Los que comienzan a transitar el camino del escritor tienen, cuando se les interroga acerca de sus porqués, un grupo de respuestas generalmente uniformes. Algunos buscan un modo de expresar sus emociones (entonces uno escucha: «escribo mis sentimientos», como si los demás prescindiéramos de ellos al escribir) u otros son decididamente fabricadores de mundos ficcionales porque suponen que el escritor es eso: un ficcionador. Luego hay otros, entre los que me incluyo, que no intentan fabricar nada imaginario, porque piensan que no hay nada más fantástico que la diaria realidad. Por lo tanto, no les interesa crear otros mundos, ya que este que hay tiene material de sobra para todos los gustos.
Lo de crear mundos es algo que ha seducido siempre a los escritores, llegando este hecho a ser considerado como el objeto mismo de la literatura.
Ceñirse estrictamente a los hechos, también tiene su aquel porque los hechos se trabajan a través del prisma de quien los reproduce y por los tanto, siempre existirá un grado más o menos abundante de matiz, otorgado por la visión de quien los relata.
Escritor y escrito, impregnan a los hechos narrados de su propio poder de intervención óptica.
Las cosas escritas suceden «como quien las escribe las ve», de modo que la impronta narrativa es lo que confiere a un texto todos los condimentos necesarios que requiere lo que se recibe como materia prima: «la anécdota».
Muchos escritores no se avienen a abandonar aquello que le da resultado a otros y entonces trabajan en base a la recreación de cuestiones remanidas que otros han escrito con mayor enjundia, de modo que cada autor que se transforma en un apostador al número puesto, pierde la posibilidad de ajustarse a su propia creatividad.
No porque hayan resultado efectivas en otros momentos históricos del hombre, ciertas obras pueden ser traídas en copias al carbón hasta el presente, sin modificar el tiempo de ocurrencia, ya que la historia del hombre es absolutamente dinámica y cada momento de la misma tiene su propia connotación vivencial, aunque los hechos se repitan como una constante de la condición humana. Un ejemplo sería hablar de la Primera Guerra del Golfo como si se tratara de la Primera Guerra Mundial. Hay, entre una y otra, un siglo de cambios en la Humanidad, aunque la Humanidad no sepa cómo no estar en guerra.
Lo que importa, realmente, no es lo que uno escribe -realidad o ficción-, sino cómo lo escribe.
Un escritor debe ser ante todo un explorador de su internalidad y un observador minucioso de su alrededor. Asimismo, resulta fundamental el estar dispuesto a correr cualquier riesgo sin temor a las herramientas que posee para correrlo. También, debe estar consciente de que es mucho más fácil fracasar que conseguir el éxito y debe estar preparado para el rechazo porque en estas cuestiones, la última palabra siempre la tiene el público o sea, el lector.
A mi entender, la diferencia entre escritores la da la capacidad de escribir «peligrosamente» que algunos poseen y a la que otros ni siquiera se animan.
Un escritor, incluso el ficcional, es un testigo, porque el material del que se nutre siempre será su propio proceso de observación y recreación de lo observado. Y lo observado, sobre todo en los tiempos que corren, presenta un profundo grado de inestabilidad y de permanente mutación que deben ser reflejados por la literatura para mantener su propia vigencia.
Las formas que se le impriman a lo narrado, la elección de palabras en la escritura de cada frase, lo deciden todo. El estilo es lo que define al autor y es lo que el autor necesita encontrar para identificarse y a la vez, ser identificado.
Sin embargo, algunos aspirantes a narradores no advierten que lo que resultaba efectivo en otro momento histórico ya no resulta efectivo en este porque viven ya en otro mundo y la realidad ha dado para el hombre una vuelta de campana. Por lo tanto, no pueden aferrarse a esquemas narrativos pertenecientes a siglos anteriores porque las respuestas de los hombres frente a los desafíos de la vida han cambiado sustancialmente. Incluso la emocionalidad ha cambiado y las reacciones frente a un mismo hecho, son completamente diferentes.
En un mundo de redes sociales, donde la emoción se reduce a «emos» y a «gift», resulta un desafío la traducción a palabras de aquella intimidad particular que, en otra época, podía resultar todo un argumento de relato.
La intimidad se halla expuesta a la visión pública, como en un escaparate de feria, de modo que aquello que podía recrearse como la hondura de un personaje, parece ahora flotar en su exhibicionismo como si cada fanpage o cada muro, fueran libros abiertos y expuestos sin el menor cuidado a los ojos de un público al que tampoco le importa demasiado lo que tengamos para decir ya que siempre estará más ocupado enseñando su propio libro.
Aunque el hecho de narrar traspone esa superficialidad, requiere de todos sus elementos intrínsecos para derrotarla y abrirse paso.
Entre esos elementos,siempre estará la calidad que el autor ostente para encontrar la proximidad con el lector.
La trama y las subtramas (la historia tomada en su conjunto):
Trabajo paralelo se denomina al equilibrio entre las subtramas que corren, casualmente, en paralelo. Se da en algunas novelas y en algunos relatos de cierta extensión. Por ejemplo, la historia del protagonista y su antagonista ¿se mantienen equilibradas en cuanto al contenido que va a terminar por incidir en la historia general? Suele suceder que a veces, intentando explicar una trama de base, apelamos a los recursos de la subtrama, de modo que existe un segundo relato que corre al mismo tiempo que el que estamos contando y eso aporta una riqueza especial al argumento, si se trabaja bien y no queda como un momento que resuelve en vacío. Es muy común la introducción de datos que despiertan interés pero que terminan por no decir nada dentro de la historia, porque el autor no consigue resolver la incidencia del paralelo y se quedan ahí, a media agua y entonces uno se pregunta ¿y… con tal cosa qué pasó?
El trabajo de confronte es cuando se plantea el antagonismo entre las situaciones y cómo se maneja la incidencia entre una y otra posición accional. Un protagonista fuerte contra un antagonista con una historia todavía más fuerte que la de base y que termina por llevarse puesto el nudo original, moviéndolo hacia un nudo que no pertenece al planteo, pero que resulta mucho más atractivo por su carga que el de la historia. Eso desbalancea toda la narración, porque crea una seducción y una, llamémosle «simpatía» del lector hacia otra parte que en realidad no pertenece al espacio original de la obra. Para que sea efectivo y nutricio a la trama, debe mantener un equilibrio preciso de secuencias que alimenten el interés por igual y se imbriquen con la historia base de manera aditiva y no sustractiva. Una obra rica en matices trabaja sobre elementos de confronte y desarrolla elementos de paralelismo.
Ambas cosas le quitan planitud y linealidad y definen la potencia narrativa detrás de la idea. Hacen al interés en el desarrollo de los marcos particulares y dan calidad narrativa. Si esas puertas que se abren hacia cofres de tesoros, dejan al lector colgado de un pincel y no llegan a puerto o no se entiende para qué fueron puestas ahí, el desmedro de la calidad es considerable, porque el lector no resuelve satisfactoriamente los porqués.
El riesgo narrativo como variable:
La limitación en los riesgos narrativos se produce cuando el autor ofrece poquito al lector. No toma riesgos, no se implica y busca hacer una trama jugosa. Todo queda ahí, plano, acotado, y el lector se queda con sensación de poco, de que leyó algo mezquino, pobre, primario.
Un escritor debe tomar riesgo narrativo, necesariamente, si quiere obtener un buen producto. Para eso, apela a los items anteriores: enriquece la trama.
La no toma de riesgo narrativo y por ende, la chatura narrativa, es eso: un «hasta ahí», o un «esto lo leí cincuenta veces» o «que aburrido». O sea, la limitación en el riesgo narrativo es directamente proporcional a la pobreza narrativa, porque uno puede estar contando cómo regó el malvón (o sea, la más simple de las anécdotas), pero si la viste con fuerza narrativa, busca resortes que le den suculencia y enjundia, hará un gran relato del riego del malvón. Es una de las características que define el talento: la capacidad de crear riesgo narrativo.
Los personajes comunes (trabajo en trama):
Esquemas de relación y carácter prototípicos: ejemplo: el culebrón. El malo es malérrimo, el bueno, casi llega a la santidad y de tan santo, resulta idiota. El mezquino es hipermezquino y así, lo que define generalmente los estereotipos de personalidad que andan dando vueltas.
Si el autor no es capaz de mover los paradigmas y que el héroe no sea una mezcla de Súperman y Gandhi y el malo no sea la viva reencarnación de Satanás hibrido con Hitler, malo. Los seres humanos no son así. Son luz y sombra y, en general, de acuerdo a cómo sople el viento, más sombra que luz. Entonces, si las relaciones se establecen como en las historias antiguas, los personajes quedan rígidos, como dije: estereotipados. O se pasan de mambo, intentando morigerar la fuerza que el prototipo del folklore literario tiene per sé.
Los prototipos existen en todos los relatos y el juego está en el enroque de esos roles. Un autor que consigue enrocar los prototipos preexistentes y traducirles otros lados que coexisten también, obtendrá personajes creibles y ricos. Y en ese trabajo influye la voz de la que se dota a los personajes y cómo logra el autor que esos personajes se vuelvan reales y cotidianos y no sujetos de historia. Un prototipo no habla como un prototipo porque los seres humanos no hablan como prototipos o como se supone que hablarían. El trabajo de la voz del personaje es fundamental para el movimiento natural del rol. Y además, el desarrollo de las relaciones entre diferentes prototipos, tampoco debe ser una relación estereotipada, sino que apunte al desarrollo de la naturaleza humana como esa naturaleza es, aunque el personaje sea el héroe (figura prototípica por excelencia), demostrar que existen grados en que confluye con el villano (otra figura prototípica por excelencia).
En general, los autores prefieren no trabajar en sus personajes favoritos las zonas oscuras, que por otro lado son las que resultan más ricas emocionalmente. O sea, encuadran y encapsulan a los personajes y los «hacen hablar o actuar» como ellos suponen que ese prototipo actuaría. Cuando se visualiza eso en el trabajo textual, malo, porque se aleja de lo real, donde el blanco y el negro son solamente una posibilidad entre tantas que habilita la gama de los grises. Nadie habla filosofando 24 horas al día, por dar un ejemplo. Y las personas no hablan como si hubieran desayunado escobas y anduvieran tiesas por la vida dando sermones y sin rajarse unas cuantas puteadas.
Entonces, hay que ver cómo se desarrolla el trabajo sobre el prototipo. La literatura no es otra cosa que mímesis. Refleja lo real, incluso si estamos trabajando una distopía, una utopía o un relato convencional. Cómo construye la personalidad cada autor sobre el prototipo de sus personajes, habla mucho de cómo interpreta la realidad del mundo que lo rodea.
Fundamentalmente, prototípicos o atípicos, los personajes deben estar dotados de credibilidad.
Esquema y jerarquía de roles (enfoque de personaje):
Con respecto a la jerarquía de roles, a veces los personajes se van solos (la mayoría de las veces hay que soltarlos para que ellos marquen el rumbo), entonces, el autor empieza planteando un personaje principal y otro secundario cuando comienza a escribir el relato y cuando termina de escribirlo, el personaje principal ha mutado el rol y se ha transformado en el secundario, porque el secundario fue tan poderoso en su construcción que terminó por comerse al principal.
Eso se nota mucho, porque la historia termina desequilibrada y pierde la congruencia de la idea fundante para derivar en una idea aportada por la subtrama, que acaba por reemplazar a la trama principal. La anécdota del secundario es con mucho muy superior a la anécdota del primario, entonces la historia termina por ser una historia que aparece repentinamente y que no estaba en «el original» con el que se comienza la lectura o sea, la propuesta ya no es lo propuesto.
