Morgana de Palacios ha hecho de la vida y sus tormentas, su mejor oficio. Ha tomado la vida entre las manos y con ella fabricó un papel virtual y un teclado real y desde sus dedos sobre ese teclado, esparció como cabe a alguien que se precie de saber escribir, el rumor de una leyenda épica, hecha toda de versos como los de aquellos cantares heroicos que contaban la vida de otras vidas, donde todos los sentimientos son posibles. Poeta por antonomasia o quizás porque transformó esa antonomasia en una forma de vida, Morgana de Palacios surge rotunda en infinitos planos y con matices sólidos y bravíos, abarcando con precisión de mujer culinaria los sabores más íntimos de los sentimientos humanos como si condimentar con especias ignotas se tratara y sin temer al verbo ni a la crítica que apareja desafiar al Parnaso establecido. Ya se la ve salvaje como una enorme potra que ha montado en el viento, o fatalista, como una sacerdotisa abandonada en un templo sin dioses. Perdura allí, tan inerme a veces como armada otras, violenta o racional, furia o ternura, y siempre, como un largo dolor hecho de imponderables y belleza. Su poesía es de una antigüedad inmemorial como lo es la sabiduría sobre el conocimiento humano y refleja una y mil mujeres, que aggiorna a su capricho, con vocación de intérprete del mundo. Sería esperable en esta reseña indicar el baluarte que significa su técnica, trayendo desde el verso clásico la forma para darle la vitalidad del día a día correspondiente al siglo del cual es hija esta poeta, pero más allá de su vigor técnico y su arraigado conocimiento, lo verdaderamente poderoso es su capacidad para el idioma de hoy en una creatividad férrea y convocante, movilizadora y muchas veces hiriente como otras trágica. Morgana de Palacios escribe de la misma manera en la que vive, de la misma manera en la que piensa, de la misma manera en la que es. Ella es lo que escribe y –como un aleph– es una coleccionadora de mundos interiores que reflejan el espectro humano y sus riquezas y sus miserias, porque no se puede decir que esta autora sea de una escritura complaciente o feble, apegada al imaginario femenino y portadora del canon de debilidades que muchas veces, otras poetas, manejan como su registro más productivo. Por el contrario, Morgana no teme a los registros y la suya es una búsqueda incesante por expresar las innúmeras vibraciones profundas por las que pasa un corazón humano. “No me queda más que reafirmarme en una de las definiciones más sólidas que he leído sobre esta poeta española con la cuál es imposible la indiferencia: Morgana de Palacios, la violencia que canta.”
La inteligencia se marca a la hora de resolver un conflicto y, cuando el conflicto radica en lograr un equilibrio estético y emocional en un texto, es cuando la inteligencia de Gerardo Campani se destaca. En sus textos siempre alguien percibe una parte de la realidad y la desmenuza desde su propia e íntima sensibilidad, para luego echarle una pizca de racionalidad, de manera que el color del sentimiento queda delineado por un atisbo de explicación del mismo. Explicación esta que suele adquirir el ropaje de cuestionamientos sin respuesta.
En su poética, hace gala de un profundo conocimiento de las reglas que norman este arte, lo que le permite no sólo desarrollar cualquier metro, sino también cambiar de fondo, forma, como también de tono. Bien puede escribir un poema blanco de carácter existencial, como decantarse por unos octosílabos si se lanza a un contrapunto divertido. Es también para remarcar que, en poética, no le cuesta trabajo distinguir o confundir al yo poético de cualquier sujeto que elija recrear. Cosa que a pesar de que dificulta llegar al fondo del escritor, permite el disfrute de cualquiera de sus poemas.
En cuanto a su prosa, la misma se caracteriza por un aliento tranquilo y ameno, con el cual logra proponer, partiendo de situaciones sencillas – o mejor dicho, comunes -, un montón de variables que deja a cargo del lector extrapolar. En su novela «Conrado está muerto», por ejemplo, sin mencionarlo jamás, realiza un juego extenso sin líneas divisorias precisas y enérgicas entre crueldad y maldad, nociones nada pequeñas.
A la hora de dar la mano a un compañero de letras, es de él tener la precisa, la frase que empatiza con el que busca aprender. Con el tono humilde del que sabe y busca transmitir lo que sabe, y no con la altanería del que conoce lo que no sabrá enseñar a nadie. En este aspecto, uno de esos profes que se sientan a tu lado y te muestran el cómo sin impaciencias.
Gerardo Campani es un escritor que pisa firme en territorios difíciles, como lo son la densidad del absurdo o la milimétrica consistencia de la ironía. Un tipo capaz de decir «el mejor resultado es el empate», y ya el que tenga capacidad para sopesar, que lo haga.
Yo hablo con el viento. Algunas veces aparece de pronto, en una ráfaga de polvo y de tristeza. Solo espero, mientras posa su aliento de metralla encima de mis hombros, como lumbre que acaba consumiéndose en sus ascuas.
Yo hablo con el viento en los veranos que conservan el frío en la mañana, abriéndole mis brazos sin reservas se enreda en mi cintura, y con sus palmas revuelve mil corales por mi pelo bajando la marea de mi espalda, y escribe con sus dedos de siroco mis muslos de papel. Tiembla de ganas el agua de mi centro, y el silencio se vuelve soplo y grito que restalla.
Y puedo distinguir si no aparece o si se queda quieto, boca amarga, por no sembrar dolor sobre los campos de mis días de siega y esperanza.
Yo hablo con el viento mientras sube por el calvario oscuro de su alma y hablo sin hablar cuando tropieza, y abrazo el vuelo gris con que levanta las hojas del otoño de sus días como levanta el peso de mis lágrimas.
Y en las noches que el aire huele a pólvora y no sopla la brisa, una palabra se escapa de mis labios, y se queda temblando sola igual que una plegaria.
Mi mundo siempre tuvo mucho de papel más allá de su fragilidad. Había muchos libros en mi mundo.
Grandes bibliotecas había en mi mundo que tapizaban las paredes y la forma de ser.
Alguien que tiene tantos, tantos libros, no es como los otros.
Luego, estaban las bibliotecas públicas. Y mi padre con ellas. Era un hombre/ángel diseñado para habitar entre los libros.
En Córdoba, también, toda una habitación era una biblioteca.
En las dos casas, los estantes no daban abasto para sostener tanta afición por el conocimiento y los libros que no encontraban mundo quedaban apilados en la mesa, en el escritorio, en las sillas o en el suelo.
