su proceso de aprendizaje.
Después de cierto tiempo, Juan podrá dar su primer concierto, y Juana competir en un torneo de Taekwondo.
Ahora, veamos el caso de Pepe, que no está interesado ni en el piano, ni en el Taekwondo, no, Pepe quiere escribir una novela. ¿Y a dónde va Pepe? Pues ya sabes, normalmente Pepe no va a la «Escuela Normal de Novelología», ni a la «Universidad de Novela Negra El Criminal Omnisciente». Pepe simplemente se pone a escribir como puede su novela, sobre la base de lo que ha leído, lo que imagina, y con la gramática que tiene internalizada.
En una situación similar está Beba, que en lugar de una novela, se ha decidido por escribir un poemario. Para escribir su poemario, Beba no tomó clases en ninguna escuela de poesía, en ninguna universidad de poesía, ella se deja llevar por su inspiración, convencida de que «escribir cortito» tiene ya lo suficiente para valer como poesía, sin tener en cuenta ni métrica, ni rima.
¿Qué tienen en común Pepe y Beba? Varias cosas:
Decidieron emprender algo nuevo.
No siguen las instrucciones de un tutor.
No tienen experiencia en que alguien les indique posibles fallos.
Después de un tiempo, Pepe habrá terminado su novela, y Beba, su poemario.
Ahora, ¿es posible que Pepe y Beba, sin preparación alguna logren escribir una buena novela y un buen poemario? Sí, es posible, pero improbable.
Y ahora, lo cierto:
Pepe se encuentra, por azares del destino, con un novelista, y aprovecha el contacto para contarle de su novela y pedirle que la lea y le dé su opinión. El novelista, pobre tío, acepta la solicitud. A los pocos días el novelista termina de leer la novela de Pepe y le dice, vía E-mail, que aparte de los 1.567 errores de ortografía, la historia tiene al menos 63 contradicciones temporales como espaciales, que los personajes no son creíbles y que, además, el argumento es aburrido.
¿Y qué hace Pepe?
Inmediatamente concluye que, había sido, el novelista es un imbécil, que de novelas no sabe un pito, y que si le dijo lo que le dijo es porque le tenía envidia, o acaso, por alguna razón desconocida, le había caído mal.
¿Se pone Pepe en plan de revisar a fondo su trabajo? No.
Beba, por su lado, consigue conectar con una poetisa, justo la que ganó el premio internacional de sonetos, Águila índiga, de la República de Cretonia. Y sí, Beba le pide a la poetisa que lea su poemario y que le dé su opinión. La poetisa, pasado un tiempo, le envía un correo a Beba diciéndole que sus poemas están plagados de lugares comunes, que no tienen nada de ritmo y, además, están plagados de asonancias.
¿Y qué hace Beba?
Inmediatamente concluye que la poetisa esa seguro que ganó ese premio porque tiene amistades con el jurado y que, de poesía de la buena, seguro que no sabe nada. Quizás su poemario es tan bueno que a la laureada poetiza le mordió la envidia, o de repente le había caído mal, y si le dijo lo que le dijo fue por hija de puta que es, la pobre subnormal.
¿Se pone Beba en plan de revisar y corregir? No.
Hasta aquí, tanto Pepe como Beba están dolidos, incluso enojados, ¿y por qué? Porque quisieron ir de constructores cuando jamás se prepararon para ello, porque quisieron ir de ingenieros cuando jamás estudiaron nada de aerodinámica, porque quisieron ir de pilotos cuando jamás aceleraron más allá de los 90 Km/h. Y porque llegó alguien y se los dijo.
Bien mirado, desde afuera, desde lejos, es simple, es ridículamente simple.
Como la mayoría de los escritores, yo soy caradura, tozudo, irreverente y hasta «egómano», como me dijera alguna vez una de mis Maestras.
Así, alguna vez creí que por haber leído millares de libros estaba habilitado para escribir correctamente. ¿Ridículo, no?
Y sí, el ego se lastima, se resiente, cuando viene otro y te muestra el ridículo que estás haciendo. Y sí, lo normal es tomarlo a título personal. Y sí, uno no es consciente de que está ingresando en tierra sagrada, que hay que descalzarse y poner en práctica aquello de «el orgullo de ser humilde».
Yo jamás dudé a la hora de pagar para aprender nuevas habilidades y, como muchísimas veces me gané becas por talentoso y espirituoso, tengo dos conclusiones:
Los mediocres jamás pagan para adquirir conocimientos. No está en su ADN.
Los ego-céntricos son tan miopes que ni siquiera pueden ver una ayuda de calidad cuando es gratuita. Miopía que está en su ADN.