No quiere decir que un antagonista no sea tan rico como un protagonista, sino que los dos, o inclusive contando en el plano secundario a todos los colaterales a los dos principales, marchen en equilibrio y sean concordantes en peso narrativo. Una obra se divide en varias categorías de personajes, pero todos deben funcionar acorde a la idea y conservar sus «espacios de poder» para que la cosa resulte coherente. Si las variaciones de rol no son adecuadamente llevadas, a veces las transformaciones resultan ridículas, porque el trabajo sobre el personaje en ningún momento habilitó a que ese mismo personaje diera un salto cuántico.
Y ni qué decir de la previsibilidad. Eso tampoco resulta bien. Los personajes previsibles son aburridos y terminan por estupidizar la trama. El lector advierte a las cuatro hojas qué puede esperar de ese personaje y hasta se da el lujo de adivinar el final sin haberlo leído. La previsibilidad es todavía más negativa para un personaje y para una obra, que atribuirle repentinamente un salto cuántico. Achata la obra, literalmente. Y es, en el trabajo de los roles, el error más común. Y en el de la trama, el cotidiano.
Un personaje al que no se dota de perspectivas dentro del relato, es eso: chato y previsible. Son personajes no construídos. La perspectiva de un personaje es su entorno y su historia. Todos los personajes tienen una historia previa, no salen de un repollo. Y son sus circunstancias las que deben ser introducidas como elementos arquitectónicos de la personalidad y es la historia la que define en cierto modo la emocionalidad de la que dotamos al personaje. Un relato es como un edificio. No pueden quedar ladrillos sueltos, mal colocados o que haya que devanarse los sesos pensando por qué ese ladrillo está ahí, si no tiene una explicación plausible.
El ensamble:
La obra, como sus personajes, debe estar anudada. No debe necesitar una explicación posterior de tal o cual secuencia, sino que todo debe ensamblar, ya sea porque se matiza, se explica o se perfila, pero la solidez narrativa no se construye sobre el azar. Luego, pueden caber interpretaciones diversas, pero el material a interpretar debe ser ofrecido dentro de la trama, en lo que compete a cada personaje y cómo encajan los diferentes materiales entre sí para que esos personajes a su vez puedan interactuar e interrelacionarse desde la diversidad de sus universos.
Luego, en la resolución de los conflictos, hay que ver cómo se las ingenia el autor para no resultar en un tópico de órdago. Los conflictos en general son universales, pero en la obra atañen particularmente a los diferentes personajes. Entonces ¿qué hace el escritor con ese conflicto universal (la muerte de su perro) aplicado a ese personaje en especial, con esas características de las que lo proveyó y qué riqueza puede obtener de la relación «conflicto universal/psiquis del personaje». En esa relación causa y efecto, se ve la pericia para crear un segundo universo personal para el personaje enfrentado al conflicto. Qué hace el autor con lo que pasa, sería el resumen.
Para todo esto las herramientas con que cuenta el escritor son múltiples y variadas. Entre ellas, el estilo o la voz narrativa. Una buena anécdota y un buen desarrollo comienzan siempre en una buena voz narrativa. Una buena voz narrativa sirve para resolver tanto un conflicto simple (enterró al perro pero lo contó de tal manera que los lectores terminaron llorando) como un conflicto complejo (pagó un viaje a la plataforma interestelar y donó el cadáver del perro al universo). Y las dos cosas, con una buena voz narrativa, resultan igualmente eficaces porque la voz narrativa las vuelve creíbles, ya que ensambló de tal manera las partes que hace posible que el perro sea donado al universo o que el perro sea enterrado en el jardín (hablando de típico y atípico frente al conflicto universal: muerte del perro). Generalmente, eso no sucede. La cosa resulta una lámina de plomo sobre el interés o de tan inverosímil, un cuento de risa.
Pero si la voz narrativa no trabaja sobre la anécdota de manera eficaz, termina por decir al comienzo del relato que la puerta del baño estaba a la derecha y al final del relato la coloca a la izquierda.
Lo más increíble, bien resuelto, se vuelve creíble. Lo más común es que las herramientas sean tan pobres narrativamente y tan llenas de tópicos y estereotipos, que hasta los personajes más creíbles se vuelven increíbles por lo mal desarrollados que están.
«Las demasiadas veces me dijeron «quiero escribir un libro, pero no sé ni cómo empezar», la típica.
En mi mente, la respuesta automática era: te puedo ayudar a corregir lo que escribes, no a escribir.
En sin embargo, habiendo conectado con tantos profesionales que pudieran mejorar un montón de vidas volcando lo que saben en un libro, me tomé el trabajo de elaborar una guía de cómo hacerlo: Autor de élite III – Convierte lo que sabes en tu legado.
Cómo escribir, publicar y promocionar un libro de no ficción. Un libro que se enfoque en la solución de un problema específico por ahí, a alguno le pudiera ser de utilidad, o quizás conozca a alguien que le pueda servir.
Es interesante poder pensar en la diferencia vital que existe entre la producción de sentido y la producción de significado, ya que ambas producciones pertenecen a dos dimensiones diversas y por lo tanto implican diversos registros, por más que ambas producciones, sean el efecto y el resultado de una articulación entre significantes.
La producción de significado básicamente consiste en instaurar un nuevo expediente (modo de uso) en el código del lenguaje. Es decir, producir una articulación nueva entre palabras o algunas unidades más pequeñas, (significantes) que sea pasible de ser tomada por referencia como parte delacervo de articulaciones posibles dentro del uso del lenguaje (código del lenguaje).
La producción de sentido, es efecto de una articulación entre significantes que no alcanzan el estatus suficiente para insertarse como “modo de uso” del lenguaje y por tanto, no está destinado a formar parte del código del lenguaje.
Por ejemplo, los dichos o fórmulas populares (refranes, sentencias, etc.) son expresiones que pertenecen al registro del significado inaugurado por las formas de uso del lenguaje que instauran un modo referencial de “uso del lenguaje”, ganándose un lugar en el código del lenguaje.
Así, la primera persona que dijo “dos por tres llueve” inauguró, sin saberlo, ni poder pronosticarlo, una expresión de referencia propia del registro de la producción de significado. Cada vez que nosotros pronunciamos esa frase, estamos a nivel de la evocación del registro de la producción de significado, expresándonos en su registro por medio de una expresión típica (de valor más o menos universal para una determinada comunidad).
En cambio, si decimos por primera vez, por ejemplo, “calor en serio es el de las polillas” quedamos reducido al registro de la producción de sentido. ¿Por qué?, porque es algo legíble e interpretable pero que no pertenece a una fórmula expresiva tomada por referencia, esto es, no pertenece al registro propio del código del lenguaje como modo de uso del lenguaje en virtud de la comunicación.
Alguien atento podrá objetarnos con justa razón: ¿pero, en qué reside esta diferencia? ¿Acaso, cuando se dijo por primera vez, “dos por tres llueve” no se estaba produciendo un mismo tipo de frase, es decir, no se estaba a nivel de la producción de sentido?
Penetremos en su inteligencia.
La primera hipotética persona que forjó la frase “dos por tres llueve” al concebirla y pronunciarla, se encontraba a nivel de la producción de sentido, de la misma manera que la persona que diga por primera vez, “calor en serio es el de las polillas”. Si “dos por tres llueve” es algo que hoy por hoy, pertenece al registro del significado y por tanto al registro propio del código del lenguaje, no es por casualidad.
La producción de significado es una producción que siempre involucra la aceptación de un tercero.
Sin la aprobación de un tercero, que en su lugar de receptor, legitima lo que le he dicho, no podría jamás producir un significado.
La producción de sentido, en cambio, no precisa de tal legitimación por parte de un tercero.
Mientras el lenguaje porte alguna referencia que me permita expresar el sentido de lo que quiero decir, la producción de sentido se hace posible.
Esta diferenciación es sumamente útil para todos los que nos abocamos a escribir, y de hecho, no por un mero interés teórico, sino por una aplicación directa que podemos y debemos hacer muchas veces a raíz de nuestro oficio.
Retengamos por ahora, los rasgos esenciales que hemos descubierto como descriptores para diferenciar una producción de la otra y definamos mejor estas diferencias.
1. Respecto de la comunicación
La producción de significado es efecto de un acto comunicativo más allá del interés o no de comunicar por parte de la persona que la concibe o pronuncia.
De hecho, la intencionalidad es superflua en este punto, puesto que, aunque no tenga intención de comunicar nada con lo que digo, si otro lo toma como expresión significativa, legitimándolo como tal, se transforma en un acto de comunicación.
La producción de sentido, es un acto expresivo no necesariamente comunicativo, puesto que no es preciso de algún otro receptor que legitime lo que digo, puesto que basta la legitimidad del uso del lenguaje.
El lenguaje me permite hablar de los “elefantes rosados a pintitas azules” por ejemplo, por más que no exista ninguna realidad concreta por referencia. También el lenguaje me autoriza a decir, “yo miento” frase que a nivel del significado es contradictoria y difusa, puesto que si afirmo que miento, digo la verdad, pero, no digo la verdad porque afirmo que miento.
2. Respecto de la forma expresiva.
La forma expresiva de la producción de significado está sujeta a la sanción del uso del lenguaje en una determinada comunidad lingüística. Puesto que la producción de significado depende de un acto de comunicación y la comunicación solo se da en el seno de una comunidad y en tanto, tiene valor alguno, como manifestación de esa comunidad y para esa comunidad.
La forma expresiva de la producción de sentido, es mucho menos restringida, puesto que no depende de lazo social alguno. Basta para ello, las posibilidades y articulaciones propias del lenguaje. Puedo decir por ejemplo:
“Ver con los oídos las palabras rotas por el silencio acuoso de un iris olvidado”.
En este punto estoy en pleno registro del sentido, y no del significado. De hecho, una persona cualquiera podría pescar un significado en lo que digo, pero, debería someter la frase a una re-producción del sentido, puesto que no encontraría, significado alguno que le permita decodificar el mensaje con alguna precisión.
3. Respecto de la intencionalidad y el sujeto del enunciado.
En la producción de sentido, no se puede tomar como intencionalidad básica, un interés por comunicarme. Puede que tan solo me fascine escuchar la sucesión de palabras que he elegido, o que solo exprese algo que me representa con exclusividad de todo lazo social y por tanto de todo acto comunicativo.
En cambio, en la (re-)producción de significado, hay una intencionalidad clara de comunicar algo.
Introduzco en este punto el neologismo re-producción de significado puesto que una persona jamás puede producir un significado (sin otro).
Dicho de otra manera, la producción de significado no es algo que ataña a un solo sujeto. La producción de sentido sí.
Así, tenemos dos registros básicos, a los que podemos remitir todo tipo de expresión:
1. El registro de la producción de sentido. 2. El registro de la re-producción de significado.
Esta división así realizada nos permite pensar los géneros literarios, pero, también, ciertas dificultades al momento de escribir.
A simple vista, podríamos decir que el registro de la producción de sentido es natural al registro poético y el registro de la reproducción del significado es natural al registro de la novela y el relato.
Pero nos estaríamos apresurando demasiado en sacar esta conclusión.
Veamos cómo aplicar a nuestra práctica la diferenciación entre los dos registros de la expresión.
Siempre que escribimos, soñamos, fantaseamos, incluso, cuando conversamos con otros, estamos a nivel de la producción de sentido. El otro, puede, legítimamente, tomar lo que hemos dicho por una ocurrencia, o por un equívoco. Solo si el otro lo sanciona como acto de comunicación estaremos a nivel de la producción de sentido, por más que, intencionalmente, nos hayamos esforzado por re-producir un significado.
Basta con que hablemos con algún argot típico de nuestro pueblo, a un foráneo, para que este deje nuestro mensaje reducido a la producción de sentido por más que nuestra intención haya sido comunicarnos.