La geografía montañosa de mi vida estuvo hecha de sierras y de libros.
Metamorfosis
P or entonces sobraba en todas partes, inclusive al humor de Tomás que tuvo que prestarme un par de pantalones y una camisa ancha en la que entraba mi cuerpo varias veces.
Arremangaba los pantalones y los metía adentro de las medias porque Tomás me llevaba más de una cabeza. La camisa la dejaba suelta y me disfrazaba de fantasma. Total, tampoco nadie me veía en esa casa.
Nos alojaron en la pieza de atrás que daba sobre el huerto.
La abuela dejó dos juegos de sábanas que olían a mucho sol, pero que estaban duras, como almidonadas por el agua de pozo y el jabón.
Eran sábanas blancas, poderosamente blancas, de una tela dura, rígida, como la abuela.
Yo hice mi cama. Mi mamá se acostó sobre el colchón y se subió el acolchado hasta los ojos.
Supongo que lloraba debajo. Era lo único que hacía últimamente.
En la habitación, había además una cómoda con un espejo en medialuna, enorme, y un ropero de madera tan oscura que parecía negro. También tenía un espejo en la puerta central.
Yo nos miré ahí, retratadas en ese espejo alto.
Mi mamá era un bulto, una apariencia, cubierta totalmente y aún así, no invisible. Yo, no sé lo que era.
Las trenzas mal atadas dejaban escapar pelos de todos las medidas. Se notaba mucho que mi camisa era la parte de arriba de un pijama que no pegaba con el pantalón. Estaba fea, como un pájaro que no acabó el emplume, todavía con el polvo que entraba por las desvencijadas ventanillas del tren, adherido a mis formas.
No podía imaginar un lugar más polvoriento que aquel en el que estábamos.
Otras veces habíamos llegado igual, como una imposición. Pero era la primera que no llevábamos valija ni bolso ni una muda de algo. Pensé si la gente se habría dado cuenta en el tren que yo viajaba vestida con pijama.
La abuela lo notó.
-Usted… vaya a bañarse -me dijo, desde lejos, apareciendo como una sombra estricta en la suave penumbra del corredor que llevaba a nuestra habitación.
Esperó que pasara junto a ella, sin otro gesto que su dedo señalando el baño. Después se acercó a la puerta para hablar con mi madre que seguía debajo del cubrecama.
-Podrías haber traído ropa -dijo, solamente.
Yo me encerré en el baño.
Pensé en las otras veces de mi tan larga historia de paquete.
Siempre terminaba vestida con la ropa de otro, contribuyendo a mi estilo de adefesio.
La abuela abrió la puerta y me miró todavía sin desvestir, de pie junto al lavabo.
-Báñese rápido, que no se desperdicie nada de agua. Acá tiene.
Dejó sobre el banquito de junto al bidet la ropa de Tomás.
Me tuve que desnudar delante de ella, para que se llevara la mía y la lavaran.
-Su madre tendrá que coserle alguna cosa. No va a andar siempre vestida de varoncito, pidiendo ropa ajena -comentó y volvió a cerrar la puerta mientras yo me metía bajo el agua.
Pero mi madre no salió durante mucho tiempo de debajo del cubrecama. Y yo tuve que andar vestida de Tomás, que tampoco tenía más ropa sobrante que la que me había dado y que le hacía a él tanta falta como a mí.
La abuela le dijo varias veces a mi madre: Ocupate de tu hija, que para eso sos la madre.
Después, le encargó a Tomás que me cuidara.
Cuidar para Tomás era enseñarme a hacer lo que él hacía. Ser mandadero, peón de patio, andar entreverado con los otros peones, un poco acá un poco allá, aprendiendo el oficio de los hombres. También la libertad de andar tan suelto.
Lo fastidiaba hacerme de niñero pero no se animaba a traspasar el límite y transformarme en su propio peón.
Yo, más que su peón, era su perro. Andaba todo el día atrás de él, tratando de no molestar al único que me dirigía muy de vez en cuando la palabra o me compartía una galleta, un pedazo de pan, un mate en el galpón, alguna broma, además de la única ropa que te-nía yo para vestirme.
Cuando le preguntaban los jornaleros quién era yo, él se encogía de hombros. No lo tenía claro. Solamente obedecía el encargo de la patrona. “Una parienta”, murmuraba entre dientes sin conseguir asegurarme un rango de parentesco con los patrones. Y los peones farfullaban: “¿pero es hembra?”
Así fue que le pedí el cuchillo que llevaba cruzado sobre los riñones, una tarde.
Me lo alcanzó sin otro ademán que el de alcanzármelo ni otra recomendación que la de su gesto.
Yo me corté el cabello a cuchilladas delante de un pedazo de espejo que él usaba para afeitarse sus principios de bigote.
Ir al magosto del colegio con mi hija pequeña y que coma castañas, poner dos lavadoras sin mezclar los colores, pedir certificado de la cuenta de ahorro, mostrar más empatía con mis clientes, comprarme chocolate: negro, con leche y blanco, escribir un poema que me seque las lágrimas,
Lo que yo escribo repercute en ti y cruza vidas con tu día muerto, equilibra tu voz y te transmuta el rostro si te susurra algún verso prohibido.
Lo que tú escribes me imagina a mí bailando en algún pub fuera del mundo -levísima distancia entre los cuerpos- mientras hablan desórdenes los ojos.
Saja tu letra el aire del augurio como un largo cuchillo deseado y mi sibila intuye cicatrices para lamer despacio cualquier noche después de que te pierda mi mirada.
Sirve dos copas más y haz que me importe un bledo la desmesura de la mente ardida.
Sé nuevo para mí que yo probablemente si uno mis pedazos con tu verbo nunca seré la misma.