Y vos –y tú– ¿pensás que lo tuyo es corregible?
O, talento por delante, ¿vas a lo Baudelaire, a lo Rimbaud, a lo Cortázar, apostando a ser «un escritor incorregible»?
Es tan tonto creer que la vida te debe algo, que todo el sufrimiento o la miseria vivida te hacen merecedor de cierto premio. No. Los lindos casi siempre tienen cosas lindas, no han hecho nada para merecer lujos y privilegios, y generalmente su comportamiento deleznable no termina con ellos; la mayoría de las veces crecen. Y si llegan a cometer una falta o delito, seguro también se libran de un destino carcelario: hay quien nace entre algodón y quien lo hacen entre la mierda. Pensar que mereces un buen amor porque el anterior te destruyó completamente es una completa estupidez, pero nos han hecho creer que es lo justo. Te mereces esto y te mereces aquello y te mereces todo. Y seguramente no te mereces nada. Lo verdaderamente cierto es que a pesar de haber llevado una vida buena y caritativa quizá te quedes esperando esa recompensa que te dijeron te daría la vida. Aun así, me sigue encantando cantar eso que dice: cuánto me debía el destino que contigo me pagó. Sobre todo si hay tequila para lubricar la garganta: todo funciona mejor cuando está lubricado.
Mirando el mundo en cuarentena
No me parece nada extraordinario que la gente se junte para ayudar frente a una tragedia (el temblor del 2017, por ejemplo). Lo sorprendente en estos casos sería la apatía frente a la desgracia del prójimo. Nuestra naturaleza «humana» no es del todo vil, desprende algunos rayos de bondad. Pero luego, una gran parte se comporta como esa señora (o señor) narcisista que le da una moneda al pobre pero se toma su selfie y la comparte por todas sus redes: que todos vean lo buena persona que es, faltaba más. Ahí van cientos de mexicanos a decirle a todo el mundo que los mexicanos no sólo somos los más chingones entre los chingones, sino que además somos los más buenos, digo, por algo la virgencita se vino a aparecer aquí y no en otro lado. Bueno, dicen las bocas menos ignorantes que el halago en boca propia es vituperio. Pero yo creo que todavía esconde algo más. Pienso que cuando alardeamos de todo lo buenos que somos, inconscientemente es porque queremos tapar toda la demás mierda que cargamos, porque nos concierne también. Y quizá si miras de más lo bueno, por fingido que sea, dejas de ver lo malo, tan sincero. Y hablando de bocas ignorantes, y cerebros que los son mucho más, en este país de gente tan maravillosa se han visto actos de completa estupidez, que sobrepasan esa ignorancia abismalmente. Y no son casos aislados. Gente imbécil ha agredido a doctores y enfermeras que tienen que trabajar lo mejor que puedan para salvar a desconocidos. Porque pues, una enfermera no puede permitirse un automóvil para llegar a su trabajo y debe compartir el transporte público con la peor ralea de este país lleno de gente maravillosa.
Y entonces, como dijera el buen Arjona: abrace a los suyos y aférrese, que aquí no es bueno el que ayuda, sino el que no jode. Y a ver cómo nos va.
Niños distintos
Estoy comiéndome una hamburguesa en McDonalds después de mucho tiempo de no hacerlo. Un niño de la calle se metió al lugar y pasó a pedir dinero a todas las mesas. Segundos después, un hombre que recién llega ve al niño, lo llama y le dice que si tiene hambre. El niño responde que sí, y el señor le compra una hamburguesa. Cuando se la entregan va a sentarse casi frente a mí. Del otro lado también frente a mí hay una familia comiendo. Los padres y dos niños. El niño mayor debe tener dos o tres años más que el pedigüeño. Desde que éste se acercó a pedir a su mesa no ha podido dejar de mirarlo. Parece fascinado. No sé si lo asombre la edad del niño, o el descaro que tiene para pedir dinero a extraños. No sé si piense en lo diferentes que son a pesar de lo similar de sus edades, pero no puede dejar de mirarlo mientras continúa comiendo lo que compraron sus padres. Es tan insistente la mirada del niño mayor que el otro se siente observado y en su expresión parece verse que eso no le incomoda. Más bien parece hacerle gracia mirar esos enormes ojos del otro que expresan tantas cosas y que hasta parece que lo admira de cierta manera. El «niño de la calle» termina su comida y se va, satisfecho. El otro, como poseído por un hechizo lo sigue con la mirada hasta que sale y se pierde en la calle. Ambos continuarán con sus vidas, tan distintas.