Por ejemplo: si digo que “lo que más me molesta de las conservas es la lata que dan las góndolas” a alguien que no sepa, que estoy llamándole góndola a las estanterías de los supermercados, en las que pueden haber conservas para vender y que tanto las conservas como las góndolas son de lata, seguramente, no podría entender lo que intento comunicarle. La intencionalidad de comunicar queda reducida a una mera ocurrencia, a un golpe de efecto, no captado como mensaje.
Si la intencionalidad es re-producir un significado, algo preestablecido, y por tanto, sujeto a convención y fácilmente decodificable e identificable como mensaje, por algún otro al que nos una una determinada comunidad, podemos incluso, caer por error, en la producción de sentido, produciendo un desplazamiento mínimo o una condensación mínima.
Por ejemplo, si queremos decir: “dos por tres llueve”, y decimos, “dos menos tres, llueve” este desplazamiento nos lleva al error. Si en cambio decimos (cada)“dos por tres hay elecciones”, estamos produciendo un chiste, que aunque no sea gracioso en sí, tiene la estructura del chiste puesto que en un enunciado mínimo se da por sentado una equiparación llueve-elecciones como si se tratara de algo en sinonimia, a lo que podemos extrapolar el contexto y las características de uno al otro. (la lluvia y las elecciones, son cosas inevitables, que suceden por azar, que son molestas, etc).
Ahora bien, para el poeta, aprender a hacer uso de este recurso de producción de sentido, es fundamental, particularmente cuando se encuentra atrapado en un lugar común o planteo tópico, es decir para salir de lo que podríamos llamar expresión típica o peor aún, la tipicidad de la expresión.
Veamos un ejemplo.
Hay un tiempo para morir y un tiempo para vivir. (Expresión típica y por tanto a perteneciente al registro de la re-producción del significado).
Hay tiempos en los que la muerte vive sin tiempo. (Desestructuración de la tipicidad de la expresión por medio del desplazamiento de sentido, tiempo-temporalidad-eternidad-muerte).
Una poesía puede encontrarse, entonces, tanto en el registro de la producción de sentido o bien, en el registro de la re-producción de significado, y es importantísimo, entender en qué registro se está para saber también, cómo corregir la poesía, potenciando sus ideas, reafirmando sus intenciones y reflexiones, etc.
Una novela por ejemplo, muy difícilmente pueda encontrarse en todo momento en el registro de la producción de sentido, sin apelar, a una referencia sólida del registro de la re-producción de significado. Puesto que las novelas tratan básicamente de contar una historia, hay alguien que cuenta y que se la cuenta a una determinada persona o conjunto de personas.
Digamos para ser más claro, que la intención de relatar, se ve muy pobremente respaldada por el registro de la producción de sentido, y naturalmente soportada por el registro de la re-producción de significado.
Un cuento, es decir, ese género tan pronto poético como narrativo, posee una capacidad mayor de aprovechamiento del registro de la producción de sentido aunque tampoco es probable que pueda sostenerse por sí solo en este registro, sin apuntalarse, mínimamente en el registro de la re-producción de significado.
En cambio, una poesía, puede, efectivamente, ser una expresión en la que no haya intencionalidad de comunicar nada. Dado que, por ejemplo, no es lo mismo mostrar lo que siento, que comunicarlo. No es lo mismo dar a ver lo que me afecta que relatar lo que me afecta.
Así podríamos decir que una poesía puede hacer uso del registro de la re-producción de significado pero no necesariamente precisa de este registro para expresarse. En cambio, la narrativa, puede acceder al registro de la producción de sentido como efecto determinado, pero, sin desligarse del registro de la re-producción de significado.
Así podríamos decir que la diferencia básica entre poesía y narrativa, más allá de su aspecto formal (distribución de lo expresado, en ritmos, formas, etc.) se sustenta en el registro al que pertenecen. Una poesía puede centrarse en el registro de la re-producción de significado pero siempre tenderá a producir algún desplazamiento, alguna condensación en este registro, una revuelta, que reintroduzca elementos, frases y expresiones de este registro, en el registro de la producción de sentido.
La narrativa, en cambio, puede tomar elementos del registro de la producción de sentido, incluso, puede figurar centrarse en éste, pero, solo para reordenarlo en el registro de la re-producción de significado.
Aprovechemos entonces y reafirmemos lo que hemos captado: el registro de la producción de sentido siempre es revolucionario cuando actúa dialécticamente en el registro de la re-producción de significado y el registro de la re-producción de significado siempre es reordenador cuando interviene sobre el registro de la producción de sentido.
El DRAE define la pausa como: un silencio de duración variable que delimita un grupo fónico o una oración.
Las pausas influyen en el ritmo del verso. No sólo son importantes para la perfecta declamación, sino también para dar cadencia, énfasis, o cualquier otro sentimiento que se quiera reflejar con la utilización de las pausas, apoyándose en ellas la modulación de la voz. Si coinciden la pausa necesaria para la declamación y la pausa sintáctica, el verso será más melodioso y natural. Las pausas por razones sintácticas son: fin de oración, vocativo intercalado, oración adjetiva explicativa, algunas subordinadas oracionales, hipérbaton, y otras.
CLASIFICACIÓN DE LAS PAUSAS:
Pausa gramatical: La producida por los signos de puntuación y por la sintaxis. Pausa versal: La que se hace al final de cada verso.
Sin embargo, cuando al final del verso no hay un signo ortográfico (coma, punto, punto y coma) no suele hacerse la pausa versal, excepto si el verso termine en vocal y el siguiente comience por vocal, con el fin de evitar la sinalefa. Igualmente no se origina pausa versal en el caso de encabalgamiento, que se produce cuando la frase concluye en el verso siguiente. El estudio del encabalgamiento se hará al final de la clasificación de las pausas. Ejemplo:
Eres mi faro y guía,
mi asidero, mi roca,
madre eterna y amiga
que mi olvido perdona,
tu mano en mis espinas
es caricia de alondra.
Se hace una pausa después de todas las palabras finales de cada verso. Si la palabra espinas del penúltimo verso fuera espina, en singular, la pausa sería más necesaria para no formar sinalefa con la vocal inicial del siguiente verso.
Pausa interna: Es la pausa que se produce en el interior del verso.
Los versos no llevan siempre pausa interna, si la contienen se denominan versos pausados, y si no la contienen, versos impausados. La pausa interna no rompe la sinalefa. Ejemplo:
Eres mi faro y guía,
mi asidero, mi roca,
El segundo verso lleva una pausa interna señalada por el signo ortográfico correspondiente. Otro ejemplo:
Cuando todo termine, en el final
que lleve hasta los límites la espera
de un próximo horizonte,
y tristeza, abandono, desamparo,
acompañen los últimos momentos;
En el primer verso hay una pausa señalada por la coma, sin embargo no se destruye la sinalefa, «ne-en», el verso tiene 11 sílabas métricas. El segundo verso es también de 11 sílabas, con dos sinalefas, «ve-has» «la-es». El tercer verso tiene 7 sílabas métricas, con una sinalefa, «mo-ho». El cuarto verso lleva dos pausas señaladas por el signo ortográfico, en la primera pausa se produce sinalefa, «za-a».
Pausa estrófica: La que se realiza al final de cada estrofa.
Ejemplo:
La caricia del mar vuelve a tu playa, regresa del desierto a Galilea, donde habitas, María, en tu atalaya.
Su visita enardece la marea maternal de tu cálida dulzura que en abrazos de espuma se recrea.
Trae la brisa apacible de la altura, la sal de su oceánica mirada, te invade su oleaje de ternura.
Al final de cada terceto se hace una pausa mayor que al final de cada verso.
Pausa media o cesura: La que se sitúa en el interior del verso y se repite en la misma sílaba de cada verso, sin cortar las palabras, separando un grupo de palabras del verso de otro grupo de palabras del mismo verso.
La cesura se produce en versos largos, los versos de hasta nueve sílabas se pronuncian fácilmente sin descansar, pero los de nueve sílabas en adelante necesitan una pausa, dividiéndolos en dos grupos. Si estos dos grupos contienen el mismo número de sílabas, son llamados hemistiquios; si no contienen el mismo número de sílabas, se denominan heterostiquios. El cómputo silábico de los hemistiquios sigue las reglas del aplicado a los versos independientes, tanto en cuanto al acento final, como a los acentos interiores. Nunca se produce la sinalefa entre la sílaba final del primer hemistiquio y la primera sílaba del segundo, pues el final de cada hemistiquio recibe el mismo tratamiento métrico que el final de verso. La cesura es un recurso poético que da carácter al verso, y recibe diversos nombres, por ejemplo la cesura del decasílabo dividiéndolo en dos hemistiquios de cinco sílabas, se denomina cesura épica; si lo divide en heterostiquios de 4 y 6 sílabas, siendo el primero llano u oxítono, se denomina cesura lírica, etc.
Ejemplo de hemistiquio:
Quiero conocer/ mis exactos límites más allá del cuerpo,/ la mente y la tierra, romper la ansiedad/ por lo inaccesible, sentir la alegría/ de la Nochebuena.
Quiero amor y paz/ sobre mi arrecife, la luz de la estrella/ brillando en mi vértice, saber que soy lúcido,/ inmortal y libre y sentir la dicha/ de ser inocente.
Los versos de esta estrofa son dodecasílabos métricos. Están formados por dos hemistiquios de 6 sílabas métricas.
A cada hemistiquio se aplica las reglas del cómputo silábico de los versos simples.
Analizando cada verso, tenemos:
En el primer verso, el primer hemistiquio termina en palabra aguda, «conocer», se cuenta una sílaba más, son 5 sílabas gramaticales y 6 sílabas métricas. El segundo hemistiquio termina en palabra esdrújula, «límites», se cuenta una sílaba menos, gramaticalmente tiene 7 y métricamente, 6.
En el segundo verso los dos hemistiquios son llanos.
En el tercer verso, el primer hemistiquio es agudo, por lo que se cuenta una sílaba más. El segundo hemistiquio es llano.
En el cuarto verso los dos hemistiquios son llanos.
En el quinto verso el primer hemistiquio termina en palabra aguda, por lo que se cuenta una sílaba más. El segundo hemistiquio es llano.
En el sexto verso el primer hemistiquio es llano. El segundo hemistiquio termina en palabra esdrújula, por lo que se cuenta una sílaba menos.
En el séptimo verso el primer hemistiquio es esdrújulo, por lo que se cuenta una sílaba menos. La palabra final de este hemistiquio termina en vocal «o», la primera palabra del hemistiquio siguiente comienza por vocal «i», pero como están separadas por un hemistiquio no se produce sinalefa. El segundo hemistiquio es llano.
En el octavo verso los dos hemistiquios son llanos.
Braquistiquio: Se produce el braquistiquio cuando entre dos pausas hay de una a cuatro sílabas, normalmente entre la pausa final del verso o pausa versal, y una pausa interior del verso siguiente, en este caso también recibe el nombre de hemistiquio corto.
El braquistiquio puede formar un verso bisílabo o tetrasílabo, quedando entre dos pausas versales. Es un recurso poético para dar énfasis a determinadas palabras, separándolas del resto por dos pausas que producen una elevación del tono.
Ejemplo:
cubren con una tela fina y blanca, el sudario. Te vence el desconsuelo
El braquistiquio tiene lugar en «el sudario», 4 sílabas entre la pausa final del verso anterior y la pausa morfosintáctica.
Encabalgamiento: Se produce encabalgamiento cuando la oración de un verso termina en parte del verso siguiente, es decir, cuando una pausa versal no coincide con una pausa morfosintáctica.