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Editorial » Por Gavrí Akhenazi
Sumario
Poesía » Buscando el azul / Renacimiento / El olmo / A mi yo poeta » Por Arantza Gonzalo Mondragón, con fotografía de la autora
Prosa » Polvo de yeso / Recuerdos de un inmigrante / Desequilibrios » Por Silvana Pressacco
Poesía » Me reconozco fiera / El ojo de Satán / En(carnadas) / Al fondo de los hombres » Por Morgana de Palacios
Reseña » Tierra: Un libro de Silvio Manuel Rodríguez Carrillo » Por Ruffo Jara
Novela » El brillo en la mirada (tercera entrega) » Por Eva Lucía Armas & Gavrí Akhenazi
Poesía » Lumínica / In-crédula / Pequeña infinitud / Nostalgia » Por Mariví González
Artículo » Praxis poética » Por Alejandro Salvador Sahoud
Poesía » Poeta no te calles / En remisión / Las tardes en espera / Solo sueños » Por Eugenia Díaz
Reseña » Asesinando a mi madre (y otros poemas violentos) » Por Silvio Manuel Rodríguez Carrillo
Poesía » Y si muero que no me repatrien / Anatema contra el mal versolibrismo / Hubo una vez una ciudad canalla / Décima sin nombre » Por Ricardo Fernández Esteban
Humanidades » La canción: fusión de música y poesía » Por Mercedes Carrión Masip
Poesía » ¿De qué presumes, Mayo? / Desmemoria / Lorquiana / La zarza y el tendedero » Por Juliana Mediavilla
Prosa » La ventana de Ione » Por Idoia Laurenz
Entrevista » Carmen Jiménez » Por Rosario Alonso
Artículo » Recursos literarios (octava entrega) » Por Enrique Ramos
Autores que aparecen en esta edición
Alejandro Salvador Sahoud
Arantza Gonzalo Mondragón
Enrique Ramos
Eugenia Díaz
Eva Lucía Armas
Gavrí Akhenazi
Idoia Laurenz
Juliana Mediavilla
Mariví González
Mercedes Carrión Masip
Morgana de Palacios
Ricardo Fernández Esteban
Rosario Alonso
Ruffo Jara
Silvana Pressacco
Silvio Manuel Rodríguez Carrillo
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Ni los escritores ni los poetas tienen que encerrarse en una torre de marfil, argumentando como clave exculpatoria, que una inmensa masa no los comprende ni interpreta, cuando, lo que deberían hacer, en realidad, es analizar el porqué de que no se los entienda. Es mi prédica constante, saturante, hartante y siempre a contracorriente de los mundillos que terminan trenzando intelectualidades de salón, apasionadas exclusivamente por robustecer su distancia del resto de los mortales.
Sostengo que las élites son tapones de basura en la boca de un caño público. Están ahí, entorpeciendo todo y sobre todo, impidiendo el acceso a su núcleo cerrado, a todo un público que termina clavándose con obras que son una verdadera porquería, escritas exclusivamente para satisfacción del ego personal y sus cuatro cultores que manejan la opinión crítica con el más absoluto descriterio.
Cuánto más se aleja el escritor del núcleo social, cuánto más complejiza el diálogo con su lector, más recalcitrante se vuelve, apoyado por una corte que hace de lo que ellos entienden por cultura, un Olimpo de cuatro iluminados que miran a los otros desde lejos, no sea que alguno tenga un talismán místico o algún conjuro cabalístico, que les quite sus prerrogativas de élite.
Se recocinan en su propio jugo y engordan con él esa idea difusa y casi mítica que se tiene de que los escritores reciben su poder emanado de Dios, como otrora los reyes.
Luego, está el marketing, que deviene de la misma circunstancia, porque en la actualidad todo es un comercio y sacando las revistas independientes que apuestan por las culturas de resistencia o dan espacio a los que lo necesitan, todo lo demás pertenece al circuito comercial y se maneja con dinero y no con talento.
Así, los bodrios que alcanzan el mercado y son publicitados hasta la insensatez por la opinión comprada de tres críticos de merchandaising.
Yo creo que hay movimientos literarios que se gestan en una convicción de transmitir determinadas vertientes sociales e históricas.
No se puede desvincular el arte de los cambios que la sociedad experimenta, como si fuera un objeto no representativo del hombre, sino de algún abstractismo ignoto al que se accede sólo por voluntad divina.
El artista debe ser un testigo de su siglo, de su núcleo, de su historia de raza, de su historia de humanidad.
En esa clase de movimientos creo yo. Los que marchan con el hombre y llevan sus banderas.
También es cierto que no todo el que ponga letra en un papel puede llamarse escritor. Ese es un fenómeno obsceno que sucede en internet, mediante el cual, gente que no tiene puta idea de lo que es un oficio real y concreto, llama «poeta excelso» a cualquiera que pegue (porque pegar no es rimar) mañana con campana, sin la mínima noción de lo que es un desarrollo artístico en cualquiera sea el texto literario que encare ni tenga la más elemental base gramática (ya no pido talento) como para una redacción —por lo menos— coherente.
Lo más trágico es que, en la compulsa, todos entran en el mismo saco internetero y es muy difícil establecer parámetros con aquellos que tienen el convencimiento de que son grandes escritores, porque otros, que no entienden nada de literatura (no me pongo elitista sino que hablo en base a los años de oficio que tengo encima) los convencieron de eso, alabando engendros que no resisten siquiera el más elemental análisis sintáctico.
Como novelista, observo este fenómeno (el de internet) mucho más frecuentemente en poesía que en prosa, aunque ésta ya también vaya siguiendo el mal camino de otras circunstancias literarias, hasta que la literatura termine por convertirse en un subvertido arte menor (y no me estoy refiriendo precisamente a versos de «hasta ocho sílabas»). ◣
Hay gente que pasea el cuerpo
y gente que pasea el alma.
Unos corren por los andenes
para no perder el tren de la primavera
mientras otros esperan a que el invierno les estalle.
Hay corazones que guardan billetes caducados
en el fondo de un violín de tiempo,
buscando un amor
que les robe la memoria
y así olvidar la soledad
que borró días en el calendario.
Quizás debamos restar a las estaciones
los minutos en que las flores salen,
arañar los perfumes y los colores
dentro de un universo imaginario,
esperar que regrese del baúl escondido
el impulso definitivo hacia azules más intensos.
Puedo perdonarlo todo,
excepto que no me quieran.
Renacimiento
Volviste de las cosas dormidas,
del silencio podrido de las sienes
y los instrumentos cubiertos de polvo.
Volviste del desierto olvidado por los dioses,
del tren fantasma donde nadie viaja
y el sillón eterno donde yacen las flores.
Tu patria era el éxodo donde morían los vinilos.
Pero resucitaron en tu garganta
las cuerdas adormecidas por el humo,
las cuerdas momificadas de ausencia.
Pero volviste,
sereno, renovado,
malherido por el talento.
Llegaste a mí con el perfume que toca todas las cosas,
con la elegancia con que miran tus ojos.
Qué decirte,
que me gusta el lugar que ocupas en el mundo,
qué decirte,
que me gusta el que ocupo yo,
prisionera de tu encanto.