Cocuyo le dijo a Manteca que subiera a la loma. Manteca subió a la loma. Manteca nunca había subido a la loma, le daba miedo, pero, aun así, subió porque se lo había dicho Cocuyo. Cocuyo no era el jefe de Manteca, sólo era su amigo. Manteca confiaba en Cocuyo porque Cocuyo alumbraba, tenía aquella lucecita fosforescente y verdosa que le transmitía seguridad. Manteca, en cambio, no tenía luz, era opaca, muy opaca, como las cenizas o el carbón del marabú quemado. Cuando Manteca llegó a la cima de la loma, muerta de miedo y cagada en los pantalones, descubrió que la isla era más grande de lo que le habían dicho. Desde allí arriba se veía el mar anaranjado en toda su plenitud, el horizonte se hacía lejano, y el monte, lleno de guásimas, palmas, jagüeyes, ceibas y ocujes, parecía una mancha verde ante el insólito espejo naranja del agua. Manteca, entonces, se sentó en la hierba y lloró y lloró. Lloraba porque tanta belleza y tanta inmensidad no cabían en sus pupilas. Cocuyo llegó caminando despacito, muy despacito, sin hacer ruido, y con un abrazo luminiscente la abarcó en su totalidad a pesar de que Manteca era gorda gordísima. Y, por primera vez en la vida, Manteca sintió que brillaba con luz propia.
Micaela y Agapito
Agapito tocaba el silbato y Micaela el acordeón. Agapito era fuerte como el ácana y tan alto como una palma real. Micaela era pequeñita y frágil, sin embargo, cargaba con el enorme acordeón como si cargara con un saco lleno de aire. A Agapito parecía que el silbato le pesara en el cuello, caminaba cimbrado hacia adelante arrastrando sus largas patas de flamenco y siempre daba la sensación de estar cansado. Micaela llegaba la primera a la plaza del batey, mucho antes de que saliera el sol, y montaba su carpa y su escenario en menos de lo que cantaba el gallo. Agapito se levantaba tarde y cuando llegaba a la plaza apenas había sitio, y si encontraba cabida era porque él parecía un alfiler. Micaela, apenas aparecían los niños, entonaba canciones alegres e improvisaba décimas sobre los animales del monte y la laguna: que si de la cotorra, de la biajaca, de la jicotea, del jubo o del perro jíbaro, y los niños aplaudían pidiendo más y más. Agapito tocaba el silbato cada vez que un niño corría, reía un poco más alto de lo habitual o se ponía a dar brincos como un chivo, y entonces les gritaba con semblante avinagrado: ¡Muchacho, carijo, quédese quieto y no joda más!. Micaela y Agapito eran hermanos.
Mandinga y Carabalí
Mandinga y Carabalí sólo se tienen el uno al otro. Mandinga es tan viejo como la ceiba del potrero y tiene la cara lisa como una polymita. Carabalí tiene cara de jutía y es mucho más viejo que Mandinga. Mandiga, de tan negro que es, no se ve por la noche, pero si se ríe sus dientes brillan en la oscuridad. Carabalí ya ha perdido todos los dientes y su negritud se está volviendo gris. Mandinga viste como un tocororo, con colores vivos y alegres y se entretiene con los zunzunes, los jubos, las arañas peludas y cuanto bicho hay en el monte, y como es así de “entretenido” y se ríe solo cuando saca las papas, las malangas o las yucas, de los sembrados, le llaman el Bobo de la Yuca. A Carabalí le gusta vestir de blanco, pero desde que se ha enfermado, prefiere ir desnudo por temor a que el color se enferme con su podredumbre (así llama él a la enfermedad). Mandinga, a pesar de ser “entretenido” cuida de Carabalí: le toma la temperatura con la mano, le baja la fiebre con paños húmedos y le hace tamales, guenguel y majarete con el maíz que él mismo siembra; le espanta los jejenes y las moscas y le da los jarabes en una jícara hecha de güira. Carabalí se lo agradece contándole historias de princesas y guerreros de su África natal. Carabalí y Mandinga habían venido en el mismo barco y los había comprado el mismo amo. Mandinga antes no era así, era inteligente y jacarandoso, pero por romper sin querer una botija en la casa del amo, el amo le pegó tan fuerte en la cabeza que se quedó “entretenido” para siempre. Carabalí le cuidó entonces y se lo trajo a vivir con él a su bajaraque en los lindes del ingenio. Carabalí tenía un bajareque propio porque ya era muy viejo. Y como ahora Mandinga, además de viejo, es “entretenido”, el amo dejó que viviera en el bajaraque de Carabalí. Al ser ambos tan ancianos no rinden en el cañaveral, por lo tanto ya no han de vivir en los barracones ni ir al corte de caña, pero Mandinga y Carabalí no saben vivir sin hacer nada, por eso la amita Eduvilges, que es una niña muy buena, le había pedido al amo que dejara que ellos se ocuparan del cuidado de su jardín, el único, en toda la casona, que está plagado de romerillo, mariposas, varitas de San José, girasoles, siguarayas, coralillo, cundeamor, y de las orquídeas malvas que se alimentan del caigurán. Ahora es Mandinga, como he dicho, el que cuida de Carabalí. Carabalí se ve como un clavel mustio y se entristece, se siente inútil, pero sobre todo, se entristece más, porque sabe que si él se muere, Mandinga se quedará solo, muy solo.