Hay partes de la oración que tienen que ser pronunciadas sin pausa en su interior, son los sirremas. Los sirremas del idioma español son:
Sustantivo con adjetivo o viceversa: cielo azul Sustantivo con complemento determinativo: flor de azahar Verbo con adverbio o viceversa: estudia mucho El pronombre átono con la palabra correspondiente: su elefante La preposición con el elemento correspondiente: con afecto La conjunción con el elemento correspondiente: ni Juan El artículo con el elemento correspondiente: la casa Tiempos compuestos de los verbos o perífrasis verbales: dejó de estudiar Palabras que llevan delante una preposición: va de juerga Las oraciones adjetivas especificativas: las personas que vinieron El verso en el que comienza el encabalgamiento, se llama verso encabalgante, y el verso que lo continúa, verso encabalgado.
Clases de encabalgamiento:
En relación con el tipo de verso:
Versal: si se produce al final del verso y continúa en el verso siguiente.
Ejemplo:
El hijo que Isabel espera ansiosa afirma, desde el seno, la existencia del Mesías, que en tu interior reposa.
Medial: si se produce coincidiendo con la cesura en un verso compuesto.
Ejemplo:
son las huellas del tiempo / escribiendo un destino de noches de azabache / y mañanas de tul.
En relación con la unidad que escinde:
Léxico: Si la pausa versal divide la palabra entre el verso encabalgante y el encabalgado, poniéndose un guión para reflejar la división de la palabra.
Ejemplo:
Y mientras miserable- mente se están los otros abrasando con sed insacïable del no durable mando, tendido yo a la sombra esté cantando.
(Fray Luis de León)
Sirremático: Si la pausa se produce en el interior de un sirrema.
Ejemplo:
Isabel, por milagro, va a ser madre del Precursor, profeta del Altísimo.
El encabalgamiento sirremático es: va a ser madre del Precursor
Oracional: Si se produce dividiendo una oración adjetiva especificativa.
Ejemplo:
Isabel, por milagro, va a ser madre del Precursor, profeta del Altísimo que mostrará el sendero del perdón.
El encabalgamiento oracional es: profeta del altísimo que mostrará el sendero del perdón.
Otro ejemplo:
Tú, María, adelantas la verdad que viene a revelar tu hijo, el Mesías,
En relación con la longitud del verso encabalgado:
Abrupto: Si el encabalgamiento finaliza antes de la quinta sílaba del verso encabalgado. Este encabalgamiento proporciona dinamismo al verso, intensifica el tono de las palabras encabalgadas.
Ejemplo:
El hijo que Isabel espera ansiosa afirma, desde el seno, la existencia del Mesías, que en tu interior reposa.
Suave: si el encabalgamiento finaliza después de la quinta sílaba del verso encabalgado. Aporta suavidad, serenidad, a la expresión de la frase.
Ejemplo:
Tú, María, adelantas la verdad que viene a revelar tu hijo, el Mesías,
El encabalgamiento produce subida o descenso del tono del verso. Es un recurso poético para dar más musicalidad a la declamación, más variedad de tonos, haciendo que el verso no sea monótono.
«La atención del lector es atraída por estos pequeños escándalos semánticos». (Dubois, 1970)
La metáfora podría definirse como un fenómeno semiótico literario donde el sentido llamado «literal», o sea, el uso habitual de una palabra o el significado de la misma que encontramos en el diccionario, sufre una mutación o un tránsito desde el sentido propio hacia otro no ya «literal», sino profundo.
Cuando la metáfora es simple, se encuentra formando parte de una frase en la que sólo algunas palabras son «metafóricas» o no literales y el resto cumple una función complementaria «no metafórica».
La metáfora en sí es un fenómeno contextual, ya que el movimiento que se da entre el significado literal y el no literal de las palabras establecidas como metafóricas, resulta de la interacción de éstas con el resto que compone el enunciado.
Otras formas para definir la situación metafórica dentro de un contexto, aluden a que deben existir relaciones sintácticas tales que afirmen algo «imposible» siempre y cuando las palabras empleadas signifiquen lo que por uso significan habitualmente o que, entre el pasaje metafórico en cuestión y su contexto o sea, aquello en lo que está incluído, se genere una situación sintáctica o semántica que los defina como incompatibles.
En este caso, el sentido primero del pasaje metafórico parece resultar no pertinente o no concordante con su contexto y por eso, es el segundo, el «no literal» del que hablaba al comienzo, el que devuelve a la construcción su pertenencia o subsana la desviación creada por el abandono del sentido literal.
Toda metáfora se compone al menos de dos elementos básicos: textual y no textual, ya que la metáfora no es otra cosa que un acoplamiento anómalo entre sentidos, que puede verse como un «salto» alterador del patrón predecible dentro del fraseo. O sea que la anomalía semántica que provoca se produce cuando una palabra es empleada contra las normas aceptadas para su uso corriente.
En general, el sintagma metafórico es facilmente identificable, ya que representa una distorsión en la linealidad léxica en la que queda patente la existencia de dos significantes (ya hablamos de lo que es un significante en otro artículo) que no se identifican con sus significados.
La relación entre el significado sustituyente y su sustituído, establece la relación de la que hablé al comienzo entre lo literal (concepto superficial del lexema) y lo no literal (concepto profundo que entraña la palabra distorsiva).
La metáfora, entonces, se compone de un «foco», constituido por la palabra que se utiliza metafóricamente y un «marco», representado por los demás componentes de la frase en la que esa palabra o sintagma se integra. Por lo tanto, muchas veces encontramos que la variación semántica aplicada a la palabra foco, debe llevar necesariamente un acompañamiento acorde dentro del fraseo marco.
La estructura predicativa «marco» puede ser explícita o estar implícita en lo que se dice del foco, si este resulta coincidir con el sujeto gramatical.
La predicación metafórica, por tanto, lo que produce es una ruptura de la isotopía en la frase, ya que altera el acoplamiento de los campos semánticos que dan un significado homogéneo al texto.
Existe una amplia gama de modelos metafóricos pero en general, todos se basan en que se sustituya el significado literal de una palabra o palabras para quebrar la isotopía de una frase, situación que es revertida al mismo tiempo por el significado profundo (del cuál ya hablé) atribuído a esas mismas palabras y que es capaz de restituir dicha isotopía como un enunciado coherente. O sea, la frase tiene un sentido literal aparentemente desacomodado y al que el sentido profundo acomoda con una resignificación o significado nuevo y legítimo desde lo inteligible y esto aporta, por tanto, un mayor grado de riqueza expresiva.
Dentro de la metáfora encontramos, pues, los simbolismos y las alegorías como elementos resginficantes de la literalidad.
En las coplas de pie quebrado no debe considerarse el concepto de pie como unidad de escansión (como en la poesía griega y latina) ni como en la actual castellana, que supone también una unidad menor (como, por ejemplo, cuando se habla de «pie de rima»). En la época de Jorge Manrique, el concepto de pie era asimilable al de verso, en su sentido métrico.
Así lo registra el DRAE:
27. m. desus. Cada uno de los metros que se usan para versificar en la poesía castellana.
Entonces cabe preguntarse qué es lo que se quiebra cuando se habla de pie quebrado. Porque el ya quebrado es el verso corto, pero se ha quebrado del anterior largo.
~ quebrado.
1. m. Verso corto, de cinco sílabas a lo más, y de cuatro generalmente, que alterna con otros más largos en ciertas combinaciones métricas.
¿Y por qué cuatro o cinco? ¿Aun tratándose de estrofas octosilábicas? ¿A capricho del poeta? Propongo una explicación.
Cuando el verso largo anterior (octosílabo) es grave, el quebrado es de cuatro sílabas. Si los sumamos a ambos, tenemos un dodeca acentuado en séptima. Ejemplifico con el más célebre poema de esta forma, poniendo en la misma línea el verso quebrado:
Recuerde el alma dormida, [8] avive el seso y despierte contemplando [12] cómo se pasa la vida, [8] cómo se viene la muerte tan callando [12]
Aquí, el verso quebrado mide exactamente la mitad del largo (cuatro sílabas), pero no pasa igual cuando el largo es verso oxítono (agudo), pues al contar realmente de siete sílabas, requiere de una más (cinco) en el quebrado. Ver:
¿Qué se fizo el rey Don Juan? [7+1=8] Los infantes de Aragón [7+1=8] ¿qué se ficieron? [5]
Que vendría a ser:
¿Qué se fizo el rey Don Juan? [8] Los infantes de Aragón ¿qué se ficieron? [12]
Cierto es que el mismo Manrique no es siempre consecuente con esta norma, pero creo que deben considerarse algunas cuestiones:
+ que las estrofas en las que no se atiene a lo señalado no suenan tan bien como las otras;
+ que desconocemos la exacta entonación de la época (casos de distintos recursos o licencias usuales, por ejemplo);
+ que en 1476 (probable año de su composición) la normativa era incipiente.
Supongo que el asunto de cuándo el quebrado es de cuatro sílabas o de cinco estará estudiado, pero no encontré nada al respecto, y por eso me he animado a proponer esta interpretación.
Si algún paciente y generoso ultraversal encuentra algo más (y mejor, preferentemente), agradeceré el dato.
Hace años que sabemos que sí se puede. Se dirán entonces, ¿qué sentido tiene tomar como directriz una pregunta para la que ya tenemos una respuesta? En mi caso la tomo por la sencilla razón de que me habilita a preguntarme ¿en qué radica su eficacia? Dicho de otra manera y pasado en limpio:
Puede haber una narrativa sin héroes, sí. Pero ¿Por qué? ¿Qué tipo de trabajo extra le demanda al autor poder desarrollar una narrativa sin héroes?
Verán que deslizo ya una hipótesis: afirmo en lo que pregunto que hay un trabajo extra, o sea, que trabajar una narrativa sin héroes –según lo que creo– implica no solo la decisión del autor sino un determinado tratamiento de la narrativa, un plus de trabajo, en tanto, no es el enfoque ni el tratamiento más habitual.
Pero ¿solo el escritor tiene que hacer este tratamiento extra, este plus de trabajo (aunque aún no sepamos en qué consiste)? ¿O bien podemos suponer que también el lector tiene un plus de trabajo proporcional al leer?
Puede sonar raro ésto último.
¿Acaso el lector también tiene que realizar un trabajo al leer?
II- El lector, la lectura y lo escrito.
En general éstamos más habituados a pensar el texto en función del escritor y no tanto en relación al lector, y sin embargo, es el lector a quien le toca el trabajo más arduo frente al texto.
Los invito a que consideremos el trabajo psíquico que le implica a un lector cualquiera, el acto de leer.
De buenas a primeras, le proponemos avenirse a vivir de forma pasiva en un mundo que desconoce y cuyas reglas nacen de nuestro arbitrio y por tanto le son completamente ajenas.
Lo invitamos a vivir una experiencia que desconoce y que regularmente no viviría más que –al vez– en el mundo de su fantasía pudiendo «reescribir todo aquello que le resultara fastidioso, incómodo o siniestro». Pero en este caso, carece de ese recurso aliviador, protector incluso. El lector tiene que adentrarse a nuestra jungla sin protección, ni mapas, desconociéndolo absolutamente todo y sometiéndose por propia voluntad a nuestro capricho y peor aún, en más de una ocasión a situaciones en las que se filtran nuestros propios complejos a medio resolver.
¿Verdad que es todo un trabajo?
Pues bien, ¿cómo logramos como escritores que una persona se avenga a vivir bajo unas condiciones que en cualquier otro momento rechazaría de plano?
Podemos suponer que la promesa de un placer estético e intelectual bastaría para persuadir al lector a abstraerse durante un tiempo de sus creencias, sus referencias y su dominio sobre sí mismo casi como si leer fuera una suerte de «experiencia religiosa» donde por puro imperio de la fe, el lector se entregara a merced del escrito y del escritor.
Pero ¿alcanza semejante promesa para que el lector supere la natural resistencia a estar a merced de otro?
¿Verdad que parece un poco imposible?