El olmo
Una vez vi que un olmo dio una pera
y me quedé atrapada en su prodigio,
por eso vuelvo cada primavera
a buscar en la rama algún vestigio.
Por momentos parece que germina
que quiere agradecer mi confianza
pero pronto el amago se termina
y vuelvo a mi normal desesperanza.
Qué terca mi insistencia en lo imposible
estando el campo lleno de perales.
¿Será la realidad tan insufrible
que prefiero elegir mis propios males?
A mi yo poeta
Te doy mi boca
para que hables al mundo
y te conviertas
en domadora de relámpagos
capaces de encender
el fuego en los renglones.
Esa que ves delante del espejo
esconde la emoción de los perfumes
que excitan el olfato buscando expectativas.
Para hacer magia has de ser capaz
de traducir el alma.
Fue oportuno estar ahí en el momento justo en el que la estatua se trituró contra el piso a raíz del empuje que le dio tu soberbia. Pude ser testigo de cómo se elevaba por el aire el polvo del yeso mientras moría definitivamente el brillo de tu imagen.
Nunca lograste conocerme —o tal vez nunca pudiste— porque caminabas frente a espejos recitando de memoria tu nombre. Te nutrías tan solo con los logros de tu propio huerto mientras una ciega con las rodillas lastimadas lo abonaba en los climas inadecuados.
Ahora es inútil que hables de regreso porque me llevó mucho tiempo limpiar la basura. Además debo confesarte que ya no tengo altares, ni siquiera religión.
Sinceramente —para qué mentir— no me seduce un dios craquelado. ◣
Recuerdos de un inmigrante
No podía saber cuántos momentos había borrado de su memoria con los años, pero el primer día en Argentina seguía intacto y lo revivía como si fuese esa misma tarde. Volvía a ser un niño en las calles grises del puerto, sintiendo cosquillas de incertidumbre y un miedo indescriptible comiendo su hambre mientras se sujetaba a la mano callosa de su papá como lo único seguro.
Dos días después de haberlo desembarcado el bergantín había vuelto a partir, y aún maldecía no haber seguido el impulso de subirse de nuevo olvidando lo que se esperaba de él. Comprendería después que por su cobardía había perdido la única oportunidad de volver a los brazos de su madre. Desde entonces, ningún barco se la trajo y ninguno lo regresó. El sueño de volver a Italia moriría con él, enterrado bajo una tierra que lo había cobijado pero en la que siempre se sintió un intruso. Una tierra en donde conoció temprano el abandono, la pobreza y el sacrificio.
Aún le dolía la mano gruesa y firme de su padre posada en el hombro, la presión del moño que acomodó en su cuello y la caricia fría sobre el flequillo para despejar los ojos que vencían a las lágrimas. Él tenía tan solo 8 años cuando lo vio partir dejándole un montón de mentiras como única esperanza, un patrón severo, una cama dura y por techo un galpón que competía en crueldad con las temperaturas exteriores.
El recuerdo venía acompañado siempre de los mismos dolores que validaban sus convicciones, no era bueno amar y mucho menos confiar.
Había logrado sobrevivir sólo y en su corazón nunca hizo espacio para nadie. ◣
El problema es que yo no ofrezco nada, ni miel ni hiel ni carne de papel, ni meta que alcanzar ni andarivel ni siquiera una lengua amaestrada en violencias virtuales, abocada al más puro fracaso realista.
Si peco de algo es de fetichista coleccionando versos asombrosos que cambio por los míos venenosos con quien no cree que me pasé de lista.
Me reconozco fiera. De telones entiendo poco y nada. Boca adentro carezco de pudor y salgo y entro de mí sin timidez y a borbotones sin pretender de nadie absoluciones al pecado de serme en sinrazón. Tú cuida, si peligra, el corazón que conmigo te arriesgas al infarto.
Sé que acabo doliendo como un parto y que termino siendo una adicción.
Y te estoy taladrando las neuronas sin pose, sin teatro, sin divismo, te estoy acompañando a ser tú mismo, a definirte sin las bravuconas consignas de la hombría cabalística. Te estoy zarandeando con la mística de una mujer que está en huelga de hombre por motivos que no vienen al caso.
Tan rebelada estoy contra el Parnaso como tú contra el filo de mi nombre.
El ojo de Satán
Yo ya no me apaciguo ni en mis propias pulsiones y escribo desvaríos por encontrarme el centro, por transmitirme absurda desde el punto de encuentro con otros ojos libres. Por amargas razones, ahondar en el útero de las desilusiones, les quita la coraza, el acero, la roca. Catártico el instinto rebelde de una boca que desnuda tragedia para vestir consuelo. Yo uso la palabra como el largo escalpelo que limpia las heridas que el amor me provoca.
El verso me conduce a falsas posiciones y dejo que me roben lo que me pertenece pero no soy culpable si el desengaño crece como la mala hierba sobre los corazones. Yo camino de vuelta de avernales razones y no hay sitar que imite la voz de mi armonía ni llama que se prenda en la noche vacía para paliar mi ausencia del ojo de Satán.
Mi boca se rebosa de caliente champán cuando le miro fría, fría, fría.
En(carnadas)
Será por algo, entonces, que las mujeres sangran cuando se caen desnudas desde el aire translúcido sin que las apuñalen.
Será por algo que se derraman purpúreas y no verdes biliosas o ámbares seminales.
Será por algo, digo, que como las mareas se van de sí, volviendo a sus adentros con la luna regente en los instintos y desbordan los cántaros terrestres de neuróticas aguas escarlatas.
Será que por sus venas corre el hombre de atávicos cuchillos afilados para la gran venganza de su génesis grabada en la memoria colectiva.
Será que no hay amor sin sacrificio cruento en el altar de Cronos ni vida sin la muerte de sus cárdenas rosas menstruales. Será que se suicidan gota a gota, criaturas de sangre para el semen de un dios muerto de rojos.
Al fondo de los hombres
Al fondo de los hombres, yo siempre llego tarde. A destiempo me gustan los que hubieran servido para darle la vuelta a tanto amor fingido y desmontar los tópicos sin excesivo alarde. Yo no salgo de mí si inquietante no arde la mente en una pira de surrealidad y resulta evidente que, pasada una edad, sin los inconvenientes que tiene la inocencia, sólo un antiguo preso, ahíto de experiencia puede acercarse un poco a mi exacta verdad.