Nadie y Alguien
Nadie no tiene nada y, por no tener, no tiene ni sombra. Alguien tiene mucho y tiene una sombra muy larga. Nadie, aunque se ponga al sol y el sol le ilumine con toda su intensidad, nunca tiene sombra. Alguien, hasta en la oscuridad tiene sombra, o mala sombra, según como se mire. A Nadie no le importa no tener sombra, y no le gusta hacer sombra ni ser la sombra de otro. A Alguien le gusta que su sombra siga creciendo y que cubra la sombra de los demás. Nadie cultiva letras. A veces sus cosechas son tan escasas que apenas puede alimentarse de palabras, pero a él le da igual, sus palabras, aunque estén algo raquíticas y sólo den para una oración, le mantienen vivo. Las cosechas de Alguien, que también cultiva letras, son copiosas y le dan para párrafos y parrafadas, y para mantener inmaculada su obesidad mórbida. A Nadie le gusta cosechar palabras como: blanco, lagartija, espejo o lluvia. A Alguien le gusta cosechar palabras como: oropel, ditirambo, suculento o grandilocuencia. Nadie y Alguien viven en un pequeño islote dentro de un mar inmenso que a su vez está dentro de un gran océano. Nadie no ocupa casi nada, sólo un cuarto del islote que comparte con los otros. Alguien lo ocupa casi todo: las tres cuartas partes restantes. A Nadie le gusta no ser nadie, y a Alguien le gusta ser alguien, aunque sigue soñando que un día será Dios.
Ni el inquietante aullido de los perros, que huelen los siniestros, alborotó las tapias.
La noche del estrago llegó sin avisar.
El corazón notó que congelado quedaba su latido al sentir el mordisco pavoroso del desamor.
Después, quién sabe cómo, el hueco fue ocupando lugar, ganando espacio a expensas de lo vivo y su dolor.
Enorme vientre inverso, en el alma gestante apenas hubo señales de aquel mal, que, soterrado, carcomía su entraña.
Ya ni siquiera soy un manantial de bilis corrosivas.
De mí hoy sólo queda este vacío ingente, este imposible afán por vomitarse.
Esta atroz, visceral, abrumadora y omnipresente náusea.
Bocados de realidad
Pudiera parecerlo, pero esto no es un desvarío ni principio de demencial senil.
Sucede todo de forma natural.
Es algo que nos pasa sobre todo a nosotras, las que fuimos tan minuciosamente programadas para pasar la vida desviviéndonos cuidando de los otros.
De repente, una tarde de lluvia, delante de una taza de poleo, te da por echar cuentas y encuentras cien desfalcos en tu haber y demasiadas cosas que te debes.
Y te apuntas a clase de pilates o a un curso de bachata, o te pones a dar la vuelta al mundo montada en parapente.
O te unes al club de Los Poetas Cuerdos…
Nunca es negociable renunciar a uno mismo toda una eternidad.
Sientes cómo demanda, vital la sangre, que busques y devores el mínimo bocado de la realidad que la ocasión te brinde.
Siempre fue ahora o nunca.
Pero hoy es urgente exprimir la experiencia de vivir mientras dure.
Toca gastar tus últimos alientos persiguiendo las sombras de sueños ya olvidados.
Y echar en el olvido lo único que sientes como una certidumbre.
Cómo crujen tus huesos y cómo a tus espaldas los rumores del frío muy poco a poco crecen.
Los peripatéticos
Lo mismo sí, lo mismo en otro tiempo sí que fue necesario rebelarse contra el cielo, que nunca dejaba de mandarnos sus lúgubres augurios.
Gritar, como se debe, cuando a tu alrededor todo es desierto y tú no eres un cactus ni una rosa de sal.
Gritar, hacer del grito el venablo de rabia que alcance las alturas y logre penetrar su coraza de impía indiferencia
O al menos gritar hasta hacer que los cuervos se espanten y no sueñen en darse a nuestra costa su gran festín de vísceras.