Podemos arriesgar la hipótesis de que es tal el «atractivo» del escrito desde sus primeros renglones que es eso lo que habilita al lector a superar esas resistencias o al menos a ir deponiéndolas paulatinamente con el desarrollo de la lectura hasta entregarse por completo.
Si optaramos por dar crédito a esta hipótesis no habríamos avanzado tanto como se podría suponer a primera vista pues nada decimos de en qué consistiría ese «atractivo» peculiar, ni por qué ese «atractivo» tendría la capacidad de ayudar a otro a vencer o bien a poner en suspenso unas resistencias lógicas y naturales.
Responder en qué consistiría –o podría consistir– ese atractivo del que hablamos no parece tarea compleja, incluso podríamos numerarlos y agruparlos de forma más o menos plausible.
1. Sobre el atractivo de un escrito considerado desde la perspectiva del lector.
A) Respecto de la obra tomada en su conjunto.
a) Trabajo estético: la belleza lograda en cuanto al uso de metáforas, recreación de situaciones, etc. b) Trabajo dinámico: el ritmo logrado en la narración y la fluidez del desarrollo de la trama. c) Trabajo económico: la distribuición de la tensión dramática equilibrada y armónica.
B) Respecto del protagonista (o de la relación protagonista (agonista)-antagonista)
a) Definición de los personajes apelando a los esquemas de relación y carácter prototípicos. b) Dotación de un personaje de una psicología o bien de rasgos superficiales «encantadores» c) Situación del personaje central en un posicionamiento de conflicto universal o que universalmente produce una reacción común (por ejemplo, víctima de la fatalidad)
C) Respecto de la trama.
a) El goce de la anticipación: la trama es un refrito de tramas prototípicas o bien tan predecible que permite al lector el «goce de la anticipación» lo que le permite superar su pasividad, pues es pasivo sí, pero, en algo que de antemano sabe qué va a pasar. (Atractivo que se lleva a las últimas consecuencias en las Sitcom) b) Linealidad y el goce de la deducción: la trama es tan lineal y tan fácil de deducir que el lector experimenta de forma fácil y desde el inicio el goce de la deducción. No la puede anticipar pues no es obvia y remanida, pero sí la puede deducir paso por paso. c) El goce de lo morboso: la trama que le ofrecemos sustenta una morbosidad latente o manifiesta o progresivamente desde lo latente a lo manifiesto y por tanto «seduce» al lector. (Caso por ejemplo de la Literatura erótica, llevado al extremo, el fundamento de la llamada «literatura rosa»)
D) La identificación con el Escritor.
a) El escritor es famoso o bien, muy bien referenciado por gente con la que nos identificamos por algún motivo. b) El escritor ha vivido alguna situación traumática o sorprendente que es de conocimiento del lector que le permite al escritor identificarse con el escritor. c) La pseudos-identificación con el Escritor. No lo conocemos, no sabemos nada de él pero algo de nuestra propia psicología se activa y produce o genera una sensación de familiaridad, por ejemplo, por el nombre, por el parecido en la foto a nuestro abuelo, y un largo etcétera.
2. Sobre la eficacia de tal atractivo (considerado desde la perspectiva del lector)
Sabemos ya que función cumple el «atractivo» del cual hablamos. Básicamente se trata de «persuadir» al lector a vencer unas resistencias naturales y lógicas para ponerse a merced de otro. Pero, ¿basta ese atractivo por más brillante que sea para tal fin? ¿Verdad que no es lo mismo «persuadir» a alguien a que haga algo a «habilitar» a esa persona para realizar tal acto en contra de su propia naturaleza y en contra de su habitual comportamiento?
Dicho de otra manera y resumiendo:
Sí, podemos suponer hay un atractivo que persuade al lector y podemos decir también que no importa realmente tanto cuál sea pues los diferentes «tipos de atractivos» que describimos –por sí solos o en combinatoria más o menos lograda– tendrían tal capacidad persuasiva. Mas, persuadir a hacer algo no es lo mismo que habilitar a hacer algo por lo tanto tiene que haber algo más subyacente a tales atractivos o bien un plus de trabajo del escritor, que hace que no solo persuada sino que al mismo tiempo habilite al lector a vencer las resistencias y entregarse al leer.
Podríamos especular durante siglos, desmenuzando los tipos de atractivos en juego, combinándolos, ahondando mucho más profundamente en su descripción, etc. etc. etc. y caeríamos en una deriva que nos llevaría sin duda alguna a desbaratar tal hipótesis de cifrar la eficacia en éste o aquel atractivo pues terminaríamos sin duda alguna en alguna contingencia.
Por lo que en éste mini-ensayo la propuesta es ir por el otro camino y pensar en el plus de trabajo del escritor para hacer el escrito no solo atractivo para el lector sino que también y a un mismo tiempo accesible.
De hecho, así planteado, podríamos sin mayor inconveniente, señalar «la accesibilidad» al texto como un atractivo fundamental, definiendo «accesibilidad» no en términos de «lectura fácil» sino de «lectura posible».
Cuando un escritor enfrenta el desarrollo de la idea narrativa y debe comenzar a plasmar todos los detalles que compondrán el texto, descubre que el trabajo de explayar una idea tiene resortes mucho más complejos que no se contemplan dentro de la idea original, que es lo mismo que una semilla.
Un escritor tiene una idea, o sea, una semilla. Sabe por ejemplo que es una semilla de cerezo y tiene más o menos una idea “normal” de cómo es un árbol de cerezo. Ese será su marco. Pero luego, cuando comienza a germinar la semilla, resulta casi imprevisible la cantidad de brotes que surgen a medida que se enlazan las acciones entre los planos y sus habitantes.
La narración es algo prácticamente imprevisible, incontrolable inclusive hasta para el autor
La narración es algo prácticamente imprevisible, incontrolable inclusive hasta para el autor que de lo único que es dueño, por volver al ejemplo anterior, es de “una semilla de cerezo” que “teóricamente” por ser una semilla de cerezo dará un árbol de cerezas, aunque a veces, ni ese postulado se cumple y aparecen otras frutas colgando de las ramas.
Por ser la narración un trabajo de relativa longitud, es una especie de monstruo autofecundante, que se gema a si mismo en cada oportunidad que tiene de concebir un orgasmo, así que el escritor enfrenta ese imperioso afán copulador que tiene el ente con el que trabaja. Por ejemplo, los roles protagónicos.
El autor normalmente parte de la trilogía: protagonista, agonista, antagonista y seres anexos que pueden ser diferentes o comunes a las tres posiciones de rol protagónico.
De repente y a mitad de trama, advierte asombrado que el planteado como “antagonista” es tan rico en matices, tan complejo psicológicamente y tan especial en sus acciones, que comienza a opacar al protagonista o por lo menos, a resplandecer a su par de tal manera que el autor –mientras termina de darle forma a esa novela– ya se ve exigido por esa otra personalidad naciente a escribir una nueva, en la que ese original antagonista se transforme en protagonista.
También sucede con algunos personajes secundarios que no pertenecen a la trilogía, pero, que, en un punto dado, es tal el clima creado a su alrededor o tan oportuna y fascinante su intervención, que el autor comienza a buscar las causas de ese “desborde” y termina asombrado por las virtudes de un personaje con el que capítulos antes no contaba.
Y también sucede el hecho inverso.
El protagonista resulta ser un anodino intrascendente del que es prácticamente imposible remontar la personalidad y queda allí, tristón y sin rasgos, abúlico y desteñido.
No se trata de imprimir personalidades ponderosas a los protagonistas y obligarles a mantener el tipo, porque con el transcurrir de los capítulos, ellos mismos demuestran sus facetas desconocidas y humanas y van transformándose, mal que nos pese, en lo que realmente son.
El autor bosqueja a sus personajes. No los conoce, realmente.
Abre una caja con varios muñequitos, los bautiza, los pone en un retablo y ellos, extraordinariamente, cobran vida a medida que oyen el tiqui-tiqui-tiqui de las teclas y empiezan a escribirse, prácticamente, solos.
El autor que no permite que sus seres imaginarios (aunque sean reales, dentro de la cabeza del autor son seres imaginarios) se desarrollen y trata de luchar e imponerles personalidades a sus ficciones humanas, rara vez resulta convincente.
Esa es la magia del trabajo literario narrativo: la espontaneidad de lo que el autor no conoce de sí mismo y que se plasma como un acto místico en el papel.
Un autor que pueda conseguir que la novela “se escriba sola”, será ampliamente versátil y podrá explorar y explorarse, en todos los tipos de género y con todo tipo de argumentos.
Los personajes jamás mienten.
Son los autores los que, como quien domestica a un tigre, los obligan a mentir a fuerza de rigor, siguiendo un argumento.
El argumento es solamente la tierra del camino. Todo lo demás es la magia que nace del don y que es inexplicable para quién no la haya experimentado.
Todos los hombres estamos llenos de seres que desconocemos.
El escritor les permite hablar de sus historias. Es el ghost writer de su propia pluralidad.
Mucho se habla sobre lo dificultoso que resulta titular. Se quejan los poetas, los cuentistas, los novelistas, los ensayistas e incluso los conferencistas, porque el título es aquella pequeña clave, ese impredecible santo y seña que puede abrir o cerrar la puerta de un texto.
Un título atrae o rechaza al lector y por lo tanto, es el primero de los anzuelos que un autor esgrime para despertar interés en la obra.
No hay una sola forma de titular un trabajo literario y cada uno busca aquello con lo que es afín, ya que el título es el avance de la obra, su primera representación en la mente del lector y por ello, cada autor titulará de acuerdo a como él conciba que el título funciona mejor, ya sea como carácter, perfil o imagen de lo escrito.
Nada más odioso que titular con números una obra poética, por ejemplo. Habla de cierto desconcierto o desgana del autor o, también, de que no le reviste interés ofrecer algo más que el corpus y que el corpus hable, cuando no, de una falta notoria de imaginación o de empatía hacia su propio escrito. Pero el lector –en general todos los lectores– necesitan ese breve estímulo, ese pinchazo en la curiosidad que los lleve a indagar que hay detrás de las palabras que lo seducen.
Un buen título amenaza con un buen libro que lo respalde, aunque muchas veces nos llevemos, a partir de eso, unos fiascos que hacen época.
Mucho se puede discutir sobre la elección del título y hacia dónde intentamos apuntar con ella, por eso, la pregunta que el autor debe hacerse frente al título es ¿qué quiero referenciar con el título?¿el contenido de la obra?¿destacar a su protagonista?¿hacer un resumen del argumento?¿simbolizar lo que luego el lector encontrará escrito?
En general, esas son las preguntas básicas que representan la elección de un título, ya que tanto el título como la primera frase de cualquier obra, son decisivos para el éxito del resto de la obra.
Muchos autores titulan cuando surge el título. Es una buena opción, porque mientras se escribe, en el caso de cuentos y novelas, el argumento va sugiriendo alternativas posibles y entre ellas, muchas veces, aparece el título definitivo cuando se ha partido de uno provisorio que no nos convence demasiado.
Otras veces, lo primero que surge es el título y desde el título se desprende la trama, cosa que acota y supedita a cumplir las exigencias que el título prefija, por más que en algún momento el argumento esté pidiendo otra cosa.
Es importante intentar que el título sea sugerente, seductor, que, en cierto modo despierte en el lector el deseo de ver qué hay detrás de las palabras, siempre sin irse por las ramas de la ambigüedad, de modo que el título termine por ser tan abarcativo que represente a esa obra y a cincuenta obras más. Por ejemplo: La alegría.
Ahora bien, si a ese enorme abanico que representa la alegría, le agregamos algún condimento que lo aparte y lo modifique, el título se realza. Por ejemplo: La alegría anónima / La descalza alegría o cosas así, a gusto de cada autor y representando algo más que una generalidad textual. No quiero decir con esto que titular «La alegría» esté mal, sino que siempre el autor puede encontrar algo más en el argumento para que el título no resulte pelado y abstracto y se ajuste más a los contenidos últimos que el lector encontrará una vez ingresado al libro.