En eso me distingo de cualquier hombre al uso que sueña a los cincuenta con dos de veinticinco, así que, siendo perra, no pego ningún brinco por una galletita que morder, ni me excuso por no ladrar eufórica ante el primer pituso que me rasque la panza que muestro generosa, con esa deferencia tan feble y cariñosa de quien para el paseo, no te pone bozal.
Pero eso ya lo sabes. Soy esa fleur du mal que llega siempre tarde, herida y sospechosa.
Cayetana puso la tetera sobre el mantel bordado en encaje de la bandeja y sonrió.
Solamente a ella le había contado que estaba frecuentando al «señor Irala» por ese cúmulo de casualidades que terminaron transformándose en un hábito y después, para mí, en una necesidad.
Muchas cosas de mi propia naturaleza me identificaban con él y como a él parecía sucederle algo más o menos similar, encontrarnos para conversar o para no conversar y caminar en silencio —aunque yo demasiado silencio nunca pude hacer— era parte de nuestra rutina diaria.
Si algo sucedía que nos impedía encontrarnos, entraba yo en una especie de necesidad difícil de explicar que no se calmaba hasta que conseguía dar con Irala en alguna parte. —De cualquier modo, cuídate, Luisi… No está bien visto en esta casa el señor Irala y no faltarán lenguas que traigan el rumor a los oídos de papá. Evítate un disgusto … —me recomendó suavemente Cayetana, mientras regresábamos al saloncito llevando el té. Yo le había contado lo que me sucedía, porque mis hermanas estaban conversando sobre Genara, quien, como Irala iba seguido a cenar a su casa por asuntos de negocios con su padre, se consideraba candidata probable a ser su futura esposa, porque, todo según mis hermanas que contaba Genara, el tipo le establecía encima su negrísima mirada y no se la quitaba en toda la noche.
Hasta que ellas no me contaron eso, yo no había advertido cuanto me importaba Daniel Irala ni por qué me importaba tanto.
Me había engañado a mí misma con una amistad sin implicancia, entre dos almas gemelares que comparten su visión peculiar del mundo y sus habitantes. De pronto, sus ojos me importaban, su voz me importaba, su vida me importaba. Lo extrañaba si no podía verlo todos los días y atribuía ésto a que él interpretaba mis sentimientos y pensamientos como nadie. Era el mejor de los amigos hasta que se transformó en la más urgente de mis necesidades. Todo gracias a Genara. Como si ella hubiese tenido la sola misión de descorrerle un velo a mis ojos.
Sin duda, a la misa del domingo concurría todo el mundo y no se podía faltar a ella a menos que la enfermedad la diera a una por tierra y estuviera transformada en un ánima cercana al sepulcro.
Yo no me sentía en tal extremo de quebranto, pero la abstinencia obligada que me impuse para que el mal no acabara derribándome con peores consecuencias que las hasta ahora experimentadas, volvía el remedio de la misma calaña que la enfermedad. “Purga de Irala” me dije cuando Genara regresó a contarnos que había ejecutado en el piano (para el buen partido que su padre peleaba por predestinarle) todo el repertorio que una señorita que se precie debe conocer.
Ella misma había puesto sus manos de “no hacer nada” en la cocina, sólo para decírselo a él, entre melosas sonrisas y gorjeos de calandria atragantada y él había festejado su gusto culinario y musical, mientras conversaba de negocios con don Fausto y ofrecía sus ojos “de almíbar negro” según el decir de Genara, a los ojos que lo contemplaban fascinados.
—No te vayas a quemar con ese almíbar —le dije—. Son fosos de brea más que almíbar quemado —rompí al cabo la imagen poética de la pobre Genara y mi mal humor empezó a ser más malo y más negro.
—Nuestras familias están enemistadas —terció Bernardina, mientras yo me levantaba de la mecedora del jardín, donde escuchábamos el relato de Genara y hería el pedregullo del camino de acceso.
Fue en el momento del beso, cuando decidí purga y abstinencia “y si me quieres venir a buscar, vas a tener que entrar por la puerta de mi casa, Daniel Irala, arriesgándote a que mi padre te corra a escopetazos”.
El beso en cuestión fue en la mano.
Yo no había sido merecedora de tal privilegio ninguna de las veces en que estuvimos por allí conversando y riéndonos de nuestras propias similitudes y diferencias.
Tampoco vino a buscarme a la puerta de mi casa ni en los siete días que transcurrieron desde aquel hasta el domingo en que debía enfrentar la misa, porque no había concurrido a ninguna durante la semana larga de recogimiento.
Intenté una excusa para no ir al pueblo y encontrarme con Genara del brazo de Irala, porque con la velocidad que él llevaba, ya debían andar del brazo. Por supuesto, la misa estaba por encima de cualquier cosa, como una condición para no ser acusada de hereje, plenamente. Ya tenía yo demasiadas diferencias con el señor cura que mi madre, sabiamente, intuía que se mitigaban si me arrastraba a la comunión y así hacía valer su buen juicio sobre el mío.
Misa al fin.
Genara estaba en el banco de su familia, saludándome con alegría. Irala no estaba con ella.
En realidad, Daniel Irala no asistía a misa y según me había dicho, “porque explicaciones solamente le debo a mi Señor”.
Tenía sus convicciones el hombre. Habíamos protagonizado algunos diálogos teológicos muy interesantes, en los que demostró un vasto conocimiento de La Biblia y la doctrina de la iglesia. Literalmente no comulgaba ni de hecho ni de derecho. Y no escatimaba epítetos para hablar del cura.
Esa breve sabiduría sobre Daniel Irala me permitió considerarme a salvo.
De cualquier manera, con fingida gentileza, le pregunté a Genara por qué Daniel no la acompañaba.
Ella me dijo que desde la “segunda visita” no había vuelto a verlo porque el negocio que tenía con su padre ya estaba arreglado pero que, probablemente, en el transcurso de la semana volvería a cenar a su casa, según la invitación oportunamente cursada.
—Y me cuentas… —le reclamé. Después de todo, éramos amigas antes de Irala.
Me acomodé la mantilla sobre la cabellera y dispuse mi ánimo aliviado a soportar estoicamente el sermón del cura.
Cuando salimos de soportar la ímproba retahila de monseñor para quién nunca era suficiente la limosna ni podía servir de absolución a la lujuria y desenfreno que —según él y sus sueños— acontecía en el pueblo, el sol estaba enorme sobre la plaza, pero para mí se hizo de noche.
Irala se había detenido justo frente a la puerta de la iglesia y a sus cuatro escalones.