Gritar hasta vaciar los últimos vestigios de hiel de las entrañas y que con ello deje de asfixiarnos la náusea .
Lo mismo sí, lo mismo en otro tiempo sí que hubo que dejarse jirones del alma y de la voz en el intento de tratar de enmendarle los designios torcidos al futuro.
Ahora lo que toca es callar y seguir hacia adelante, con la sobria elegancia de los peripatéticos que pasean sus dudas por los ásperos senderos de la vida, vestidos de estoicismo y de serenidad, como todos aquellos que ya están libres de cualquier miedo, pues con sus propias manos se encargaron de arrancar de raíz sus esperanzas.
Poco puede pasar… acaso que se abran las puertas del infierno, y diluvie la ira de los dioses sobre nuestras cabezas
Que esta vez, si hay suerte, se muestren compasivos con tanta indefensión.
Y que dejen caer sobre nosotros, feroz, definitivo, un aluvión de piedras.
A veces el pasado es el destino del humo de la vida, de la farsa del amor que, sin serlo, nunca fragua, como nunca es el agua un espejismo.
Dejaré en la tristeza un verso escrito, desamor, esperanza huera o vana e igual que su sentencia el reo acata yo quiero que después cunda el olvido.
Huya el tiempo también y su premura por caminos o vientos muy lejanos, que yo quiero de nuevo la dulzura
de tener el amor entre mis labios como el sediento que abre dulces frutas y se come la pulpa muy despacio.
El espejo
Tras el frío bruñido del espejo de alinde en que te miro, en el eco del silencio estás llorando y lloras lágrimas de cristal molido y lloras penas que son de hielo seco y lloras como un desterrado en el espejismo de tu dolor secreto.
Vives en una ciudad de vidrio y viento que tintinea en mi cabeza, casi rompiéndose cada día, pero yo no sé quién eres tú y tú no sabes por qué lloras.
Y yo que venía desarrimado a averiguarte la esencia del alma, héroe efímero de los escaparates… y yo que deseaba beber el aliento de cristal envenenado de tus labios, amor cercano e intocable…
y yo que quería preguntarte mi nombre…
La mujer del secreto
La mujer que me lleva a la otra orilla es un puente de sombras deshiladas, un atajo a la gloria o al infierno de un querer que me quiere a vida o muerte.
La mujer que me mata y me desea es la maga que embruja mis sentidos, la razón que se pierde con ungüentos aplicados de noche y a escondidas.
La mujer que me guarda y que me aleja trae un río de ayeres altaneros, desaguando en las dudas del ahora lo cierto y lo seguido de su estirpe, y es un brote de piedra en el futuro.
La mujer del secreto que ella sabe, lo desvela en las noches del instinto y fía ciegamente a mi vigilia su vida, que hace tiempo que es la mía.
Hay dos firmas de amor al pie de un trato avalando la sangre y su bullicio en los frágiles días que nos sueñan.
Nocturno
La noche se abre en una flor de brea que naciera del tallo de lo oscuro y derrama su efluvio misterioso bajo una lluvia de marfil eléctrico, de una luz que quizás sea de luna.
Camino en la quietud de las aceras buscando una guarida que me ampare y un bar es un lugar donde esconderse para encontrar sosiego en una copa y suponer tu cara entre las caras que me miran mirando lo que miro.
No sabe nadie que te busco a tientas, que me parece verte en algún rostro o en el cristal narcótico de un beso que me devuelve a ti, a la derrota absurda de quererte en unos labios de carmín postizo.
No estás y a la intemperie, cuando las putas vuelven del infierno, en esa hora turbia en que el delirio tiene un aroma de flor del trasmundo, sin aliento ni ruido vuela un ángel que desangra en palabras su agonía y un poeta se bebe los silencios del amargo licor de los crepúsculos.
Nunca hubo un amor tan imposible.
In the road
Dejé que el coche fuera despacio y sin destino hacia la noche albada del neón y el desvelo, igual que un ángel roto volando al ras del suelo la gloria me pillaba muy lejos del camino.
Por las calles oscuras, por las sombras opacas, la gente de la noche peleaba su esquina con la sed insaciable del vicio y la ruina que, al hervir de la niebla, bullía en las cloacas.
Yo, que buscaba el rastro y el perdón del olvido, devoraba kilómetros huyendo de lo inmundo y drogado de pánico, conduciendo errabundo, maldecía la suerte que tiene el forajido.
Repartía el semáforo en tres luces el mundo y en la duda del ámbar me quedé detenido.