A veces, ese poder de seducción aparece de manera secundaria en el subtítulo, porque el autor prefiere, por ejemplo, que su libro lleve el nombre del protagonista y como un nombre –a menos que sea el de alguien histórico que resulte conocido por un amplio espectro de lectores– no dice demasiado, agrega los sabores en el subtítulo. El problema de los subtítulos es que recién figuran en la portadilla y no en lomo y portada, que son los elementos primarios en los que repara el lector.
Con respecto a esto, hay discrepancia entre las opiniones, pero, a grandes rasgos, se puede afirmar que el título reviste tres vertientes fundamentales:
–cuenta el argumento de la historia o refiere fehacientemente a ese argumento
–simboliza el contenido sin hacer referencia expresa a él
–utiliza el nombre del protagonista, del escenario, plano temporal o el suceso desencadenante
También existen combinatorias entre estas tres vertientes y depende del autor su manejo ya que es el autor el que decide la incidencia que el título tendrá con respecto al contenido.
Debe tenerse en cuenta que es necesario no anticipar el final desde el título, aunque en algunos casos dependiendo de la pericia autoral, el gancho es justamente anticipar el final para que el lector se interese en el cómo de los sucesos. Esto es típico del policial y de la novela negra.
El título requiere brevedad, síntesis y significado. Es un «gancho», una tarjeta de presentación y como tal, la información que aporte debe motivar la búsqueda del contenido que habita detrás.
El relato está presente en todos los tiempos y en todas las sociedades. No existen los pueblos sin relatos y podemos hablar de él como una «repetición» de acontecimientos o «la representación» de dichos acontecimientos (imitación a través del lenguaje –la mimesis–) amparados en el arte o talento del autor (narrador) que refiere a la capacidad de crear mensajes diferentes a partir de un mismo código.
No creo que sea posible definir la literatura fuera del marco de la situación comunicativa.
El carácter «literario» de un texto tiene, no solamente relación con el esquema discursivo, sino que la referencia insoslayable se halla en el «metatexto» que codifica al discurso en base a un determinado «código estético».
Este «código estético» debe analizarse desde el punto de vista tanto emotivo como cognoscitivo y no puede pensarse la literatura como un arte que se desinterese de su estrecha relación con el lenguaje, puesto que es este el instrumento mediante el que las ideas se expresan.
Para el análisis de un relato podrían proponerse dos instancias o niveles básicos:
–la «historia» o sea, el argumento que emana de las acciones y su lógica
–el «discurso», casado en los aspectos nodales del relato.
Por ende, el análisis o comprensión de los relatos, no se basa solamente en comprender la historia, sino determinar y visualizar los distintos encadenamientos del hilo narrativo que se desprenden de ese hilo direccionado por la anécdota de base.
No debemos olvidar que el verdadero sentido de un relato no es algo que se devele al final, sino que subyace en toda la extensión del mismo.
Todos los detalles de un relato tienen un sentido.
Todo tiene alguna significación o función, aun cuando resultara insignificante y ésto no es una referencia al mayor o menor arte del narrador sino que obedecería a una cuestión estructural.
Sin embargo, dentro de lo estructural, existen diferentes jerarquías para diferentes aspectos contenidos en la generalidad del relato, por lo cual varía la importancia de acuerdo a cómo juegue cada unidad narrativa que compone el corpus.
Básicamente podemos determinar dos grupos de unidades narrativas que funcionan integradas en la constitución del relato:
–los nudos o núcleos, que forman las claves para que el relato avance y continúe hasta acabar (secuencias elementales)
–los complementos, que abarcan el «relleno» entre dos núcleos y que no tienen la función de modificarlos sino que obran como aportes subsidiarios correlacionados con el núcleo al que se enlazan pero sin el poder de alterarlo como tal, sino que, más bien, aportan una necesaria tensión semántica entre los polos nucleares que dicho complemento relaciona en determinada secuencia narrativa.
Tenemos, entonces, que combinando las «secuencias elementales» obtenemos su complejización o sea que de su combinatoria surgen las «secuencias complejas» que son las verdaderas conformadoras del relato.
El enlace entre las elementales crea el «planteo narrativo».
Una vez establecidas las secuencias y sus complementos, el relato avanza como el narrador decida, siempre que se dirija hacia un proceso de mejoramientos del planteo desde el que parte, hasta alcanzar un punto en que la secuencia elemental inicial alcanza el equilibrio resolutivo en la secuencia elemental final.
Si el narrador, a pesar de conseguir que ambos pesos nodales entren en equilibrio resolutivo, decide continuar agregando secuencias, el relato suele entrar en un proceso de degradación conceptual por exceso de factores yuxtapuestos que requieren de aportes descontextualizados, obtenidos desde anteriores secuencias complejas ya resueltas. Esta «prolongación» por adición de factores anteriormente resueltos que aparezcan nuevamente irresueltos da idea de agregados no vinculados realmente al planteo original del corpus y da como resultado un forzamiento o una aparición de «segundo relato» con dependencias no resueltas en la resolución original que se obtuvo primariamente.
En un caso así, lo mejor es escribir otro relato «referencial» y no intentar prolongar digresionalmente el original hasta conseguir su degradación definitiva.
La GRADACIÓN o CLÍMAX es una figura retórica del pensamiento que consiste en juntar en el discurso palabras o frases que, con respecto a su significación, vayan como ascendiendo o descendiendo por grados, de modo que cada una de ellas exprese algo más o menos que la anterior, o lo exprese con más o menos intensidad.
Por ejemplo, en este fragmento de Zorrilla:
“Rey sin vasallos, sin amigos hombre, en mi raza extinguido el reino godo, sin esperanza, sin honor, sin nombre, perdido Teudia, para siempre todo”
o en este fragmento de una de las coplas de Jorge Manrique: “(…) allí los ríos caudales, allí los otros medianos e más chicos (…)”
La gradación puede ser claramente ascendente, como en esta Rima XXIII de Bécquer:
«Por una mirada, un mundo; por una sonrisa, un cielo; por un beso…, yo no sé qué te diera por un beso»
O claramente descendente, como en el siguiente fragmento de un Soneto de Góngora:
“… no sólo en plata y viola truncada se vuelva, mas tú y ello juntamente en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada” ◣
Con esta palabra de origen griego, que significa transposición, se designa al tropo que consiste en trasladar el sentido recto de las voces a otro figurado, en virtud de una comparación tácita.
La metáfora implica, pues, la sustitución de un término propio por otro en virtud de la similitud de su significado o de su referente. Se aplica el nombre de un objeto a otro objeto con el cual se observa alguna analogía; el autor, utilizando su sensibilidad y su intelecto, establece entre estos objetos una comparación y designa a uno con el nombre del otro, eliminando cualquier rastro gramatical de la comparación.
Tradicionalmente se habla de A y de B como los términos real e imaginario, y como fundamento la característica que hace a A semejante a B (igual que decíamos en el caso de la comparación). De esta manera, si decimos “tus ojos son estrellas”, el término real sería “ojos” (A) y el término imaginario, “estrellas” (B); el fundamento sería el brillo de las estrellas, al que veo idéntico al de tus ojos, tanto, que identifico unas y otros.
Es fácil observar que una metáfora puede ser una comparación en la que se omite el enlace o nexo.
En cualquier caso, la metáfora es mucho más audaz que la comparación, ya que establece una identidad entre el plano real y el plano figurado. No se dice que A es como B, sino que se va más allá y se afirma que A es B. Se pueden expresar los dos planos, siempre sin partículas comparativas que los unan, pero también es posible (y muy frecuente) que se eluda el plano real y se exprese tan sólo el plano figurado.
La metáfora supone una trasgresión del orden racional de las cosas; revela una evidencia intuitiva, a veces irracional, saltándose los límites de la interpretación lógica de la realidad. La metáfora supone la afirmación de lo imposible con tanta naturalidad que parece posible. Esa es la razón por la que la metáfora, cuando está bien construida, tiene tanta fuerza expresiva.
En la metáfora, el plano figurado enriquece con sus cualidades al plano real, lo dota de matices de los que inicialmente carece, a diferencia de la comparación, que únicamente resalta la semejanza, sin añadir nada. Con la metáfora se superpone la fuerza poética del plano figurado con la fuerza poética del plano real, dando lugar a una imagen mucho más poderosa, mucho más expresiva y sorprendente que cada uno de los términos separadamente.
La metáfora supone sugerir en el término real rasgos que sólo están en el término imaginario. Según decía Ortega y Gasset, “la metáfora es un procedimiento intelectual por cuyos medios conseguimos aprehender lo que se halla más lejos de nuestra potencia conceptual. Con lo más próximo y lo que mejor dominamos, podemos alcanzar contacto mental con lo remoto y más arisco. Es la metáfora un suplemento a nuestro brazo intelectivo”.
La metáfora es un recurso de muchísima fuerza expresiva, pero debe ser utilizada con una cierta prudencia que le poeta debe saber medir. Debe huir del uso tópico de las metáforas, ya que cuando se utilizan metáforas gastadas o muertas, el lector no siente la extrañeza que se persigue con su uso, sino más bien un gran aburrimiento cercano a la náusea. No tiene ya sentido hablar de “correr un tupido velo”, de “el manto de la noche”, de “labios de coral” y lugares comunes similares.
También es cierto que el poeta debe tener una cierta prudencia con la oscuridad de las metáforas.
Cuando en un poema en el que el poeta utiliza muchas metáforas éstas son oscuras, de forma que el lector es incapaz de encontrar un plano real detrás del plano imaginario, el lector se pierde, bucea. Es cierto que una metáfora exige del lector una actitud activa, dispuesta a descubrir su sentido profundo, pero no es menos cierto que si a pesar de esa actitud activa la metáfora se resiste a ser interpretada, o bien sólo permite vislumbrar un sentido (con mil dudas) tras una ardua meditación o después de muchos razonamientos, el poema se convierte en un jeroglífico, en un ejercicio propio de filólogos más que de lectores inteligentes. En este caso, el poema fracasa, a mi entender. La responsabilidad de que la comunicación no sea eficaz no es nunca del receptor del mensaje, sino del emisor. Si a un buen lector le resulta imposible entender un poema porque está plagado de metáforas oscuras, el problema es del poeta, no del lector. Una metáfora que sólo entiende el poeta que la escribió no es una buena metáfora. Recalco aquí que estoy hablando de metáforas, tal y como se han definido al principio, no de “imágenes”, que son otro recurso poético bien distinto que responde a otras pautas y que se sustenta en otras razones, como veremos en otro apartado.
Clasificación
Existen muchas clasificaciones de las metáforas, atendiendo a diferentes criterios. Yo he elegido una (en realidad, cualquier clasificación que facilite su estudio es buena, pues todas son convencionales), que clasifica las metáforas en dos grandes grupos:
a) METÁFORAS PURAS b) METÁFORAS IMPURAS b.1) Metáfora de nombre b.1.1.) Metáfora de reclamo b.1.2) Metáfora copulativa b.1.3) Metáfora metamórfica b.1.4) Metáfora de genitivo b.2) METÁFORA DEL VERBO b.3) METÁFORA DEL ADJETIVO b.4) METÁFORA DEL ADVERBIO
A continuación, haremos un pequeño análisis de cada uno de estos tipos de metáfora:
a) METÁFORAS PURAS, entendiendo por tales aquellas en las que se omite el plano real, ofreciendo sólo el plano figurado. Suelen ser mucho más difíciles de escribir de forma que se asegure su comprensión por parte del lector. Sin embargo, son las de mayor fuerza expresiva. Su fórmula es B en lugar de A, de forma que A no se menciona. Veamos este ejemplo de Miguel Hernández, en su “Elegía”:
Un manotazo duro, un golpe helado, un hachazo invisible y homicida, un empujón brutal te ha derribado
En el que el término real es la muerte y el término imaginario, compuesto, como se puede apreciar fácilmente.
b) METÁFORAS IMPURAS, en las que se expresan ambos planos, real y figurado, identificándolos entre sí. Admite muchas variantes, como las siguientes:
b.1) METÁFORA DEL NOMBRE:
b.1.1.) Metáfora de reclamo: el término B sustituye a un contenido A antes mencionado. Puede adoptar las formas de aposición (A y B separados por una simple coma), vocativo, por paralelismo o demostrativa. A veces se trata de una sinonimia de dos expresiones, de las cuales una es metáfora de la otra.