Apenas lucía la ropa de faena, aún sucia del barro y del sudor del día, como si su presencia fuese algo casual allí y le diera lo mismo haber detenido el caballo frente a la iglesia que frente a lo del turco. Su actitud era la de quién está esperando alguna cosa que bien no sabe desde dónde debe aparecer.
Reclinado contra el palenque donde se hileraban los caballos más allá de los coches, esperaba.
Sus ojos recorrían parsimoniosamente al pueblo convocado por las campanas, sin hacer el menor caso de la conmoción que provocaba su presencia allí, porque se mostraba tan poco, poquísimo en público, que aquella actitud tan expuesta a los ojos de todos provocaba una ola de murmullos entre toda la masa que salía de la iglesia al mediodía.
Me encontró enseguida.
Sentí sus ojos adentro de los míos. Me empujaron sus ojos.
Él, por un instante me quitó de encima la mirada y la fijó en el cura, que estaba despidiendo a la feligresía y haciendo las recomendaciones necesarias para un buen convivir cristiano en el infiernillo del pueblo. Del rictus contrariado, sus labios pasaron a esa sonrisita sarcástica que bien yo le conocía.
El cura sintió los ojos que se le prendían y quedó también mirando al Irala, como si el tiempo se detuviera momentáneamente entre ellos y todos los demás que estábamos ahí, quedáramos excluídos de alguna ceremonia privada entre sus ojos.
Mi madre, que me llevaba del brazo y notó que yo me distraía en contemplar a aquel moreno mugroso que no le sacaba los ojos de encima al cura, tembló a mi costado.
Fue tan notorio su temblor, que empezó a sacudirme también a mí, que la llevaba del bracete.
—Mamá… ¿qué le pasa? —acabé por preguntarle a tanto estremecimiento.
—Es igual que Juan Luis… —balbuceó ella, como si yo debiera entender.
—Juan Luis… ¿ quién es Juan Luis? —insistí en preguntar, si aquello era lo que mantenía tan en vilo el ansia de mi madre. Ella no respondió.
Cuando regresé mis ojos a Irala, él ya no estaba más. ◣
Capítulo 6
Afectos utilitarios
Por Gavrí Akhenazi
Venían por el camino, al galope, midiendo la energía de un caballo nuevo que él le había obsequiado, porque según decía, el de Luisina era pesado como un odre de vino. Como el suyo era veloz por encima del viento, siempre la dejaba atrás y tenía que detenerse a esperarla, cuestión que lo malhumoraba porque interrumpía sus conversaciones (cuando todavía conversaban). Entonces, un buen día, le dio la montura de recambio.
—Pruébate este… —le dijo, como si fuera un vestido y le dio las riendas.
Igualmente, también la dejó atrás. O sea que el problema era él y no los caballos de la niña.
Se había acostumbrado a ella, como quien se acostumbra a un perro noble, de esos que nos acompañan por la vida como una mudez presente y dulce a la que recurrir en los momentos de intensa soledad.
Aunque la chiquilla no llegaba ni a los veinte, era especialmente ubicada en ese mundo particular que le exigía ser de un montón al que ella parecía desesperada por no pertenecer.
Era radicalmente diferente, desde sus vestidos hasta sus pensamientos y, quizás ese y no otro, era el motivo íntimo por el cual él le permitía aquella cercanía cotidiana.
Ni siquiera podría decirse que era hermosa. Apenas alcanzaba a raspar lo bonita, cosa que suplía grandemente con la chispa de su simpatía y su predisposición a la aventura y la discusión.
Pero él se sentía proclive a la muchacha y le consentía la sencillez de una relación sin pretensiones como la que se ofrecían mutuamente.
Además, se confesaba Daniel consigo mismo, ella lo mantenía al tanto de todo lo que se cocinaba en la estrecha sociedad de Villarrica y como informadora oficial de los acontecimientos puebleros —como era tan dada a la conversación— le venía a él como anillo al dedo.
No le costaba nada cultivar raptos de paciencia, para ganar ese beneficio de saber siempre los chismes sin tener que ir a buscarlos él.
Cuando regresó sobre el camino, porque Luisina no llegaba nunca a alcanzar su caballo, la encontró detenida con la vista fija en un punto distante que oscilaba como un péndulo pesado, colgando de la rama de un árbol.
Ella estaba inmóvil, con la vista absolutamente fija, negándose a admitir que lo que estaba viendo fuera lo que estaba viendo, sino que su gesto parecía querer imaginar alguna otra cosa que se pareciera a lo que sus ojos no podían dejar de mirar.
—Daniel… —balbuceó al fin, aferrando su brazo cuando él se puso a su par, regañándola porque no le alcanzaba— Mira.
Él miró.
—Virgen Santa… —alcanzó a decir y se lanzó al galope a través del campo hacia los árboles.
Al muerto llegaron juntos.
Luisina se quedó allí, mirándolo desde abajo, colgado de la rama con una gruesa soga de enlazar, con la cara hinchada como un sapo, los ojos hacia fuera que se le saltaban de ella y la lengua morada. Si no hubiese sido un hombre, bien podría haber sido un muñeco grotesco para espantar los pájaros del sembrado. Pero era un ahorcado.
En las ramas, se acomodaban los carroñeros, graznando.
—Vete para atrás… —le ordenó Daniel y él, desde su montura, tomó al cuerpo por las caderas y con un certero golpe del machete que llevaba siempre colgando de la silla, cortó la soga.
Eustaquio Ocaña se desarmó como una cosa, de través entre el pescuezo del caballo y Daniel, quien desmontó de un salto y le quitó la soga del cuello lacerado.
—¿ Está muerto? —preguntó Luisina, entre el espanto y la náusea.
—¿Tú que crees? —le respondió él, como su siempre tan autosuficiente acompañante, acabando de acomodar el cuerpo para que no se cayera— Habrá que avisarle a su gente… ¿Sabes quién es?
—No tiene familia. Es Eustaquio Ocaña. — respondió la muchacha— Era peón de los Ibarguren… pero ya no trabaja para ellos.
—Bueno… pero alguien tendrá para avisarle.— insistió Irala, que había atado el cadáver sobre su montura— Lo llevaremos a la policía y que ellos se encarguen.
Antes de que se complicara más la vida con el muerto, Luisina le contó la historia en dos palabras. Le dijo que su mujer se había tirado al río en la olla unos días antes y que los peones de don Huberto la habían sacado muerta. Como parecían demasiados suicidios juntos sin una explicación que los justificara, Luisina también la dio. Le contó la costumbre de don Ferdinando Ibarguren de quedarse con las mujeres bonitas de sus peones para hacer cosas con ellas que la beata de doña Matricia no le permite hacer y “que se dice por ahí que si la mujer se le resiste, pues que es mucho peor y que seguramente eso fue lo que pasó con Eustaquio… que cuando Ibarguren se la devolvió, la pobre mujer…”
—Ya… ya… —la interrumpió Irala y de un salto se acomodó en la grupa del caballo de ella. Manoteó las riendas, quitándoselas de las manos y se fueron de ahí con el muerto a la rastra.
Daniel le cavó una fosa en sus propios campos y lo metió en ella. Luisina lo miraba cavándole una fosa al muerto sin creer casi lo que veía. Tardó buen tiempo en hacer un hoyo en el que Eustaquio cupiera cómodo mientras ella, que se había quedado con la historia en la mitad, se la completaba para entretenerle el trabajo que se estaba tomando.
Lo único que le interesó realmente es cómo era la doña Matricia esa que se la pasaba de jaculatorias con la tía de Luisina.
Las paladas de tierra caían sobre Eustaquio.
—¿Es vieja? —insistió Daniel en sus preguntas, porque Luisina se abstraía en ver el cuerpo desapareciendo. Ella dijo que sí. “Debe tener tu edad” agregó.
Él protestó porque lo consideraba viejo ya que no se consideraba así.
—Bueno… tampoco eres joven —le respondió Luisina consiguiendo fastidiarle el orgullo pero como el muerto no se enterraba nunca, Daniel dejó de discutir con ella para terminar la poco grata tarea.
—¿Es gorda? —preguntó al rato.
—Pues no. Además… ustedes los hombres, por más que tengan una mujer bonita en la casa, siempre andan poniéndole los ojos a otras —protestó la niña, según la sabiduría general.
—No es cuestión de que sea bonita. Es cuestión de que te entienda, de que se lleve contigo… —le explicó él, limpiándose las manos en la ropa, para quitarse la tierra y los restos de muerto— Alguien que sea como tú, que te comprenda como eres. Lo de bonita, bueno… si es bonita mejor… pero no es lo más importante.
Igual pasaron por el rancho donde Eustaquio vivía porque Daniel Irala no tenía mucha confianza en los dichos de Luisina sobre que no hubiera nada de familia del finado.
—Nos llevamos el perro —dijo, como excusa— porque seguro que si no estaba con su dueño, está atado.
Se llevaron el perro y él se llevó un niño lleno de mocos que lloraba de hambre, frío y mugre en un cajón.
No opinó sobre las aseveraciones de Luisina sobre que no hubiera nadie, más que con el gesto de ponerle el niño en los brazos, que olía apestosamente y como no encontró más trapos con que envolverlo, lo lió dentro de sus propios abrigos.
El niño murió a los días, a pesar de los cuidados que la nana Eleuteria le dio. Daniel anduvo de diablos una buena semana en la que ni hablarle se podía.
Luisina optó por seguir el consejo de la vieja mujer, ya que ella era quien había criado a Irala desde que nació y permanecía fiel allí, ancianamente fiel, envejeciendo con sus secretos dentro de la enorme casa de Las Sombras.
Y además, porque seguramente, la niña nunca había visto tantas tormentas juntas en los ojos de él, que se quemaban y quemaban de fogatas negras. ◣
Dame un beso de agua en las pupilas
que quiero ser un llanto de dulzura
en tu boca de lluvia que murmura
un vendaval de dudas intranquilas.
Puedo hacer de tu espalda un mar de lilas
que olorosas desanden tu tortura,
transitar por detrás de la espesura
de tus sienes si tiemblas o vacilas.
Déjame ser la anchura de tus huecos,
la verdad en tus noches de extravío,
déjame disiparte lo sombrío
y ser la voz de tus oídos secos.
Como un sol que acaricia si hace frío
mi piel suavizará tus recovecos.
In-crédula
Quiero desmantelar todos los limbos,
extirparle su sílaba a la fe
y que la ingenuidad cierre sus piernas
de ninfómana virgen.
Pero me está costando
fusilar a la párvula que cree
que una mota de arena
puede agarrarse al mar como una isla.
Siempre vuelve a confiar en un mayo minúsculo,
en el hueso de un pétalo,
en verbos inconclusos y en abortos de puentes.
Y siempre la despista un sol de humo.
No comprendo por qué
no muere de una vez esta inocencia,
si tiene el cuerpo lleno de disparos.
Pequeña infinitud
No eres la mujer
que habita la pequeña infinitud
donde cabe un poema.
Tú eres mucho más
—o quizás mucho menos—
que el verso más exacto y más desnudo
sangrando sus verdades,
o que la estrofa frágil golpeando
como un látigo triste.
Tú sólo estás viviendo.
Y puedes ser
la inquietud de una roca,
la imperfección perfecta,
la muchedumbre enardecida y débil
de cualquier soledad,
la que improvisa olvidos,
la que abre la ventana del deshielo,
la que absorbe las alas de los pájaros,
la que mastica lágrimas de azúcar
o se bebe la sal de una colmena,
la que alisa los filos de la ira
o araña mansedumbres.
Una contradicción
que oscila entre la luz y la penumbra
del viaje de la vida.
Pero eres sobre todo
una efímera fecha en un tiempo continuo.
Así que no,
no ocupas su pequeña infinitud,
porque tú morirás
pero el poema queda.
Nostalgia
La nostalgia
se desliza en mis hombros sin permiso,
casi como una seda paulatina
que tiñe de colores agridulces
el uniforme gris de la cautela.
A lo lejos escucho cómo hablabas
de aquel vestido rojo
que ceñía la piel de los instintos
y que nunca llegaste a regalarme
porque entonces las horas abarcaban promesas
y el tiempo era una prórroga infinita.
Tengo un beso de lluvia en la memoria
en esta noche ocre
y poco a poco empiezan a borrarse
los suicidios del alma.
A lo lejos la arena huele a hierba.
Sacudo las cenizas del letargo
y abro por fin los ojos, imprudente,
para mirar de cerca a la añoranza.
Se encuentra en remisión el intenso dolor que apagaba la luz de cada nuevo día, y sin reconocerse ve su imagen plasmada en la ventana tan serena y en paz.
Escucha serenatas, las charlas y las risas y como en pasarela ve desfilar pasteles con los ramos de flores festejando a las madres. Y ahí, tras el balcón , cristal humedecido, esa mujer observa cómo se va mojando su reflejo tocando sus mejillas extrañamente secas.