Por ejemplo, estos versos de Juan Ramón Jiménez, con el esquema A, B:
¡Oh, mar, azogue sin cristal; mar, espejo picado de la nada O éste de J. Guillén, con el mismo esquema:
El ruiseñor, pavo real facilísimo del pío
donde el ruiseñor (A) es un pavo real (B) que canta bien.
Sugerente la metáfora siguiente, en unos versos de «Irene», de Luis García Montero: Y la distancia, esa divinidad que medita en el agua de los puertos (…)
Bellísimos estos de Alberti, con el esquema A, B, B…
Buen marinero, hijo de los llantos del norte, limón del mediodía, bandera de la corte mosa del agua, cazador de sirenas
En éste, Borges emplea el esquema contrario, B, A:
¡Ah, si aquel otro despertar, la muerte
Y éstos de Bécquer, con el esquema B, B, B, A: dos ideas que al par brotan; dos besos que a un tiempo estallan; dos ecos que se confunden: eso son nuestras dos almas
b.1.2) Metáfora copulativa, en la que A es (parece, significa, se convierte en) B, o en la que B es A. Es la fórmula gramatical más sencilla de metáfora.
Por ejemplo, en estos versos de Miguel Hernández, intensísimos, de las «Nanas de la Cebolla», en los que A es B:
La cebolla es escarcha cerrada y pobre. Escarcha de tus días y de mis noches. Hambre y cebolla, hielo negro y escarcha grande y redonda
O en estos otros de Cernuda:
El mar es un olvido, una canción, un labio; el mar es un amante, fiel respuesta al deseo (…) Sus caricias son sueño, entreabren la muerte, son lunas accesibles, son la vida más alta
O estos versos, maravillosos, de Ana Rossetti, en “Domus Aurea”:
Es la casa perfecta y mi amor vendaval, es aguacero, alondra que no encuentra lugar donde quedarse
O ésta metáfora, muy conocida, de Antonio Machado en su “Retrato”:
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero
Guillermo León, nos dejó disfrutar en Ultraversal de hermosas metáforas de este tipo en su poema “Elegía a un no nacido”, como ésta: La vida es un ocaso que pierde su memoria
También lo hizo José Luis J. Villena con metáforas de este tipo con un esquema A es B, B, B… en su poema «El Animal»: Yo soy el animal y tú la selva húmeda la raíz que endereza el tesón de los árboles, el calor sofocante, la tormenta, la lluvia salvaje eres, aire, la comida del hambre.
María José, nuestra compañera de foro, nos obsequió esta metáfora, también con esquema A es B, B… en su poema “Mis líneas”:
Eres pájaro en el viento cantar del mañana duda que adormece la sospecha que no acaba
Famosos son los versos de Jorge Manrique en sus Coplas a la muerte de Don Rodrigo Manrique:
Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar que es el morir
En estos versos se pueden distinguir dos metáforas, ambas copulativas:
Nuestras vidas son los ríos (A es B) que van a dar en la mar que es el morir (B es A)
b.1.3) Metáfora metamórfica, en la que C cambia A en B, como en estos versos de Miguel Hernández:
En su mano los fusiles leones quieren volverse
b.1.4) Metáfora de genitivo, con variantes: una, en la que el esquema es A de B, pero en la que A y B se asimilan, como en estos versos de Miguel Hernández:
Un cadáver de cera desmayada y un silencio de abeja detenida
O en estos de Antonio Colinas:
Después del sueño lento del otoño, después del largo sorbo del otoño, después del huracán de las estrellas…
Otra variante, en la que el esquema es B de A, como en este verso de Juan Ramón Jiménez:
En las paredes de mi alma abandonada
O en estos versos de F. García Lorca:
El jinete se acercaba tocando el tambor del llano
(Tambor (B) del llano (A) [= tambor]
Otra variante, en la que A es el B de C, como en estos versos de Álvarez de Cienfuegos:
Tendido allí sobre la verde alfombra de grama y trébol [=prado]
b.2) METÁFORA DEL VERBO
Se trata de un tipo de metáfora mucho más sutil que la metáfora del nombre; está en todas partes, discreta, casi sin llamar la atención, pero dotando a los poemas de una expresividad sorprendente, enriqueciendo el poema de sentidos, emociones y sensaciones que contribuyen decisivamente a generar emoción, a conmover al lector. Veamos algunos ejemplos, como éste de Aleixandre:
Aunque la sangre mienta melancólicamente (…)
O éste de Miguel Hernández:
Un muerto nubla el camino
O este otro de Luis Antonio de Villena:
ese mar que rasgan los delfines como en nosotros prende la tristeza
O éste, bellísimo, de la “Elegía”, de Miguel Hernández, poema que como vemos, está lleno de metáforas de todo tipo, como casi toda su poesía:
pajareará tu alma colmenera
b.3) METÁFORA DEL ADJETIVO
Se puede considerar la sinestesia como el tipo más importante de metáfora del adjetivo; sin embargo, hay otro tipo de metáforas que, sin ser sinestésicas, es decir, sin centrarse en las características sensibles de los objetos, contagian un sustantivo con los atributos de otro, como en este ejemplo de Juan Ramón Jiménez:
Del blando pinar umbroso; serían más hondos los céfiros, el soñar se hará más hondo…
O en este otro de Gil de Biedma, en el que la calificación de la compañía de “frondosa” la imprime de alguna manera de un carácter vegetal: Y está la compañía que formamos plena, frondosa en presencias
El efecto más común de este tipo de metáforas es la humanización de los objetos o de los animales, como en estos versos de Gerardo Diego:
A los púdicos tomates, soles les tornen granates
O como en éste de Miguel Hernández, en su ya citada “Elegía”:
a las desalentadas amapolas
b.4) METÁFORA DEL ADVERBIO
En el mismo sentido que las anteriores, pero en este caso con adverbios, como en el siguiente ejemplo con versos de Miguel Hernández:
Murcianos de dinamita frutalmente propagada
O en estos de Goytisolo: que después de quitarle el sonido al televisor saco la lengua a las autoridades naturalmente norteamericanas
Para terminar, quisiera reproducir aquí “Morticia”, un poema de Isabel Reyes, nuestra compañera, cuajado de metáforas bellísimas que pueden ejemplarizar muchos de los tipos de metáforas arriba comentados. Me resisto, espero que con el visto bueno de su autora, a no reproducirlo completo, por su hermosura:
Tiene que ser -mirándote- la muerte una mujer muy bella y muy distante. La voz, susurro cálido, y los ojos, vendimia azul e inmensa y agua verde.
Tiene que ser la muerte parecida a la hierba que en vilo te mantiene. Contemplarte mujer es admirarla en tapias de creciente enredadera.
La muerte crece en ti, llega radiante de frutas misteriosas y de enigmas maduros de fragancia. Se enamora de la vida en tus ojos, es alegre igual que una tristeza clara y dulce.
Tiene que ser la muerte como eres: compendio de milagros y sorpresa.
Aprender a escribir poesía es como aprender a ejecutar un instrumento, al menos si la cosa va en serio. Así, lo primero que hay que considerar es el hacerse de un horario, de un tiempo para dedicarse a estudiar y practicar. Sin una rutina fija, muy difícilmente un novato llegará a nivel de experto, salvo, claro, que posea un don y un talento innatos para la escritura.
Por otra parte, al tener una rutina fija, uno puede medir los propios tiempos, cosa fundamental. Es decir, uno va tomando conciencia respecto de cuánto conocimiento teórico es capaz de internalizar en una unidad de tiempo personal. Así, uno va aprendiendo a medir cuánto tiempo le lleva escribir un soneto o un romance.
Luego, al ir probando los diferentes metros y estilos, décimas, gaitas, alejandrinos, uno va descubriendo cuál es el estilo en el que se mueve mejor, el que con más comodidad y celeridad le sirve para expresarse.
Hasta aquí, lo que estoy marcando es que no sólo se trata de estudiar, practicar y corregir, sino también de medir los propios tiempos, dado que escribir es un estilo de vida y no un simple entretenimiento.
Aunque en lo normal el arrebato poético conlleva un gran toque pasional, y por esto deviene en frustración el no conseguir de buenas a primeras un poema correcto en fondo y forma, es preciso aprender a desapasionarse al momento de recibir críticas y asumir la tarea de corrección. Es muy común el deseo de abandono, o por lo menos el dudar de si servimos para este oficio. Estos son los momentos en donde uno da o no da la talla. Es preciso recordar que así como somos tolerantes con los demás, también debemos serlo con nosotros mismos para poder avanzar.
Una vez que hemos adquirido los conocimientos necesarios para poder escribir en cualquier metro y estilo, y una vez que aprendimos a manejar el proceso de frustración/satisfacción, de crisis/crecimiento, es que llegamos al momento en que se desarrolla la propia voz, el personalísimo estilo que cada escritor tiene como marca de fábrica.
Alcanzada la propia voz, con Whitman uno comprende que «la obra no tiene fin» y cada curva y cada recta de cada circuito no son más que pruebas en donde, al menos en parte, uno se realiza.
Como anécdota, dado que esto está dirigido a los que recién comienzan a escribir, dejo constancia de que mi primer soneto me llevó unas 14 horas. Hoy día, escribir un soneto, sea alejandrino, gaita, tridecasílabo u otros metros, me lleva entre 14 y 18 minutos. Pero esto no es nada, he visto escribir sonetos en 7 minutos y justo antes de haber aprendido a escribir ese primero.
Finalmente, como me enseñara Morgana de Palacios, la cosa está en aprender a disfrutar tanto del proceso como del resultado, cosa que yo aprendí a hacerlo conociendo mis propios tiempos. Este es el consejo que puedo dar desde la vivencia.
Como cualquier otro trabajo técnico y que requiere habilidad, la escritura de una novela necesita cierto entrenamiento. Claro que una idea original es el punto de partida, pero el desarrollo, la técnica, la corrección e incluso la relación con editores y agentes son gajes del oficio que deben aprenderse.
Empezar a trabajar cuando ya los personajes están perfectamente definidos, ayuda mucho. La falta de preparación suele ser evidente para los lectores.
Hay que conocer a los personajes, su pasado. Crear una ficha de personaje, con toda la información relevante. Cada vez que se escriba el nombre de un personaje, es aconsejable crear su ficha correspondiente, al menos con el nombre y las características más esenciales. Si luego deviene en alguien más importante, se completará. No es agradable volver atrás a comprobar el nombre del personaje que salía 100 páginas antes cada vez que se mencione o accione.
Tan importantes como los personajes son los escenarios donde transcurre la acción. Si el autor no los conoce, el lector tampoco lo hará. Consultar mapas, atlas y cualquier otro elemento necesario. Los mapas son útiles para consultar distancias y hacer que el tiempo para mover los personajes de un escenario a otro sea verosímil. Los atlas suelen contener información interesante sobre los lugares de los que se habla, y pueden llegar a ser puntos importantes en que apoyar la historia.