Camina de regreso pisando su presente, rozando con sus dedos los muros y tabiques que atesoran el eco de fantasmas.
Se va dejando guiar por el fulgor de unas manos que esperan con anhelo logre cruzar el puente.
Las tardes en espera
Elimina temores, moviliza el presente y asómate a la vida con actitud de reto, toma unas pinceladas de la aurora y tiñe tus mejillas ocultando en tu piel ese pálido tono que apaga tu viveza.
Llénate del bullicio del gentío y sal detrás del vidrio, de ese escaparate en que te has refugiado.
La tarde está en pañales esperando por ti. Ya no tragues saliva y escupe las entrañas que se han contaminado con temores y odios, atusa tus cabellos, levanta la barbilla, endereza tu espalda y camina con hambre de dar mordida al mundo.
Aunque mastiques guerras, trata de digerirlas degusta un caramelo que te quite lo amargo de las calamidades.
Mientras siga la vida hay tardes que te esperan.
Solo sueños
Se han quedado esperando dos copas, con un vino de mesa, pan y queso, música de guitarra acompañada por el ruido constante de los grillos, con gusanos de luz opacando la luz del firmamento, y embriagado el olfato de olor a hierba fresca.
Una casa de campo en las montañas con la hoguera de leños ya en cenizas, un papalote roto colgando del encino, piedras enmohecidas por la falta de huellas.
Dos locos soñadores vagando en la montaña riéndose de la vida, sin bullicio que altere el panorama sin cargas, sin apegos.
Siguen tras bambalinas los dos protagonistas esperando, el guión de esa historia inconclusa que no llega a estrenarse por el bache en el tiempo cubierto por las hojas de un invierno temprano.
Anclado en estas islas, abandono
la búsqueda falaz del paraíso,
tantas veces perdido en esa ruta
del buscar imposibles y no ver
que ya lo has encontrado, que lo habitas.
Y luego… pues veremos si hay futuro
más allá de este mundo. Por las dudas:
Cuando muera que no me repatríen,
que me entierren desnudo en suelo griego,
en algún cementerio entre los pinos
con amplias vistas al azul del mar,
donde el cuerpo se mezcle con la tierra
y acaso vuele el alma hacia sus musas.
Así, si hay otra vida, cuando llegue
esa resurrección y abra los ojos
contemplaré mi amado mar Egeo,
y sentiré mi psique enriquecida
por los sabios consejos de los mitos
con los que ha convivido en el Parnaso.
Anatema contra el mal versolibrismo
Aquí el autor, en el comunicado,
reivindica la libertad del verso,
la métrica es muy amplia, un universo
de estructuras de armónico rimado.
Desde la que es más simple, el pareado,
a la altiva sextina todo cabe
si se etiqueta bien. Como se sabe
es básico “no dar gato por liebre”,
que el ritmo del poema nunca quiebre
y que la rima en ripio no se trabe.
Mas dije libertad,
que no libertinaje o anarquía
pues algunos le llaman poesía
a lo que es simple prosa de mala calidad.
Decidme, o no, si os digo la verdad:
El nuevo catecismo
de gente que no sabe es el versolibrismo.
Si algún pintor moderno prescindió
de su época de escuela, no creó
con alma un cuadro abstracto. Pues versando es lo mismo.
Para romper las normas
dominarlas primero es necesario,
ya que para vencer al adversario
hay que primero trabajar según sus hormas.
La métrica y sintaxis, profundas plataformas,
siempre subyacen, reinan por mucho que el poema
aparente engañarlas. Anatema
proclamo contra quienes sin entender de nada
quieren darnos lecciones de libertad errada:
¡Echarlos del Parnaso!, es mi grito y mi lema.
Hubo una vez una ciudad canalla
Hubo una vez una ciudad canalla
que mojaba la pluma en el alcohol
para escribir directamente en vena:
como todos los jóvenes yo vine
a llevarme la vida por delante;
una ciudad en la que el bardo
rechazaba el papel e improvisaba:
versos de amor nunca serán literatura
si no me dejas escribir sobre tu piel;
una ciudad en la que ella,
adivinad su nombre, unos años atrás:
abriéndose su blusa —Neno, no digas nada—
le ofreció los durísimos botones de sus pechos.
Hubo una vez una ciudad canalla
en que un tono del azul era más que un color
era un templo pagano celestial
donde un gato argentino
maullaba en clave de rumba catalana
y un cantautor galáctico
consiguió hacer salir el sol a medianoche.
Hubo una vez una ciudad canalla
donde la sexta flota, en vez de hacer la guerra,
hizo el amor en territorio chino;
izas, rabizas y colipoterras
en traje de faena les tiraban los tejos
mientras agujereaban mármoles a golpes de tacón.
Hubo una vez una ciudad canalla,
mucho antes del turismo y de los juegos,
donde la izquierda se divinizó
bebiéndose las noches en la “boite”
de rojos terciopelos, de copas infinitas,
de taburetes que aún dominan escenarios;
una ciudad que hacía equilibrios sobre sus propias luces,
mientras un pijoaparte montaba un viejo Cadillac.
Hubo una vez una ciudad canalla
con cabaret travesti como playa de Río,
con Piaf y la Carme recordando a su hombre,
con los niños terribles, con molinos sin viento,
con local de voyeurs en tacita de plata,
con el baile del Tigre entre chulos y arrugas,
con el arco kiosco en que el anís ardía,
con aquella bodega donde el arte era eterno
y una cava de Jazz que por suerte aún resiste,
porque el otro el frontón, que era pista de baile,
ya pasó a mejor vida y es un sano gimnasio.
Hubo una vez una ciudad que hoy
merece nuevo nombre: Barcelolandia eres
pasto turístico de masas, puro producto Disney.
Perdiste tus raíces, te has vendido hasta el alma,
y de canalla nada, opositas a cursi.
¿Cualquier tiempo pasado fue mejor?
No sé… O es la ciudad, o es que nosotros
ya no podemos aguantar el canalleo.
Abierto queda el tema, se aceptan opiniones,
yo acabo con canción, como empecé
y disculpad que desafine:
…jóvenes…, éramos tan jóvenes…
Décima sin nombre
Hoy he encontrado un “te quiero”
y dos cariños de dama
escondidos en mi cama
que me han hecho prisionero.
No ha hecho falta usar acero,
tu recuerdo es suficiente
para atarme suavemente
en la cárcel del amor,
donde espero sin temor
que tu vuelta me alimente.