Emilio Salgari escribió todas sus novelas sin salir de su buhardilla.
Hacer esquemas de los sitios importantes, como la casa donde vive el personaje principal o el negocio de su amiga donde pasa todas las tardes. Si un personaje siempre va a la derecha para ir al baño y más adelante, en el capítulo 20, gira a la izquierda, un lector atento se va a dar cuenta.
Los esquemas son importantes para mantener los sub argumentos subordinados a la trama principal. Evitar irse por la tangente está relacionado con en qué puntos de la historia hay que desarrollar el sub argumento (y cuándo y cómo volverá a aparecer para incidir en el argumento principal). Crear el esquema antes de empezar a escribir, no solo evitará pérdidas de tiempo innecesarias sino que además ayudará a mantener la historia bien construida.
Un esquema es escoger un principio y un final para un capítulo. Después las peguntas que el autor se plantea son ¿cómo voy de uno a otro? ¿Cuál es el propósito de este capítulo? También es necesario observar el capítulo dentro del esquema general de la historia ¿Dónde se encuadra? ¿Es el momento adecuado para que suceda lo que el capítulo narra? Sin un punto final decidido, el capítulo tenderá a desdibujarse.
Historia y técnica
Las novelas de género (fantasía, ciencia ficción, thrillers y misterios) son las que más se adecuan a este tipo de esquema.
Encontramos cinco elementos importantes en la estructura narrativa de cualquier novela: un incidente inicial, una serie de complicaciones progresivas, una crisis, un clímax y la resolución. Estos son los cinco pasos a seguir para desarrollar cualquier historia.
El incidente inicial es el anzuelo. Es un acontecimiento dinámico y debe ser visto como tal por el lector. Debe, a la vez, cambiar el equilibrio de fuerzas y el resto de la novela debe ser el intento por parte del protagonista de devolver las cosas a su cauce.
La serie de complicaciones progresivas escalan en el conflicto y se conocen también como suspense. Aunque tenga que ver con la salvación del mundo por parte de un héroe o con la autosuperación de un personaje marginal, el suspense forma parte de casi cualquier historia. El suspense, en una novela de misterio, puede provenir del tic-tac de un reloj. En una novela de misterio en el clásico: ¿Quién lo hizo? A veces tiene que ver en la forma en que el bueno consigue detener al malo. No importa el tipo de suspense, pero tiene que atrapar al lector.
Algunos escritores creen que el suspense es ofrecer una sorpresa casi al final de la novela. El problema que encuentro a este método es que el lector no sabe que la sorpresa se acerca, así que en realidad no hay suspense.
Incluso tener una sorpresa en la manga para el final, no impide escalar en el conflicto para mantener el nivel de suspense cada vez más alto hasta que el lector llegue a la sorpresa.
En el momento de crisis, el protagonista deberá decidir si quiere recuperar el equilibrio roto en el incidente inicial, durante la primera parte de la novela. En este momento no deberían ser obvios para el lector los pasos que tomará el protagonista para que continúe preguntándose qué sucederá. La crisis suele ser el momento más oscuro del protagonista.
Después viene el clímax. En el clímax el protagonista ya ha elegido y se ha restablecido el equilibrio o bien se ha conseguido un equilibrio nuevo. El protagonista forma parte del clímax. La escena del clímax debe involucrar al protagonista y al antagonista llegando a una conclusión sobre el dilema iniciado al principio.
Finalmente, debe resolverse los argumentos y subargumentos para llegar a la resolución final. No debe dejarse ningún hilo suelto. El lector se preocupará por todos los personajes y todos los acontecimientos. La resolución ofrece al lector una sensación de redondez subrayando lo que el lector ha ganado al final del libro.
Argumento
Algo tiene que suceder en una novela. La mayoría de los escritores no pueden permitirse el lujo de escribir una historia de personajes que simplemente se limiten a estar, sin hacer nada. La acción, tome la dirección que tome, es lo que mueve la historia y arrastra a los personajes consigo. A veces los personajes actúan y a veces reaccionan y esto es lo que crea el argumento.
Es importante tener una idea clara sobre cuál será el clímax de la historia antes de escribir la primera frase. Teóricamente, toda acción debe ir encaminada hacia él. El hecho de conocer el clímax de antemano ayudará a dar la dirección adecuada a la historia y a mantener en la mente el argumento principal. También impide que el autor se vaya por la tangente y que desarrolle un subargumento en el clímax. Sin una idea clara del clímax se estará escribiendo el Cuento de la Buena Pipa.
La vida real está llena de coincidencias pero hay cierto debate sobre cuántas coincidencias se pueden añadir a una novela para que resulte verosímil. Hay quien afirma que no se puede usar ningún tipo de coincidencia en una novela, que todo debe tener un por qué. Soy de la misma opinión. Lo que subyace es la idea de evitar que el autor manipule demasiado la trama. Pero, al fin y al cabo, el autor es el creador del mundo y en realidad, toda novela es una manipulación de la realidad que no se debe notar.
Trabajar en una novela, necesita en el autor la idea de lógica interna. El argumento tiene que tener sentido por sí mismo.
Dónde empezar
En realidad hay dos principios en una novela. Las primeras palabras que un escritor pone sobre el papel y las primeras palabras que el lector ve en cuando abre el libro.
Estos dos conjuntos de palabras, no tienen por qué ser los mismos. Algunos escritores se estancan intentando escribir ese principio perfecto pero como la gran mayoría tendemos o deberíamos tender a corregir y re-corregir, la mayoría de este tiempo se pierde.
Cuando se determina el inicio del libro, hay que mantener el propósito de la obra. El primer capítulo debe llevar al lector hasta la puerta. La historia debe enganchar a los lectores y a la vez presentar el problema, el tema o introducir los personajes principales. Ese primer capítulo puede hacer ambas cosas, pero no sobrecargar al lector con demasiada información al principio.
Otra herramienta interesante a tener en cuenta es un archivo con el pasado de la historia. ¿Qué sucedió antes del instante en que empieza la novela? Si bien no se usará directamente en la obra es posible que se usen pequeños fragmentos para rellenar agujeros que los lectores deban saber para entender qué está sucediendo.
El núcleo principal
Los personajes son la clave principal puesto que son los que crean la historia. Hay que conocer las motivaciones del personaje principal, por qué actúa de esa manera y qué es lo que desea. Otros elementos importantes pueden ser: vestuario, actitudes, gestos, educación, cultura, clase social, necesidades, sueños, miedos, creencias y valores.
El escenario es tan importante como los personajes. En muchas novelas, es el escenario principal lo que distingue una novela de otra. Si no es el escenario, son los personajes. El escenario puede ayudar a responder la pregunta ¿Qué es lo que distingue tu novela de otras ya publicadas?
El escenario implica conocer perfectamente el dónde y el cuándo de la historia. Y hay mucha más miga en el dónde de lo que la gente cree a simple vista. Los sitios donde se ha vivido ¿La gente no era diferente? ¿El clima? ¿La arquitectura? No hay que limitarse a describir el lugar. Se necesita mucho más para hacerlo salir vivo de la página.
El punto de vista es otro elemento crítico.
En realidad es el problema principal al que se enfrentan numerosos escritores.
Hay que tener en cuenta que aunque el autor es el dios principal, el creador de un mundo y conoce todos sus recovecos, el lector sólo verá lo que el escritor decida que la cámara enfoque. Por este motivo, el enfoque debe ser consistente a lo largo de la obra. No se puede andar cambiando de punto de vista sin ningún tipo de justificación. No hay un punto de vista erróneo. Todos ellos son válidos. Simplemente hay que intentar no confundir al lector.
Final
Los personajes, los escenarios y el punto de vista deben construir el mundo y llevar al lector hacia el final deseado, la resolución del problema, o argumento que se ha introducido en el primer o segundo capítulo. Se debe asimismo concluir todos los sub-argumentos al final, lo que a veces puede resultar algo complicado.
Cuando llega el final de la historia, llega. Eso se siente por más entusiasmado que el escritor esté con lo que escribe.
Precisamente porque ya se escribieron todas esas páginas anteriores, ya se ha perdido algún tipo de control sobre el final. El final debería ser la conclusión natural a la historia. Y se siente. Otra cosa es que el escritor (normalmente por su compulsión) lo admita.
Tal como se ha comentado anteriormente, ayuda bastante tener en mente cual el clímax del libro antes de empezar a escribir puesto que es hacia donde se dirige la historia, aunque algunos autores se niegan a hacerlo.
La corrección
La corrección se basa en equilibrar los dos lados del cerebro. El lado derecho del cerebro se considera más creativo mientras que el izquierdo se considera más lógico. Mucha gente considera que la corrección es cuestión del lado izquierdo pero si no confiamos en nuestro lado derecho nos estamos haciendo un mal favor. Algunos escritores permiten que su lado derecho domine demasiado y acaban destrozando su escritura.
Hay que leer con simpatía lo que se ha escrito. Pulirlo. Quitar lo que sobra, pero no tirarlo porque nunca se sabe cuándo se puede necesitar (en otro lugar del manuscrito corregido o bien en otra historia diferente). Empezar el día releyendo lo que se ha escrito predispone para continuar escribiendo.
Cuando se corrige hay que considerar la idea de pedir a algún corrector profesional que revise la obra, pero hay que tener muy en cuenta que los escritores no pueden permitirse ser sentimentales con su obra. Hay que aceptar las críticas y examinarlas fríamente. Si no se aceptan bien las críticas, hay un serio problema como escritor.
No corregir nada en los primeros estadios de la novela. Si se corrige demasiado pronto simplemente se perderá el tiempo puesto que más adelante se volverá a añadir elementos que harán volver atrás.
Algunos escritores pierden demasiado tiempo corrigiendo sus primeras palabras y nunca acaban nada de lo que empiezan.
Corregir los dos primeros capítulos una vez tras otra puede evitar que algún día se pueda escribir el último. También muchas veces se encuentra el escritor con que ha quitado detalles que luego más adelante serán cruciales en la novela y necesita volver a añadirlos. El subconsciente, afortunadamente, trabaja con el escritor y va plantando semillas que más adelante darán su fruto. Si se elimina demasiado pronto algún material, se corre el riesgo de no poder usarlo más adelante.
Una técnica útil para la corrección eficaz es dejar descansar la novela por un tiempo antes de emprender su lectura para aclarar las ideas y mirarla con ojos nuevos. En el argot editorial “dormir la obra”. A veces se ven con más claridad las construcciones extrañas una vez que el autor se ha distanciado de la misma.
Reescritura
Aunque la idea principal se mantenga, siempre hay pequeños fragmentos importantes a cambiar.
La reescritura no es sólo lo que ocurre después del primer borrador. También es un proceso que cambia cada vez que el argumento cambia o que hay un giro inesperado en el argumento.
No se acaba cuando se cree que se ha acabado.
El aspecto más importante en la reescritura es ser honesto. Mirar la obra objetivamente y encontrar sus defectos. Confiar en el instinto a la hora de corregir.
No subestimar al lector. Si puede leer, tiene una cierta educación. La mayoría de los escritores tienden a ser redundantes aunque algunos pocos yerran en el otro sentido, siendo tan sutiles que el lector medio no puede captarlos. Es muy posible que aunque no entiendan el significado de todo lo que está escrito en su momento, en el momento final, cuando llegue el clímax sí den su lugar a cada frase o hecho relacionado que ha ocurrido con anterioridad.
No hay que dar cátedra ni pontificar. A veces se escribe algo con lo que el autor se identifica plenamente pero que añade muy poco a la historia. Cortar parte de estos fragmentos puede ser doloroso pero también puede ser necesario. Hay que concentrarse en la historia en general, no en un capítulo.
Un autor, como decía Huidobro, es un dios.
Depende de él hacer posibles los paraísos para el hombre. Esto lo digo yo.